VIKTOR FRANKL. EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, saliendo al aire como cada semana en Radio Universidad de Salamanca con una nueva recomendación de lectura. Después de un mes centrado en obras relacionadas con la segunda guerra mundial, un leitmotiv que me he impuesto a partir del septuagésimo aniversario, a principios de junio, del desembarco en Normandía, esta tarde quiero cerrar esta breve serie monográfica con un ensayo, conectado también con el dramático episodio bélico y, más en particular, con una de sus manifestaciones más significativas, la que quizá todos asociamos de entrada con la devastadora y atroz contienda, y en cualquier caso, uno de los acontecimientos más tristes, más despiadados, más atroces, más insoportables, más crueles de la historia de la humanidad: el horror, el espanto, la tragedia de los campos de concentración.
Y entenderéis por ello que la obra de la que hoy quiero hablaros sea un texto muy duro, terrible en realidad, aunque, pese a ello, sin duda altamente recomendable. Muy duro porque habla de seres humanos enfrentados a experiencias vitales de extraordinaria dificultad, de individuos puestos en contacto con situaciones límite en las que la naturaleza humana parece perder sus asideros y despeñarse, desesperadamente, por las oscuras simas de la irracionalidad, del sinsentido, de la animalidad más brutal. Altamente recomendable, sin embargo, porque de esas vivencias extremas, de ese descenso a los abismos, el autor logra extraer enseñanzas valiosísimas y contárnoslas en su libro de manera que cualquiera de sus innumerables lectores en todo el mundo -millones ya, casi setenta años después de su publicación primera- podamos aprovecharlas para vivir una vida mejor, más realizada, más digna, más propiamente humana.
Pero vayamos ya con la referencia completa del libro, que se está haciendo esperar tras esta dilatada introducción. Se trata de El hombre en busca de sentido, su autor es el vienés Viktor Frankl, y ha conocido numerosas ediciones no sólo en su Austria natal, en donde vio la luz la originaria, en 1946, sino también en España, desde que en 1979 la Editorial Herder, que es quien la publica ahora, lo hiciera por primera vez en nuestro país. El libro, que cuenta con un significativo subtítulo, Un psicólogo en un campo de concentración, está traducido por Christine Kopplhuber y Gabriel Insausti.
Quizá, a la vista de estos datos introductorios podáis pensar, ¿un libro más sobre los campos de concentración?, ¿otra reconstrucción más o menos “sensiblera” -y disculpadme el término en este contexto- del sufrimiento judío? Dejadme que os diga, aparte de que cualquier testimonio de la época debe valorarse en sí como un eficaz e imprescindible recordatorio al mundo de la necesidad de impedir la repetición de esa salvaje degradación de la humanidad, que el libro del que os hablo no es uno más, no, al menos, en el sentido convencional, el que se corresponde con la versión más esperada de este tipo de textos que reflejan el horror de los campos de exterminio nazis, la tragedia y los padecimientos de millones de europeos, sobre todo judíos, frente a los despiadados e inhumanos actos de barbarie protagonizados por la locura hitleriana. Insisto en mi voluntad de subrayar, en cualquier caso, que no se puede hablar de “un libro más” al referirnos a cualquiera de las muestras de la innumerable literatura sobre los campos. Los relatos sobre las vivencias de las víctimas de la salvaje operación de liquidación nazi merecen respeto por el sólo hecho de su expresión, aunque ésta fuera reiterada y consabida e incluso pobre literariamente, lo cual no es el caso del texto de Víctor Frankl ni de tantas otras obras maestras relativas al mismo tema, como por ejemplo -en una enumeración sólo superficial-, los excelentes libros de Primo Levi, Viktor Klemperer, Imre Kertész o Jean Améry, entre otros muchos.
Hay, por supuesto -resulta inevitable-, en el libro que hoy os recomiendo una descripción pormenorizada, en primera persona, del día a día en esos terribles campos, sobre todo en Auschwitz, pero no sólo en él, también en Dachau y otros. Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra, catedrático en la Universidad de Viena, pasó tres años en ellos, cuando no había cumplido aún sus cuarenta. Sufrió como cualquier otro ciudadano anónimo el frío, el hambre, el dolor, la enfermedad, la brutalidad del encierro, su mujer y sus padres murieron en otros de estos siniestros lugares.
Pero habiendo todo esto en el libro, pudiendo encontraros en su lectura con el conmovedor relato de la vida diaria en Auschwitz, la peculiaridad de este El hombre en busca de sentido reside en su análisis científico, llamémosle así, en la capacidad de su autor para, desde su propia experiencia degradante, construir una teoría y un método, la logoterapia, desde los que se eleva hasta reconocer la dimensión espiritual de la vida. Hundidos en la más deprimente miseria física, moral, psicológica, los prisioneros de los campos de concentración se encontraban en ocasiones con algunos hombres que, en las mismas condiciones que ellos, visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Viktor Frankl aprovecha ese referente ejemplar para hablar de la libertad humana, de la capacidad para elegir una actitud personal con la que encarar con dignidad el destino, con la que decidir el propio camino en la adversidad. El hombre puede, es su esperanzador mensaje, conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en los crueles estados de tensión psíquica y de indigencia física. La desoladora vivencia de los campos resultaba así una oportunidad, no por impuesta menos válida, de tomar una decisión que determinaría si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con robarle el último resquicio de su personalidad: la libertad interior.
