RAMIRO PINILLA. LA HIGUERA
Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más -un año más- a Todos los libros un libro. Con mis mejores deseos para este 2015 que ahora da comienzo, os ofrezco desde aquí, desde Radio Universidad de Salamanca, y como todos los miércoles, una recomendación de lectura que esperamos sea de vuestro agrado. Hoy quiero homenajear con algunos meses de retraso a un escritor formidable recientemente fallecido (pero ya sabéis que el frenético ritmo de la actualidad es incompatible tanto con las características de este espacio, casi siempre voluntariamente alejado de las urgentes exigencias del día a día, como con mi propia disponibilidad laboral que me impide glosar aquí, al momento, libros o acontecimientos, personajes o publicaciones que afloran, repentinos e inopinados, en las primeras páginas de los periódicos o en las portadas de los noticiarios).
Así ha ocurrido esta vez con Ramiro Pinilla, muerto el pasado octubre a los noventa y un años de edad, en unas fechas en las que me resultó imposible dedicar una emisión a su excepcional figura. La muy larga -y hasta el final lúcida- vida le permitió al escritor vasco desarrollar una carrera literaria también muy extensa y por ello propicia a la acumulación de algunas curiosas vicisitudes. Con sólo treinta y siete años, Pinilla ganó el Premio Nadal y fue Premio de la Crítica con Las ciegas hormigas, para muchos expertos su mejor novela (que yo no he leído). En 1971 fue finalista del Premio Planeta con Seno, también desconocida por mí. Y a partir de ahí su nombre perdió protagonismo en el universo literario español, mientras proseguía silenciosa y discretamente una muy personal trayectoria a lo largo de más de cuatro décadas de anonimato salpicado de una decena de obras en muchos casos autoeditadas y que pasaron más o menos desapercibidas mientras aseguraba su supervivencia desempeñando diversos trabajos a cual más singular y aparentemente alejado del mundo libresco. Por fin, en 2004, la editorial Tusquets publicó la monumental Verdes valles, colinas rojas, más de dos mil páginas de exuberante y excepcional literatura; una obra que había aparecido parcialmente años antes en una edición casera y cuya escritura le ocupó veinte años de su vida. Desde ese momento, y ya con ochenta y un años, su carrera se relanzó, el primer volumen del libro -que se había separado en tres tomos por necesidades comerciales- fue Premio Euskadi de Literatura en castellano, obteniendo por el tercero, una vez más, el Premio de la Crítica y también el Nacional de Narrativa. En los últimos años de vida siguió escribiendo y publicando, seis o siete novelas más (conmovedora y emotiva Aquella edad inolvidable, que también os recomiendo: todo el universo de Ramiro Pinilla en la entrañable historia de un jugador del Athletic de Bilbao que debe abandonar el fútbol por una lesión, a mediados de los años cuarenta), tres de ellas del género negro.
