ANTONIO MUÑOZ MOLINA. LA NOCHE DE LOS TIEMPOS
Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad. Pasado mañana, 25 de octubre, Antonio Muñoz Molina recibirá en Oviedo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras correspondiente a este 2013. Siendo un autor que me entusiasma, y del que he leído casi toda su obra, puede resultar sorprendente que hasta ahora no hubiera aparecido en nuestra sección. Sí ha tenido, en cambio, una presencia muy destacada en mi otro programa en la radio universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, en el que ha protagonizado al menos cinco emisiones, dos centradas en El viento de la luna, la novela -teñida con tintes autobiográficos, en una trayectoria literaria repleta de ellos- en la que Muñoz Molina recupera sus días de infancia, narra su paso a la adolescencia y homenajea, de paso, a su padre y al tipo de vida modesto y austero de sus primeros años en su Úbeda natal, la Mágina inventada de su territorio literario; una más a partir de Ventanas de Manhattan, el estremecedor -pero caben muchos más adjetivos- paseo por el Nueva York posterior a los atentados del 11 de septiembre; y, más recientemente, los programas de los dos últimos lunes se han ocupado de Sefarad, la excepcional crónica del extrañamiento, el desarraigo y el exilio que, en mi opinión, constituye la obra mayor del escritor y académico jienense. Todos ellos podéis recuperarlos en el blog del programa, cuya dirección ya conocéis: buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.
Pero, más allá de las obras aparecidas en esta peripecia radiofónica en Radio Universidad de la que acabo de daros cuenta, podría recomendaros con igual pasión casi cualquier otro libro de nuestro escritor invitado. Recuerdo el primero que leí, deslumbrado, en 1987, Beatus Ille. También El invierno en Lisboa o Beltenebros, con sus correspondientes -y a mi juicio fallidas- traslaciones al cine. Igualmente Ardor guerrero, Plenilunio, u otra gran novela, El jinete polaco, con la que ganó el Planeta. Interesan también -aunque en mi caso en menor medida- sus ensayos, o la recopilación de sus artículos, los tomos de sus diarios: los primeros, El Robinsón urbano y Diario del Nautilus, excelentes, los devoré en los ochenta en ediciones, creo recordar -mi natural pereza no me invita a levantarme hasta la biblioteca a consultarlo-, de Pamiela, la espléndida editorial navarra.
Hoy, con ocasión de su merecidísimo premio y como homenaje y celebración de la literatura de Antonio Muñoz Molina -y no sólo de ella: también de su posición moral en el mundo-, quiero hablaros de otra de las cimas de su narrativa, la excepcional La noche de los tiempos, casi mil páginas de prosa adictiva publicada por Seix Barral en 2009.
La trama argumental de La noche de los tiempos -si es que de algo así puede hablarse en una novela introspectiva, llena de reflexiones, de digresiones, un largo y complejo y muy elaborado flujo de conciencia (pese a que esté redactado casi siempre en tercera persona; aunque de ello hablaremos más adelante)- se desarrolla en Madrid en los primeros días de la guerra civil española -un escenario este, el de nuestra trágica contienda, muy presente en la obra de Muñoz Molina-, aunque en realidad su “acción” comienza en Pennsylvania en octubre de 1936. Ignacio Abel es un arquitecto español al que vemos en esos días llegando a Estados Unidos, un país en el que ha sido contratado como profesor asistente por el Wellesley College y donde también se le reclama para el diseño y la construcción de la Biblioteca del Burton College. Abel huye de España, del horror y la sinrazón, del dramatismo y el desconcierto, del miedo y la crueldad que ya se adivinan en esos primeros meses de la guerra. Dividido entre sus ideas socialistas y la consiguiente adhesión a la República, por un lado, y, por otro, su crítica posición ante la cortedad de miras, los excesos, la sordidez, la barbarie y los crímenes de los que es testigo en su teórico propio “bando”; oscilando entre la irresistible pasión por Judith Biely, su joven amante, una estudiante norteamericana a la que el estallido del conflicto sorprende en España, y el sentido del deber para con su mujer Adela -a la que no ama- y sus dos hijos, los tres finalmente abandonados en la casa de la sierra, alejada aparentemente de la primera línea de fuego; debatiéndose entre sus humildes orígenes de hijo de una portera y su éxito profesional como arquitecto de renombre y elevada posición social; torturado por sus dudas existenciales, por su egoísmo individualista, por su conformismo burgués, por su dolorosa traición conyugal, por su amor clandestino y prohibido y contrariado y quizá imposible, Abel deja atrás España y, tras un largo y azaroso viaje, que lo lleva a Valencia, París, Saint-Nazaire y Nueva York, llega, por fin, a su destino en la plácida universidad norteamericana.
