GEOFF DYER. PERO HERMOSO
Hola, buenas tardes, bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro que esta semana os trae un magnífico libro vinculado al jazz. Se trata de Pero hermoso, un texto que es ya casi un clásico, escrito en 1991 por el inglés Geoff Dyer y presentado en España este 2014 por el sello editorial Random House en traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Pero hermoso es la traducción literal de But beautiful, una conocida y popular pieza musical (que podréis escuchar en el vídeo final), compuesta en 1947 por Jimmy Van Heusen y Johnny Burke, y presente en la banda sonora de Road to Rio, la película del mismo año de Norman McLeod. El libro se presenta con el subtítulo, escueto pero revelador -y ya presente en la obra original-, de Un libro de jazz.
Pero hermoso nos da cuenta, en su núcleo central, de algunos momentos significativos de las peculiares biografías de siete inmortales músicos de jazz: Lester Young, Thelonius Monk, Bud Powell, Ben Webster, Charlie Mingus, Chet Baker y Art Pepper. Partiendo de fotos conocidas de los intérpretes o de algunos episodios representativos de sus tortuosas existencias, el autor nos muestra la personalidad, artística y humana, de cada uno de sus personajes. Intercalada entre estas sucintas estampas de los músicos y en capítulos alternos se nos narra también la historia de un viaje en coche de Duke Ellington y Harry Carney, en gira por Estados Unidos, de concierto en concierto.
Geoff Dyer encara su libro con la pretensión no de escribir sobre jazz, sino de que el propio texto sea, por así decirlo, jazz en sí mismo. Su estilo, poético, lleno de lirismo, se mueve al modo de las improvisaciones jazzísticas (como se explica en el prefacio que os transcribo al término de mi reseña), de manera que a partir de esas anécdotas primordiales -muchas de ellas muy conocidas y descritas en obras diversas; otras directamente inventadas- el texto se recrea en las escenas narradas, que se utilizan como metáforas, y a partir de ellas va y viene y fluye e inventa y nos transporta, con convicción y verosimilitud (pese a que nos movamos en el territorio de la ficción), al universo de los músicos de jazz en los años 30 y 40 del pasado siglo, constituyendo el resultado un texto de divulgación y crítica musical pero también una notable narración literaria.
Los músicos elegidos son todos personajes excéntricos, ejemplos destacados, emblemas casi -en sus existencias nada convencionales- del género al que dedicaron su vida. Así se recoge en un fragmento del texto: El jazz siempre ha tenido esa cosa de encontrar tu sonido particular, de modo que gente de todo tipo que quizá en otras artes no habrían triunfado... Les habrían igualado la idiosincrasia... Por ejemplo, escritores que no habrían triunfado porque cometían faltas de ortografía o de puntuación y pintores incapaces de dibujar una línea recta. En el jazz la ortografía y las líneas rectas no tienen por qué importar, así que hay um montón de gente con historias y pensamientos distintos de los del resto que no tendría ocasión de expresar todas sus ideas y sus mierdas interiores sin el jazz. Tipos que en cualquier otra vida no habrían triunfado como banqueros, ni siquiera como fontaneros, en el jazz podían ser genios, sin él no habrían sido nada. El jazz ve cosas, saca cosas de la gente que la pintura y la literatura no ven. Todos ellos viven en el límite, son seres desgarrados, consumidos por el alcohol y las drogas, frecuentadores habituales de cárceles y psiquiátricos, envueltos de continuo en peleas, amores frustrados, soledad y locura, torturados por sus demonios interiores, acostumbrados a cotidianos descensos a los infiernos, y condenados incluso, en algún caso, al suicidio.
Y así, en esta amplia panóramica que nos permite tanto conocer a algunos de los grandes del jazz como adentrarnos en los más tristes y hasta sórdidos abismos del alma humana comparece en primer lugar Lester Young, El Presidente, Prez, tal y como se le conoció, el hombre que aprendió a susurrar con el tenor cuando todos querían gritar. Lo vemos en su paso por el Ejército, del que no le libra ni su sífilis ni que se presente a la revisión médica fumado, borracho y rebosante de anfetaminas y barbitúricos, en sus distintos internamientos en hospitales, en su difícil relación con Billie Holiday (Lady le miró a la cara, flácida y gris por la bebida, y se preguntó si sus vidas contendrían la semilla de la ruina desde el nacimiento, una ruina que habían esquivado durante años pero de la que nunca escaparían. Alcohol, jaco, cárcel. No era que los músicos de jazz muriesen jóvenes, sencillamente envejecían más rápido. Lady había vivido mil años en las canciones que había interpretado, canciones sobre mujeres maltratadas y los hombres a los que amaban), tocando los versos de Baudelaire, encontrando en ellos el mismo ritmo de su música, en su aislamiento y su soledad: Poco a poco había dejado de salir con los colegas con los que tocaba y se había acostumbrado a comer a solas en la habitación. Después había dejado de comer, no veía prácticamente a nadie y apenas salía de la habitación a menos que fuera imprescindible. Con cada palabra que le dirigían se alejaba un poco más del mundo, hasta que el aislamiento pasó de circunstancial a interiorizado, pero en cuanto ocurrió se dio cuenta de que aquello, la cosa esa de la soledad, siempre había estado ahí: siempre había formado parte de su forma de tocar.
