Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de diciembre de 2014

ALBERT CAMUS. EL EXTRANJERO. FEDERICO GARCÍA LORCA. POETA EN NUEVA YORK. ALBERTO MANZANO. ILUSTRÍSIMO SR. COHEN
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una emisión excepcional -por más de un motivo- de Todos los libros un libro. La primera manifestación de la singularidad de nuestro espacio de esta tarde reside en que sale al aire hoy, día de Nochebuena, una fecha ciertamente extraordinaria, aparentemente poco propicia para escuchar recomendaciones de lectura más o menos sesudas. Y precisamente por ello, por el carácter casi festivo de la ocasión, es por lo que voy a aprovechar la excusa navideña para -y aquí aparece una segunda nota inusual en nuestro programa- proponeros una serie de libros que, más allá de su intrínseca calidad literaria, son también preciosos objetos de regalo, pues se presentan en ediciones muy cuidadas, primorosas en algunos de los casos, idóneas para obsequiar a amigos y conocidos, sobreponiéndonos así con elegancia al tantas veces burdo frenesí consumista que nos acosa en estos días. Por último, el tercer rasgo inhabitual de mis consejos de esta tarde consiste en que los tres libros de los que quiero hablaros son volúmenes ilustrados que complementan el propio interés del texto con una deslumbrante profusión de imágenes, fotografías o dibujos, de extraordinaria calidad y soberbia brillantez.
 
La primera de mis sugerencias es un clásico, El extranjero, de Albert Camus. Publicado originariamente en 1942, la edición que hoy os traigo la presentó Alianza Editorial en 2013, año del centenario del escritor. Se trata de un libro de gran formato con estupendos dibujos del argentino José Muñoz e impecable traducción de José Ángel Valente.
 
A estas alturas del siglo, setenta años largos después de su publicación, es bien conocido el asunto que hila la trama de la primera novela, el primer gran clásico, del Premio Nobel francés de origen argelino. Su protagonista, Mersault, al que vemos al principio del libro asistir con indiferencia a la muerte de su madre (Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé), lleva una existencia anodina y solitaria en Argel, dejando que el tiempo transcurra entre su rutinario trabajo, su poco acogedora pensión, y esporádicas y no demasiado satisfactorias relaciones con unos pocos amigos y con algunas mujeres. Tras la muerte de su madre, acogida, como digo, con resignada pasividad, un absurdo incidente en el que se ve envuelto sin demasiada convicción lo convierte en despegado y fortuito asesino. Los protocolos de la justicia se sucederán sin piedad y nuestro hombre asistirá, apático y desganado, impasible y desinteresado, impertérrito y aparentemente ajeno al menor sentimiento humano, a la trágica clausura de su vida. A lo largo del texto se suceden las pruebas de la indolencia existencial del joven: El día en que enterré a mamá, estaba muy cansado y tenía sueño; Uno es siempre un poco culpable; Un domingo de menos; Me preguntó si la quería. Le respondí que eso no significaba nada, pero que me parecía que no; Cuando era estudiante, tenía yo muchas ambiciones de ese tipo. Luego, cuando tuve que abandonar los estudios, comprendí muy pronto que todo eso carecía de verdadera importancia; Nunca tengo gran cosa que decir. Entonces me callo; Lo que sentía era cierto aburrimiento; Yo nunca había podido lamentar nada verdaderamente; Era culpable, pagaba, no se me podía pedir más; Nada tenía importancia. Y sobre todo: Había vivido de una manera y hubiera podido vivir de otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho una cosa cuando había hecho otra. ¿Y qué? O aún más explícita, esta manifestación extrema del más descarnado vacío: ¿Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que uno elige?
 
El extranjero, como acertadamente señaló Mario Vargas Llosa, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no le engrandece moral o culturalmente; más bien lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. Ese anticipador y nihilista retrato del hombre de nuestro tiempo, de la falta de significado de la existencia en nuestras sociedades tan aparentemente avanzadas, de la fría soledad del ser humano en un universo desprovisto de sentido, convierte a la novela en una verdadera obra maestra.
 
Una excelencia que se ve realzada por los rotundos dibujos, en un austero blanco y negro, con los que José Muñoz -muy experimentado en la ilustración de textos literarios- acompaña las palabras de Camus. Con referencias iconográficas del cine negro, con un personaje principal para el que adopta el rostro del propio Albert Camus (en una opción de “lectura” de la obra que constituye un gran acierto, a mi juicio), con una ambientación muy apropiada que subraya la arquitectura y el decorado árabe de Argel, con la exageración de los rasgos de los personajes, las ilustraciones, espléndidas, recrean la atmósfera, el insoportable calor, la sensación de tedio, de opresión, de inanidad, de agobiante e irremisible paso del tiempo, trasladándonos la vivencia del sofocante sol del verano argelino como un inexcusable castigo que opera como metáfora de otras dos no menos inevitables y funestas sentencias: la de Mersault a causa de su crimen, y la definitiva condena de todo ser humano ante la fatal experiencia de la muerte.
 
 
Poeta en Nueva York es uno de los poemarios más conocidos -y también uno de los más deslumbrantes- de Federico García Lorca. Escrito durante la estancia del poeta en la gran urbe, entre 1929 y 1930, el autor entregó el manuscrito a su amigo el también poeta José Bergamín en la primavera de 1936, pocos meses antes de su trágica muerte en Fuente Vaqueros. El libro se publicó en Estados Unidos y México en 1940, con escasas semanas de diferencia aunque con notables divergencias entre ambos textos. Tras un silencio de décadas, y después de significativas y polémicas vicisitudes vinculadas al mundo académico, al editorial, al periodístico y hasta al familiar del propio Lorca, a finales de 1999 la galería Christie’s de Londres anunciaba la subasta de El manuscrito de una de las más grandes obras de Lorca. La fuente definitiva para su más textualmente problemática colección. A partir de entonces, y tras la adquisición del original en 2003 por la Fundación García Lorca, se han multiplicado las versiones del libro, hasta aproximarnos a lo que quizá pueda calificarse ya como la “edición definitiva” del poemario.
 
Lo singular de la publicación que ahora quiero presentaros es que nos ofrece los versos del poeta granadino confrontados a las espléndidas fotografías -tomadas ochenta años después de la escritura del libro- de José Antonio Robés, que nos muestran un muy sugestivo Nueva York a partir del retrato de gentes y lugares, de edificios y calles, de rascacielos y puentes, que acompañan, en un contrapunto muy evocador, la poderosa intensidad de los poemas originales. El volumen, que cuenta con un interesante prólogo de Mario Hernández, lo publica la editorial Lunwerg. No hay espacio aquí para glosar siquiera brevemente el planteamiento innovador, lo revolucionario de la propuesta, la multiplicidad de elementos irracionales y oníricos, el creativo enfoque abiertamente surrealista, la exuberancia verbal, la potencia de las imágenes, el novedoso lenguaje, las sorprendentes metáforas, la insólita adjetivación, el dinamismo frenético con el que se describe la ciudad, y tantos otros rasgos destacados de esta auténtica obra maestra. Dejadme, tan solo, trasladaros aquí las palabras que escribí hace unos años -y disculpadme la pedantería de la cita propia- a propósito de la emisión dedicada al libro en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca: Poeta en Nueva York describe de un modo bellísimo, cargado de imágenes portentosas que parecen tomadas del inconsciente, del mundo de los sueños, la desbordante urbe americana. Una poesía que no necesariamente debe entenderse y sí degustarse, un torbellino, un aluvión de palabras, de hermosísimas palabras que proporcionan una visión alucinada y surreal, como mostrada en un espejo deformante y monstruoso, de la vida de todo el siglo XX a través del espejo alegórico de una, en cierto modo, aterradora Nueva York. Una Nueva York alienada e irreal, abigarrada, atroz, onírica, brutal, en la que hay iguanas mordedoras, cocodrilos increíbles, hormigas furiosas, caballos que viven en las tabernas, sangre, mariposas disecadas, serpientes, camellos de piel erizada, calaveras de paloma, dentaduras de oso, cementerios, vómitos de húsares y de gatos, llagas amargas, mujeres gordas, dalias muertas, miradas de alcohol, canes amenazantes, pájaros cubiertos de ceniza, sangre, filósofos devorados por los chinos, orugas, niños idiotas, golondrinas con muletas, quemaduras, dientes, volcanes, cieno, aguas podridas, enjambres de monedas, niños abandonados, más sangre, lenguas de cobra, un millón de vacas, cuatro millones de patos, cinco millones de cerdos, rosas, borracheras de aceite, sangre, ríos de sangre, trenes de sangre, niños clavados con alfileres, insectos de antenas oxidadas, manzanas heridas, tiburones, gusanos, carbón machacado, elefantes heridos, ataúdes, lamentos, hombres desnudos, gritos, llantos, carnes desgarradas, cadáveres de gaviotas, sesos estrellados, melones de dinamita, excrementos, criaturas en carne viva, árboles asesinados, enjambres de corolas, barcos encallados, muerte, y de nuevo sangre, y más sangre, sapos aplastados, saliva, fachadas de orín, sepulcros, alambradas, manadas de bisontes, niños locos, maricas, domadores, ratas grises... en lo que constituye una desmesurada sucesión de símbolos terroríficos, una atosigante representación de la animalidad que subyace a nuestra aparentemente civilizada existencia, un grito estremecedor que nace, trágico e irracional, de las cloacas de la gran urbe enloquecida, una dramática y angustiosa metáfora de la desquiciada deriva de las sociedades modernas.
 
