GERT LEDIG. REPRESALIA
Hola, buenas tardes. Aquí estamos de nuevo en Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca nacido con la para mí muy agradable intención de proponeros una nueva recomendación de lectura cada semana. Aunque quizá, en relación con el libro que hoy voy a presentaros, el término ‘agradable’ no sea, ciertamente, el más adecuado. Y es que, quiero anticiparlo desde este principio, la novela de la que quiero hablaros esta tarde es, sin duda, un texto muy duro, terrible, incluso, me atrevería a decir, brutal. No es, en ningún caso, de un libro para paladares delicados o demasiado exquisitos. Se trata, sin embargo, de una excelente novela, de una auténtica obra de arte, a mi juicio, aunque, a la vez, nos muestra una realidad tan horrorosa, descrita de un modo tan crudo y descarnado que sólo podrá interesar a aquellos de vosotros que no tengáis inconveniente en adentraros en los ámbitos más estremecedores de nuestra triste condición humana.
El libro, insisto, una obra maestra de lectura obligada para conocer algunos de los entresijos más auténticos y también más salvajes, más despiadados, más atroces de la existencia del ser humano sobre esta tierra, se llama Represalia, su autor es Gert Ledig y se publicó en septiembre de 2006 por la ejemplar Editorial Minúscula de Barcelona, en traducción de Rosa Pilar Blanco.
Represalia cuenta, en poco más de doscientas páginas, y con frialdad y precisión notariales -y ese es uno de sus logros, el afán de su autor de dar fe, de mostrarnos la realidad, sin ahorrarnos ningún detalle por macabro o repulsivo que pueda parecer-, los sesenta y nueve minutos en los que se desarrolla un ataque aéreo de la aviación aliada a una ciudad sin identificar de la Alemania ya a punto de ser derrotada en la segunda guerra mundial, en julio de 1944, hace ahora setenta años.
Sin tomar partido, sin aparente implicación emocional o moral, como un fotógrafo que simplemente muestra lo que ve, Ledig, con una prosa sencilla, desnuda, escueta, con frases cortas como fogonazos, con una extraordinaria economía de recursos relata el horror de una guerra, de cualquier guerra, a través de la neutra, de la fría, de la por ello insoportable descripción del universo dantesco en que se convierte una ciudad sobre la que caen en poco más de una hora toneladas de bombas, el espanto que provoca la súbita irrupción del infierno en un día de verano. No me resisto a transcribir aquí un fragmento en el que se muestra el modo terrible, cruel, tétrico, inhumano, en que Ledig nos “invita” a un estremecedor descenso a los infiernos de la barbarie bélica:
El jefe del grupo del búnker alto corría como una máquina en medio del vapor borboteante y espeso.
Respiraba con los labios apretados y los ojos cerrados.
Tras chocar de cabeza contra una señal de tráfico, se tambaleó y cayó de la acera con los brazos abiertos. A la calzada. Al asfalto líquido.
Sonó un chirrido. El alquitrán produjo ampollas.
Retorciéndose de dolor, se revolcó convertido en una pella negra dentro de la masa pegajosa del asfalto.
No gritó, ni luchó. Era el calor el que dirigía sus movimientos.
El calor arqueó su cabeza hacia arriba y extendió sus miembros como si se abrazase a la tierra. Ya no parecía una persona, sino un cangrejo.
Murió de un género de muerte desconocida hasta entonces. Asado a la parrilla.
Con una técnica literaria muy eficaz, a la manera de un mosaico que recuerda el montaje cinematográfico, Represalia cuenta desde diferentes puntos de vista el terror y el sufrimiento que viven una treintena de personajes, soldados y civiles, americanos, alemanes y rusos, de cualquier edad y condición, casi indiscernibles todos ellos, simples seres humanos, pobres seres humanos vagando fantasmales entre los escombros de los edificios, la lluvia de metralla y fuego, el asfalto calcinado, los cascotes, los despojos, los coches destrozados, las piezas de armamento destruidas, los miembros despedazados, los restos sanguinolentos de cuerpos humanos. Seguimos así durante esa larga hora de locura y terror a un alférez nazi mutilado y enloquecido empecinado en contrarrestar la lluvia de bombas con artillería ligera; observamos a una pareja de ancianos, angustiados por la pérdida de sus dos hijos en acciones de guerra, esperando la muerte mientras juegan a las cartas en el salón de su casa; nos estremecemos ante la desgracia de una joven enterrada tras el derrumbe de un edificio con la sola compañía de un desconocido que, al borde de la muerte de ambos, la viola; compadecemos al padre que intenta, sin éxito, abrirse paso entre tanta destrucción para localizar a su mujer y a su hijo; vemos a un aviador americano que logra escapar en paracaídas de la destrucción de su avión, para caer en manos de sus enemigos nazis que lo torturan hasta la muerte. Y muchos otros personajes… aunque me permitiréis que interrumpa aquí la descripción de tanta desgracia, invitándoos a adentraros en el libro si -más allá de todo interés morboso- queréis, como digo, profundizar en determinados aspectos no por terribles menos representativos de nuestra naturaleza de animales supuestamente racionales. Resulta oportuno recordar -y sirva como excelente resumen de la novela- aquella frase final del personaje que interpretaba Marlon Brando en otra obra maestra -esta del cine- también de temática bélica, Apocalypse Now: El horror, el horror.
