Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de junio de 2014

BEN MACINTYRE. LA HISTORIA SECRETA DEL DÍA D. LA VERDAD SOBRE LOS SUPERESPÍAS QUE ENGAÑARON A HITLER 

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy quiero continuar con la pauta que abrimos hace siete días cuando, si recordáis, os presentaba una interesante novela, Todo lo que soy, escrita por la australiana Anna Funder y editada por Lumen, en la que se recreaba el ambiente de los años previos al inicio de la segunda guerra mundial en una Alemania que asiste al ominoso crecimiento del poder nazi y en una Inglaterra que en esos días vive debatiendo la conveniencia o no de la intervención en la contienda, albergando un universo de exiliados alemanes, resistentes contra la barbarie hitleriana y conspiradores y espías varios; un acontecer histórico que se presentaba imbricado en una trama de ficción con los sólitos ingredientes, tan novelísticos, de amores contrariados, decepciones e ilusiones truncadas, recuerdos nostálgicos, exaltación y traiciones, alegría y miedos, memoria del pasado y constatación amarga del doloroso paso del tiempo.

El libro del que hoy quiero hablaros comparte con aquel, como ya os anticipaba la semana anterior, los principales escenarios, algunos elementos comunes a sus tramas, la atmósfera, el ambiente, el tono, una casi idéntica época histórica y hasta el carácter un tanto diluido de la adscripción genérica, pues si Todo lo que soy era una novela que podía leerse casi como un documento histórico, La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler, mi recomendación de esta semana, siendo obviamente un ensayo, un trabajo de investigación, su redacción fluida, el estilo narrativo en la presentación de la información, el atractivo y la complejidad naturales de los protagonistas, hacen de él una obra que se lee con la delectación y el placer, con el apasionamiento y la fruición de la mejor de las novelas. Su autor es el periodista británico Ben Macintyre, y lo presenta en España la editorial Crítica en traducción al castellano de Ricardo Artola.

El día D es, obviamente, el del famoso y trascendental desembarco en Normandía, el día más largo, el comienzo de la derrota de los aparentemente invencibles ejércitos de Hitler y, por tanto, el inicio del fin de la devastadora segunda guerra mundial. De ese día, el 6 de junio de 1944, se cumplen pasado mañana 70 años, razón por la que he querido traer aquí en esta fecha el libro reseñado.

