Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de diciembre de 2014

PIERRE LEMAITRE. NOS VEMOS ALLÁ ARRIBA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un nuevo miércoles a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Una semana más, la sexta ya, nuestra propuesta de lectura está vinculada a la Primera Guerra mundial, con la doble excusa de la celebración, este 2014, del centenario de su comienzo, y del aniversario, el pasado 11 de noviembre, de la firma del armisticio que puso fin a la contienda en 1918.
 
El libro que hoy os comento no desenvuelve su trama propiamente en los días de la guerra, sino que parte de sus momentos finales y se adentra en el año y medio posterior. De hecho, no llegan a cincuenta, de un total de más de cuatrocientas, las páginas que se centran en la acciones bélicas -aunque eso sí, se trata de unos episodios angustiosos, sobrecogedores, pavorosos, intensos y muy significativos del horror y la brutalidad de las batallas, como podréis apreciar en el largo fragmento que os dejo al cierre de esta reseña-, mientras que la mayor parte de la historia que nos relata se mueve -como digo- en una posguerra muy marcada, obviamente, por la terrible experiencia vivida en las trincheras. La novela, Nos vemos allá arriba, publicada en España por la editorial Salamandra en traducción de José Antonio Soriano Marco, tiene como autor al francés Pierre Lemaitre, y ha obtenido -no sólo en Francia- un extraordinario reconocimiento por parte del público, de la crítica y también de las instituciones literarias, habiendo sido galardonada con el prestigioso premio Goncourt, entre otras numerosas distinciones en el país vecino.
 
Resulta ciertamente difícil hablaros del libro sin desvelaros algunos de sus más notables giros argumentales y sin, por ello, haceros perder uno de los placeres que depara su lectura: el avance emocionado y con el alma en vilo entre las páginas de una obra descubriendo, a la par que sus protagonistas, lo que la vida -la vida novelesca- les va ofreciendo a su paso. Yo tengo por costumbre adentrarme en las novelas sabiendo de antemano lo menos posible de ellas, jamás leo las contraportadas antes de acabar la lectura y, con respecto a las críticas y reseñas en periódicos y medios de comunicación, tiendo a evitar aquellos comentarios que se centran en aspectos concretos del libro respectivo, limitándome a los análisis más abstractos y generales. No todos los críticos siguen esta prudente pauta y recientemente he podido leer una reseña sobre la novela que hoy nos ocupa en la que, con todo lujo de detalles, se nos daban a conocer hasta los más nimios pormenores de su, por otro lado, subyugante trama, la cual, de no haber yo leído ya el libro y siendo inmune, por lo tanto, a los efectos del desvelamiento de sus interioridades, se hubiera visto así privada de parte de sus elementos más emocionantes, de parte del misterio, la sorpresa, la incertidumbre, de parte de la magia que siempre acompaña a la lectura de las más apasionantes novelas.
 
En particular, en Nos vemos allá arriba, y ya desde el primer capítulo, que se desarrolla, como he dicho, en el campo de batalla, si el lector avanza en la acción al unísono con el narrador se topa de continuo con cambios -en algunos casos, radicales- en la historia, en la evolución de los personajes y, por tanto, en la propia percepción del libro, viéndose obligado a replantearse el objeto de la narración como consecuencia de las vicisitudes que van sorprendiendo a sus protagonistas, por lo que si se revelan algunos de sus episodios se pierde una parte fundamental de los efectos con los que el autor ha querido presentar su obra.
 
Por simplificar mi labor y con la intención de perturbar lo menos posible esta vuestra lectura inocente y “natural”, que se acomoda al ritmo de los acontecimientos narrados, os diré que la novela nos cuenta la historia de dos jóvenes que en los últimos días de la guerra -los hechos que se relatan en el primer capítulo ocurren el 2 de noviembre de 1918, cuando quedan menos de diez días para la firma del armisticio-, se ven envueltos en una última acción militar que los devolverá a la vida civil heridos -el primero de ellos, Albert, psicológicamente afectado, y el segundo, Édouard, atrozmente destrozado en su cuerpo- y unidos en sus destinos por el indisoluble lazo que su común experiencia de la barbarie bélica ha anudado. (Vuelvo de nuevo a mi reflexión -que, por cierto, me asalta de continuo al acometer estas reseñas, no sólo la de hoy- sobre la conveniencia de ofreceros una inevitable sinopsis argumental en el comentario de un libro: hasta este mínimo resumen -en escasas cuatro líneas- que acabo de anticiparos de Nos vemos allá arriba “perjudica” en cierto modo su lectura, pues os permite presuponer -acertadamente- que ambos jóvenes han sobrevivido a esa escaramuza postrera, lo cual, mientras vamos leyendo esas estremecedoras primeras páginas, no es algo que quede claro, muy al contrario. Nada más añadiré, pues, acerca de las múltiples idas y venidas, los giros de la trama, los azares y los encuentros, las variadas conexiones, las vueltas que da la narración -que es también un magnífico relato de aventuras, repleto de efectos novelescos, y una apasionante historia de intriga detectivesca-, centrándome sólo en los temas más genéricos que trata).
 
La primera parte del libro, fechada en noviembre de 1918, pone el foco en las vivencias de nuestros dos protagonistas en el frente, tomando parte, como digo, en una de las últimas acciones de guerra -el asalto a la cota 113, en manos de los alemanes-. La descripción -que ocupa los tres primeros capítulos de la obra- de esa disparatada ofensiva, fruto de la estulticia y las narcisistas ambiciones de un superior, el teniente de origen aristocrático d’Aulnay-Pradelle, el tercer gran personaje del libro, es prodigiosa, el lector vive la batalla como si saltara de las trincheras y atravesara los campos lanzándose al ataque suicida al lado de los personajes, sintiendo el estruendo atronador de los obuses, el ominoso silbido de las balas enemigas, el vuelo asesino de las piezas de metralla, el fragor de las explosiones, el negro y angustioso velo de la tierra que salta, levantada por las bombas, la cerrada oscuridad y el asfixiante humo, la dolorosa humedad de la reciente lluvia, el frío y pegajoso lodo, el miedo insalvable, el pánico feroz, el terror incontrolable ante la casi segura muerte en un escenario infernal.
 
El resto de esta primera sección se desenvuelve, finalizado ya el conflicto y cruel e irremisiblemente dañados los dos personajes, en un frente ya inactivo pero que revela, en los terribles alaridos de los heridos, en la impotencia de médicos y enfermeras frente al dolor, en la inutilidad de los calmantes ante la brutal devastación de los cuerpos de unos soldados que sólo pueden esperar su definitiva extinción entre atroces padecimientos, en la insensatez de la burocracia, en los enojosos trámites para la evacuación, en los turbios trapicheos para ganar unas horas en el traslado en los convoyes que conducen a los afortunados indemnes -aparentemente indemnes- a la vida civil, otras manifestaciones -quizá no tan cruentas pero igualmente inhumanas- de la locura bélica.
 
Lemaitre se postula en esta primera parte como un lúcido antibelicista, espantado ante el delirio de una humanidad que hizo perder a Europa 35 millones de hombres, con el abominable ejemplo de la batalla de Verdún, con sus diez meses de combates y sus trescientos mil muertos, como paradigma del horror. Y así, trufa esos nueve primeros capítulos de infinidad de comentarios que “denuncian” la asesina frivolidad de los dirigentes que sin riesgo personal y sin pensarlo suficientemente (hoy parece probado que la primera guerra mundial hubiera podido evitarse, pues no surgió como un “imperativo” de los pueblos y sí por la ligereza de sus mandatarios) conducen a sus ciudadanos a masacres masivas (una guerra mundial no es más que un intento de asesinato generalizado en un continente); la estupidez culpable de los mandos militares (los mandos quieren ganar todo el terreno posible para sentarse a la mesa de negociaciones en posición de fuerza. Serían capaces de sostener que conquistar treinta metros podría cambiar realmente el desenlace de la guerra y que morir hoy es aún más útil que haber muerto ayer), la monstruosidad congénita de las guerras (las catástrofes matan a todo el mundo, las epidemias se ceban con ancianos y niños, pero sólo las guerras exterminan a los jóvenes en número semejante); la insensible familiaridad con el horror a la que abocan (eso era la guerra: hombres jóvenes jugándose el pellejo de día y bromeando de noche, con los pies congelados); la insoportable cercanía de la muerte para sus protagonistas (sabía que la guerra no era otra cosa que una inmensa lotería de balas en la que sobrevivir cuatro años era sencillamente un milagro); el inexorable y desolador balance de cadáveres, el frío cómputo de las víctimas (en el fondo, Albert se apuntó a una guerra stendhaliana y se encontró con una prosaica y salvaje matanza que causó mil muertos diarios durante cincuenta meses); la devastadora acción del miedo que los enfrentamientos inoculan en los contendientes (desde el primer momento, desde la primera herida en la batalla del Somme, desde las primeras noches en que, con el temor incesante a una bala perdida, recorría el campo de batalla como camillero en busca de heridos, y aun desde que había regresado de entre los muertos, sabía que, poco a poco, un miedo indefinible pero vívido, casi palpable, había acabado adueñándose de él) y en los afortunados -o no tanto- sobrevivientes (en cuanto salía de la habitación era presa de la angustia, aguzaba el oído al menor rumor de pasos, se asomaba con cautela por las puertas antes de abrirlas del todo, andaba pegado a las paredes, sentía sin cesar que había alguien detrás de él, escrutaba las facciones de sus interlocutores y siempre se quedaba cerca de la salida, por si acaso); la absurda insensatez de la burocracia militar (lo único que hacemos desde que acabó la guerra es esperar. Al final pasa lo mismo que en las trincheras. Tenemos un enemigo al que no vemos, pero al que notamos con todo su peso. Dependemos de él. El enemigo, la guerra, la burocracia, el ejército: todo viene a ser lo mismo, cosas que nadie entiende ni sabe resolver); las irreparables consecuencias que provocan en los cuerpos (la metralla se le llevó toda la mandíbula inferior. Debajo de la nariz, no hay más que vacío, se ve la garganta, el paladar y los dientes de arriba, y abajo, un magma de carne escarlata con algo al final, debe de ser la glotis, pero ya no hay lengua, y el esófago es un rojo y húmedo agujero) y la radical e insoportable destrucción que obran en las almas (allí se lloraba de lo lindo, aquel lugar era un valle de lágrimas). El autor, sin escatimar, como hemos visto, detalles “naturalistas”, sin miedo a mostrar las consecuencias de los encarnizados combates, es capaz también de dejarnos estampas poéticas, como ésta en la que enumera un modesto elenco de restos encontrados los campos de batalla y que, en su sencillez, resulta aun más esclarecedora sobre los horrores de las guerras: Una foto de una joven, una pipa, el resguardo de un giro postal, unas iniciales retiradas de una prenda interior, una tabaquera de cuero, un encendedor, unas gafas de cristales redondos, una carta que empezaba con un “Amor mío” pero no llevaba firma… Un irrisorio y trágico inventario.
 
La segunda parte del libro nos muestra a Albert y Édouard sobreviviendo malamente en París, un año después del armisticio, en noviembre de 1919. La miseria y el dolor de sus vidas rotas, la desolación que impera en unas existencias marcadas en lo emocional por las heridas de la guerra y en lo material por las múltiples carencias, por la falta de trabajo, por la pobreza y la soledad, por la ausencia de vínculos familiares y de esperanzas y de ilusiones y de perspectivas vitales en una sociedad que tras ganar -curioso y en el fondo inexacto verbo- la guerra ha abandonado a los excombatientes, permiten al autor dibujar un retrato fidedigno y demoledor -además de, en mi experiencia lectora, inusual- sobre la posguerra en la Francia victoriosa. En este sentido, Nos vemos allá arriba es más una novela sobre dicha posguerra que sobre los episodios bélicos, razón por la que, siguiendo un tenue criterio cronológico, esta reseña se publica cuando ya han visto la luz otras cinco, estas sí centradas en el mismo “corazón” de los enfrentamientos armados.
 
Mientras el arribista y ambicioso Pradelle ha medrado y desenvuelve su existencia entre negocios y clubes elitistas, haciendo dinero y conquistando mujeres, Albert malvive ganándose la vida como hombre anuncio por las calles parisinas y cuida al sufriente, desfigurado e impedido Édouard (Comparto casa con un mutilado de guerra que perdió la mandíbula inferior, que no sale nunca, que se inyecta morfina y lleva máscaras de carnaval, pero (…) contamos con tres francos diarios para vivir y un biombo desgarrado para proteger tu intimidad). Las dramáticas y hasta angustiosas peripecias de los sobrevivientes para subsistir en su vuelta a la vida civil son la ocasión, ya lo he dicho, para que al autor fotografíe la realidad de una sociedad que se recupera de las heridas de la guerra; una recuperación en la que, como de costumbre, son los desfavorecidos, los que siempre pierden, quienes cargan con el peso y el sufrimiento de esos años de penuria (Así es como acaba una guerra (…), con un inmenso dormitorio lleno de tipos exhaustos a quienes ni siquiera son capaces de mandar a casa en condiciones. Nadie que te diga una palabra o simplemente te estreche la mano. Los periódicos nos prometían arcos de triunfo, pero nos amontonan en barracones abiertos a los cuatro vientos. La “emocionada gratitud de una Francia reconocida” (…) se ha convertido en continuas pejigueras, nos regatean los 52 francos del peculio, nos escatiman la ropa, la sopa y el café, nos llaman ladrones). Las calles están pobladas de heridos de guerra (los mutilados, en especial quienes sólo contaban con los subsidios del Estado, habían tenido que aguzar el ingenio: se veían veteranos sin piernas en cochecitos muy imaginativos, artilugios caseros de madera, hierro o cuero en sustitución de manos, pies… El país contaba con excombatientes la mar de creativos, lástima que la mayoría estuvieran en paro), seres solitarios, desempleados (Atrás quedaron los tiempos en que los diputados declaraban con la mano en el corazón que la patria tenía “una deuda de honor y agradecimiento con sus queridos combatientes”. Albert recibió una carta en la que le explicaban que la economía del país no permitía volver a contratarlo, que para hacerlo deberían haber despedido a otras personas que habían “prestado inestimables servicios a nuestra empresa durante los cincuenta y dos meses de dura guerra), mujeres que han perdido a sus maridos y a sus hijos, en un escenario vital sin demasiadas alternativas para quienes vuelven del frente y que, de esta manera, pierden doblemente la guerra, por sus heridas morales, psicológicas y físicas, y también por su insufrible desamparo vital (Durante toda la guerra (…) no ha pensado más que en sobrevivir, como todos, y ahora que la guerra ha acabado y está vivo, resulta que lo único en lo que piensa es en desaparecer. Si incluso los supervivientes sólo desean morir, qué desastre...). En su lamentable estado actual, Albert -que centra la acción en la mayor parte de la novela-, de carácter frágil y endeble psicología (la episódica pero continua presencia -en el recuerdo- de su madre es uno de los “emblemas” de su personalidad pusilánime), llega a añorar los días de la guerra ante la ausencia de horizontes de su vida tras ella. Desde que había ganado la guerra, tenía la sensación de perderla un poco más cada día, dice, en un momento del libro. O más adelante: Con la distancia, con la paz y su ristra de calamidades, determinados períodos en el frente se le antojaban instantes tranquilos, casi felices.
 
La última sección de la novela se desarrolla a partir de marzo de 1920. Con un referente real inequívoco, referido de modo indirecto en el epílogo del libro, en el que se habla de un seminario histórico celebrado en 1987 con el título: 14-18. Los negocios de la guerra, cuestión, pues, suficientemente estudiada por los historiadores, asistimos en esta parte a los turbios negocios de Pradelle en un clima general de especulación y estraperlo, de corrupción de los políticos y de “oportunidades” millonarias -siempre delictivas- de atrevidos e inmorales empresarios, con fortunas que se hacen de la noche a la mañana, muchas veces a costa de los excombatientes, traficando con cadáveres, exhumando y expoliando los restos de las víctimas enterradas en los campos de batalla (Mientras tanto, el coste de la vida seguía subiendo, las pensiones no se pagaban, las primas no se abonaban, el transporte era caótico, y el abastecimiento, imprevisible; en consecuencia, florecía el contrabando, mucha gente vivía de trapicheos, intercambiando mercancías de saldo, todo el mundo conocía a alguien que conocía a alguien, la gente se daba soplos y se pasaba direcciones...). El antipático, cínico y absolutamente brutal Pradelle organizará un lucrativo negocio a partir de las víctimas de la guerra: La vasta empresa moral y patriótica del reagrupamiento de los cadáveres comportaba una cadena de operaciones sumamente lucrativas, cientos de miles de ataúdes que fabricar, porque la mayoría de los soldados habían sido enterrados en la tierra misma, a veces simplemente envueltos en la guerrera. Cientos de miles de exhumaciones a golpe de pala (…), otros tantos traslados en camionetas de los restos colocados en ataúdes hasta las estaciones de origen y otras tantas reinhumaciones en los cementerios de destino… Si Pradelle se hacía con una parte de ese negocio, a unos céntimos el cuerpo, sus chinos desenterrarían miles de cadáveres, sus vehículos transportarían miles de restos en descomposición, sus senegaleses inhumarían los ataúdes en tumbas bien alineadas con una preciosa cruz vendida a precio de oro (…) A ochenta francos el muerto y con un precio real de unos veinticinco, Pradelle esperaba un beneficio neto de dos millones y medio). Para llevar a cabo su propósito el aristócrata levantará un entramado delictivo con el que, comprando voluntades, mediante sobornos y cohechos, en connivencia con el poder, enriquecerse desmesuradamente en poco tiempo. En paralelo, Albert y Édouard, se embarcan en otra empresa fraudulenta, una gigantesca estafa, también vinculada a las víctimas del conflicto, de la que no puedo daros cuenta en aras de preservar la ya mencionada “inocencia” de vuestra lectura, ya bastante perturbada por las inevitables pistas que he debido forzosamente anticipar.
 