Fue precisamente con Verdes valles, colinas rojas como yo conocí al bilbaíno -aunque residió en Getxo casi toda su vida-, quedando deslumbrado por la magnitud y la maravilla de aquella obra maestra. Leída, como digo, hace ya diez años, de un modo compulsivo y apasionado, sin que haya tomado entonces notas de lectura, mi precaria memoria me imposibilita hablaros ahora con un mínimo de profundidad de los muchos motivos de interés de aquel para mí brillante descubrimiento. Os diré tan sólo, pues, que estamos ante un retrato panorámico, de dimensiones colosales, de la historia (real e inventada, mitológica e histórica) del País Vasco, a través de las sagas de los Altube y los Baskardo, dos familias de Getxo que reflejan en las trayectorias vitales de sus numerosos miembros, en las vivencias de las distintas generaciones desde principios del siglo XIX, en sus enfrentamientos, en sus amores y sus matrimonios, en sus odios y sus crímenes, en sus leyendas y sus relatos fundacionales, el acontecer de la sociedad vasca en estos doscientos últimos años (aunque, como digo, hay en el libro episodios anclados en etapas prehistóricas, pertenecientes el dominio de los mitos), surcados por conflictos políticos y sociales, tres guerras carlistas, la contienda civil española y otros enfrentamientos armados, terrorismo incluido. Al margen del poderoso caudal narrativo, poblado de infinidad de historias que se suceden, se cruzan e interrelacionan, abundante en aventuras, en cuentos, en relatos variados, en narraciones con -en muchos casos- un inequívoco aire de literatura oral, Verdes valles, colinas rojas se articula en torno a un juego de dualismos, de elementos contrapuestos que, con las dos familias como ejemplos respectivos de cada una de las dos vertientes, representa de un modo genial la profunda complejidad del pueblo vasco. Los verdes valles son, claro, los caseríos primigenios, la agricultura, la tradición, el orden natural, la Euskadi supuestamente preexistente desde tiempo inmemorial. Ahí, en ese edénico universo rural, reside el “auténtico vasco”, el del RH negativo, el pueblo elegido, la clase dirigente, el nacionalismo cerrado en sí mismo y que rechaza al otro, la aristocracia que se sucede desde siempre en el poder en virtud de un mandato que se asemeja a una especie de “imperativo divino”. Las colinas, en cambio, son rojas por el metal que encierran, son el hierro y las fábricas, la industria y las ciudades, son la clase obrera y el socialismo, son los “maquetos”, los miles de trabajadores de toda España que poblaron la “margen izquierda” del Nervión desde fines del XIX contribuyendo al sobresaliente desarrollo económico de la región, son el izquierdismo revolucionario y las ansias de internacionalización superadoras de la miopía egoísta de quienes no ven más allá de su propio ombligo. Todas esas dicotomías subyacen -con un enfoque absolutamente libre y desmitificador, que relativiza abiertamente y hasta parodia el anacronismo y la cortedad de miras nacionalista- en la monumental novela, cuya lectura, necesariamente absorbente y entregada, apasiona.
Y si mis pobres recuerdos de hace una década no dan para más glosas del libro, sí puedo, en cambio, porque conservo algunos apuntes pergeñados tras su lectura, comentaros con más detalle una de las obras posteriores de Ramiro Pinilla, La higuera, sin duda de menor enjundia, más modesta y carente de las dimensiones épicas de esa cima de la literatura española, como la ha calificado su discípulo, admirador y también novelista, Fernando Aramburu, que la recomendó a su editor (en esa época Aramburu también publicaba en Tusquets), que era Verdes valles, colinas rojas. Recupero, pues, esas anotaciones de hace ocho años -La higuera es de 2006-, para mi reseña de hoy.
La higuera parte de una historia central, que sirve de base y sobre la que se desarrolla la narración. El personaje principal, Rogelio Cerón, forma parte de una cuadrilla falangista que en los días de nuestra guerra civil lleva cabo en la comarca de Getxo -territorio habitual de la obra de Ramiro Pinilla- ‘paseos’ y fusilamientos de enemigos y rivales. En una de sus salidas, el grupo ejecuta a dos miembros de una misma familia, el padre, maestro, y su hijo. Las mujeres del clan y un niño de diez años, hijo y hermano de las víctimas, contemplan horrorizados e indefensos la despreciable acción. La penetrante e impasible mirada del pequeño acompañará a Rogelio toda su vida, y desencadenará en él una especie de obsesión, alimentada por el remordimiento y la culpa, que le llevará a una experiencia singular e insólita, por desacostumbrada. Rogelio se instalará, trasladará su vida a la pequeña parcela en la que yacen enterrados padre e hijo. Allí, y durante treinta años, reducirá su existencia, como un anacoreta entregado a una especie de sorprendente expiación, a ver crecer, cuidar y proteger una higuera, que aparece de modo repentino sobre las tumbas, plantada por el hijo sobreviviente.