El 2 de enero de 1941 se creó, adscrito al Gabinete de Guerra del gobierno británico de Winston Churchill, el Comité Veinte o, en números romanos, XX, la Doble Cruz, un “club”, como lo llamaban sus miembros -persuadidos de que se podían extrapolar a la estrategia bélica los fundamentos del juego del cricket-, un grupo de élite formado para coordinar el trabajo de espionaje de los agentes dobles encargados de suministrar información a los alemanes, de manera que el flujo de datos que estos espías remitieran a sus enemigos resultara simultáneamente fiable, para que la credibilidad de los agentes no se resintiera, y profundamente inocuo, para evitar así que Alemania sacara provecho de esta información privilegiada. Bajo la jefatura de John Masterman, profesor de Historia en Oxford, novelista de historias detectivescas y buen deportista, el Comité incluía a los directores de inteligencia de la Marina y de las Fuerzas Aéreas -la RAF-, junto con representantes del MI5 y el MI6, las dos principales organizaciones del espionaje británico, y de las Home Forces y la Home Defence, dos de los más destacados servicios de las Fuerzas Armadas en Gran Bretaña. Desde esa fecha inaugural y durante todo el transcurso de la guerra, el Comité se reunía -siempre los jueves por la tarde- en el número 58 de St. James Street, en Londres, para, en una primera etapa, organizar la captura de espías alemanes, obtener información sobre las intenciones enemigas, engañar a los nazis haciéndoles creer que disfrutaban de una auténtica red de espionaje en territorio británico, difundir la propaganda aliada e intentar influir en el pensamiento enemigo, fundamentalmente mediante la distribución del llamado “pienso para pollos”, verdades inofensivas que entretuvieran el ansia de información del espionaje alemán. En una segunda fase, a partir del verano de 1942, el Comité buscó objetivos más ambiciosos, con la intención de influir en la estrategia global alemana, transmitiendo a Hitler un cúmulo de datos, informes, opiniones, mensajes, ahora ya absolutamente falsos aunque suficientemente “decorados” como para que la Abwehr, la inteligencia militar alemana, los tomase como ciertos, construyendo así un monumental engaño encaminado a la confusión total y la derrota final de los ejércitos germanos y, con ello, a la terminación de la guerra. Como señaló el propio Winston Churchill a propósito del grupo, se trataba de crear una trama hecha de enredos dentro de enredos, complots y contracomplots, tretas y engaños, cruces y traiciones, agentes auténticos, agentes falsos y agentes dobles, oro y acero, la bomba, la daga y el pelotón de fusilamiento, [que] estaban entretejidos en muchos, formando una textura tan intrincada como para ser increíble y sin embargo era verdadera. Así, cuando, en el momento de la verdad, decenas de miles de hombres se enfrentaran cuerpo a cuerpo con el enemigo, arriesgando sus vidas en las dunas, en las trincheras, en cada pueblo conquistado, otra fuerza invisible a muchos kilómetros de distancia, lucharía a su lado, no con armas, balas y bombas, sino con subterfugios y sigilo, para socavar la fortaleza y confianza alemanas, para confundir, sorprender y engañar, y para proteger a los aliados con mentiras, como escribe Macintyre.

El principal instrumento que utilizó el Comité XX para su propósito fue una red formidable de espías, de los que cinco tuvieron un papel preponderante y decisivo en la llamada Operación Fortaleza, el gran engaño que distraería la atención del ejército alemán haciéndole -de modo sofisticado y sutil- concentrar sus fuerzas en el paso de Calais en previsión de un ataque que en realidad se realizaría, como es sabido, en las playas de Normandía. La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler da cuenta, con minuciosidad en los detalles, con precisión en los datos, con una ingente y deslumbrante labor de documentación, con infinidad de informaciones objetivas, contrastables en los archivos de los Servicios secretos británicos, de los pormenores de esta operación a través de las sorprendentes vicisitudes de las vidas de esos cinco espías, cuyas personalidades, trayectorias vitales, pautas de actuación y modos de comportamiento, resultan tan extraordinarios que se dirían inventados por un escritor imaginativo y con tendencia a la fantasía.

En conjunto, los miembros del grupo, una mujer de mundo, bisexual y peruana, un pequeño piloto de caza polaco, una francesa voluble, un serbio seductor y un español profundamente excéntrico con el título de criador de pollos, aparecen descritos, en distintos momentos del libro, como erráticos casi por definición, con frecuencia exasperantes y muy posiblemente desleales. Su jefe, John Masterman, afirmaba que todo agente de la Doble Cruz tiene inclinación a ser vano, temperamental e introspectivo. El autor del libro se refiere también a ellos como gentes que, incapaces de combatir físicamente, lo compensaban dedicando su talento a crear una guerra intelectual. Y es que, en general, no sólo los cinco protagonistas principales sino todos los agentes dobles de la Doble Cruz espiaron por la aventura y el beneficio, por patriotismo, avaricia y convencimiento personal. Formaban un equipo de excéntricos, exasperantes, valerosos y tuvieron un éxito asombroso.