Pero, obviamente, la novela no se agota -ni mucho menos- en este levísimo hilo conductor descrito. La noche de los tiempos es, de entrada, en una primera aproximación, una hondísima cala en la personalidad de un hombre complejo cuyos ideales, cuyo rigor intelectual, cuyo profundo desgarro vital, cuyas incertidumbres y perplejidades, cuyos miedos, cuyo sentido de culpa, cuya cobardía, cuya intensa vivencia del amor, cuyo desconcertado enfrentamiento con la realidad convulsa que lo rodea, cuyas contradicciones podrían ser las de cualquiera de nosotros, ciudadanos normales, ni héroes ni villanos, aunque capaces, quizá, en situaciones extremas, de las más nobles acciones y las peores vilezas. El libro es, además, por supuesto, una historia de amor, un amor apasionado, transgresor, irrefrenable, un amor fou que todo lo desbarata, destructor de barreras y convenciones, del que se nos da cuenta con los rasgos de intensidad y dulzura, de emoción e impulso erótico, de ternura y sexualidad que estas extremas aventuras sentimentales siempre conllevan. Un amor, el de Ignacio Abel por Judith Biely, que, aunque luminoso en sus manifestaciones más felices, responde a fuerzas tan atávicas y oscuras, tan poderosas e incógnitas como las que mueven la brutal contienda, mortífera y destructiva, que le sirve de fondo. Eros y Tánatos, al fin, las terribles pulsiones que nos arrastran en nuestro paso por el mundo, se presentan así, en paralelo, en una confrontación casi imperceptible aparentemente pero, a mi juicio, muy notable y decisiva en el libro entero.
Cuatro son los aspectos, aparte de los ya citados, que me gustaría resaltar para trasladaros lo que en mi lectura me ha parecido esencial de La noche de los tiempos: la formidable ambientación del Madrid -de la España- de la época; la elaborada, compleja, muy bien urdida estructura de la obra; el inteligente, atrevido y poco complaciente análisis de los sucesos que se vivieron en nuestra guerra civil; y la lúcida propuesta moral que el libro nos traslada, un aspecto -el compromiso último de Muñoz Molina con la verdad, sus profundas convicciones democráticas (profundas en sentido literal: capaces de llegar a la raíz), su opción permanente por las causas de los débiles, de los desfavorecidos, de los que siempre pierden- esencial en la obra del autor jienense y que ha sido resaltado por el jurado del Premio Príncipe de Asturias.