 
El tercer libro del que esta tarde quiero hablaros está unido al poeta granadino por un muy tenue aunque notorio hilo conductor. Y es que Leonard Cohen, a quien se dedica la obra que ahora os comento, siempre ha reconocido su admiración por la obra del andaluz, habiendo compuesto canciones inspiradas en sus poemas y llevando su devoción al extremo de elegir el nombre de Lorca para su hija. La editorial 451 presentó en 2011 Ilustrísimo Sr. Cohen, un excepcional libro ilustrado en una edición formidable, en un proyecto de Alberto Manzano fruto de la colaboración con Jordi Vicente y Carlos Cubeiro. La obra, magnífica, en un atractivo formato con la apariencia y las medidas de un LP, se abre con una breve introducción de Vicente y un también sucinto pero clarificador prólogo de Luis Eduardo Aute que os dejo íntegro al término de esta reseña. Tras los textos preliminares nos encontramos con los acercamientos a veinticuatro canciones de Leonard Cohen, inteligente y rigurosamente comentadas por el propio Alberto Manzano, el gran experto español en la vida y obra del canadiense, y acompañadas con sendas espléndidas ilustraciones de ocho artistas de nuestro país, Elisa Arguilé, Arnal Ballester, Carlos Cubeiro, Imapla, Pep Montserrat, Elena Odriozola, Sonia Pulido y Sesé, responsables cada uno de ellos de tres estampas que “glosan” otros tantos temas musicales del veterano cantautor. El propio Manzano aporta además un comentario sobre la no tan conocida faceta de Cohen como ilustrador (que se refleja en el autorretrato que destaca en la portada del libro). Una detallada biografía del músico y poeta, junto a unas completas bibliografía y discografía, de y sobre el personaje, cierran la obra.
 
Entre las canciones seleccionadas están gran parte de los clásicos del cantautor judío, como Dance me to the end of love, Bird on a wire, Suzanne, The tower of song, A thousand kisses deep, Famous blue raincoat, Hallelujah, Sisters of Mercy, First we take Manhattan o The future. Las representaciones gráficas de las distintas canciones son variopintas y, obviamente, acordes al singular estilo de los diferentes ilustradores. Así, hay interpretaciones literales y otras más poéticas e imaginativas de las letras de algunas piezas, motivos realistas y otros más o menos abstractos y evanescentes, austeras imágenes en blanco y negro o coloristas recreaciones del universo del cantante, oscuros trazos expresionistas y resplandecientes grafismos pop, sucintos dibujos y fantasiosos y abigarrados collages. En cualquier caso, la doble conjunción -triple si añadimos la a mi juicio necesaria escucha de la correspondiente canción- del sugestivo texto de Manzano y la respectiva ilustración, hace de la consulta y la lectura de este Ilustrísimo Sr. Cohen una verdadera delicia a la que, entusiasmado, quiero invitaros desde aquí.
 
Una canción de Leonard Cohen, una de sus referencias más emblemáticas, Famous blue raincoat, cierra mi comentario de hoy, despidiéndome así hasta después de Navidades. ¡Felices fiestas para todos!
 
 
Las primeras noticias que tengo de Leonard Cohen fueron en el año 1967 a raíz de escuchar su primer disco, Songs of Leonard Cohen, que una amiga francesa me había traído de París. Recuerdo el impacto que me produjeron esas primeras canciones pues me sentí profundamente concernido por aquellos textos extensos, cargados de tristeza y melancolía. Y por esa manera de construir la música que los acompañaba, esas melodías discursivas, casi melopeas que a veces remitían a estructuras de canto gregoriano. Y su voz (no tan grave como la que apenas emite en estos últimos años), suave y perezosa, deleitándose en cada palabra pronunciada, saboreando la belleza de un exquisito inglés.
 
También me conmovieron ciertas coincidencias temáticas, como son su regusto por la mujer como único objeto del deseo por encima de cualquier contingencia histórica. Y el tema de la muerte, siempre gravitando sobre su poemario cantado. Y Dios, un Dios que a veces se sugiere como necesario para la supervivencia y otras veces es proscrito por sus incomprensibles y más que injustas venganzas. Dios, sexo, muerte..., amor, soledad, desolación ante un futuro sin futuro alguno. En su ideario poético se desvelan mitos como la impotencia de un Sísifo eternamente obstinado en lograr la cumbre de su condición de perdedor eterno y el de la implacable soledad del “solitario solidario” camusiano.
 
Cohen se ubica ideológicamente tan lejos del compromiso que exigen los dogmas políticos que pretenden “cambiar la historia” como de los indiferentes que proclaman su rendición porque “nada se puede hacer”. Esa sería la justificación del pesimista y Cohen no lo es. El poeta canadiense ofrece, a través de sus obras, una mirada escéptica, nunca pesimista, de la realidad. Por eso sigue escribiendo, por eso no puede dejar de cantar, aunque tenga poca fe (o tal vez ninguna) en los resultados. El no busca resultados, simplemente busca, bucea en el cada vez más laberíntico mapa del alma humana.
 
Tuve el placer y el privilegio de conocerle personalmente en Madrid (allá por el 89) y compartir el mismo escenario del Palacio de Deportes de Madrid. Él presentaba I'm Your Man y yo, Templo. Tuve la ocasión de conversar un poco con él, algún tiempo antes, en la ya desaparecida galería Vandrés de Madrid, en la inauguración de una exposición de Andy Warhol sobre el motivo “Cruces y pistolas”. En la conversación hablamos, entre otras cosas, de la poesía de Irving Layton, poeta que yo admiro profundamente y que él, Cohen, considera uno de sus maestros junto a Lorca. En esa breve charla también descubrí en él un muy peculiar sentido del humor que, curiosamente, no se manifiesta en sus canciones, o tal vez sí. Su canción “The Future” no se puede escribir tan cínicamente sin una sobredosis de ese humor judeo-canadiense de vuelta de todo salvo de la pasión por todos aquellos que todo lo perdieron salvo la belleza de la dignidad humana.
 
No por menos conocido se puede menospreciar el talento de Cohen en su faceta de dibujante y pintor. Es, sin duda, un artista en el más amplio sentido de la palabra: poeta, autor-compositor e intérprete de canciones, narrador y también un muy notable creador de imágenes gráficas.
 
Sorprende el dominio que muestra dibujando al lápiz o a tinta, con un trazo casi siempre lineal, de primera intención, sin desarrollar sombreados ni volúmenes. Es un grafismo limpio, seguro, rotundo. Sus autorretratos (aparentemente hechos de memoria muchos de ellos), en ese sentido, son ejemplares.
 
Es curiosa la contradicción que, desde mi punto de vista, se manifiesta entre sus dibujos y sus poemas y canciones. La siempre inquietante oscuridad que subyace en su obra poética y musical se torna serena claridad en su obra gráfica. Sería interesante reflexionar sobre el antagonismo (o complementariedad) resultante de esa “comparación de mitologías” puesta en praxis creativa.
 
¿Empieza la imagen donde acaba la palabra, o será al revés?


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