PATRICK MODIANO. EN EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos, como todos los miércoles, a una nueva cita con la literatura en Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os hacemos una recomendación de lectura que pueda interesaros. Hoy quiero presentaros un libro muy breve, una novela de poco más de cien páginas, pero que en su corta extensión encierra maravillas, que puede ser calificada, y así lo ha hecho la crítica con generosidad, como una obra genial, una obra maestra. Se trata de En el café de la juventud perdida, y su autor es el muy respetado escritor francés Patrick Modiano. El libro lo publica la editorial Anagrama en traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Parece que se está produciendo una especie de relanzamiento editorial de Modiano, pues en los últimos años han coincidido en las librerías, además de este En el café de la juventud perdida, otras de sus breves y extraordinarias novelas: Un pedigrí, también en Anagrama, Dora Bruder en Seix Barral, Reducción de condena en Pretextos. También en Anagrama apareció no hace mucho la Trilogía de la Ocupación, tres novelas, El lugar de la estrella, La ronda nocturna y la magnífica Los paseos de circunvalación, en las que el París ocupado de la segunda guerra mundial y su fauna de personajes advenedizos, cobardes, delatores, viciosos, traidores, mundanos, falsificadores, despreciables, es el escenario en el que se sitúa el triste y opresivo deambular de su solitario y melancólico protagonista principal. No deberíais perderos ninguna de ellas, son todas formidables. (Hoy mismo veo en los escaparates de las librerías un "último" Modiano: La hierba de las noches. Más promesas de disfrute).
En el café de la juventud perdida cuenta la historia, ambientada también en París, aunque un París situado en una época indefinida que puede coincidir con los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, de la joven Jacqueline Delanque, conocida como Louki, una chica de veintidós años, que a los quince abandona su hogar familiar, en donde vive con su madre, y vagabundea por calles y cafés sin destino fijo, errática, perdida en la vida, sin vínculos, acomodándose a identidades variables, acercándose a otros personajes tan desorientados como ella, tanteando los límites de una existencia que no entiende, que la desconcierta, que la supera. En su vida no hay sentido, ya no tenemos armazón, en frase que le repite su madre. Sin embargo a Louki la mueve también una especie de ansia de libertad. Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre, se dice de ella en un párrafo de la novela.
La peripecia de Louki es narrada, como en un rompecabezas cuyas piezas se complementan y van encajando unas con otras, en capítulos sucesivos, desde perspectivas diversas y por personajes también diferentes que tocan, aunque sea de manera residual, su atribulada vida. En el capítulo primero, un joven estudiante fascinado por la bohemia de los cafés parisinos y que frecuenta uno de ellos, el Condé, contempla a Louki permanentemente sentada en una de sus mesas y fantasea con su presencia y con su aroma, mientras resuelve el futuro de su vida, el dilema entre la grisura de sus estudios de la Escuela Superior de Minas o la atracción juvenil por la aventura que entrevé en esos cafés y en sus poco convencionales parroquianos. En el segundo bloque de la novela es el detective Caisley quien sigue a la chica, contratado por el marido de Louki, con el que ésta se ha casado sin un especial entusiasmo, muy al contrario, cultivando, más bien, un frío desapego desde el mismo momento de la boda. El detective, un hombre adusto, maduro, curtido, percibe el absurdo de ese matrimonio y toma partido por la joven, a la que deja escapar, a la que da tiempo para que se ponga fuera del alcance de su marido, ajeno al hecho de que éste es el cliente que paga sus honorarios. En la tercera parte de la obra es la propia Louki la que narra su vida errante, su triste historia familiar, el matrimonio fugaz y carente de pasión, absurdo, sus dudosas amistades, sus relaciones peligrosas, su necesidad de recomenzar su existencia a cada poco. Por último, en la cuarta parte, la narración corre a cargo de otro hombre, Roland, que llega a intimar con la chica, que provoca, en cierto modo, la separación de su marido, que vive con ella algo relativamente parecido a lo que quizá pudiera llamarse ‘una historia de amor’. Todos sienten algún tipo de atracción por la chica, les atrapa su misterio, su personalidad enigmática. Otro de los personajes, el profesor Guy de Vere, una especie de maestro espiritual por el que Louki se siente interesada dice de ella: Cuando de verdad queremos a una persona hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella.
La narración es muy intensa, hecha de evocaciones, de palabras no dichas, de hechos no narrados del todo, muchas veces sólo sugeridos, creando, y aquí la maestría de Modiano se revela excepcional, una atmósfera muy sugestiva, que atrapa, que transporta al lector. Vemos los cafés repletos de jóvenes bohemios, respiramos el ambiente de las calles de París, compartimos un cierto ‘estilo’ existencialista. El autor nos hace participar también de la incertidumbre, de las dudas, del ansia, de la perplejidad de la protagonista. Hay un aire de soledad, de tristeza, de desesperanza. Callejones solitarios bajo la luz de languidecientes farolas, populosos barrios marginales, bares nocturnos, gentes sin rumbo; en fin, los rasgos definitorios del universo modianesco.
Leed esta magistral novela, En el café de la juventud perdida, escrita por Patrick Modiano y publicada por la editorial Anagrama, seguro que os va a interesar. Buscad también y leed el resto de la obra literaria de Modiano que en estos últimos años, por no se sabe qué extraños azares (quizá influya la permanente mención de su nombre en las “quinielas” del Premio Nobel), coinciden en los estantes de las librerías.
Una canción citada en Los paseos de circunvalación, Je n’en connais pas la fin, interpretada por Edith Piaf, nos traslada de un modo soberbio, a mi juicio, a la atmósfera de las novelas de Modiano. Con ella os dejo tras un par de fragmentos muy significativos del libro.
Estaba decidida a no volver a ver más a la banda. Más adelante, he sentido la misma embriaguez cada vez que he roto con alguien. No era de verdad yo misma más que mientras escapaba. No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión. Pero la vida siempre volvía por sus fueros. Cuando llegué a la avenida, estaba segura de que alguien había quedado conmigo por esta zona y sería un nuevo punto de partida para mí. Hay una calle, algo más arriba, donde me gustaría mucho volver en alguna ocasión. Por ella iba la mañana aquella. Allí era donde había quedado. Pero no sabía en que número. Daba igual. Estaba esperando una señal que me lo indicase. Allá arriba, la calle acababa en pleno cielo, como si condujese al borde de un precipicio. Caminaba con esa sensación de liviandad que, a veces, sentimos en sueños. Ya no le tenemos miedo a nada, todos los peligros son irrisorios. Si las cosas se ponen feas de verdad, basta con despertarse. Somos invencibles. Caminaba, impaciente por llegar al final, allá donde no había más que el azul del cielo y el vacío. ¿Qué palabra podría expresar mi estado de ánimo? Sólo puedo recurrir a un vocabulario muy pobre. ¿Embriaguez? ¿Éxtasis? ¿Embeleso? En cualquier caso, la calle me resultaba familiar. Me parecía que ya la había recorrido anteriormente. No tardaría en llegar al filo del precipicio y me arrojaría al vacío. ¡Qué dicha flotar en el aire y saber por fin cómo era esa sensación de ingravidez que llevaba toda la vida buscando! Me acuerdo con una claridad tan grande de aquella mañana, y de aquella calle y del cielo, al final de todo… Y luego la vida siguió, con altos y bajos…
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De las dos entradas del café, siempre prefería la más estrecha, la que llamaban la puerta de la sombra. Escogía la misma mesa, al fondo del local, que era pequeño. Al principio, no hablaba con nadie; luego ya conocía a los parroquianos de Le Condé, la mayoría de los cuales tenía nuestra edad, entre los diecinueve y los veinticinco años, diría yo. En ocasiones se sentaba en las mesas de ellos, pero, las más de las veces, seguía siendo adicta a su sitio, al fondo del todo.
No llegaba a una hora fija. Podía vérsela ahí sentada por la mañana muy temprano. O se presentaba a eso de las doce de la noche y se quedaba hasta la hora de cerrar. Era el café que más tarde cerraba en el barrio, junto con Le Bouquet y La Pergola, y el que tenía una clientela más peculiar. Ahora que ha pasado el tiempo me pregunto si no era sólo su presencia la que hacía peculiares el local y a las personas que en él había, como si lo hubiera impregnado todo con su perfume.
Vamos a suponer que llevan allí a alguien con los ojos vendados, lo sientan a una mesa, le quitan la venda y le preguntan: ¿En qué barrio de París estás? Bastaría con que mirase a los vecinos y escuchase lo que decían y es posible que lo adivinara: Por las inmediaciones de la glorieta de L’Odéon, que siempre me imagino igual de lúgubre bajo la lluvia.
Entró un día en Le Condé un fotógrafo. Nada había en su aspecto que lo diferenciase de los parroquianos. La misma edad, el mismo atuendo desaliñado. Llevaba una chaqueta que le estaba larga, un pantalón de lienzo y zapatones del ejército. Hizo muchas fotos a los asiduos de Le Condé. Él también se volvió un asiduo y a los demás les parecía que le hacía fotos a la familia. Mucho más adelante se publicaron en un álbum dedicado a París, sin más pie que los nombres de los clientes o sus apodos. Y ella aparece en varias de esas fotos. Captaba la luz, como se dice en el cine, mejor que los demás. En ella es en la primera en quien nos fijamos, de entre todos los otros. En la parte de abajo de la página, en los pies de foto, se la menciona con el nombre de «Louki». «De izquierda a derecha: Zacharias, Louki, Tarzan, Jean-Michel, Fred y Ali Cherif...» «En primer plano, sentada en la barra: Louki. Detrás Annet, Don Carlos, Mireille, Adamov y el doctor Vala.» Está muy erguida, mientras que los demás tienen la guardia baja; el que se llama Fred, por ejemplo, se ha quedado dormido con la cabeza apoyada en el asiento de molesquín y se ve muy bien que lleva varios días sin afeitarse. Hay que dejar claro lo siguiente: el nombre de Louki se lo pusieron cuando empezó a ir asiduamente por Le Condé. Yo estaba allí una noche, cuando entró a eso de las doce y ya no quedaban más que Tarzan, Fred, Zacharias y Mireille, sentados a la misma mesa. Fue Tarzan quien exclamó: «Anda, aquí viene Louki...» Primero pareció asustada y, luego, sonrió. Zacharias se puso de pie y, con tono de fingida seriedad, dijo: «Esta noche te bautizo. A partir de ahora te llamarás Louki.» Y según iba pasando el rato y todos la llamaban Louki, creo que sentía alivio por tener ese nombre nuevo. Sí, alivio. Porque, desde luego, cuanto más lo pienso más vuelvo a mi primera impresión: se refugiaba aquí, en Le Condé, como si quisiera huir de algo, escapar de un peligro. Se me ocurrió cuando la vi sola, al fondo del todo, en aquel sitio en donde nadie podía fijarse en ella. Y cuando se mezclaba con los demás, tampoco llamaba la atención. Se quedaba en silencio y reservada y se limitaba a escuchar. Llegué incluso a decirme que, para mayor seguridad, prefería los grupos escandalosos, prefería a los «bocazas», porque, en caso contrario, no habría estado casi siempre sentada en la mesa de Zacharias, de Jean-Michel, de Fred y de la Houpa... Junto a ellos, el entorno se la tragaba, no era ya sino una comparsa anónima, de esas de las que dicen en los pies de foto: «Persona no identificada» o, más sencillamente, «X». Sí, en la primera época en Le Condé nunca la vi hablando a solas con alguien. Y además no había inconveniente en que alguno de los bocazas la llamase Louki cuando hablaba para todos puesto que en realidad no se llamaba así.
No obstante, si te fijabas bien, notabas unos cuantos detalles que la diferenciaban de los demás. Se vestía con un primor poco usual en los parroquianos de Le Condé. Una noche, en la mesa de Tarzan, de Ali Cherif y de la Houpa, mientras encendía un cigarrillo me llamó la atención lo delicadas que tenía las manos. Y, sobre todo, le brillaban las uñas. Las llevaba pintadas con un barniz incoloro. Puede parecer un detalle fútil. Seamos, pues, más trascendentes. Para ello es menester dar unos cuantos detalles acerca de los parroquianos de Le Condé. Tenían, decíamos, entre diecinueve y veinticinco años, salvo algunos, como Babilée, Adamov o el doctor Vala, que se iban acercando poco a poco a los cincuenta, pero de cuya edad se olvidaba uno. Babilée, Adamov o el doctor Vala seguían siendo fieles a su juventud, a eso a lo que podríamos dar el hermoso nombre, melodioso y pasado de moda, de «bohemia». Busco en el diccionario «bohemio»: Persona que lleva una vida de vagabundeo, sin normas ni preocupación por el mañana. He aquí una definición que les iba muy bien a las asiduas y a los asiduos de Le Condé. Algunos de ellos, como Tarzan, Jean-Michel y Fred aseguraban que, desde la adolescencia, habían tenido que vérselas bastante más de una vez con la policía, y la Houpa se había fugado a los dieciséis años del correccional de Le Bon Pasteur. Pero estábamos en París y en la Rive Gauche, la orilla izquierda del Sena, y la mayoría de ellos vivían a la sombra de la literatura y de las artes. Yo, por mi parte, estaba estudiando. No me atrevía a decirlo y, en realidad, no me mezclaba en serio con aquel grupo.
Me di cuenta claramente de que era diferente de los demás. ¿De dónde venía antes de que le pusieran aquel nombre? Los parroquianos de Le Condé solían tener un libro en las manos, que dejaban al desgaire encima de la mesa y cuya tapa estaba manchada de vino. Los cantos de Maldoror, Iluminaciones, Las barricadas misteriosas. Pero ella, al principio, siempre llegaba con las manos vacías. Y, luego, seguramente, debió de querer hacer lo mismo que los demás y un día, en Le Condé, la sorprendí sola y leyendo. Desde entonces, el libro ya no la dejó nunca. Lo colocaba bien a la vista encima de la mesa, cuando estaba con Adamov y los demás, como si aquel libro fuera el pasaporte o la tarjeta de residente que legitimaba su presencia junto a ellos. Pero nadie se fijaba, ni Adamov, ni Babilée, ni Tarzan, ni la Houpa. Era un libro de bolsillo con la tapa sucia, de esos que se compran en los puestos de lance de los muelles y cuyo título estaba impreso en grandes letras rojas: Horizontes perdidos. Por entonces, era algo que no me decía nada. Debería haberle preguntado de qué trataba el libro, pero me dije, tontamente, que Horizontes perdidos no era para ella sino un accesorio y que hacía como si lo estuviera leyendo para ponerse a tono con la clientela de Le Condé. A aquella clientela, si un transeúnte le hubiera lanzado una mirada furtiva desde la calle –e incluso si hubiera apoyado la frente en la cristalera–, la habría tomado por una sencilla clientela de estudiantes. Pero no habría tardado en cambiar de opinión al fijarse en la cantidad de alcohol que bebían en la mesa de Tarzan, de Mireille, de Fred y de la Houpa. En los apacibles cafés del Barrio Latino, nadie habría bebido nunca tanto. Por supuesto, en las horas bajas de la tarde Le Condé podía resultar engañoso. Pero según iba cayendo el día, se convertía en el punto de cita de eso que un filósofo sentimental llamaba «la juventud perdida». ¿Por qué ese café y no otro? Por la dueña, una tal señora Chadly a la que nada parecía sorprender y que mostraba incluso cierta indulgencia con sus parroquianos. Muchos años después, cuando las calles del barrio no brindaban ya más que escaparates de lujosos comercios de moda y una marroquinería ocupaba el lugar de Le Condé, me encontré con la señora Chadly en la otra orilla del Sena, en la cuesta arriba de la calle Blanche. Tardó en reconocerme. Caminamos juntos un buen rato hablando de Le Condé. Su marido, un argelino, compró el comercio al acabar la guerra. Se acordaba de cómo nos llamábamos todos. Con frecuencia se preguntaba qué habría sido de nosotros, pero no se hacía ilusiones. Supo, desde el principio, que las cosas iban a irnos muy mal. Unos perros perdidos, me dijo. Y cuando nos separamos, delante de la farmacia de la plaza Blanche, me hizo la siguiente confidencia, mirándome a los ojos: «A mí la que más me gustaba era Louki.»
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