Dar, entregarse, amar: he ahí la clave de este conmovedor libro que -permitidme una confidencia- cobra para mí un mayor significado ahora, al volver a él -la primera lectura fue hace ya casi diez años- después de mi visita, el verano pasado, a las dependencias del campo de Auschwitz-Birkenau. Desde que se atraviesa el portalón de entrada bajo la verja presidida por el conocido y cínico lema, Arbeit macht frei, El trabajo os hará libres, las emociones embargan al visitante más insensible (no deja, empero, de haber turistas que entre risas estúpidas y bromas obtusas hacen el recorrido por los lugares del horror que vieron morir a más de un millón de prisioneros, en su mayoría judíos pero también homosexuales, gitanos, prisioneros de guerra, militantes izquierdistas, miembros de la resistencia, testigos de Jehová, discapacitados), y, creedme, resulta difícil contener las lágrimas mientras se recorren los oscuros pabellones, las sórdidas habitaciones, las letrinas precarias, las duchas siniestras, los hornos terribles, las cámaras de gas, las ominosas chimeneas, las vías por las que llegaban los trenes atestados de prisioneros, las alambradas inexorables. Y el dolor y la tristeza y la rabia y la conmoción te asaltan también cuando contemplas los muchos objetos que se nos muestran como testimonio del drama: maletas, documentos, ropas, fotografías, cartas, cepillos de dientes, peines, zapatos, gafas, juguetes, innumerables muestras de la vida que la crueldad nazi -en una manifestación paradigmática, en una flagrante encarnación del “mal absoluto”- obligaba a abandonar a sus víctimas en su doloroso camino hacia el exterminio.
En fin, no caben más comentarios, que inevitablemente habrían de parecer previsibles y redundantes; interrumpo aquí mi reseña de hoy para dejaros ya con un fragmento muy crudo pero que concentra el emotivo y valioso mensaje de este El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl, publicado por la editorial Herder y que os recomiendo muy vivamente.
El contrapunto musical a mi reseña de hoy lo constituye Quatuor pour la fin du temps, de Olivier Messiaen, compuesta y estrenada en 1941, en un campo de de prisioneros de guerra en el que estaba encerrado su autor, y de la que os ofrezco un fragmento. Es conocida la utilización que las autoridades nazis hacían de la música en los campos de concentración, estando los prisioneros obligados, en muchas ocasiones, a trabajar, asistir a los castigos públicos y las ejecuciones, presenciar los recorridos de inspección, “descargar” a los recién llegados de los vagones de los trenes, al ritmo de las marchas interpretadas por las orquestas de los campos. Hace pocos meses fallecía a los 88 años Violette Jacquet-Silberstein que, internada a los 17 años en Auschwitz, escapó a las cámaras de gas gracias a su habilidad con el violín. De su infernal experiencia (Los mismos monstruos capaces de matar a sangre fría a un niño delante de su madre podían llorar al escuchar un lied) dio cuenta en el libro Los largos sollozos de los violines de la muerte.
La oscuridad del alba nos hacía caminar a tientas, y así tropezábamos con las piedras y pisábamos los charcos de aquella única carretera de acceso al campo. Los guardianes nos conducían a culatazos de sus rifles sin dejar en ningún momento de chillarnos. Los que andaban con los pies llagados se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas se oía una palabra entre nosotros porque el viento helado no propiciaba la conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el hombre que marchaba a mi lado me susurró de improviso: ¡Si nuestras mujeres nos viesen ahora! Espero que ellas estén mejor en sus campos y desconozcan nuestra situación. Sus palabras avivaron en mí el recuerdo de mi esposa.
Durante kilómetros caminábamos a trompicones, resbalando en el hielo y sosteniéndonos continuamente el uno al otro, sin decir palabra alguna, pero mi compañero y yo sabíamos que ambos pensábamos en nuestras mujeres. De vez en cuando levantaba la vista al cielo y contemplaba el diluirse de las estrellas al tiempo que el primer albor rosáceo de la mañana se dejaba ver tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi esposa, imaginándola con una asombrosa precisión. Me respondía, me sonreía y me miraba con su mirada cálida y franca. Real o irreal, su mirada lucía más que el sol del amanecer. En ese estado de embriaguez nostálgica se cruzó por mi mente un pensamiento que me petrificó, pues por primera vez comprendí la sólida verdad dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamada en la brillante sabiduría de los pensadores y de los filósofos: el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Entonces percibí en toda su hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es posible en el amor y a través del amor. Intuí cómo un hombre, despojado de todo, puede saborear la felicidad -aunque sólo sea un suspiro de felicidad- si contempla el rostro de su ser querido. Aun cuando el hombre se encuentre en un situación de desolación absoluta. Sin la posibilidad de expresarse por medio de una acción positiva, con el único horizonte vital de soportar correctamente -con dignidad- el sufrimiento omnipresente, aun en esa situación ese hombre puede realizarse en la amorosa contemplación de la imagen de su persona amada. Ahora sí entiendo el sentido y el significado de aquellas palabras: Los ángeles se abandonan en la contemplación eterna de la gloria infinita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario