EDLEF KÖPPEN. PARTE DE GUERRA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro que un miércoles más os trae una propuesta de lectura con la intención de que pueda resultaros interesante y atractiva. Esta semana volvemos, por quinta edición consecutiva, a la Primera Guerra mundial que, con ocasión de su centenario, estamos recordando aquí a través de recomendaciones variadas, desde distintos “frentes” -y nunca un término fue mejor empleado- y con acercamientos diversos a la irracional contienda.
Nuestra aproximación de hoy -habiendo hablado ya de libros que contemplan el fenómeno bélico desde las perspectivas francesa y norteamericana y siempre en los campos de batalla de la línea occidental, con enfoques que nacen del ensayo, el género diarístico o las novelas- se centra en un texto -que puede ser calificado también como novelístico, aunque con matices que luego explicaré- cuyo origen parte del “otro lado” de las trincheras recorridas hasta ahora, pues se trata de un libro escrito por un autor alemán, combatiente en la funesta guerra tanto en el ya mencionado frente como en el oriental, en el que chocaron las fuerzas germanas con el gigante ruso. Edlef Köppen escribió en 1930 un relato novelado de su experiencia en el brutal enfrentamiento, cuyo título es un significativo Parte de guerra y que ha visto la luz en nuestro país hace un par de años por iniciativa de Sajalín editores, que nos lo ofrece en eficiente versión española (aunque en la página 331 se desliza, no obstante, un incorrecto “de motu propio”) de Rosa Pilar Blanco. Su protagonista, Adolf Reisiger, es, sin duda, un alter ego del autor, y su trayectoria en la guerra, desde el 16 de agosto de 1914, fecha del reconocimiento médico que lo declara apto para su incorporación a filas, hasta el 13 de septiembre de 1918, en que de nuevo un parte médico lo rechaza para el servicio a sólo dos meses de la firma del armisticio final y tras cuatro largos años de sufriente experiencia, coincide paso por paso con la vivida por el propio escritor que a causa de las secuelas psicológicas de su participación en la insensata e inhumana devastación fallecería prematuramente, en 1939.
No quiero a estas alturas, tras semanas de reiterados comentarios sobre la barbarie que la Gran Guerra supuso, repetirme en mis apreciaciones, por lo que mis palabras de hoy se centrarán, exclusivamente, en daros cuenta de los tres aspectos principales que, a mi juicio, resultan novedosos en el tratamiento que Köppen hace de la consabida ferocidad de aquel cruel delirio. Por un lado, Reisiger es un soldado de artillería -aunque pronto será ascendido y acabará su periplo militar como oficial-, y ello nos permite fijarnos como lectores en la mayor incidencia de los aspectos más estrictamente “técnicos” de la guerra, en particular el muy relevante contraste -que se experimentará por primera vez en la historia- entre los modos de las guerras “clásicas”, basadas en las en cierto modo rudimentarias luchas cuerpo a cuerpo entre miembros de la infantería convencional y más “artesanales” en el armamento utilizado, y la sofisticación de una maquinaria bélica más novedosa y compleja y, consiguientemente, más destructiva y letal. En segundo lugar, más allá del relato “objetivo” de los sangrientos hechos, destaca la descripción de esa muy personal y traumática vivencia de los cuatro años en el frente, de la peripecia vital de un joven de veintiún años cuyo crecimiento individual como ser humano, cuyo paso a la edad adulta se desenvuelven en un escenario que como único horizonte diario ofrece la posibilidad -la alta probabilidad- de una muerte terrible, y en consecuencia, la evolución de la personalidad, del pensamiento -y de los sentimientos- del protagonista desde sus iniciales despreocupación, entusiasmo, idealismo e ilusión por entrar en combate -Köppen, como su personaje, se había alistado como voluntario desde el primer estallido del conflicto- hasta su progresivo escepticismo y su ulterior rechazo a la criminal estupidez de la guerra. Por último resulta remarcable la peculiar estructura del libro, que se configura como un mosaico en el que el relato de los hechos se complementa con numerosos otros “materiales”: documentos, anuncios, partes oficiales, noticias, textos varios, que permiten ofrecer un contrapunto a la acción narrada y enriquecer así, haciéndola más completa y global, la visión de lo que supuso la guerra para la sociedad alemana y, por extensión, universal.
En lo que se refiere al primer aspecto reseñado, sobresale -aunque sea de un modo implícito, no subrayado expresamente por el autor- una a mi juicio llamativa presencia de los efectos más destructivos del nuevo armamento y la moderna “tecnología” bélica, capaces de provocar no sólo muertes horribles sino también mutilaciones, descuartizamientos o evisceraciones aterradores, de los que el autor, sin llegar a ser demasiado explícito ni regodearse en la crudeza, no nos ahorra sin embargo detalles para componer una esclarecedora panorámica de esa devastación generalizada. Aquellos jóvenes que, llenos de pasión y algo insensata felicidad, se incorporaban a los ejércitos convencidos de estar llevando a cabo un sueño romántico, que asociaban el hecho de la guerra a viriles, heroicas y decimonónicas cargas de caballería ligera, a veloces e imparables ofensivas de una infantería que, a bayoneta calada, convertirían la batalla en un fugacísimo paseo militar, se toparon de pronto con un horizonte dantesco en el que su precaria y anticuada impedimenta, los pesadísimos morrales, los ropajes ridículos, los cascos-florero, los tupidos y asfixiantes capotes, y, sobre todo, su inútil idealismo se daban de bruces con un escenario poblado de tanques, aviones, nidos de ametralladoras, millones de balas, obuses, los insidiosos y criminales shrapnel con su letal carga de munición asesina, múltiples tipos de bombas, granadas, torpedos, minas, morteros, piezas de metralla estallando por doquier, gases venenosos... todas las destructivas invenciones fruto del progreso de la técnica aplicadas por primera vez en esa guerra para convertirla en una carnicería inenarrable, y que comparecen en el libro, que se convierte así en la cruda descripción de un escenario atronador, fragoroso, ensordecedor, retumbante, rugiente, lleno de estrépito, horrísono, opresivo a causa del trepidante despliegue de artillería. Os recomiendo, en relación a estos aspectos más “objetivos” de la guerra y que han dado lugar, por ello, a estudios históricos e investigaciones académicas más rigurosas, la formidable serie de cinco capítulos, Apocalipsis, la Primera Guerra Mundial, que con los títulos respectivos de Furia, Miedo, Infierno, Ira y Liberación, ha emitido a lo largo del mes de septiembre el National Geographic Channel.
Por otro lado, la narración -casi siempre en tercera persona- de los cuatro terribles años de guerra vividos por el protagonista se hace siguiendo, como he señalado, el progreso y la transformación del conflicto en sí, pero sobre todo los de la percepción de Reisiger de los hechos que experimenta. Si en los primeros momentos de su incorporación a filas el muchacho se muestra rebosante de alegría por su participación, llegando a escribir, despreocupado y contento, en su diario: soy muy feliz. Simpáticos camaradas (…) Es como si fuésemos una gran familia, también aquí, en el frente. (…) Transcurre la tarde. ¿Qué harán hoy en Alemania? Dormiré un rato más, días después su fervor guerrero se ha trocado en una cierta decepción que le lleva a criticar la inacción de las maniobras preparatorias (Las noches eran tan calurosas que costaba conciliar el sueño. Yacían despiertos, a menudo hasta el amanecer, revolviéndose en el lecho, agobiados por el bochorno. Los pensamientos, caracoles pegajosos, se arrastraban: qué-demonios-hacemos-aburriéndonos-aquí-esto-de-aquí-no-es-una-guerra), a denostar el absurdo del servicio en la retaguardia, obligado a realizar labores de limpieza de las calles de un pueblo conquistado, a desesperarse por la falta de actividad (El tedio era su ocupación principal desde hacía cuatro meses. ¡La maldita guerra de posiciones!); y, en definitiva, a deplorar la ausencia de enfrentamientos cara a cara (Desde hacía semanas no se oía ni un solo disparo del enemigo y, lo que era mucho peor, desde hacía semanas no podías disparar. Estaban situados frente a frente a lo largo de tres kilómetros como si fueran amigos y en virtud de un acuerdo amistoso ambas partes hubieran caído en un letargo invernal. ¡Absurdo!). Muy pronto ya, metido de lleno en el fragor de la batalla, sus sensaciones van a experimentar un cambio lento, pero paulatinamente significativo, ante la contemplación de los muchos horrores que se verá obligado a vivir. Son numerosísimas las descripciones de los cambiantes estados de ánimo del inexperto soldado tras su revelador bautismo de fuego: A Reisiger le tiemblan las rodillas y se estremece. Nota una sensación de ahogo en la garganta. ¡Así que eso es la guerra! Ahí hay un hombre ruidoso y fuerte, animoso y provocador. Luce el sol, el cielo está azul. De repente el hombre cae al suelo. Y brota la sangre. Y ese hombre regresará a casa y nunca más en la vida volverá a tener mano izquierda. ¡Es una putada! O también: ¿Ni una sola baja? Bah. Es una jodida casualidad. El peligro es una jodida casualidad. La salvación es una jodida casualidad. Y así, de un modo gradual, y a causa de los muchos ejemplos de sangrienta barbarie en los que se ve envuelto, comienza a dudar de su crédula y acrítica aceptación de la necesidad de la guerra (Pasó junto a los muertos y a continuación caminó muy despacio. Pensó, esta noche, en Alemania, el parte militar dirá que se ha rechazado un ataque enemigo con grandes bajas para el enemigo y escasas nuestras. Seguro, once hombres no tienen la menor importancia. Nuestro ejército se compone de millones. Es muy comprensible que se hable de bajas reducidas. Pero él había mirado al primero de esos once hombres. Era un soldado mayor con barba, en la mano derecha un anillo de matrimonio. Reisiger no lo comprendía), a tomar conciencia, más adelante, de la atrocidad inherente a toda conflagración (Nadie se hace ilusiones. No tiene sentido, ningún sentido, imaginarse las horas venideras o la mañana siguiente. De cada mil hombres que marchan por la calle, la mitad deben saber que la mañana siguiente estarán destrozados y hechos pedazos. Pero nadie piensa en eso. La orden ¡Compañía… ar! exime a todos de responsabilidad), a cuestionar después la insensatez que se ven obligados a soportar millones de hombres (Qué extraño desvarío, piensa. Qué extraño… En una calle la artillería golpea a personas y edificios… y en la siguiente hay vida y trajín como en los tiempos más pacíficos. Dos zonas que distan cinco minutos entre sí, la muerte y la vida. Y uno no sabe nada de la otra, o no quiere saber nada. ¡Qué locura, Dios mío! ¡Qué locura de guerra!) y, por fin, a criticar y enfrentarse abiertamente a una situación sórdida, inútil y carente de sentido, como queda de manifiesto en el fragmento siguiente y en el emocionante y conmovedor texto que os dejo al final de esta reseña: Cada vez dudo más de que el deber de una persona sea morir. Cada vez comprendo menos que el sentido de la vida sea la muerte, pues las personas cometemos el pecado más monstruoso contra la vida al morir de un modo tan absurdo.
Pero en donde la obra de Köppen resulta verdaderamente novedosa -al menos desde mi experiencia lectora- es en ese recurso estructural al que he hecho referencia en la introducción: la presentación, punteando la crónica de las peripecias de Reisiger, de una amplia muestra de documentos que, con un tono neutro, impersonal y hasta aséptico -aunque en realidad no es así y la sola elección de unos u otros materiales, su ubicación en el texto, ya resultan “intencionados”-, ofrecen la vivencia de la guerra en paralelo a lo que sucede en el campo de batalla, desde fuera de las trincheras, en la vida civil, en los despachos de los dirigentes políticos, en los gabinetes de las altas jerarquías militares. Partes oficiales, cartas, fragmentos de libros, noticias de prensa, artículos periodísticos, anuncios (fajas, viajes turísticos, jabones y hasta adornos confeccionados con restos de proyectiles), publicidad de espectáculos circenses, poemas, notas del Departamento de censura, cartas de restaurantes, extractos de discursos (del Káiser, del Papa, de autoridades varias), intervenciones parlamentarias, informes secretos, mensajes radiotelegráficos, letras de canciones, encuestas, panfletos, entradas de enciclopedias, carteles, tarifas de establecimientos públicos, listados de alimentos distribuidos a la población, comunicados, actas de juicios, sentencias de los tribunales, necrológicas... son innumerables las “interrupciones” del relato con estos elementos que, pareciendo a priori ajenos a los episodios narrados, se imbrican, sin embargo, en la trama novelística, bien sea reforzando su dramatismo al poner de manifiesto la inconsciencia, la ceguera o la hipocresía de quienes contemplaban la guerra desde la relativa comodidad de la vida a miles de kilómetros de la línea de batalla (tras un capítulo en que se han descrito las penalidades que sufren los soldados en las trincheras, aparece un anuncio de un producto que permite lavarse sin jabón ni agua; una carta al director de un diario, escrita por una baronesa protestando contra la conducta indigna de algunas mujeres alemanas que confraternizan con el enemigo, sigue a la descripción de la entrega carnal -a cambio de comida, algún artículo de primera necesidad, o muchas veces, tan sólo, algo de cariño- de las lugareñas de los pueblos invadidos a sus jóvenes ocupantes) o, más a menudo, operando -como consecuencia de la inteligente selección y la irónica disposición de esos materiales por el autor- como paradójico contrapunto a la acción descrita (es el caso de la ampulosa verborrea de los escritos oficiales, repleta de términos como firmeza, heroísmo, honor, victoria, éxito de las operaciones, avances, ausencia de bajas, repliegue del enemigo, que contrasta con la realidad -absolutamente opuesta- de millones de combatientes muertos u horriblemente mutilados por una guerra que el Ejército alemán pierde estrepitosamente).