Resulta deslumbrante el talento del autor para “situarnos” en el Madrid de aquellos infaustos días del 36. La novela está trufada de noticias extraídas de la prensa del momento, de canciones de la época, de datos objetivos, verdaderos, de minuciosas descripciones de calles, de lugares, de edificios y monumentos, de cafés, de espectáculos, de festejos, de la trivial normalidad del día a día que se desarrolla de modo simultáneo a la locura de la guerra, en una elección, desde mi punto de vista, claramente “ideológica” o moral del autor (hombres comunes que corren al frente a matar enemigos, a matar a sus iguales, tras pasear con las novias, tras beber unas cervezas, tras haber entrado a contemplar el espectáculo circense de la mujer barbuda en la verbena veraniega, en una manifestación ejemplar de la reiterada tesis, tan “de moda” en estos días, tras el estreno de Hanna Arendt, la película de Margarethe Von Trotta, de la banalidad del mal). Y, con el mismo efecto de dotar de verosimilitud a lo escrito, en el relato cobran un papel muy principal y significativo algunos nombres de la España real, personajes históricos, pues, de aquellos días: Juan Negrín, que llegó a ser Presidente de la República, o José Moreno Villa, importante miembro de la generación del 27 no tan conocido como sus compañeros de grupo, o Alberti, Bergamín, Azaña, Azorín, Pedro Salinas y tantos otros. Igualmente, en procura de esa fidedigna ambientación, Muñoz Molina elige -es una opción voluntaria, tal y como ha resaltado en alguna entrevista- trasladarnos con la mayor fidelidad posible al mundo en el que se desenvuelve su narración: taxis, farolas, ropas y vestidos, postales, fotografías, maletas, la detallada enumeración del contenido de los bolsillos de Ignacio Abel: fichas telefónicas, billetes de tren, monedas varias, sellos y entradas de cine, cajas de cerillas, servilletas y posavasos, todo ello permea de continuo el relato y contribuye de modo tenue pero muy eficaz, como en sordina, como acaba empapándonos una lluvia fina casi inapreciable, a hacernos vivir la vida de sus protagonistas, a desproveer al relato de grandes pretensiones abstractas y a circunscribirlo al ámbito en verdad importante, el de la realidad cotidiana de unos seres que, sin quererlo, se ven envueltos en la simultánea vorágine del Amor y de la Historia (así, con mayúsculas, en ambos casos).
Ello exige, resulta indudable, el manejo de mucha documentación, de una ingente información previa, la realización de infinidad de lecturas. Todo ello se nota en el libro de Muñoz Molina pero, como digo -y ese es otro de sus logros-, la maestría del autor nos lo resalta sin énfasis, sin molestos subrayados, de un modo discreto y sutil, inteligente y eficaz.
Ambos adjetivos, inteligente y eficaz, pueden ser aplicados también a la trabajada estructura de la novela. Por un lado, contribuye a ello el que, pese a que la mayor parte del libro está contada en tercera persona omnisciente, en muchos momentos se “inmiscuye” la muy subjetiva voz del autor, que habla en primera persona y que introduce en el relato la percepción de los hechos narrados desde la perspectiva -un tanto afantasmada- de nuestros días. “Lo veo primero de lejos”, escribe Muñoz Molina ya en la tercera línea del texto, para referirse a la figura de Ignacio Abel en el andén de la estación de la que saldrá el tren que lo llevará a su destino universitario americano. Este juego de enfoques diversos amplía el eco de lo relatado, le da profundidad, hondura. Pero no son solamente esas dos voces las que suenan en La noche de los tiempos. Algún crítico -o quizá el propio autor en alguna entrevista, ahora no recuerdo- ha hablado del “yo discontinuo” para referirse a la multiplicidad de voces distintas, nacidas de diferentes personajes: hablan Judith y Adela y Negrín y Moreno Villa y el profesor Rossman y tantos otros... y sus respectivos relatos complementan la visión del narrador, la multiplican, la diversifican, la enriquecen. Y hay además, resaltando esa construcción compleja y muy atractiva, constantes idas y venidas en el tiempo (pues aunque la novela empieza, como he señalado, en octubre de 1936, se mueve desde unos meses anteriores al infausto 18 de julio del comienzo de la guerra hasta un año después, aunque hay también indagaciones en la infancia de los personajes) y el espacio (la narración comienza en Pennsylvania pero se desarrolla sobre todo en Madrid, con calas en Nueva York, París...). Por otro lado, interesa también el juego, tan actual, entre objetividad e imaginación, entre realismo y ficción, entre la ya mencionada recuperación de la época sobre la base de los muchos datos objetivos y personajes reales que el autor presenta, junto con los detalles ficticios fruto de la invención minuciosa, de la visión personal de Muñoz Molina.
El análisis de la guerra y de España que el escritor nos ofrece en su novela no es tampoco usual ni nada complaciente y sí valiente y atrevido. La noche de los tiempos no es, como tantas obras centradas en nuestra guerra -como tantas otras obras, en general-, una novela con tonos blancos y negros, con una toma de postura fácil y maniquea; muy al contrario, Muñoz Molina indaga con penetración y ausencia de prejuicios en las causas que desencadenaron el salvaje enfrentamiento fratricida, describe con ecuanimidad el sectarismo, la ceguera, la torpeza y las atrocidades de ambos bandos y, desde una postura claramente ilustrada, cívica, progresista, de izquierdas, no duda -sin necesidad de procurarse coartadas ideológicas- en arremeter -en ocasiones muy duramente- contra las mezquindades, la crueldad, la estupidez, el egoísmo y la estulticia de políticos y sindicalistas, de militares y periodistas, de tantos “iluminados” que con su cerril obcecación en mediocres posturas ideológicas obtusas y fanatizadas llevaron al país a una guerra atroz y absurda. En este sentido, Azorín, Pedro Salinas, Bergamín, Ortega y Gasset y, sobre todo, Rafael Alberti, aparecen descritos bajo un enfoque claramente negativo que resalta en muchos casos su frivolidad, su cobardía, su ambigüedad, su falta de coherencia, su distancia -desde la torre de marfil de su “compromiso” como intelectuales- de los auténticos y sangrantes padecimientos de sus contemporáneos. Más benévola sino claramente laudatoria es la valoración con la que se refleja a Negrín y Moreno Villa, lo cual ha merecido controvertidos comentarios de alguna parte de la crítica. El propio personaje de Ignacio Abel, lleno de dudas y contradicciones, puede ser reflejo de esa ambigüedad de tantos protagonistas de la historia a los que una lectura unilateral o sesgada, partidista, ha convertido en héroes en cada uno de sus respectivos bandos. Una lectura engañosa, profundamente equivocada -e inmoral- que la mirada crítica -nada “equidistante”, por otro lado- de Muñoz Molina desenmascara, al modo en que ya lo hiciera, en otro ámbito, el ensayístico, Andrés Trapiello con su ejemplar, inicialmente cuestionado y hasta denostado y actualmente indiscutible Las armas y las letras.
Y he escrito “nada equidistante” porque en La noche de los tiempos -y en el resto de las manifestaciones de su carrera, literaria o “civil”- el académico andaluz siempre ha defendido tanto -en el ámbito nacional- una propuesta moral de modernidad y regeneración, la que propugnó el sueño ilustrado de la República, como -desde un enfoque más universal- una muy nítida y democrática opción por las causas de los débiles, de los que sufren injusticias, de los castigados por los excesos del poder, de los abandonados en los márgenes de la Historia, una tesis que sostienen hoy en día las más lúcidas mentes -y las almas más libres- del pensamiento universal. Muñoz Molina no es sospechoso de nostalgia del pasado, ni de ser un abanderado de una añeja concepción del mundo paralizadora y reaccionaria, aunque, igualmente, descree de las fórmulas simplistas de los izquierdistas de salón, de los progresistas profesionales, y ve en ellas, casi tanto como en los crueles atavismos de clase que movieron a los facciosos rebeldes, una de las causas de nuestro desastre de hace casi ochenta años.
En concreto, y con respecto al primero de los frentes a los que acabo de referirme -el local-, en la novela que nos ocupa Muñoz Molina tiene palabras muy duras, muy críticas, implacables, acerca del atraso de siglos de la España del 36, para la que propugna una alternativa democrática y moderna, civilizada y laica, republicana y de progreso, emancipadora y racional, que la saque del atraso de siglos y la aproxime al desarrollo que entonces ya conocía el resto de Europa -y ello pese a que en Alemania la “serpiente” nazi incubaba el huevo de la segunda guerra mundial-. Una Europa avanzada y libre a la que el arquitecto Abel pretende incorporar nuestro país con su proyecto -por él diseñado- de Ciudad universitaria, cuya construcción interrumpirá la guerra, con su España del futuro que tan bien encarna la Residencia de Estudiantes, una España de inteligencia y reflexión, de conocimiento y salud, una España tolerante y abierta al mundo, educada y rigurosa, una España de debate y participación, de solidaridad y compromiso, de cultura y ciencia, tan distinta de esa España salvaje y primitiva, subdesarrollada y casi tribal que aflora con rudeza en algunos fragmentos memorables que, pese a su extensión, quiero transcribiros:
Ahora el profesor Rossman ya no esperaba nada, sepultado junto a varias docenas de cadáveres cubiertos a toda prisa con cal en una fosa común de Madrid, contagiado sin motivo ni culpa por la gran plaga medieval de la muerte española, difundida a mansalva con los medios más modernos y los más primitivos, con fúsiles máuser, pistolas ametralladoras y bombas incendiarias, y también con las rudas armas ancestrales, navajas, arcabuces, escopetas de caza, garrochas de ganaderos, guijarros, quijadas de animales si fuera preciso, con retumbar de motores de aeroplanos y relinchos de mulos, con escapularios y cruces y con banderas rojas, con rezos de rosarios y clamor de himnos en los altavoces de los aparatos de radio. (...). Si en el restaurante barato donde iba a comer en París escuchaba cerca una conversación española mantenía una expresión neutra y procuraba no mirar, como si eso lo salvara del contagio. En los periódicos españoles la guerra había sido un escándalo diario de tipografías, titulares enormes y triunfales y colosalmente embusteros, impresos de cualquier manera en papel malo, sobre hojas escasas, difundiendo noticias falsas sobre batallas victoriosas mientras el enemigo seguía acercándose a Madrid. En los periódicos de París, solemnes y monótonos como edificios burgueses, sujetos por sus bastidores de madera bruñida en la penumbra confortable de los cafés, la guerra de España era un asunto exótico y con frecuencia menor, noticias de barbarie en una región lejana y primitiva del mundo. Recordaba la melancolía de sus primeros viajes fuera del país: la sensación de salto en el tiempo nada más cruzar la frontera; revivía la vergüenza que había sentido de joven al ver en un periódico francés o alemán ilustraciones de corridas de toros: caballos miserables con los vientres abiertos por una cornada pataleando en la agonía sobre un lodazal de vísceras, de arena y de sangre; toros con la lengua fuera vomitando sangre, con un estoque atravesando el testuz convertido en una pulpa roja por las tentativas fracasadas de descabello. Ahora no eran toros o caballos muertos los que veía en las fotos de los periódicos de París o en los noticiarios de un cine en el que añoró sin consuelo la cercanía de Judith Biely, sus manos en la penumbra, su aliento en el oído, la saliva de sus besos con un sabor de carmín y un aroma tenue de tabaco: eran hombres esta vez, hombres matándose los unos a los otros, cadáveres tirados como guiñapos en las cunetas, jornaleros de boina y camisa blanca y manos levantadas conducidos como reses por militares a caballo, soldados renegridos, con uniformes grotescos, en actitudes de crueldad o jactancia o entusiasmo insensato, de un exotismo tan siniestro como el de los bandoleros de los daguerrotipos y las litografías de un siglo atrás, tan ajenos al digno público europeo que asistía desde lejos a la masacre como esos abisinios con escudos y lanzas a los que habían ametrallado y bombardeado desde el aire durante meses y con perfecta impunidad los expedicionarios italianos de Mussolini.
Y también: Un país entero, un continente entero infectados de literatura mediocre, beodos de músicas chabacanas, de marchas de zarzuela y pasodobles taurinos. Pensaba de pronto, en la taberna con pobre luz eléctrica y olor a vino malo, con el suelo sucio de serrín mojado y colillas, que no sentía en el fondo de su alma demasiada simpatía hacia sus semejantes.
O aún más nítidamente: El automóvil avanza por una carretera estrecha, flanqueada de árboles enormes, más allá de los cuales ve deslizarse bosques otoñales, praderas en las que pastaban caballos, granjas aisladas y vallas pintadas de blanco, relumbrando en la claridad declinante de la tarde. Sobre las ondulaciones de los prados la luz oblicua revela un vapor tenue de tierra humedecida y fertilizada por la lluvia, abrigada bajo la capa de las hojas del otoño que se irán pudriendo lentamente hasta convertirse en abono. Se acuerda de sus primeros viajes por las llanuras fértiles y lluviosas de Europa, amaneceres de niebla desde la ventanilla de un tren, la luz del día revelándole arboledas rectas en las orillas suntuosas de ríos, campos de cultivos. Qué injuria venir de los páramos españoles, de las llanuras de secano, de las serranías de roca desnuda, habitadas por cabras y por seres humanos que se refugiaban en cuevas, que tenían, hombres y mujeres, la piel tan renegrida y áspera como el paisaje en el que malvivían arañando la tierra, las caras deformadas por bultos de bocio, los ojos estrábicos, la injusticia encorvándolos como una maldición sin remedio. “No hay que desesperar, amigo Abel, como esos señores cenicientos del 98, Unamuno y Baroja, todos ellos”, decía Negrín, riéndose; “bastarán dos generaciones para mejorar la raza, y nada de eugenesia, ni de planes quinquenales. Reforma agraria y alimentación saludable. Leche fresca, pan blanco, naranjas, agua corriente, ropa interior limpia; si nos dejaran tiempo, los otros y los nuestros…”
Pero no nos lo han dejado. Nunca hubo tiempo, tal vez; nunca existió la posibilidad verdadera de eludir el desastre; el porvenir que parecía abrirse por delante de nosotros el año 31 era un espejismo tan insensato como nuestra ilusión de racionalidad.
Y sobre todo, este texto esclarecido y revelador, este alegato incontestable en favor de la acción racional y liberadora de la política que pone de manifiesto los males que asolaban a nuestro país en los aciagos días de la guerra: Nos odian, amigo Abel. No me extraña que quiera usted irse. Nos odian a usted y a mí. Nos odian en nuestro partido y fuera de él. Nos odian los reaccionarios que aún no se acostumbran a haber perdido las elecciones en febrero y muchos de los que creíamos que eran de los nuestros porque apoyaban al Frente Popular. Odian a la gente que es como nosotros. Los que no creemos que arrasando el mundo presente se vaya a hacer posible otro mucho mejor, ni que con la destrucción y el asesinato pueda traerse la justicia. No es una cuestión de ideas, como piensan algunos, en nuestro lado y en el de los otros. Usted y yo sabemos que las grandes ideas generales no sirven de mucho en la vida práctica. Nos enfrentamos en cada caso a problemas específicos, y no los resolvemos con ideas gaseosas, sino con nuestro conocimiento y nuestra experiencia. Yo en mi laboratorio, usted en su tablero de dibujo. Si bajamos de la estratosfera de las ideas las cosas están bastante claras. ¿Qué hace falta para que un edificio no se caiga? ¿Qué necesitan nuestros compatriotas? No hay más que salir a la acera del café y mirar a la gente que pasa. Necesitan estar mejor alimentados. Necesitan mejor calzado, tomar más leche de niños para que no se les caigan los dientes. Necesitan tener más higiene y no traer tantos hijos al mundo. Necesitan buenas escuelas y trabajos pagados decentemente, y a ser posible calefacción en invierno. ¿Sería tan difícil de conseguir una organización racional del país que facilitara todo eso? Una vez que todo el mundo coma a diario, y que haya electricidad y agua corriente saludable, digo yo que sería el momento de ponerse a discutir sobre la sociedad sin clases o sobre las glorias de la raza española, o el esperanto, o la vida eterna, o lo que haga falta. Fíjese que no hablo del socialismo, ni de la emancipación, ni del fin de la explotación del hombre por el hombre. Yo no hago profesiones de fe, y creo que usted tampoco. Entre peregrinar a Moscú y peregrinar a La Meca o al Vaticano o a Lourdes yo no veo grandes diferencias. Al creyente de una religión lo que más le fastidia no es el creyente de otra, ni siquiera el ateo, sino alguien peor, el escéptico, el tibio. ¿Ha observado usted que en los discursos y en los artículos de fondo la palabra tibio se ha convertido en un insulto? ¡Pues claro que yo soy tibio, aunque se me suba de vez en cuando la sangre a la cabeza! No quiero quemarme y no quiero que quemen a nadie ni que arda nada. Bastantes hogueras tuvimos con la Santa Inquisición. Ahora veo a mucha gente que dice que ha perdido la fe en la República. ¡La fe en la República! ¡Como si le hubieran rezado a un santo o a una virgen pidiendo un milagro que no se les ha concedido! Le rezan al Frente Popular para que traiga no sólo la amnistía, sino también la reforma agraria, el comunismo, la felicidad sobre la tierra, y como han pasado unos meses desde las elecciones y el milagro no se ha producido, pierden la fe y quieren acabar con la legalidad de la República, como si quisieran tirar al pilón al santo que no les trajo la lluvia después de la rogativa… Por no hablar de los otros, que andan en algo más que rezos y motines. A Dios rogando y con el mazo dando. Ahí los tiene usted, conspirando con más descaro que nunca, a la vista de todo el mundo, salvo del gobierno, que hace como que no se entera de nada. Los señoritos monárquicos van a Roma a que los bendiga el Papa, presentan sus respetos a su majestad don Alfonso XIII y a continuación cobran el cheque que les da Mussolini para que compren armas. Dispuestos a la Reconquista de España, como ellos mismos dicen. Enloquecidos. Furiosos porque la República les ha expropiado unas cuantas fincas estériles o no les deja predicar en las escuelas nacionales o ha permitido que un hombre y una mujer que llevan toda la vida odiándose puedan irse cada uno por su lado. Agraviados a muerte porque esta pobre República que no tiene ni para pagar los salarios de los maestros jubiló con su paga íntegra a todos los millares de oficiales que haraganeaban en los cuarteles y tuvieron a bien solicitar el retiro, sin exigirles nada a cambio, ni siquiera un juramento de lealtad.
Pero la lúcida y ejemplar propuesta moral de Muñoz Molina no se circunscribe a la España del 36 sino que se constituye en una apuesta -una más- en pro de la causa de quienes a lo largo de la Historia han sufrido reiteradamente el peso de los totalitarismos, la opresión de los poderes omnímodos (casi todos lo son). La noche de los tiempos continúa, a mi juicio, la línea trazada en Beatus Ille, El jinete polaco y, sobre todo, en Sefarad y su incontestable denuncia de los efectos devastadores de los dos grandes totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el comunismo, y su irrenunciable defensa de sus víctimas (que en la novela que ahora os comento personifica el profesor Karl Ludwig Rossman, que sufre, hasta su trágico final, las locuras sucesivas de Hitler, Stalin y nuestra guerra). Los exiliados, los desarraigados, los que nada tienen, los desesperanzados, los que sufren, los que huyen, los que son perseguidos, los que “pierden”, los que padecen, los mal afeitados, los que llevaban maletas sujetas con cuerdas, los que manoseaban nerviosamente carteras de documentos, son los “elegidos” por Muñoz Molina en su ejemplar alegato humanista. En definitiva y en metáfora poderosa, los que calzan alpargatas: Los zapatos de los señores, tan llamativos y sin duda insultantes para el que calza alpargatas. "Usted no entiende la lucha de clases, don Ignacio, le había dicho Eutimio, el capataz que cuarenta años atrás había sido aprendiz en la cuadrilla de su padre: La lucha de clases es que caigan cuatro gotas y a uno se le mojen los pies."
Por todos estos motivos -y lamento la extensión, ya desmesurada, con la que he querido resaltarlos- merece la pena leer La noche de los tiempos, y de paso el resto de la obra de Antonio Muñoz Molina, a quien esta mañana hemos querido homenajear con ocasión de la próxima entrega del merecidísimo Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Os dejo, como ilustración musical de mi reseña, con una canción, Ay, Carmela, muy conocida y extraordinariamente representativa de la guerra civil española.
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