JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA. EL CUARTO DE LAS ESTRELLAS
Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale al aire en la emisora de Radio Universidad de Salamanca Todos los libros un libro, el veterano espacio de recomendaciones literarias que se acerca ya, tras más de cuatro años en antena -con anterioridad habían sido otros cuatro de presencia en Onda Cero Salamanca-, a las doscientas propuestas de lectura. La edición de hoy, última de septiembre, cierra también la muestra de libros de autores que ya han aparecido en otras ocasiones en nuestro programa, rompiendo así, en estas semanas en las que el curso aún está “calentándose”, con un principio -en cuyo sostenimiento me muestro cada vez más lábil- que me obligaría a no presentar aquí reseñas de obras de cuyos autores ya se hubiera hablado en emisiones precedentes (pero ya veis que las excepciones proliferan).
Este es el caso de José Antonio Garriga Vela, un escritor magnífico del que os ofrecí hace algún tiempo en Todos los libros un libro mis comentarios sobre dos de sus novelas, excelentes, Muntaner, 38 y Pacífico. Por desgracia -o quizá no, quizá sea éste el precio que debemos pagar sus lectores a cambio del rigor, la profundidad y la calidad de sus obras- es también muy poco prolífico, pues publica un libro cada cinco o seis años -libros trabajados, meditados, bien urdidos, lenta y reflexivamente “cocinados”-, y, quizá por ello, relativamente desconocido pues, pese a los premios literarios con los que, casi sin excepción, son celebradas sus obras, se mantiene al margen del mercado -o al menos en un discreto segundo plano con respecto a él- y de las listas de éxitos, de las primeras planas de los medios de comunicación; y ello siendo, como digo, un autor más que sobresaliente.
Su último libro, el que ahora os traigo en esta mi postrera reseña septembrina, se titula El cuarto de las estrellas y lo publicó la editorial Siruela el pasado 2013, a finales del cual un prestigioso y muy competente jurado, del que formaban parte la crítico literaria Mercedes Monmany, el poeta Antonio Colinas, y los escritores José María Guelbenzu, Marcos Giralt Torrente y Rosa Regás, le otorgó el Premio de Novela Café Gijón correspondiente a 2013.
Resulta complicado daros cuenta aquí de la trama de una novela que, en realidad, carece de ella; lo cual no sólo no es un demérito sino que, por el contrario, habla en favor de un libro que, sin contar una historia en sentido estricto, sin un hilo argumental manifiesto, sin narrar acontecimientos notables, sin presentar peripecias llamativas ni sucesos extraordinarios, logra mantener la atención del lector y, más aún, consigue interesar, conmover, apasionar...
Leía estos días en un artículo periodístico ajeno al libro de Garriga Vela -así ocurren, por lo común, estas cosas: azares, casualidades, encuentros fortuitos- una muy conocida reflexión de Pere Gimferrer a propósito de la expresión poética, que aparece en una carta enviada por el académico catalán a Leopoldo María Panero: “En poesía es más importante la palabra manzana que la palabra soledad”. Y este debate algo superfluo -porque, en el fondo, si se consigue transmitir emoción, ¿qué importa la manera en que la maestría de un autor logra hacernos partícipe de ella?- entre “física” y “metafísica”, entre la concreta y muy tangible manzana y los evanescentes y nebulosos territorios de las siempre algo etéreas ideas, los imprecisos pensamientos, la abstracta “soledad”, me ha venido a la cabeza mientras me adentraba en El cuarto de las estrellas, un libro que, como digo, no abunda en “realidades” constatables, en situaciones que puedan sintetizarse en un resumen significativo, ni, en definitiva, en brillantes manzanas al alcance de nuestra mano. El último libro de Garriga Vela se mueve por el contrario en el espacio de la soledad -y no sólo como símbolo-, de la intimidad, de la introspección, del recuerdo, de la ternura, del misterio, de la metáfora, de la poesía.
Intentando presentaros, no obstante, un leve esbozo de su argumento os diré que El cuarto de las estrellas cuenta la historia de un hombre que, tras un golpe en la cabeza que le borra la memoria inmediata aunque aviva la remota -un suceso experimentado también por el autor, en uno más de los muchos rasgos autobiográficos que pueblan sus novelas-, vuelve a La Araña, el fantasmal pueblo en el que cuarenta años atrás vivió su infancia, y en donde, a partir de los retazos de recuerdos que afloran en su cerebro dañado, va reconstruyendo la historia de su familia, una historia -anclada en la guerra civil aunque con un hecho determinante vivido a mitad de los años setenta del pasado siglo- hecha de silencios y ambigüedades, hecha de soledad y tristeza, hecha de sueños, pesadumbre y melancolía, una historia hecha de amor y separaciones, apego y distancia, sufrimiento y pérdida y dolor y muerte. El padre, sensible y desencantado, que se aleja de la familia tras un inusual y paradójico golpe de suerte; la madre cuya vida interior está anclada a un primer amor frustrado -El Polaco, cuya muy presente ausencia, valga el torpe oxímoron, marca el libro- y al primer hijo -fruto de ese amor y muerto muy pequeño-; los solitarios amigos de ambos: Javier Cisneros, dueño del estanco del pueblo, que sufre una pasión imposible encerrado en su casa; El Comunista, que deambula como alma en pena por su abandonado hogar; el propio narrador -hijo del matrimonio-; todos los personajes encierran algún secreto que marca sus vidas, y su desvalimiento, su desamparo, sus almas torturadas, su soledad -contra Gimferrer, su poética soledad- definen la atmósfera de una novela en la que la memoria y el recuerdo, la búsqueda de la identidad, la imposibilidad de los sueños, las complejas relaciones entre padres e hijos, el paso del tiempo, la poderosa e inexorable presencia -la irremisible condena- de la muerte, son los auténticos protagonistas.
Y todo ello ambientado en La Araña, un lugar fantasmal -aunque existente en la realidad: un barrio de Málaga, localidad que sin embargo no se cita en la obra-, cuatro casas en un espacio desierto entre el mar y una ominosa fábrica de cemento de finales del siglo XIX, que cubre de polvo y humo las inhóspitas calles de ese cementerio en vida. Y así viene a nuestra mente el recuerdo de Comala -la poderosa creación literaria de Juan Rulfo- o el de Ainielle -el pueblo perdido de Llamazares-, lugares de fantasmas, poblados quizá -el voluntariamente ambiguo tono de las tres narraciones, el Pedro Páramo del mexicano, La lluvia amarilla del leonés y este El cuarto de las estrellas, nos hace dudarlo- por muertos, cadáveres ambulantes que nos hablan desde el ingrávido lugar -en donde sólo caben los recuerdos- en el que habitan.
Pero no es sólo la ambientación en este paraje desolado y como onírico lo que crea la sensación de “afantasmamiento” que rezuma el libro; la propia estructura de la obra contribuye a la construcción de este clima espectral que impregna la novela. Hay permanentes vueltas adelante y atrás en el tiempo, hay motivos recurrentes que cruzan una y otra vez la narración, las voces se confunden, los jirones de recuerdos surgen de un modo algo evanescente, la pérdida de memoria del narrador (Al reconstruir el pasado me sobrevienen las dudas. Desde que sufrí el golpe padezco lagunas de memoria que cubro con historias que ignoro si son reales o tan solo fruto de la fantasía) otorga a su relato una cierta condición diluida, vagarosa, su rememoración aparece casi siempre velada por una especie de niebla difusa, las cosas son y no son, las situaciones, los parajes, los acontecimientos narrados parecen surgir de un sueño; Garriga Vela, con su magisterio literario, hace que los hechos afloren poco a poco, un fragmento incompleto, un apunte de relato que meramente esboza un suceso, un hilo de recuerdo que no se cierra, una frase cargada de alusiones que quedan abiertas, sin concluir y que se retoman páginas más tarde.
Quiero, para poner punto final ya a esta reseña -sabedor de sus limitaciones, pues como siempre en literatura (aunque en este caso de un modo mucho más notorio) la única forma de dar cabal cuenta de la novela sería transcribirla literalmente, ya que sólo así alcanzaría uno a preservar y transmitir su magia-, comentaros brevemente otros tres “recursos” que, a mi entender, contribuyen a la consecución de esta atmosfera imprecisa y sugerente que es uno de los principales logros del libro.
En primer lugar, Garriga Vela juega de continuo con paralelismos, con la idea del doble (la imaginación le permitió llevar una doble vida; frase que, aunque aplicada en el texto a la madre, podría servir para cualquiera de los personajes), a través de la presencia de numerosas imágenes simbólicas, metafóricas. El libro está repleto de escenas vividas por sus protagonistas que recuerdan a otras surgidas en otros ámbitos; de anécdotas que un personaje relata y que remiten a las experimentadas por alguien en otro contexto y de las que se nos da cuenta en la narración; de espacios que son el correlato de otros lugares, multiplicando así su carga significativa; de pensamientos que resultan ser el reflejo de los sostenidos por otra persona en otro tiempo, contribuyendo de ese modo a subrayar el componente “nebuloso” de la obra. En una muestra sucinta citaré a los ancianos que, solitarios y meditabundos, toman el sol en la terraza de la residencia que el padre del narrador contempla desde la ventana de su casa, y que son la imagen -en sus horas descontadas, antesala de la muerte- del tiempo fantasmal de La Araña y sus pobladores; el ladrillo refractario que cada tanto interrumpe el proceso de producción de la cementera y dota de un paréntesis de vida -unas breves horas- a quienes habitan bajo su fragor constante se pone en paralelo a la forzada pausa que el golpe en la cabeza impone en el cerebro del narrador; los servicios de urgencias hospitalarias que sanan los males del cuerpo son el correlato de la ausencia de cura para los males del alma; el funambulista Philippe Petit, atravesando sobre un cable precario el espacio de vértigo -a más de cuatrocientos metros de altura- entre las dos torres gemelas del World Trade Center, un ya legendario 7 de agosto de 1974 (no os perdáis, por cierto, el magnífico documental sobre esa increíble experiencia, Man on wire, una obra maestra del género), apunta al riesgo de vivir y a la dificultad de mantener el equilibrio a ras de tierra del padre del protagonista (nos pasamos la vida intentado guardar el equilibrio, pero siempre surge algún obstáculo que nos sorprende a traición) y también a la labor de reconstrucción del pasado del mismo narrador y quién sabe si a la descripción del oficio de escritor que define al propio Garriga Vela (me convierto en el funambulista que pasea sobre el hilo del tiempo. Me traslado cien años atrás y luego vuelvo de nuevo al presente); la impresión provocada por la bomba que liquida la Segunda guerra mundial devastando Hiroshima es el miedo en el que viven los habitantes de la Araña, un tipo de arma que dejaba las ciudades desiertas, sin vida, como si el mundo se hallara en el quinto día de la creación y un dubitativo Dios se planteara si era mejor crear al hombre o evitar riesgos y dejar sin seres humanos el paraíso terrenal; y también el nombre de la fábrica, Goliat, lleno de reminiscencias bíblicas y muy sugerente desde el punto de vista metafórico, y la devoradora Araña como símbolo, y un sótano esencial en el devenir de las vidas de algunos de los personajes que “reaparece” y se “duplica” en la visita de la familia al interior de la Estatua de la Libertad, y la propia Nueva York, cargada de evocaciones vinculadas a la vida de los protagonistas (Era una ciudad cruel pero llena de vida, una ciudad salvaje pero tierna: una catacumba amarga, tosca y violenta de piedra, acero y roca, recorrida por túneles, acuchillada salvajemente por la luz, rugiente, inmersa en una guerra incesante entre hombres y máquinas, la frase de Thomas Wolf -repleta en sí misma de dualismos- que el padre del narrador cita en el libro asociándola a La Araña); y la expresión del mago Houdini en un suceso por él protagonizado y que se narra en el libro, estoy cansado de luchar, la hace suya décadas después la voz que rememora en El cuarto de las estrellas; y el cónsul de Bajo el volcán, la obra maestra de Malcolm Lowry, que trataba de vivir al margen de un mundo devorado por el frenesí de la destrucción es “suplantado” por el padre hundido en el abismo de su fracaso; y Marilyn Monroe y Cassius Clay y el celancanto que aparece en una playa cerca de La Araña operan también como símbolos; y el hombre invisible y el increíble hombre menguante de las películas que ve de niño el narrador son también metáforas de la vida disminuida de los personajes, emblemas de su soledad.
Y ello nos lleva al cine, la segunda de las estrategias narrativas de Garriga Vela que me interesa resaltar en estas últimas pinceladas de mi reseña. La novela está repleta de referencias a películas que el narrador ve ensimismado en su infancia acompañado por su padre o por Cisneros, el amigo de este. Aparte de las ya mencionadas, El hombre con rayos X en los ojos, Tú y yo, King Kong, La ciudad sumergida, Un hombre solo, El mago de Oz, El hombre tranquilo, Trapecio, La casa del miedo, La parada de los monstruos, El fabuloso mundo del circo, Solo ante el peligro y tantas otras películas del Oeste o comedias románticas o de ciencia ficción no identificadas surcan el relato, conectando la trama que se desenvuelve en la pantalla con las existencias de los protagonistas, abundando así en el juego de paralelismos entre la realidad que se nos cuenta como “real” y otra vida, sólo existente en el lento transcurrir de los fotogramas dentro de la oscuridad de la sala -una realidad por ello también difusa y huidiza y algo afantasmada-, que el cine muestra. A veces tengo la sensación de encontrarme en una sala de cine donde se proyecta la película de lo que sucede alrededor, dice el narrador, poniendo de manifiesto la fragilidad de los límites entre la verdad y la ficción, entre el recuerdo y la invención, y contribuyendo una vez más a conformar esta atmósfera velada e imprecisa que caracteriza El cuarto de las estrellas.
Por último, y con idéntico propósito de dotar a la narración de un aire vaporoso y anieblado, acorde con la propia condición difuminada de las existencias de sus personajes, Garriga Vela puebla su obra de “historias dentro de la historia”, breves relatos ajenos al hilo principal o incluso al margen de la realidad de sus protagonistas -aunque unidos a ella por sutiles lazos casi invisibles- en un efecto que, una vez más, amplifica la resonancia de lo que se cuenta en la novela, dándole una mayor complejidad y, por lo tanto, un mayor alcance, una mayor profundidad, una mayor potencia literaria. La carta de Romualdo, el fotógrafo de niños de Guanajuato; la conmovedora historia de El Comunista que os ofrezco como cierre de esta reseña; la de la anciana que desenterró a su marido y a su hermana para seguir “viviendo” con ellos durante más de diez años; la del fatídico vuelo, nunca realizado, de Ángel Martín, íntimo amigo del padre del narrador; la de la desconocida que ejerce en las polvorientas calles de La Araña su labor de prostituta -casi humanitaria, dadas las circunstancias del pueblo- a bordo de un coche fúnebre; la de los canarios que Juan Barber -otro de los habitantes de la fantasmagórica población- se come vivos para ganar las apuestas con los parroquianos de diferentes bares; la del Polaco, obligado a esconderse en la Guerra civil por unos hechos nunca explicados y que, en cualquier caso, él no había cometido; las ya reseñadas y legendarias aventuras de Philippe Petit o el Gran Houdini, son algunas de las narraciones, todas rezumando tristeza y melancolía, que se imbrican en la historia central encerrando en sus aparentemente extrañas o extemporáneas tramas, tenues conexiones, veladas claves, vagas e indirectas alusiones que permiten completar la visión de las vidas del narrador y su familia.
El cuarto de las estrellas -título, con un referente último que se remonta a Diógenes, que alude al sótano cegado en que la madre y el Polaco viven un intenso y en cierto modo prohibido y a la postre frustrado amor, y en cuya oscuridad se abrazan y sueñan y vuelan con la imaginación para no tener que abrir los ojos y enfrentarse a la terrible realidad- es, en fin -y al margen de su indudable calidad literaria-, una novela conmovedora, muy triste y dulcísima, llena de belleza, emoción y poesía. No deberíais perdérosla.
Una fugacísima Happy Birthday, Mr. President, la canción que Marilyn Monroe cantó en 1962, en el Madison Square Garden de Nueva York en el cuadragésimo quinto cumpleaños del Presidente Kennedy, y que se menciona en el libro, acompaña musicalmente mi reseña de esta tarde.
El Comunista descendió del tren en la vieja estación de La Araña. Hacía casi cinco años que había terminado la guerra y al fin regresaba a casa. Al pasar por delante de la puerta donde vivía Dolores miró instintivamente para otro lado, no existía ningún otro nombre de mujer que expresara mejor lo que ella le había causado. Las cartas y las fotos rotas que Javier Cisneros rescató de la basura era lo que quedaba de la única relación amorosa que el Comunista mantuvo en su vida, lo demás fueron simples escarceos. Cuando llegó al bar de su familia descubrió que estaba cerrado. Se dirigió a casa y tampoco encontró a nadie. Ni los padres, ni los hermanos, nadie. Los muebles y los enseres domésticos permanecían en los mismos sitios de siempre. La ropa ordenada en los armarios, los alimentos en sus envases amontonados en la despensa, el carbón listo para ser prendido en el brasero. El Comunista pensó que todos se habían tenido que ausentar por cualquier motivo y enseguida volverían, así que se sentó en el sillón del comedor a esperar que llegaran. Al cabo de una semana seguía sin aparecer ninguno de ellos. Durante ese tiempo se dedicó a buscar en vano alguna nota o cualquier otra pista que justificara la ausencia de sus padres y sus cuatro hermanos. Lo primero que hizo fue preguntar a los vecinos y visitar los hospitales, el Gobierno Militar, el cuartel de la Guardia Civil y la comisaría de policía. Nadie sabía nada. Cada mañana se asomaba a los dormitorios con la esperanza de que hubieran vuelto durante la noche. Al principio se dedicaba a cocinar para toda la familia y luego tenía que comer lo mismo durante varios días. A menudo, sobre todo en la sobremesa, se sorprendía hablando solo con sus padres y sus hermanos. Las autoridades le permitieron abrir de nuevo el bar, tal vez porque no existía otro en La Araña. Cuando le surgía una relación amorosa iba a una pensión del centro de la ciudad, porque le daba reparo llevar a una mujer a casa y que de repente se presentara toda la familia en el cuarto. No dejaba de pensar en ellos. Al despertarse por las mañanas olvidaba que vivía solo y llamaba a las puertas de los dormitorios y del baño antes de entrar. Por las noches bajaba el volumen de la radio para no desvelarlos. Hasta que terminó asumiendo que se había quedado solo.
Al cabo de más de treinta años acudió al bar un desconocido que iba acompañado de un perro. El extraño abrazó al Comunista emocionado y le dijo:
-Los padres murieron en la guerra y los hermanos nos fuimos cada uno por su lado. He recorrido medio mundo. Me casé y tengo dos hijos, pero vivo solo con este perro. He vuelto para quedarme contigo. No he tenido noticias de nuestros hermanos desde que nos separamos. Ahora estoy agotado, mañana seguiremos hablando. No sabes cuánto me alegra verte.
El Comunista lo acompañó al cuarto del hermano mayor. El perro los siguió y se tumbó sobre la alfombra que se extendía al lado de la cama. Luego se dieron las buenas noches y el recién llegado se acostó. El Comunista había pasado tanto tiempo con la soledad como única compañera que solía afirmar que ella era su pareja. Quizás por eso necesitaba creer la mentira del falso hermano. ¿Y si fuera cierto lo que el misterioso visitante contaba? No albergó la más mínima duda de que trataba de engañarlo, pero le reconfortaba cerrar los ojos y creerlo. Era su único consuelo. Durante los años de ausencia había tenido tan presente a todos los miembros de su familia que estaba seguro de reconocerlos si algún día se cruzaba con cualquiera de ellos por la calle. Por eso estaba convencido de que el hombre que dormía en el cuarto del hermano era un impostor, aunque en el fondo mantenía la remota esperanza de estar equivocado. El paso del tiempo transforma a ciertas personas y las vuelve irreconocibles, tal vez ese era el caso del hermano. Al cabo de un par de horas, cuando lo oyó roncar profundamente, el Comunista entró en el cuarto y buscó en la americana la cartera del visitante. El perro le dirigió una mirada compasiva y luego, sin cerrar los ojos, volvió a descansar la cabeza sobre la alfombra. El Comunista se puso las gafas y lo primero que vio fue la foto de dos niños sonrientes. Antes de comprobar los datos del carné de identidad miró la puerta cerrada del cuarto, como si a través de ella pudiera confirmar que el visitante seguía dormido. Entonces descubrió que los apellidos del titular del documento no guardaban ninguna relación con los suyos. Sin embargo, no se sintió ofendido ni estafado emocionalmente. A lo mejor había conseguido sobrevivir suplantando a otro hombre que estaba muerto. Entró en el cuarto de nuevo y guardó la cartera en el bolsillo interior de la americana. Luego arropó al hermano, acarició al perro y cerró de nuevo la puerta con cuidado.
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