Así, Dusko Popov, Triciclo su nombre en clave, era un serbio, hijo de un rico industrial de Dubrovnik, establecido en el negocio de las importaciones y exportaciones, responsable de su propio bufete de abogados y, seductor compulsivo, capaz de mantener relaciones sentimentales simultáneas con, al menos y durante un tiempo, cuatro mujeres. Captado por el espionaje alemán, sus negocios resultaban la coartada adecuada para viajar a Gran Bretaña, en donde su aversión a los nazis, nacida en su etapa de estudiante en la Universidad de Friburgo, facilitó su cambio de bando y la integración en los equipos de la inteligencia británica. Su colaboración con los ingleses resultó conflictiva, fundamentalmente por un elevadísimo nivel de vida del que se derivaban unos gastos que el Gobierno del Reino Unido se veía obligado a sufragar para, según Popov, poder mantener su tapadera de rico libertino. Mayordomo, sirviente chino, un equipo de jardineros, diseñadores, desmesuradas compras de antigüedades, muebles y cientos de discos de gramófono, bailes y bebidas en los clubes más exclusivos, veraneos en Florida y temporadas de esquí en Sun Valley, he ahí los parámetros en los que se desenvolvía la existencia de este sin embargo muy fiable espía, permanentemente en el punto de mira de las sospechas alemanas y, por ello, siempre en riesgo de muerte.

Elvira de la Fuente Chaudoir era asidua de los principales casinos del mundo, en los que mitigaba su aburrimiento mientras dilapidaba la fortuna que su padre, un diplomático peruano, había hecho con el guano. Casada con un vástago de la dinastía de la ginebra Gilbey, y separada después, vivía muy plácidamente en Cannes desperdiciando en las ruletas las rentas del alcohólico negocio cuando la ocupación de Francia le obligó a trasladar su costoso tren de vida a Londres en donde siguió perdiendo dinero entre el bar del Ritz, las mesas de bridge y distintas fiestas y saraos de la alta sociedad, un entorno en el que se labró una ambigua fama de lesbianismo, pues, como con inequívoca ironía muy british observa uno de sus superiores, busca relaciones con mujeres que pueden no ser cuidadosas con su virginidad. A sus veintinueve años, un encuentro casual con el director adjunto del MI6 la introdujo en el mundo del espionaje. Su pasaporte peruano y, por ello, su facilidad para viajar por la Europa ocupada, su dominio fluido del inglés, francés y español, su inteligencia y su atractivo, su avidez de dinero y, sobre todo, su cercanía a personajes que se movían en lugares de elevado nivel, hacían de ella la espía ideal, capaz de conspirar con idéntica solvencia para cualquiera de ambos bandos. Decantada, sin embargo, por la causa aliada, sus informes eran una mezcla de datos relevantes -obviamente falsos, o verdaderos de un modo parcial e inconsistente- y cotilleos frívolos que incluían chismes varios tomados de políticos, economistas, oficiales militares, mujeres de sociedad, empresarios y periodistas. Una prueba de esta insólita conjunción de planos en los mensajes que enviaba a los alemanes lo da el hecho de que cuando, con aviesa intención, da cuenta a los nazis de la presencia -en realidad inexistente- en los muelles de Liverpool de una ingente cantidad de tanques, armas, grúas y material bélico, dispuesta -supuestamente- para la invasión aliada en las costas de Calais, no pueda dejar de hacer notar que el problema de la gran invasión es el mareo en el mar. Probablemente, la ingenuidad de este tipo de comentarios, por lo demás habituales en la correspondencia de Bronx, su alias “oficial”, contribuyó a su credibilidad y, en consecuencia, al éxito de su labor de espionaje.

Bruto, el tercer personaje, era Roman Czerniawski, un patriota polaco, hijo de un rico financiero de Varsovia, piloto de caza y, quizá, el más profesional de entre sus ciertamente aficionados compañeros. Obsesionado por el futuro de su país y creyente, de un modo que rozaba la megalomanía, en que su propia actuación en la guerra podría cambiar el destino de su patria, Bruto llegó a constituirse en agente ¡¡¡quíntuple!!! Primero, fungió como espía en favor de la resistencia en el París ocupado. Después, desarticulada por los nazis su organización, salvó su vida ofreciéndose como doble agente a los alemanes. Más tarde, beneficiándose de la confianza que logró suscitar en la inteligencia germana, se postuló como agente triple trabajando en Inglaterra para la Doble Cruz. El espionaje alemán, desconocedor de tanto cambio, volvió a proponerle trabajar en Francia como espía cuádruple, cuando en realidad lo era quíntuple pues seguía brindando sus servicios a la causa aliada.

Lily Sergeyev, Tesoro en los informes secretos, era una francesa de origen ruso -su padre había sido un funcionario zarista, y la familia emigró a París tras la revolución del 17- que se ofrece a los gobernantes alemanes durante la ocupación. Vivaz, inteligente y aparentemente fascinada por la eficiencia nazi, se incorpora al proyecto de espionaje de la inteligencia germana primero en Portugal y más adelante en Inglaterra. En Londres y pese a que las primeras observaciones de los responsables de los servicios secretos británicos ven en ella una mujer venal, alguien que se sirve a sí misma en primer lugar y de manera destacada, acaba por ser captada como agente doble por la fiabilidad -no exenta de dudas- de sus antecedentes, sus actividades, su familia y sus relaciones, exhaustivamente analizadas por los investigadores de los servicios de información ingleses. Sin embargo, su carácter nervioso, una cierta inestabilidad emocional, su temperamento a veces infantil y veleidoso, su soledad y un consiguiente sentimiento de autocompasión, su vulnerabilidad, sus problemas de salud y el coste psicológico que estos le ocasionan, junto a un peligroso relativismo moral, que le hace plantearse si merece la pena desvelar a los alemanes las interioridades de su tarea de espía como venganza por el hecho de que los ingleses la obligaran, por estrictas razones de protocolo bélico, a separarse de su perrito Babs, casi provocan el fracaso de la operación entera. De tal calibre era la amenaza de la excéntrica Lily que los británicos consideraron seriamente la posibilidad de fletar un submarino para burlar las exigencias impuestas por las autoridades sanitarias y acercar, de manera ilegal, el perrito a su desconsolada, neurótica y desesperada ama.

El caso de Juan Pujol García, Garbo, el quinto espía, un graduado en Agricultura que se había desempeñado como dueño de un cine, empresario, oficial de caballería, soldado y, por fin, propietario de una granja avícola en las afueras de Barcelona, es, si cabe, más singular y estrambótico que el de sus compañeros de aventura. Decidido desde el comienzo de la segunda guerra mundial a espiar para los británicos, se dirigió en 1941 a la Embajada del Reino Unido en Madrid para proponerse como agente y así luchar contra un Hitler al que consideraba un psicópata. Rechazado en su pretensión, se ofreció a los alemanes en la convicción de que siempre defendería la posición de los aliados. Aceptado por el espionaje germano, volvió a brindar su colaboración a los británicos y de nuevo su petición fue desatendida. Entonces, viviendo en Portugal, sin fuentes fiables de información procedente de Londres y ante la necesidad de proporcionar “pienso para pollos” a sus pagadores de la Abwehr, comenzó un proyecto, delirante pero genial, arriesgadísimo pero finalmente eficaz, de enviar a los nazis detallados y muy prolijos informes plagados de datos e informaciones sobre el Reino Unido, con la peculiaridad de que todos ellos eran absolutamente inventados a partir de libros, noticieros cinematográficos, guías turísticas de Inglaterra (en donde nunca había estado), publicaciones portuguesas de temática militar y otras fuentes igualmente endebles. Esta descabellada -y sin embargo exitosa- manera de proceder facilitó su definitiva incorporación a la Doble Cruz.