Os ofrezco, para cerrar esta reseña, el comienzo del libro, un fragmento que ya marca la pauta de lo que vais a encontraros si os decidís a adentraros en sus páginas. No lo dudéis, leed Represalia, la excepcional novela escrita por Gert Ledig y publicada en la Editorial Minúscula; aparte de unas horas de lectura arrebatada y fascinante, aprenderéis, como yo mismo he hecho, sobre alguna de las más negras zonas del alma humana que -por fortuna- no afloran en nuestra confortable vida de ciudadanos del apacible -aunque en estos momentos de crisis para muchos la existencia resulte difícil- Estado del bienestar.
Como ilustración sonora al dramático tema del libro reseñado, una militante canción antibélica, un clásico de los sesenta que yo escuchaba en mi juventud. Eve of destruction, interpretado por Barry McGuire, habla de los desastres de la guerra con el fondo histórico de la contestación que en la sociedad norteamericana de la época supuso el conflicto de Vietnam.
Dejad que los niños se acerquen a mí.
Cuando explotó la primera bomba, la onda explosiva arrojó a los niños muertos contra el muro. Se habían asfixiado el día anterior en un sótano. Habían depositado sus cuerpos en el cementerio porque sus padres combatían en el frente y había que buscar primero a las madres. Sólo hallaron una, pero yacía aplastada bajo los escombros. Así era la represalia.
La bomba, al explotar, lanzó un zapatito por los aires. Pero eso carecía de importancia. Ya estaba destrozado. Cuando la tierra proyectada hacia arriba volvió a caer con un repiqueteo, las sirenas empezaron a aullar. Daba la impresión de que se había desatado un huracán. Cien mil personas notaron cómo latían sus corazones. La ciudad llevaba tres días ardiendo y desde entonces las sirenas aullaban siempre demasiado tarde. Parecía hecho adrede, porque entre la destrucción provocada por los bombardeos se necesitaba tiempo para vivir.
Así comenzó todo.
Al otro lado del muro del cementerio dos mujeres soltaron el cochecito y cruzaron corriendo la calle. Pensaban que el muro del cementerio era seguro, pero se equivocaban.
De repente, los motores atronaron el aire. Una lluvia de bengalas de magnesio se clavó, siseando, en el asfalto. Al instante siguiente estallaron. Las llamas crepitaban en lo que momentos antes era asfalto. La onda expansiva volcó el cochecito. La barra salió proyectada hacia el cielo y un bebé cayó rodando de una manta. La madre, situada junto al muro, no gritó. No le dio tiempo. Aquello no era un parque infantil.
Junto a la madre chillaba una mujer que ardía como una tea. La madre la miró sin saber qué hacer antes de ser ella misma pasto de las llamas, que empezaron por los pies y subieron por las pantorrillas hasta el vientre. Se dio cuenta justo antes de encogerse. Una bomba explotó a lo largo de la tapia del cementerio, y en ese instante ardió también la calle. Y el asfalto, y las piedras, y el aire.
Eso sucedió junto al cementerio.
En el interior era diferente. Dos días antes las bombas habían desenterrado los cuerpos. El día anterior los habían enterrado. Lo que fuera a suceder ese día aun estaba por ver. Hasta los soldados que se pudrían en sus tumbas lo ignoraban. Y ellos hubieran debido saberlo. Sobre sus cruces se leía: “No habéis caído en vano”.
A lo mejor hoy quedaban reducidos a cenizas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario