ANNA FUNDER. TODO LO QUE SOY
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. Hoy, en cierto modo -más adelante me entenderéis-, os traigo dos libros distintos, pertenecientes a géneros diversos, pero que yo, sin ninguna premeditación, he leído seguidos, no bien terminado uno ya estaba iniciando la lectura del otro, experimentando la extraña sensación de que, por uno de esos azares de la vida, ambos hablaban de lo mismo, acababan confluyendo en su temática de una manera sorprendente, hasta el punto de que se puede dudar de la intervención del mencionado azar y sí creer en algún tipo de extraña conjunción de fuerzas que me hubiera llevado a leer sucesivamente -y sin un propósito previo- dos textos tan diferentes y, sin embargo, con tanto en común. Os hablaré ahora, brevemente, de algunos de los elementos que los dos libros comparten, para analizar cada uno de ellos por separado en mis reseñas de hoy y de la semana próxima, respectivamente.
El primero de ellos, en el que se centra mi comentario de esta tarde, es una novela, Todo lo que soy, escrita por la australiana Anna Funder y presentada por la editorial Lumen en traducción de Gemma Rovira. El segundo, de lectura arrebatadora, es un ensayo divulgativo genial -que será al que voy a dedicar mi recomendación de dentro de siete días- publicado por Crítica, un sello editorial del grupo Planeta. Se trata La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler; su autor es el periodista británico Ben Macintyre, y su traducción al castellano corresponde a Ricardo Artola.
Dejadme decir de entrada que pese a que acabo de clasificar ambos libros como una novela y un ensayo, respectivamente, desde esa perspectiva “taxonómica” los perfiles de las dos obras son algo más difusos, y ahí, en esa confusión de géneros, aparece el primer paralelismo entre las dos obras. En efecto, Todo lo que soy cuenta una historia inventada, y las situaciones, las voces, las relaciones que establecen sus protagonistas principales pertenecen al terreno de la ficción. No obstante, la base real del relato es muy fuerte, casi todos los personajes existieron realmente, y la labor de documentación histórica, muy minuciosa y fundamentada, y de la que da cuenta la autora en un capítulo final que recoge las muy copiosas fuentes en las que se basó la escritura del libro, ha sido tan intensa y tiene tanto reflejo en el texto que, en cierto modo, la novela puede leerse como una muy ajustada aproximación a un tiempo real, como un testimonio en cierto modo histórico de unos años, los del crecimiento del nazismo en los años treinta del siglo pasado, muy convulsos y de extraordinaria trascendencia en el devenir de Europa y aun del mundo.
Del mismo modo, aunque La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler es, sin duda, una obra de investigación, sustentada, como veremos el miércoles próximo, en decenas de referencias extraídas de los archivos del Servicio Secreto británico, la sugestiva recreación que hace el autor de las personalidades de sus protagonistas, el retrato detallado de sus vidas, de sus modos de sentir, de sus pasiones, de sus miedos, de sus ambiciones, de sus dudas, la extraordinaria capacidad de penetración en sus mentes, el carácter narrativo, poderosamente “literario”, del relato en que se nos da cuenta de su peripecia, proporcionan al libro muchas de las cualidades de una novela, entre otras la fluidez en el contar, la complejidad de una trama fuertemente adictiva, la presentación, el desarrollo y la evolución de los personajes, la intriga con aires de thriller detectivesco, el no por conocido menos deslumbrante final...
Por otro lado, ambas obras comparten un escenario histórico y hasta geográfico coincidente casi al cien por cien. Centrada Todo lo que soy en los años previos a la segunda guerra mundial y La historia secreta del Día D en los días en los que tenía lugar dicha contienda, respiran, sin embargo, un aire común los episodios situados en la Alemania nazi y en el entorno del poder hitleriano, también los que se desarrollan en una Inglaterra que se debate en la primera obra entre combatir o no una amenaza germana que entonces es sólo latente y ya desgraciadamente real en el tiempo en que transcurre la acción en el segundo libro. El mundo de la resistencia, el del espionaje, el de los ocultamientos, trampas, disimulos y paranoias que conlleva el doble juego al que se prestan los agentes de los servicios de información forma parte destacada, también, de los dos libros. Y del mismo modo, ambos títulos coinciden en la muy significativa presencia en sus páginas de personajes que existieron en la realidad, aunque estilizados y en cierto modo inventados por la ficción en el caso de la novela, y más fieles a su auténtica personalidad histórica -en la medida en que ello es posible, en la medida en que la literatura no lleva siempre consigo una creación- en la segunda de las obras comentadas.
Pero vayamos ya con el análisis del primer libro, porque ofreceros así, de entrada y casi sin haberlos presentado, la información sobre las similitudes entre ambos corre el riesgo de confundiros e impedir la inteligibilidad de mis argumentaciones.
Todo lo que soy recrea, como he señalado, los años de la imparable ascensión al poder del partido nazi y su megalómana política posterior que llevará a Hitler y sus fanáticos seguidores a la locura de la segunda guerra mundial. Y lo hace a partir de los recuerdos de dos personajes principales, que ofrecen sus voces en capítulos alternos del libro. Por un lado, Ruth Wesemann, una entrañable mujer judía, casi centenaria, que evoca desde Sidney, en donde reside esperando la muerte, aquellos días en los que su militancia izquierdista junto a Hans, que luego sería su marido, su prima Dora y el amante de ésta, el dramaturgo Ernst Toller, situaron al grupo en el centro del huracán de la barbarie nacionalsocialista, obligándoles al exilio en Londres para combatir en la distancia, a través de la acción directa y el espionaje, al enemigo nazi. Ruth recupera en el ocaso de su vida los escritos autobiográficos de Toller -realmente existentes y publicados bajo el título Una juventud en Alemania- en los que el escritor -un poeta y dramaturgo alemán de biografía también real- recoge sus recuerdos personales de ese tiempo terrible y doloroso. Unos recuerdos dictados en 1939 a su secretaria en una habitación del hotel Mayflower de Nueva York, algunos fragmentos de los cuales integran los capítulos pares del libro.
La novela se mueve en todo momento en diversos planos espacio-temporales: el nostálgico y a la vez alegre presente de la pese a todo (“pese a todo”: las terribles experiencias vividas en su juventud y su cerebro deteriorado por la edad) bienhumorada Ruth en Australia; el pasado del grupo en Alemania, feliz hasta que la ominosa sombra de la esvástica se cierne sobre todos ellos; los días de lucha de los exiliados alemanes en Inglaterra, en un ambiente repleto de intrigas y espías dobles; la estancia de un Toller desgarrado por su memoria en Nueva York, asediado por ominosos retazos de la experiencia vivida. El libro nos muestra también personajes pertenecientes a unos y otros ámbitos, los citados Ruth y Toller, Hans, el ambiguo marido de aquélla, y singularmente Dora, una mujer fuerte y combativa, aparentemente segura y decidida, en cierto modo el centro del grupo y también la figura sobre la que giran los recuerdos de los dos “narradores”.
Uno de los aspectos a resaltar en la novela es el uso eficacísimo del diálogo, de modo que la acción avanza con agilidad y el libro se lee en un arrebato, pese a que los temas tratados no son especialmente ligeros y, al contrario, requieren reflexión. También llama la atención la oportuna y ya comentada imbricación de los tiempos en los que se desarrolla la trama: el algo deslavazado fluir de la memoria de la anciana Ruth, adentrándose en los nostálgicos vericuetos de los recuerdos de su juventud infausta y pese a todo feliz, se entrevera -a veces en un mismo párrafo- con fogonazos de su realidad actual en su casa australiana, en el hospital al que la lleva un absurdo accidente en la calle; la memoria de un Toller que no alcanza los cincuenta años, pero ya acabado, ya agostado, abandonada toda esperanza en el hotel neoyorquino con vistas a Central Park en el que completa su libro autobiográfico, nos trae los oscuros episodios del pasado, entrelazados con sus apreciaciones sobre el presente, y en esa confusión, su secretaria Clara, que transcribe sus recuerdos, representa a la vez la última tenue brasa de una pasión, de una energía, de una fuerza vital ya definitivamente perdidas, y la actualización imposible del amor vivido años atrás con Dora.
Destaca, para terminar, aunque ya he aludido a ello indirectamente, la inteligente conjunción de ficción y realidad, tan habitual en el híbrido género novelístico de nuestros días. Casi todos los personajes existieron en realidad; sin duda y por desgracia los acontecimientos narrados tuvieron lugar. La autora ensambla los hechos conocidos, incluso las palabras escritas en algunos de los libros que cita en su inexcusable bibliografía final, en un texto novelístico de calidad, en el que las fronteras de la invención literaria y del documento ensayístico se diluyen con un resultado final muy convincente.
Os dejo ya con un fragmento -el inicio- de Todo lo que soy, un libro que indaga con pericia y capacidad de penetración psicológica en las vidas de sus protagonistas y que, aparte de constituir un excelente retrato de la época, nos enfrenta a algunos de los grandes temas de la existencia humana: el amor y la culpa, la traición y la responsabilidad, el compañerismo y la entrega, el compromiso y la solidaridad, y, sobre todo, la memoria y el olvido, el paso del tiempo y los recuerdos. Os emplazo también a continuar, en cierto modo, con su estudio dentro de siete días cuando os presente la reseña de esa otra obra a la que me referí en la introducción y con la que esta guarda tantos paralelismos: La historia secreta del Día D, de Ben Mcintyre.
Como ilustración musical os ofrezco, una vez más, un tema de Nick Cave, australiano como la autora. Un verso de (Are you) the One That I’ve Been Waiting For: “Detrás de mi ventana el mundo está en guerra. ¿Eres tú a quien yo esperaba?”, abre el libro en una de las citas iniciales.
Cuando Hitler llegó al poder, yo estaba en la bañera. Teníamos un apartamento en el Schiffbauerdamm, junto al río, en pleno centro de Berlín. Desde nuestras ventanas se veía la cúpula del edificio del Parlamento. La radio del salón estaba encendida con el volumen alto para que Hans pudiera oírla desde la cocina, pero a mí solo me llegaban oleadas de alegres vítores,
como los de un partido de fútbol. Era un lunes por la tarde.
Hans exprimía limas y preparaba almíbar con la atención concentrada de un químico, procurando que el azúcar no se convirtiera en caramelo. Esa mañana había comprado una mano de almirez sudamericana especial para coctelería en los almacenes KaDeWe. La dependienta llevaba los labios perfilados en forma de arco morado. Yo me había reído de nuestra ocurrencia; me parecía vergonzoso comprar semejante fruslería, aquel macillo de madera con la cabeza redondeada que seguramente costaba lo que aquella chica ganaba en un día.
—¡Es una locura tener un utensilio solo para los mojitos! —protesté.
Hans me puso un brazo alrededor de los hombros y me besó en la frente.
—No es ninguna locura. —Le guiñó el ojo a la chica, que envolvía cuidadosamente el macillo en papel de seda dorado mientras escuchaba con atención—. Se llama ci-vi-li-za-ción.
Por un instante lo vi con los ojos de la dependienta: un hombre guapísimo, con el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás, ojos azul Prusia y la nariz más recta que se haya visto jamás. Un hombre que seguramente había luchado por su país en las trincheras y que ahora se merecía todos los pequeños lujos que la vida pudiera ofrecerle. La chica respiraba por la boca. Un hombre así podía llenar tu vida de detalles bonitos, como un macillo sudamericano.
Nos habíamos acostado por la tarde y cuando nos levantábamos de la cama, ya de noche, empezó la transmisión. Entre las ovaciones oía a Hans machacar las pieles de lima; se me antojó que los golpes seguían el ritmo de los latidos de su corazón. Sentía mi cuerpo flotar, suelto y relajado después de hacer el amor.
Hans apareció en la puerta del cuarto de baño, con un mechón tapándole la cara y las manos, mojadas, en los costados.
—Hindenburg ha cedido. Han formado una coalición y todos han prestado juramento. ¡Han nombrado a Hitler canciller! —Volvió corriendo al pasillo para seguir escuchando las noticias.