Y vemos a Thelonius Monk, detenido y golpeado por la policía, siempre fantasmal y ensimismado en su mundo, a la postre enfermo mental, recluido en su personal universo: Cuando otro tocaba un solo, él se levantaba y bailaba. Empezaba despacio, moviendo un pie, chasqueando los dedos, luego levantaba las rodillas y los codos, rotaba, meneaba la cabeza, vagaba por ahí con los brazos abiertos. Parecía siempre a punto de caerse. Giraba una y otra vez sin moverse del sitio y luego se abalanzaba de vuelta al piano, con un propósito claro. La gente se reía cuando bailaba, y era la reacción más apropiada mientras andaba por ahí arrastrando los pies como un oso después del primer trago. Era un tipo divertido, su música era divertida, y casi todo lo que decía era broma, solo que no decía gran cosa. Su baile era una forma de dirigir, de abrirse paso en la música. Tenía que meterse en la pieza hasta que formaba parte de él, la interiorizaba, la penetraba como un taladro la madera. Una vez se había enterrado en la canción y se la sabía de arriba abajo, tocaba a su alrededor, nunca dentro de ella: pero siempre con aquella intimidad, con franqueza, porque estaba en el corazón mismo de la canción, en su intimidad. No tocaba alrededor de la melodía, tocada alrededor de sí mismo.
-¿Qué propósito persigue su baile, señor Monk? ¿Por qué lo hace?
-Me canso de estar sentado al piano.
Y Bud Powell, durmiendo borracho entre cubos de basura, esquizofrénico, destrozado tras el paso por innumerables hospitales psiquiátricos y el sometimiento a la atroz terapia del electroshock: Todas las instituciones mentales eran iguales, herméticos edificios victorianos donde el aparato de la curación resulta indistinguible del equipo de castigo. Una prisión, un manicomio, un barracón... eran intercambiables. Un tratamiento era un correctivo. Todos los edificios eran psiquiátricos en potencia.
Y también se nos muestra a Ben Webster, grande, pesado, redondo, con su gran barriga y sus enormes bolsas bajo los ojos, su cuerpo creciendo desmesurado, excesivo y, en contraste, su música imperceptible casi, al borde del silencio, tocando lento, suave (tocaba baladas tan lentas que se oía el peso del tiempo cayéndole encima), consumido por la bebida y la soledad: Cargaba su soledad a cuestas como el estuche de un instrumento. Nunca le abandonaba. Después de los bolos, después de hablar con los fans y quizá algunos amigos que estaban de paso, después de entrar en un bar y quedarse el último, después de volver dando tumbos a su habitación, después de buscar las llaves y oírlas arañar la cerradura silenciosa, después de abrir la puerta de un piso que estaba siempre exactamente igual que lo había dejado, después de tirar el estuche del saxo al sofá… después de todo eso, por tarde que fuera, siempre llegaba el momento en que le apetecía continuar hablando, escuchar el tintineo y el burbujeo de alguien preparando un café o una copa. Tras regresar al piso, abría un botella, pegaba algunos tragos y se sentaba en camiseta y calzoncillos a tocar el saxo lo más flojo posible. Mientras vivía en Amsterdam solía telefonear a los amigos de Estados Unidos a cualquier hora de la noche, pero ahora solo tenía el saxofón y con él intentaba hablar con Duke o Bean o cualquier otro, alternando durante más de una hora la botella y el instrumento.
Y Charlie Mingus, también gordo, irascible, comiendo sin freno y hablando sin parar, acumulando objetos y rompiéndolos como un niño caprichoso. Volvió al piso donde le esperaba una escena caótica, una ventana abierta levantaba una ventisca de papeles por la habitación. Dondequiera que vivía acumulaba cosas igual que su cuerpo acumulaba peso. Si entraba en una tienda y veía algo que le gustaba, se compraba un estante de lo que fuera que le había gustado. Al final, cuando se sentía encerrado por el revoltijo de baratijas, anotaciones y proyectos abandonados, lo archivaba todo, recogía los papeles a brazadas y los embutía en un cajón del escritorio como quien alimenta un horno con leña o tiraba las cosas en el rincón más apartado, como la basura a las afueras de la ciudad.