En fin, por todos estos motivos os recomiendo la lectura de este Parte de guerra, el espléndido libro de Erlef Köppen que presenta Sajalín editores. Stolzenfels junto al Rin, una pieza que el protagonista interpreta al piano en un momento de la novela, acompaña musicalmente esta reseña.
Reisiger está en una celda de aislamiento. Es una timba sombría, fría, iluminada por una lámpara azulada, la puerta cerrada con llave, la ventana enrejada de cristal de centímetros de grosor.
Bueno, ahora estoy enterrado. Se acabó. Tendría que escribir a mi madre contándole por qué estoy aquí. Pero nadie me lo permite. Porque estoy loco. Estoy loco por orden suprema del comandante supremo. Y así ha de ser. Un oficial que se larga, que se niega a participar, está loco. Chalado, encarcelado, pirado, relevado... mi estancia aquí es de risa. Y eso que no le dije que ya no participaba más. Mi general, me limité a decir, pégueme un tiro, por favor, tome, sírvase, pero no daré ni un paso más hacia delante. No participaré más en el mayor de todos los crímenes... ¿Dónde ha estado usted tanto tiempo? ¿Por qué no detiene a los tanques, eh? Caballero, modérese, repuso él. Y yo grité tanto que el oficial de botas de charol palideció; no pienso moderarme, repliqué. Llevo demasiado tiempo moderándome, y si no me hubiera moderado antes, todos los que han caído vivirían. Gritaré tan alto como me dejen que todos nosotros somos cómplices de este absurdo crimen, y no tolero que se ría alguien, y además, créame, los tanques no tardarán en llegar aquí, al pueblo. Y me agarraron -y por qué no me defendí- y me metieron en el coche, atado a la camilla, y me empujaron debajo del banco sobre el que se desangraba un hombre sin piernas, de modo que se me mojó la cara. Y ayer en el trayecto por la ciudad, en un vehículo con reja, reí y canté y declaré con fervor a todos los médicos: señores, se lo juro, no estoy loco. Tampoco finjo estarlo. Les juro por mi vida que sé lo que hago, y les digo: todo se reduce a confesar que ya no participaré más en la guerra. Lo repito: Ya no participaré más en la guerra. Sé que dejo en la estacada a mis camaradas, y quizá sea una cobardía. Pero sí: soy cobarde. Quiero serlo. No paro de recomendárselo: fusiladme. Imponedme vuestras ridículas leyes marciales y fusiladme. Pero me niego a participar. No quiero ser cómplice más tiempo. Está en juego algo más que la victoria, en la que vosotros creéis tan poco como yo. Esta en juego la muerte cada segundo de seres humanos, a tiros, a golpes, sometidos a mutilaciones... ¿Y por qué? Por una insensatez, porque ya no podemos vencer. Nos hemos batido ahí fuera durante años como ningún ejército del mundo, con toda la fe del mundo, aunque lo negáramos. Ahora se acabó. Ya no participo más. Ya no participo más. Pero usted se ríe y me compadece. Quíteme la mano de la frente, le grité al médico, no quiero que me consuelen. No soy digno de compasión, no estoy enfermo, no estoy loco, no quiero que me perdonen, le digo que sé lo que hago. La guerra es el mayor crimen que conozco. Soy culpable de ella. Durante años he sido culpable de ella. Por orden mía han muerto seres humanos. Ahora se acabó. Hacédmelo pagar. Matadme, porque voluntaria, deliberadamente os dejo en la estacada...
Pero cuando me echo a llorar, usted sonríe más compasivo aún, dice: pobre alférez loco. Y yo no he estado más lúcido en toda mi vida: es un delito participar ni siquiera un segundo más en el asesinato.
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