Parecía increíble. Cogí el albornoz y me dirigí al salón dejando un reguero de agua. La voz del locutor temblaba de emoción. «¡Nos comunican que el nuevo canciller hará una aparición pública esta misma tarde y que en este momento se encuentra en el! La multitud espera. Empieza a nevar débilmente, pero no parece que la gente tenga intención de marcharse…» Oía la cadencia de los cánticos en las calles alrededor del edificio, y por la radio, lo que gritaba la gente: «¡Que salga el canciller! ¡Que salga el canciller!». El locutor continuó: «… se está abriendo la puerta del balcón…, no…, solo es un subalterno, pero… ¡sí! Está poniendo un micrófono junto a la la barandilla…, escuchen a la muchedumbre…».
Me acerqué a las ventanas. Todo el lado sur del apartamento era una pared curva de ventanas de dos hojas orientadas hacia el río. Abrí una. Entró una ráfaga de viento, frío y cargado de bramidos. Miré hacia la cúpula del Reichstag. El barullo provenía de la Cancillería, situada justo detrás de aquel.
—¡Ruth! —dijo Hans desde el centro de la habitación—. ¡Está nevando!
—Quiero oírlo desde aquí.
Se puso detrás de mí y deslizó las manos, húmedas y ácidas, por mi vientre. Una avanzadilla de copos de nieve revoloteó ante nosotros revelando los invisibles remolinos de viento. Los reflectores acariciaban la panza de las nubes. Oímos pasos justo debajo de nuestra ventana. Cuatro hombres corrían por la calle sosteniendo en alto antorchas que dejaban una estela de fuego. Olía a queroseno.
«¡Que salga el canciller!» Gritaba la masa para salvarse. A nuestras espaldas, el eco de aquel cántico brotaba de la radio del aparador, metálico y amansado y con un retraso de tres segundos. De pronto, una ovación inmensa. Era la voz de su líder, estentórea. «La tarea a que nos enfrentamos. Es la más difícil que jamás se haya impuesto. A los políticos alemanes desde tiempos inmemoriales. Todas las clases, todos los individuos deben ayudarnos. A formar. El nuevo Reich. Alemania no debe hundirse, no se hundirá, en el caos del comunismo.»
—No —dije, con la mejilla apoyada en el hombro de Hans—. Nos hundiremos como lo hace un pueblo sano y de manera ordenada.
—No nos hundiremos, Ruthie —me susurró Hans al oído—. Hitler no podrá hacer nada. Los nacionalistas y el gabinete lo atarán corto. Solo lo quieren como figura decorativa.
En las calles se apiñaban grupitos de jóvenes, muchos de uniforme: pardo el de las tropas del propio partido, las SA, y negro el de la guardia personal de Hitler, las SS. Otros eran simples entusiastas; vestían de paisano y llevaban brazaletes negros. Un par de chicos lucían brazaletes hechos en casa, con la esvástica torcida. Agitaban banderines y cantaban Deutschland, Deutschland über alles. Oí el grito de «La república es una mierda» y distinguí, por la entonación, la vieja pulla de patio de colegio: «¡Rásgale la falda al judío! / La falda le he rasgado / y el judío se ha cagado». Los vapores del queroseno formaban ondulaciones en el aire. En la acera de enfrente estaban montando un puesto donde los jóvenes podían cambiar sus antorchas parpadeantes por otras recién encendidas.
Hans volvió a la cocina, pero yo no podía apartarme de la ventana. Al cabo de media hora volví a ver en el puesto los chapuceros brazaletes caseros.
—¡Les mandan circular! —exclamé—. Para que parezca que hay más gente.
—Ven aquí —me gritó Hans desde la cocina.
—¿No es increíble?
—En serio, Ruthie. —Se apoyó en la jamba de la puerta, sonriendo—. Tener público solo sirve para animarlos.
—Enseguida voy. —Fui al armario del pasillo, que había convertido en cuarto oscuro. Todavía había unas escobas y otros objetos alargados (unos esquíes, un estandarte universitario) en un rincón. Cogí la bandera roja del movimiento izquierdista y volví al salón.
—¿Qué vas a hacer con eso? —Hans se llevó las manos a la cara fingiéndose horrorizado mientras yo desenrollaba la bandera.
La colgué en la ventana. Era pequeña.