Su cabeza era un cajón repleto con los restos de las intenciones y los fragmentos de los que todavía estaba por llegar. Las composiciones largas estaban hechas de deshechos de las anteriores y cada vez avanzaba más hacia una pieza única que contendría todo lo que había escrito antes.
Y memorable es el retrato de Chet Baker, su ternura, su particular relación con las mujeres (Abandonaba a sus mujeres a capricho, a menudo sin ningún motivo. Normalmente volvía con ellas, igual que de vez en cuando regresaba a ciertas canciones. Había dejado a tantas mujeres que a veces se preguntaba si no sería eso lo que les atraía de él: el saber que las abandonaría. Ser completamente egoísta, indigno de confianza, informal… y vulnerable; era la combinación más atractiva del mundo), su adicción a las drogas, las peleas callejeras, su boca sin dientes, perdidos tras una paliza, los tratamientos... y la dulzura de sus canciones (Siempre había tocado así y así tocaría siempre. Cada vez que tocaba una nota se despedía de ella. A veces, ni siquiera se despedía. Aquellas viejas canciones estaban acostumbradas a que la gente que las tocaba las amara y las quisiera; los músicos las abrazaban y las hacían sentirse nuevas, frescas. Chet dejaba a la canción sintiéndose despojada. Cuando él la tocaba, la canción necesitaba consuelo: no era la interpretación la que estaba cargada de sentimiento, sino la propia canción dolida. Notabas que cada nota intentaba quedarse un poquito más con él, se lo suplicaba. La canción misma le gritaba a cualquiera que quisiera escucharla: por favor, por favor, por favor).
Y la colección de estampas se cierra con Art Pepper, con Chet los únicos blancos, pero tan baqueteado, tan castigado por la vida como sus compañeros de relato: encerrado en San Quintín (Un tipo solo, encerrado porque se metió en un lío que no era culpa suya. Y está pensando en su chica y en que no sabe nada de ella desde hace tiempo. Y tal vez es el día de visita y todos los demás están con sus mujeres y sus novias y él está en la celda, pensando en ella. Deseándola y sabiendo que la ha perdido, capaz apenas de recordarla porque hace mucho que lo único que ve son las chicas colgadas de la pared, que no se parecen en nada a las mujeres de verdad. Deseando que hubiera alguien esperándole, pensando en que la vida se le escapa y lo ha echado todo a perder. Deseando poder cambiarlo todo, pero consciente de que no puede... Eso es el blues), yonki irredento, escoria humana, como se describe a sí mismo en el libro: En junio, Laurie consigue una entrevista con el jefe de psiquiatría del hospital que lleva el programa de metadona en el que participa Art. La historia del jazz moderno es una historia de músicos que acaban en habitaciones como esa; la blancura de las paredes y de las batas parece negar el mundo nocturno, oscuro, de la música. Incluso mientras el médico está hablando, Art olvida lo que le dice. Como si durmiera unos segundos o se saltara algunos fotogramas. Lleva noches sin dormir y parece que el ritmo diurno del tiempo se haya acelerado y él vaya alternando unos cuantos minutos de conciencia con treinta segundos de sueño. Parpadeando. Coca, heroína, metadona, priva -hasta cuatro litros de vino barato al día-, y al final el cuerpo, tan maltratado, se derrumba. La enfermedad y la cirugía le dejaron mutilado y marcado: le extirparon el bazo reventado, luego tuvo neumonía, una hernia ventral, algo en el hígado, el estómago amoratado e inflado como... ¿Como qué, señor Pepper? Bueno, ¿sabe esas bolsas negras de basura? Como cuando se revienta una bolsa de esas y sale toda la basura y la mierda.
Y entre todos ellos, oscuros, sombríos, derrotados, en apariencia perdedores, vemos a Duke Ellington, feliz, positivo, solar. El autor lo muestra en su interminable viaje a través de sus evocaciones, de sus recuerdos; y lo que piensa, lo que sueña, lo que le sucede, va conectando con las historias que se cuentan en los correspondientes capítulos sobre cada músico. Duke escribe canciones constantemente, aprovecha cualquier suceso, cualquier situación, cualquier pequeño acontecimiento como excusa para desarrollar una idea para un tema: apuntó lo que recordaba del sueño, casi con la corazonada de que contenía algo que podía aprovechar para una pieza en la que había estado trabajando, una suite que abarcaba toda la historia de la música. Ya había hecho algo parecido con anterioridad (…) pero esta vez versaría específicamente sobre el jazz. No sería una crónica, en realidad, tampoco una historia, sino otra cosa. Trabajaba a partir de pequeñas piezas, cosas que se le ocurrían muy rápido. Sus grandes obras eran mosaicos de otras menores y lo que ahora tenía en mente era una serie de retratos, no necesariamente de la gente que había conocido. Presenciamos su prolífico genio creador, su rapidez en la composición, su escritura contrarreloj: Mood indigo, "resuelta" en quince minutos mientras su madre terminaba de preparar la cena; Black and Tan Fantasy, compuesta en dos minutos en un taxi camino del estudio tras toda la noche bebiendo; Solitude, “liquidada” en veinte minutos en el estudio al comprobar en el último instante que faltaba un tema para completar la grabación.
El libro se cierra con un capítulo final muy interesante, en el que Dyer, cambiando el tono, pasando de la ficción al ensayo, nos ofrece una esclarecedora reflexión teórica sobre el jazz en la que, bajo el significativo título de Tradición, influencia e innovación, se nos da cuenta de la evolución del género, sus repercusiones y los caminos que previsiblemente transitará en el futuro.
Una sección postrera en la que se recogen las sugerentes y muy bien seleccionadas fuentes del libro y una discografía básica y sin embargo muy completa sobre los músicos citados, cierra el volumen.
Debéis leer este Pero hermoso, de Geoff Dyer, aparte de muchos otros motivos para el disfrute, tendréis ocasión de conocer las difíciles experiencias vitales de un puñado de músico extraordinarios, todos ellos, sin excepción, genios del jazz, hitos imperecederos de la historia de la música del último siglo, capaces de sobreponerse a sus lamentables vidas y de hacer con ellas, con los restos de sus existencias destrozadas, arte puro; capaces de componer e interpretar obras maestras, capaces de construir belleza desde la miseria y la devastación, capaces, pese al dolor y el desgarro, pese a la locura y el sufrimiento, pese a la adicción y la oscuridad y al desvalimiento y al fracaso, de crear -con sus interpretaciones- un mundo hermoso; un mundo desgarrado y triste, sí... pero hermoso.
Os dejo, claro, con But beautiful, en la interpretación de uno de los músicos protagonistas del libro, el muy sensible Chet Baker.
Cuando empecé a escribir este libro no tenía clara la forma que debía adoptar. Una gran ventaja, puesto que tuve que improvisar y, por tanto, desde el principio la característica definitoria del tema animó la escritura del libro.
No tardé mucho en descubrir que me había alejado de cualquier tipo de crítica convencional. Las metáforas y los símiles en los que me apoyaba para evocar lo que consideraba que estaba pasando en la música cada vez parecían menos adecuados. Es más, dado que el más breve de los símiles introduce un matiz de ficción, rápidamente las metáforas comenzaron a expandirse y a abarcar episodios y escenas. A medida que iba inventando diálogo y acción, lo que emergía se parecía cada vez más a la ficción. Sin embargo, al mismo tiempo las escenas seguían pensadas como comentarios a una pieza musical o a las cualidades particulares de un músico. Lo que sigue, pues, tiene tanto de crítica imaginativa como de ficción.
Muchas escenas nacen de episodios legendarios o famosos: por ejemplo, que le saltaran los dientes a Chet Baker. Tales episodios pertenecen al repertorio habitual de anécdotas e informaciones, en otras palabras, son standards, de los cuales doy mi propia versión, expongo los hechos esenciales con mayor o menor brevedad y luego improviso a partir de ellos, en algunos casos, alejándome del todo. Así quizá no sea fiel a la verdad, pero, una vez más, me mantengo fiel a las prerrogativas formales de la improvisación. Algunos episodios ni siquiera nacen de hechos reales: estas escenas inventadas pueden considerarse composiciones originales (aunque en ocasiones incluyan citas a los músicos aludidos). Durante cierto tiempo me planteé indicar cuándo alguien decía en el libro algo que también había dicho en la vida real. Al final, de acuerdo con el mismo principio que ha guiado el resto de decisiones de esta obra, decidí que no. Los músicos de jazz se citan a menudo en los solos; que lo captes o no depende de tus conocimientos musicales. Lo mismo en este caso. Por regla general cabe asumir que lo que se dice es una invención o modificación en lugar de una cita. En todo momento mi propósito ha sido presentar a los músicos no como eran sino como a mí me parecía que eran. Naturalmente, estas dos visiones a menudo distan muchísimo entre sí. De igual modo, incluso cuando lo parece, en lugar de describir a los músicos trabajando, lo que hago es proyectar sobre el momento que nació la música mi acción de escucharla treinta años después.
El epílogo recoge y amplía algunas preocupaciones del cuerpo central de libro con un estilo más formal de análisis y exposición. También incluye varias reflexiones sobre la evolución del jazz más actual. Aunque brinda un contexto para interpretar el cuerpo central del libro, sigue siendo suplementario, no esencial.
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