Pues bien, con estos cinco algo estrambóticos espías principales y un sinnúmero de profesionales de los servicios de inteligencia (sólo para cada uno de los cinco reseñados se requería un oficial de caso, que lo controlaba y organizaba, un oficial de radio, que lo monitorizaba y a veces enviaba sus mensajes, al menos dos vigilantes, en ocasiones un oficial con coche para recoger su información, y a menudo un ama de llaves para cuidar y alimentar a cada equipo), el gobierno británico urdió una trama extraordinariamente sofisticada, muy sutil, para, como ya se ha dicho, confundir al ejército alemán. Una estrategia que parece basada en la reflexión de Sun Tzu, recogida en su influyente El arte de la guerra, con cuya cita se abre el libro: El enemigo no debe saber dónde pretendo dar batalla. Ya que si no sabe dónde pretendo dar batalla debe prepararse en muchos sitios. Y cuando se prepara en muchos sitios, aquellos a los que tengo que combatir en cada uno de los lugares serán pocos. Y cuando se prepara en todas partes será débil en todas partes.

Para llevar a cabo tal ambicioso proyecto, la Doble Cruz ideó un procedimiento basado en el pensamiento lateral sin fronteras, una disponibilidad, como se dice en el libro, a contemplar los planes que otros descartarían como inaplicables o, francamente, chiflados. Y delirante era un en apariencia absurdo plan consistente en crear una red de engaños y más engaños, una ficción inyectada directamente en el sistema nervioso central del Tercer Reich, al que se le proporcionaba así, a través de los espías, una miríada de deducciones, indirectas, alusiones, datos difusos, pequeños fragmentos de desinformación, conformando el conjunto un mosaico, en apariencia anodino y casual, para que -precisamente por su carácter supuestamente insustancial- el enemigo creyera en él y reconstruyera la “verdad” -una verdad absolutamente falsa- extrayendo las conclusiones que el espionaje británico, en un juego diabólico, había previsto que se dedujeran. El servicio de inteligencia de Londres, en su voluntad de construir una ficción creíble, llegó a dejarse llevar, en más de una ocasión, por los vuelos de la fantasía, de tal manera que la complejidad del tapiz de mentiras tan meticulosamente elaborado imposibilitaba a veces distinguir la ficción de la realidad, incluso para los propios espías implicados, uno de los cuales llega a declarar que conforme pasaba el tiempo, nos resultaba difícil separar lo real de lo imaginario, mientras que otro abunda en la idea señalando: A veces se me olvida a quién tengo que ocultar qué, y qué tengo que ocultar a quién; y un tercero se cuestiona, pensando en la posguerra ¿seré capaz de volver a convertirme en una persona normal?

Con el propósito de corroborar la fiabilidad de la información (insisto, absolutamente falsa) que transmitían los espías, la Doble Cruz no sólo convenció a los nazis de la existencia de un “mundo paralelo”, sino que, lisa y llanamente, lo inventó. Así por ejemplo, se montaron atrezos, decorados y telones de fondo para simular la existencia de un ejército de cincuenta mil hombres en la costa inglesa desde la que no se atacaría. Se “crearon” falsos campamentos, aeródromos fingidos, más de doscientos cincuenta buques de desembarco ficticios, falsos tanques anfibios, hechos de caucho o de tubos de acero huecos y lona (que llegaban a volar si el viento era fuerte), aviones de pacotilla fabricados con madera y una tela que era objeto de los “ataques” de las vacas del lugar, que tendían a comérsela. Se emitieron grandes oleadas de mensajes de radio con la finalidad de crear una ventisca de ruido eléctrico que imitara las maniobras de entrenamiento de grandes ejércitos en una zona en la que, por supuesto, no había ninguno y sobre la que se quería atraer la atención de los alemanes. Se dejaron caer pistas falsas en fiestas y actos públicos para que el chismorreo acabara llegando a Alemania. Se hicieron pedidos notablemente grandes a la casa Michelín de mapas de la región de Calais, para hacer pensar a los informantes germanos que en efecto se preparaba un ataque en esa parte del estrecho. Se encendieron bengalas y fuegos pirotécnicos, y se pusieron a todo volumen grabaciones de armas de fuego pequeñas para simular un ataque con armamento pesado y para mantener así a los alemanes fuera del lugar en el que la verdadera invasión tendría lugar. Se lanzó -en la zona de distracción- un ejército aerotransportado de muñecos paracaidistas. Se adiestró un ejército de palomas mensajeras que pasaban al enemigo información que corroborara el enorme fraude; palomas, y reparad en ello, una muestra más de la genialidad de la sofisticada invención, que en algunos casos llegaron a ser, también, agentes dobles, palomas espías alemanas capturadas por los británicos y devueltas a su origen con información errada. Se llegó a aconsejar a los alemanes -a través de algunos de los espías infiltrados- la posibilidad de un asesinato del general Eisenhower, ofreciendo datos precisos de su presencia en el falso cuartel del inexistente ejército, a fin de aumentar la verosimilitud del engaño. Se buscó un doble del general Montgomery para que se hiciera ver de modo ostensible ante los agentes alemanes en Gibraltar en fechas previas al ataque real, pues la inteligencia germana suponía -con razón- que sin la presencia del destacado militar la invasión no tendría lugar. Se llegó a publicar en la prensa londinense, y se hizo llegar a Alemania, la esquela de un falso espía cuya muerte -en realidad inexistente- corroborará la credibilidad de determinadas informaciones. Y todo ello, tal despliegue de arriesgada inventiva, para conseguir que los alemanes supusieran estar al tanto a cada instante de las intenciones auténticas de su enemigo, aunque el carácter doble del espionaje, la adicional presencia de topos de Stalin y la opacidad general del mecanismo provocaba que lo que en realidad ocurría en ocasiones es que los germanos sospechaban que los soviéticos pensaban que los británicos estaban tratando de hacerles creer algo que era falso, con lo cual el bucle en el que se envolvían verdad y mentira rozaba a veces la ininteligibilidad.

Es por ello, por la extensión y la, en el fondo, extraordinaria fragilidad de la trama construida, por la, por consiguiente, cantidad de imponderables de los que dependía el mantenimiento de una ficción de tal envergadura, que el proyecto entero, la Operación Fortaleza que cambió el curso de la guerra y de la historia y, si me apuráis, de la evolución de la democracia en el mundo, estaba siempre al borde del fracaso. Bastaba un solo error, un paso en falso, que un agente doble fuera en realidad triple, para que los alemanes vislumbraran que toda la información recibida era “defectuosa”; bastaba que la inteligencia alemana desconfiara de los datos transmitidos por uno sólo de los espías, para que automáticamente pasara a interpretar que todos los demás -que estaban difundiendo la misma información, ahora identificada como engañosa- también eran fraudulentos -si una perla es falsa, todo el collar es falso-. De ahí a colegir que la voluntad auténtica de los británicos era dirigir al ejército de Hitler hacia Calais cuando el ataque se produciría en otro lugar -que, dadas las circunstancias, sólo podía ser las playas de Normandía- sólo había un paso, un paso que provocaría que cuando ello ocurriera, cuando las tropas aliadas desembarcaran en la costa normanda, un formidable contingente armado, organizado, preparado y convenientemente sobre aviso las recibiera provocando una masacre atroz de consecuencias inimaginables para el desarrollo de la contienda, que quizá entonces se habría decantado definitivamente hacia el lado de un ogro nacionalsocialista que ocuparía Gran Bretaña y dominaría Europa.

Pero todo salió bien, la maquinaria, pese a la complejidad de los múltiples engranajes que la componían, funcionó y, así, cuando el Día D los aliados llegaron a las playas de Omaha, Utah, Juno, Gold y Sword (como se las denominó en clave), en la costa desguarnecida, se encontraron -sólo en un primer momento, más adelante los combates fueron brutales, pese a la relajación inicial y la sorpresa y la consiguiente falta de preparación de los alemanes- con un grupo de soldados germanos que pasaban en la arena, jugando al fútbol sin mayor preocupación ni sospecha alguna, una tarde de domingo de esparcimiento.

Y el resto es, ahora sí, historia y está en los libros y nos ha llevado a una organización de nuestras sociedades como la que actualmente vivimos. Y todo ello no hubiera sido posible sin la labor, callada, abnegada y concienzuda en unos casos, errática y ambigua en otros, de Bronx, Bruto, Tesoro, Triciclo y Garbo, los cinco espías que en cierto modo cambiaron el panorama del mundo en el siglo XX.

La labor de Ben Mcintyre, más que estimable, ha sido rastrear toda esta información de la que acabo de daros cuenta, que estaba ahí, en archivos y publicaciones, en biografías y ensayos, en documentos secretos ahora desclasificados y en textos que ya habían visto la luz con anterioridad, sistematizarla y construir con ella una historia fascinante -porque lo era ya el sustrato real del que partía- que se devora, creedme, con entusiasmo y emoción. No os perdáis este magnífico La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler, uno de los libros más apasionantes que he leído en mucho tiempo.

Os dejo, como complemento musical a mi reseña, una canción que en nuestra memoria aparece asociada a ese mundo del ejército de Hitler y a distintos episodios de la segunda guerra mundial: Lilí Marleen en la voz de Marlene Dietrich.


Los espías del Día D eran, sin duda alguna, una de las unidades militares más extrañas que se hayan reunido nunca. Incluían a una mujer de mundo, bisexual y peruana, un pequeño piloto de caza polaco, una francesa voluble, un serbio seductor y un español profundamente excéntrico con el título de criador de pollos. Todos juntos, bajo la guía de Robertson proporcionaron todas las pequeñas mentiras que, juntas, crearon la gran mentira. Su éxito dependía de la delicada y dudosa relación entre los espías y sus jefes, tanto alemanes como británicos.

Esta es una historia de guerra, pero también trata de las cualidades matizadas de la psicología, el carácter y la personalidad, de la delgada línea entre fidelidad y traición, verdad y falsedad, y el extraño impulso del espía. Los espías de la Doble Cruz fueron diversos, valerosos, traicioneros, caprichosos, avariciosos y geniales. No eran héroes evidentes, y su organización fue traicionada desde dentro por un espía soviético. Uno de ellos estaba tan obsesionado con su perro que estuvo a punto de hacer fracasar toda la invasión. Todos eran, en alguna medida, fanáticos, ya que esta es la verdadera esencia del espionaje. Dos de ellos eran de dudosa moral. Uno era agente triple y, probablemente, cuádruple. Para otro el juego terminó con la tortura, la cárcel y la muerte.

Todas las armas, incluyendo las secretas, son susceptibles de que les salga el tiro por la culata. Robertson y sus espías sabían claramente que sí su engaño era descubierto, entonces en lugar de desviar la atención de Normandía y encadenar a las fuerzas alemanas en el paso de Calais, conducirían a los alemanes hacia la verdad, con consecuencias catastróficas.

Los espías del Día D no eran guerreros tradicionales. Ninguno llevaba armas, y sin embargo los soldados que sí las llevaban tenían con los espías una enorme e inconsciente deuda cuando asaltaron las playas de Normandía en junio de 1944. Estos agentes secretos lucharon exclusivamente con palabras e invenciones. Sus relatos comienzan antes del estallido de la guerra, pero después coinciden en parte, están interrelacionados y finalmente se entrelazan en el Día D, en la mayor operación de engaño jamás intentada. Sus nombres reales son un trabalenguas, una especie de batiburrillo europeo que podría haber salido de una novela de época: Elvira Concepción Josefina de la Fuente Chaudoir, Roman Czerniawski, Lily Sergeyev, Dusko Popov y Juan Pujol García. Sus nombres en clave son más directos y, en cada caso, elegidos deliberadamente: Bronx, Bruto, Tesoro, Triciclo y Garbo.

Esta es su historia.
 
 

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