En fin, no deberíais perderos esta espléndida novela de Pierre Lemaitre, Nos vemos allá arriba, un título, por cierto, extraído de una cita que encabeza el libro: Te doy cita en el cielo, donde espero que Dios nos reúna. Nos vemos allá arriba, mi querida esposa... Estas son las últimas palabras escritas el 4 de diciembre de 1914 por Jean Blanchard, un soldado fusilado por abandono de la posición el 4 de diciembre de 1914 y rehabilitado más adelante, el 29 de enero de 1921 (de fusilamientos, desertores y posteriores rehabilitaciones en la Primera Guerra mundial os hablaré en mi reseña de dentro de un par de semanas). Su contenido lamento, su paciente y resignada aceptación de una muerte a la que muchos de los participantes en la contienda se sabían abocados, sirvan como resumen y emblema de la brutalidad de todas las guerras.
 
La popular Marcha triunfal de Aída, que Édouard escucha en un momento del libro mientras desfila, ridículo e histrión, despechado y sufriente, por las dependencias en las que se esconde del mundo, caricaturizando así de modo amargo la impostada solemnidad de todos los ejércitos, cierra musicalmente, con su ánimo exaltado y enfático, esta reseña.

 
 
Minutos después, Albert corre un poco encorvado por un escenario apocalíptico, acosado por los obuses y las sibilantes balas, agarrando el arma con todas sus fuerzas, con paso pesado y la cabeza hundida entre los hombros. La tierra se le pega a los borceguíes, porque en los últimos días ha llovido mucho. A su lado hay tipos que gritan como locos, para embriagarse, para armarse de valor. Otros, en cambio, avanzan como él, concentrados, con el estómago encogido y la garganta seca. Todos corren hacia el enemigo poseídos por una furia ciega, por el deseo de venganza. De hecho, quizá sea un efecto perverso del anuncio de un armisticio. Han sufrido tantísimo que ver acabar la contienda así, con tantos compañeros muertos y tantos enemigos vivos, casi los hace desear una matanza, terminar con aquello de una vez por todas. Liquidarían a cualquiera.
 
Incluso Albert, aterrorizado por la idea de morir, destriparía a quien fuera. Pero debe salvar no pocos obstáculos. Mientras corre, tiene que desviarse a la derecha. Al principio, ha seguido la línea fijada por el teniente, pero con las balas silbando a su alrededor y los obuses, lógicamente, uno acaba zigzagueando. Además, a Péricourt, que avanzaba justo delante de él, acaba de alcanzarlo una bala y se ha desplomado casi a sus pies, y a Albert apenas le ha dado tiempo de saltar por encima. Pierde el equilibrio, corre a trompicones varios metros y cae sobre el cuerpo del viejo Grisonnier, cuya inesperada muerte ha dado el pistoletazo de salida para la última carnicería. Pese a que las balas silban a su alrededor, al verlo allí tendido, Albert se queda petrificado.
 
Lo ha reconocido por el capote, porque siempre llevaba en la botonera esa cosa roja, «mi legión de horror», como la llamaba él. Grisonnier no era un tipo brillante, ni refinado, pero sí una buena persona y todo el mundo lo apreciaba. No cabe duda, es él. Su gran cabeza está como incrustada en el barro, mientras que el resto del cuerpo parece haber caído a la buena de Dios. Justo al lado, Albert reconoce al otro, al joven, Louis Thérieux. También se halla parcialmente cubierto de barro, aovillado, casi en posición fetal. Morir a su edad, y en esa postura... Se conmueve.
 
No sabe qué le ha dado, pero por intuición agarra de un hombro a Grisonnier y lo empuja. El cadáver se vuelve pesadamente y queda boca abajo. Albert tarda unos segundos en comprender. Entonces la verdad le salta a la vista: cuando corres hacia el enemigo, no mueres de dos tiros en la espalda.
 
Pasa por encima del cuerpo y continúa avanzando, de nuevo encorvado, sin saber por qué, las balas te alcanzan igual erguido que agachado, pero por instinto uno siempre intenta ofrecer el menor blanco posible, como si se hiciera la guerra temiendo siempre al cielo. Ahora está ante el cuerpo del pobre Louis. Así, con los puños apretados junto a la boca, es increíble lo joven que parece, unos veintidós. Albert no le ve la cara, completamente cubierta de barro, sólo la espalda. Una bala. Con las dos del viejo, suman tres. Las cuentas cuadran.
 
Cuando se levanta, sigue desconcertado por su hallazgo. Por lo que significa. A unos días del armisticio, cuando los hombres ya no tenían ninguna prisa para ir a buscarles las cosquillas a los boches, la única forma de que atacaran era cabrearlos. ¿Dónde estaba Pradelle cuando les habían disparado a aquellos dos hombres por la espalda?
 
Dios mío...
 
Estupefacto ante el hallazgo, Albert se vuelve y, a sólo unos metros de distancia, ve al teniente Pradelle, que avanza hacia él tan deprisa como se lo permite la impedimenta.
 
Corre decidido con la cabeza bien alta. Pero lo que más llama la atención de Albert es la mirada del teniente, directa y fija. Totalmente resuelta. De golpe todo se aclara, toda la historia.
 
En ese instante, Albert comprende que va a morir.
 
Intenta dar unos pasos, pero nada le obedece, ni las piernas ni el cerebro. Nada. Todo sucede demasiado deprisa. Como ya he señalado, Albert no es un hombre de reacciones rápidas. En tres zancadas, Pradelle se ha plantado junto a él. Justo al lado, un ancho hoyo, el cráter de un obús. Albert recibe el impacto del hombro del teniente en pleno pecho y se le corta la respiración. Pierde el equilibrio, manotea en el aire y cae hacia atrás, al hoyo, con los brazos en cruz.
 
Y mientras va hundiéndose en el barro, como a cámara lenta, ve alejarse la cara de Pradelle y su mirada, en la que ahora advierte cuánto hay de desafío, certeza y provocación.
 
En el fondo del agujero, Albert rueda sobre sí mismo, frenado apenas por la impedimenta. Las piernas se le enredan en la correa del fusil, pero consigue levantarse y, al instante, se arroja contra la inclinada pared, como quien, temiendo que lo descubran u oigan, se apresura a arrimarse a una puerta. Con los talones clavados en la tierra, arcillosa y resbaladiza como el jabón, trata de recuperar el aliento. Sus pensamientos, breves y caóticos, vuelven una y otra vez a la gélida mirada del teniente Pradelle. Por encima de él, la batalla parece arreciar, el cielo está cuajado de guirnaldas. Halos azules y anaranjados iluminan la lechosa bóveda. Los obuses caen en ambos campos, como en Gravelotte, con un denso e ininterrumpido estruendo, una tormenta de silbidos y explosiones. Albert alza los ojos. Arriba, erguida sobre su cabeza como el ángel exterminador, la esbelta silueta del teniente Pradelle se recorta contra el borde del agujero.
 
Albert tiene la sensación de haber caído largo rato. En realidad, entre ellos habrá... ¿cuánto, dos metros? Tal vez ni eso. Pero es suficiente. El teniente Pradelle está arriba, con las piernas separadas y agarrándose con ambas manos el cinturón. A su espalda, los intermitentes resplandores del combate. Mira tranquilamente al fondo del hoyo. Inmóvil. Con los ojos clavados en Albert y con una leve sonrisa en los labios. No moverá ni un dedo para sacarlo de allí. Furioso, con la sangre hirviéndole, Albert agarra el fusil, resbala, consigue recobrar el equilibrio y se apoya la culata en el hombro.
 
Sin embargo, cuando al fin consigue apuntar hacia el borde del agujero, ya no hay nadie. Pradelle ha desaparecido.
 
Está solo.
 
Suelta el fusil y de nuevo intenta recuperar el aliento. Debería apresurarse y trepar por la pendiente, correr tras Pradelle, dispararle por la espalda, saltarle al cuello. O ir en busca de los demás, contárselo, gritar, hacer algo, aunque no sabe muy bien qué. Pero está muy cansado. El agotamiento lo vence. Porque todo es realmente absurdo. Es como si hubiera soltado la maleta, como si hubiera llegado. Aunque quisiera, no podría subir allí arriba. Ya empezaba a ver el final de la guerra, y ahora ahí está, en el fondo de un agujero. Más que sentarse, se derrumba en el suelo con la cabeza entre las manos. Trata de analizar la situación con serenidad, pero la moral acaba derritiéndosele. Como un sorbete, uno de esos sorbetes de limón que tanto le gustan a Cécile, que le hacen rechinar los dientes y arrugar la cara como un gatito, mientras él se muere de ganas de estrecharla entre sus brazos. Hablando de Cécile, ¿cuándo recibió su última carta? Eso también lo ha agotado. No lo ha comentado con nadie: las cartas de Cécile se han vuelto más cortas. Dado que la guerra está a punto de acabar, le escribe como si ya hubiera terminado, como si ya no mereciera la pena extenderse. Para quienes tienen una familia entera es distinto, siempre les llegan cartas, pero para él, que sólo tiene a Cécile... Sí, también está su madre, pero su madre es una pesada. Sus cartas se parecen a sus conversaciones: si ella pudiera decidirlo todo en su lugar... Eso, unido a las muertes de tantos camaradas, en los que le gustaría no pensar demasiado, ha agotado a Albert, ha ido minándolo. Ya ha vivido otros momentos de desánimo, pero ahora es muy inoportuno. Justo cuando necesitaría toda su energía. No sabría explicar por qué, pero de pronto algo se ha roto en su interior. Lo siente en las entrañas. Se parece a una inmensa fatiga y es pesado como una piedra. Un tozudo rechazo, algo infinitamente pasivo y sereno. Como el final de alguna cosa. Tras alistarse, cuando intentaba imaginarse la guerra, como muchos, se decía en secreto que en caso de dificultad no tendría más que hacerse el muerto. Se desplomaría e incluso, en aras de la verosimilitud, soltaría un grito y fingiría haber recibido una bala en el corazón. Luego bastaría con quedarse tendido y esperar a que las cosas se calmaran. Cuando anocheciera, se arrastraría hasta el cuerpo de un compañero, en su caso muerto de verdad, y le robaría la documentación. A continuación, seguiría reptando durante horas, parándose y conteniendo la respiración cuando oyera voces en la oscuridad. Con infinita precaución, avanzaría hasta dar con una carretera, que seguiría en dirección norte (o sur, según las versiones). Mientras caminaba, se aprendería de memoria los datos de su nueva identidad. Entonces se toparía con una unidad extraviada, cuyo cabo primero, un tipo alto con... Bueno, como puede verse, para ser cajero de banco, Albert tiene una imaginación bastante novelesca. Seguramente, influida por las fantasías de la señora Maillard. Al inicio del conflicto, Albert compartía esa visión sentimental con muchos otros. Veía tropas con elegantes uniformes rojos y azules que avanzaban en formación cerrada hacia un ejército enemigo aterrorizado. Los soldados blandían sus relucientes bayonetas, mientras las dispersas humaredas de los obuses confirmaban la derrota del adversario. En el fondo, Albert se apuntó a una guerra stendhaliana y se encontró con una prosaica y salvaje matanza que causó mil muertos diarios durante cincuenta meses. Para hacerse una idea, bastaría con elevarse un poco y contemplar el panorama alrededor de su agujero: un terreno donde no queda rastro de vegetación, salpicado de miles de cráteres de obús y cubierto de centenares de cadáveres en descomposición, cuyo hedor insoportable flota en el aire todo el día. Al primer momento de calma, ratas grandes como liebres corretean afanosamente de cadáver en cadáver para disputar a las moscas los restos que los gusanos ya han empezado a devorar. Albert lo sabe muy bien, porque fue camillero durante la batalla del Aisne y, cuando ya no encontraba heridos gimiendo o aullando, recogía cadáveres de todo tipo, en cualquier estado de putrefacción. De eso sabe un montón. No fue un trabajo agradable para él, que siempre había sido tan sensible.
 
Para colmo, tratándose de alguien que está a punto de quedar enterrado vivo, también padece una ligera claustrofobia.
 
De niño, la idea de que su madre cerrara la puerta de la habitación al salir le ponía los pelos de punta. Pero seguía acostado y no rechistaba, no quería afligirla, pues siempre se quejaba de que ella ya tenía bastantes preocupaciones. Sin embargo, la noche y la oscuridad lo impresionaban. Incluso más tarde, no hacía tanto, con Cécile, cuando jugaban bajo las sábanas, si se veía totalmente cubierto, se quedaba sin respiración y era presa del pánico. Encima, a veces Cécile apretaba las piernas a su alrededor para retenerlo. Para probar, decía riendo. O sea, que morir asfixiado es la forma de muerte que más miedo le da. Suerte que no piensa en ello, porque si no, en comparación con lo que va a pasarle, estar aprisionado entre los sedosos muslos de Cécile, incluso con la cabeza bajo las sábanas, le parecería el paraíso. Si lo pensara, le entrarían ganas de morirse.
 
Lo que no le vendría mal, porque es justo lo que va a pasarle. Pero no enseguida. Dentro de unos instantes, cuando el fatídico obús estalle a unos metros de su agujero y levante un chorro de tierra de la altura de un muro, que se vendrá abajo y lo cubrirá totalmente, no le quedará mucho de vida, pero sí suficiente para comprender a la perfección lo que está sucediéndole. Y entonces se apoderará de él un salvaje deseo de sobrevivir, como el que deben de sentir las ratas de laboratorio cuando las agarran de las patas traseras, o los cerdos a los que van a degollar, o las vacas a las que van a sacrificar, una especie de resistencia primitiva. Pero para eso habrá que aguardar un poco. Esperar a que sus pulmones se blanqueen buscando el aire, a que su cuerpo se agote en el desesperado intento de liberarse, a que su cabeza amenace con estallar, a que su mente se rinda a la locura, a que... Bueno, no adelantemos acontecimientos.
 
Albert se vuelve, mira hacia lo alto una vez más... En realidad, no está tan arriba, simplemente está demasiado arriba para él. Intenta hacer acopio de todas sus energías y pensar sólo en eso, en subir, en salir del agujero. Recoge la impedimenta y el fusil, se agarra a la tierra y, pese al cansancio, empieza a trepar por la pendiente. No es fácil. Sus pies resbalan, se escurren en el arcilloso fango, no consiguen afirmarse; de nada sirve que clave los dedos en el barro y busque un punto de apoyo golpeándolo con fuerza con la punta de la bota: vuelve a caer. Suelta la mochila y el fusil. Si hiciera falta, se desnudaría por completo. Se pega a la pared y empieza de nuevo a trepar sobre el vientre, se mueve como una ardilla en una jaula, araña el vacío y cae en el mismo sitio una y otra vez. Jadea, gime y acaba gritando. El pánico se apodera de él. Siente aflorar las lágrimas y golpea con el puño la pared de arcilla. El borde no está tan lejos, joder, si estira el brazo casi lo toca, pero las suelas de sus botas patinan, pierden al instante cada centímetro ganado. ¡Tienes que salir de este puto agujero!, se grita a sí mismo. Y va a salir. Morir, sí, algún día, pero no ahora, sería una gilipollez. Va a salir de allí, e irá a buscar a Pradelle, entre los boches si es necesario, lo encontrará y lo matará. La idea de cargarse a ese cabrón le da ánimo.
 
Por un instante, reflexiona sobre esta triste constatación: lo que los boches no han logrado en los cuatro años que llevan intentándolo, al final lo conseguirá un oficial francés.
 
Mierda.
 
Albert se arrodilla y abre la mochila. La vacía y se pone la taza de hojalata entre las piernas. Extenderá el capote en la resbaladiza pared y clavará en la arcilla cuanto tiene a mano para utilizarlo como asidero; se vuelve y, en ese preciso momento, se oye el obús a unas decenas de metros sobre él. Repentinamente inquieto, alza la cabeza. En los últimos cuatro años, ha aprendido a distinguir los obuses del setenta y cinco de los del noventa y cinco, los del ciento cinco de los del ciento veinte... Éste le hace dudar. Tal vez por la profundidad del agujero, o por la distancia, se anuncia con un ruido extraño, como nuevo, más sordo y al mismo tiempo más ahogado que los otros, un zumbido amortiguado que termina en un silbido escalofriante. Al cerebro de Albert apenas le da tiempo a preguntárselo. La explosión es tremenda. Presa de una fulminante convulsión, la tierra se agita y emite un enorme y lúgubre gruñido antes de alzarse. Un volcán. Desequilibrado por la sacudida, y también sorprendido, Albert mira a lo alto, porque de pronto todo se ha oscurecido. Y allí arriba, en lugar del cielo, a unos diez metros sobre su cabeza, ve alzarse como a cámara lenta una inmensa ola de tierra marrón, cuya móvil y sinuosa cresta va doblándose lentamente sobre él y empieza a descender para envolverlo. Una lluvia menuda, casi perezosa, de guijarros, terrones y residuos de todo tipo anuncia su inminente llegada. Albert se aovilla y contiene la respiración. No es ni mucho menos lo que debería hacer; al contrario, tendría que estirarse lo máximo posible, cualquier enterrado en vida lo confirmaría. Luego, durante dos o tres segundos interminables Albert no puede apartar los ojos de la cortina de tierra que flota en el cielo como si dudara sobre el sitio o el momento en que debe caer.
 
En cuestión de instantes, esa cortina se desplomará sobre él y lo cubrirá por entero.
 
En circunstancias normales, Albert parece, para ser gráficos, un personaje de Tintoretto. Siempre ha tenido una expresión doliente, la boca muy delineada, la barbilla prominente y profundas ojeras que resaltan unas cejas arqueadas y muy negras. Pero en estos momentos, tal como mira al cielo y ve acercarse la muerte, más bien parece un san Sebastián. De repente, el dolor y el miedo han contraído sus facciones, y su rostro se ha crispado en una especie de súplica, tanto más inútil cuanto que Albert nunca ha creído en nada y, con la racha que lleva, no va a empezar a creer en algo ahora.
 
Ni aunque le diera tiempo.
 
Con un bestial chasquido, la ola de tierra se derrumba sobre Albert. Cabría esperar que el impacto acabara con él de forma instantánea, estaría muerto y todo habría terminado. Lo que ocurre es peor. Los guijarros y las piedras siguen cayéndole encima como una granizada y, por fin, llega la tierra, que empieza a cubrirlo, cada vez más pesada. Su cuerpo está apretado contra el suelo.
 
Paulatinamente, a medida que la tierra va amontonándose, queda inmovilizado, aplastado, comprimido.
 
La luz desaparece.
 
Todo se detiene.
 
Un nuevo orden se instala en el mundo, un mundo donde ya no existe ninguna Cécile.
 

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