La historia se cuenta desde dos perspectivas, la primera, menor en importancia y breve en extensión, que ocupa el capítulo inicial y el final del libro, es contada desde fuera por la voz de una mujer, Mercedes Azkorra, que relata la peripecia de Rogelio Cerón en un momento en que la intención del Ayuntamiento de levantar un instituto de enseñanza media en la zona, en 1966, saca a la luz la existencia, hasta entonces bastante desapercibida o parcialmente oculta, del persistente eremita, convertido a ojos de sus vecinos en una especie de santón medio enloquecido.
El segundo gran eje de la novela, su capítulo central, lo ocupa la versión de Rogelio, contada en primera persona; se trata, por contraposición a los capítulos primero y último, de una visión interna, desde dentro, de su propia experiencia. Afloran aquí las preocupaciones del personaje, el miedo, el remordimiento y la culpa, el silencio, la expiación, el pasado, la espera, la paciencia, la memoria, la conciencia, también la entrega a una causa, el destino, la reparación del mal, la venganza, el perdón, la dignidad de la persona. Rogelio cuenta su propia historia, la de sus amigos y camaradas de la guerra, la de su antigua novia, la de quienes se interesan por su excéntrica decisión de existir para la higuera. Cuenta también el paso del tiempo, la evolución de los antiguos falangistas, su adaptación a los nuevos tiempos, su medro personal y político.
A la par que realista, estamos ante una novela simbólica. En estos últimos años en los que se vuelve a hablar -e insistentemente- de la memoria histórica, la higuera representa -entre otras muchas cosas, pues no se puede agotar una obra de arte, una obra literaria, en un único mensaje simple y reduccionista- representa, digo, esa memoria, la necesidad de recordar, de tener siempre presente el pasado, para no repetir sus errores, para desterrar la venganza, para reparar la dignidad de las víctimas, de los perdedores de nuestra guerra, de cualquier guerra.
Os dejo ya con un fragmento de la novela, con el recuerdo agradecido de su autor, el fallecido Ramiro Pinilla, y con mi recomendación exaltada de que abordéis también la lectura de su obra mayor, la descomunal Verdes valles, colinas rojas, esa epopeya grandiosa, esa mitológica y a la vez realista historia del País Vasco. Os dejo también con un tango, Volver, de Carlos Gardel, una de las preferencias musicales del autor, para complementar mi comentario de esta tarde.
Fue la decisión municipal de expropiar aquel minúsculo terreno la que volvió a poner de actualidad al hombrecillo de la cabaña. No lo habíamos olvidado, era imposible teniéndolo tan cerca, en la vega de Madura. Aunque no era tan determinante esa proximidad como las curiosas circunstancias que le envolvieron desde el principio, nada menos que desde la guerra, dios, treinta años atrás.
Todos recordábamos su, digamos, irrupción entre nosotros en junio del año 37. Surgió sin razón aparente, incluso sin una lógica. ¿Quién si no, se instala en un descampado sin un atractivo especial sólo para sentarse en una piedra o en el santo suelo, sin apenas levantar la cabeza, con la vista clavada en los yerbajos? Más tarde apareció la silla. En días lluviosos o fríos se protegía con paraguas o abrigo y boina roja. Más tarde se hizo con una mísera caseta de tablas y techo de uralita. Se retiraba -no sabemos adónde- siendo ya de noche, para regresar a la mañana siguiente; esto, en los primeros días, pues pronto llegó su instalación definitiva. En tiempo seco, regaba por las noches algo de allí; no supimos qué, a nadie se le ocurrió dar un paseo, en sus horas de ausencia, con un farol, para averiguarlo: aquellos años no estaban para satisfacer curiosidades tontas. Una fijación tan obsesiva por aquel sitio hablaba de una mente trastornada, y nos importaba un bledo que regara un cardo o una margarita. Cuando, meses después, se descubrió el esqueje de higuera, supinos lo que había estado mimando. Para no aburrirse, comentaron algunos, ¿Pero por qué está ahí, aburriéndose?
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