Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de febrero de 2015

JAVIER COMA. LAS CANCIONES DEL GRAN HOLLYWOOD
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que un miércoles más os ofrece una nueva recomendación de lectura desde Radio Universidad de Salamanca. Mi sugerencia de hoy viene vinculada al universo del cine, con la excusa de la reciente ceremonia de entrega de los Oscars correspondientes al año 2014, celebrada en Los Ángeles hace un par de días, en la madrugada española del 22 al 23 de febrero. Se trata de un libro, un magnífico libro, excepcionalmente editado, muy voluminoso, cerca de quinientas páginas repletas de muy valiosa información y con centenares de ilustrativas fotografías, en el que Javier Coma, uno de los mayores expertos cinematográficos de nuestro país, analiza, con profundidad y de manera exhaustiva, el casi inabarcable -aunque la impresionante obra desmienta el adjetivo- universo de las canciones de las películas, los temas musicales que tan destacado papel desempeñaron en el cine de la época dorada de Hollywood, contribuyendo incluso -más allá de un mero rol subsidiario de acompañamiento emocional o fondo sonoro de las tramas de los filmes- a complementar el desarrollo de las historias descritas -con una función y un objetivo, pues, auténticamente narrativos- en múltiples largometrajes, además de los específicamente musicales. Las canciones del gran Hollywood es el título de un volumen que en una edición, como digo, desbordante, monumental y bellísima, publicó la especializada editorial Notorius en 2010.
 
Javier Coma es bien conocido en nuestro país -y no sólo en él- por contar con una ingente bibliografía sobre el cine, el cómic, la novela negra, o las diferentes combinaciones de los distintos géneros. Con cerca de cincuenta libros publicados, algunos de ellos inexcusables obras de referencia, clásicos ya -pienso ahora en el imprescindible Diccionario del cine negro o en un para mí germinal Luces y sombras del cine negro que desde el inicial 1981 se ha reeditado más de una vez, aunque la última ocasión fue en un ya lejano 1990-, Coma, gran amante del jazz, se adentra por primera vez -que yo sepa- en el ámbito musical, con este Las canciones del gran Hollywood que está llamado a ser -lo es ya en sus escasos cinco años de vida- el título canónico sobre el tema objeto de su estudio.
 
Y llegado a este punto, y de un modo que probablemente os parecerá insólito por lo que -quizá- pueda suponer de cómodo expediente por mi parte, cierro aquí mi aportación personal a esta reseña, limitándome a ofreceros a continuación el texto casi íntegro del explicativo y clarificador preámbulo con el que Javier Coma (del que, formulado taxativamente, podríamos decir que ha visto todo y lo sabe todo y lo recuerda todo del cine, independientemente de lo que se supone una formidable labor de documentación) presenta el objeto, la intención, la estructura, el enfoque y las características principales de su obra. Son tan esclarecedoras sus palabras, reflejan de modo tan preciso el contenido del libro -y lo esencial de su espíritu-, que, creedme -lo comprobaréis tras su lectura-, sobra cualquier intento de glosa o aportación personal por mi parte. Tras dicha completa introducción, cómo no, una canción de las cerca de quinientas que se recogen en el texto. He elegido One for my baby (and one more for the road), en la versión que interpretó la exuberante Jane Russell en Macao, la no tan conocida película dirigida en 1952 por Josef von Stenberg, por infinidad de razones: por aparecer -obviamente- citada en el libro, por ser mencionada también por Joan de Sagarra en su entusiasta prólogo, por su condición de clásico indiscutible, y, claro está, por su propia belleza y también la de su intérprete.
 
Con la promesa de volver sobre este inagotable Las canciones del gran Hollywood en más de una emisión de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, os dejo ya con el extenso y muy interesante texto con el que Javier Coma abre su libro.
 
 
John Ford nunca rodó un musical. Pero su producción cinematográfica está repleta de canciones, y a lo largo del sector óptimo de su obra florece la trascendencia interna de abundantes melodías en cuanto ingredientes determinantes. Himnos, marchas y baladas han ofrecido además en el irrepetible mundo fordiano una red de apasionantes sugerencias y acotaciones donde a veces unos films conectan con otros y siempre brotan complementarios motivos para disfrutar en profundidad las propuestas del gran cineasta.
 
Pese a tan evidente realidad resulta muy poco frecuente que los estudios acerca de aquél incidan en los temas musicales con inscripción en sus películas. Y si eso sucede respecto a las mismas no es de extrañar que ocurra también, y aún en mayor grado, con relación a infinidad de films donde una u otra tonada exhibe sustancial rol en plena lejanía del cine musical. El presente libro intenta suplir la común carencia de atención, por parte de los historiadores y críticos cinematográficos, hacia las canciones insertas con objetivos narrativos en múltiples largometrajes valiosos. Parece claro, en contra del actual desinterés, que innumerables cintas con nítidos nexos con el antedicho género asignan a canciones específicas importante misión en lo referente a los significados del relato.
 
Conviene, tal vez, proponer algunos ejemplos como ilustración de la vigorizante presencia de canciones en películas no musicales. Así, el tema que Cary Grant y Katharine Hepburn cantan al leopardo de La fiera de mi niña, la marcha militar con energético efecto en el Séptimo de Caballería conforme avanza Murieron con las botas puestas, la melodía en boca del pianista negro en Casablanca, las frases entonadas por el hombre al que se ha emborrachado para facilitar la imprescindible amputación de una pierna en el bote de Náufragos, el alegre recurso de James Stewart y Donna Reed a un añejo motivo cuando regresan de la fiesta estudiantil de ¡Qué bello es vivir!, la tonada exhibida como particularmente propia por Rita Hayworth en distintas secuencias de Gilda, la balada que suena en off durante Solo ante el peligro, la pieza que Marilyn Monroe hace poner en el tocadiscos y ella misma interpreta poco después de arrancar Niágara, la copla marinera con emisión por Kirk Douglas prácticamente al inicio de Veinte mil leguas de viaje submarino, el himno religioso que Robert Mitchum reitera en La noche del cazador, la desesperada tentativa musical de Doris Day para recuperar al hijo secuestrado en las cercanías del desenlace de El hombre que sabía demasiado, el canto espiritual a cargo de Mahalia Jackson en la ceremonia fúnebre de Imitación a la vida, los coros que saludan el final del año en cinco casinos de Las Vegas mientras se realiza el quíntuple robo de La cuadrilla de los once, la composición ofrecida por Audrey Hepburn en la escalera de incendios de Desayuno con diamantes...
 
A simple vista se observa que las películas citadas -ninguna de John Ford- remiten a vertientes tan dispares entre sí como la comedia humorística, el western militar, el melodrama bélico, la comedia sentimental, el film noir, el western urbano, el suspense trágico, el cine de aventuras, el drama simbólico, la intriga de espionaje, el melodrama racial y la comedia satírica, sin presencia, por consiguiente, de género musical. Y no resulta difícil hallar ejemplos como los del párrafo previo fuera de esa última corriente cinematográfica; no hubo vínculos con la misma en las cintas que albergaron las canciones agraciadas con el Oscar entre 1950 y 1961 Mona Lisa (1950), High Noon (1952), Three Coins in the Fountain (1954), Love Is a Many-Splendored Thing (1955), Whatever Will Be, Will Be (1956), High Hopes (1959), Moon River (1961). Precisamente dicha etapa englobó un enorme auge del uso de piezas melódicas con expresión verbal en tendencias como el melodrama, el western, el film noir y el cine de aventuras.
 
Todo ello no quiere decir, por supuesto, que se omita en el texto aquí prologado el cine musical, a menudo cuna y hogar de tonadas merecidamente famosas. Pero subraya, en primer lugar, la dispersión de melodías por todas las áreas temáticas con cultivo en Hollywood y, en segundo término, la dedicación del presente libro a las canciones que adquirieron la condición de cinematográficas con independencia de aparecer o no en cintas musicales. Dado que la época fílmica en desfile por las siguientes páginas es la generalmente cualificada como la clásica del cine americano, la selección de tonadas a comentar se ha llevado a cabo según la norma de que las elegidas hubieran surgido, cantadas, en la pantalla entre los comienzos del sonoro y los años sesenta. Con vistas a la coherencia del universo resultante, se ha optado además por restringir el campo de piezas musicales a las americanas de nacimiento y de adopción y se ha excluido, en consecuencia, composiciones que, utilizadas por Hollywood, han mantenido identidad en consonancia con un origen en otros países y por medio de un idioma diferente del inglés: se prescinde, así, de melodías mexicanas, cubanas, y brasileñas en cuanto afecta lares latinoamericanos, y de piezas francesas e italianas en lo que atañe a zonas europeas.
 
Circunscribir el estudio, desde la perspectiva relacionada con el cine, a las décadas superlativas de Hollywood brinda, desde luego, la ventaja de poderse referir el discurso frecuentemente a brillantes secuencias de films memorables y a un entorno creativo de carácter global al que se considera la edad de oro de la cultura y de las artes en Estados Unidos. De ahí se desprende, inevitablemente, la percepción de refulgentes lazos entre los cineastas y los coetáneos autores de canciones: muchos de los últimos, como es sabido, trabajaron en mayor o menor grado para la pantalla y dejaron en la misma huellas indelebles. Ahora bien, resulta obvio que la industria fílmica no sólo se benefició de las piezas musicales que nacían al compás de la evolución del cine sino que usufructuó también, e incluso con más dilatado alcance, todo el amplísimo cosmos constituido por las canciones acumuladas en la tradición del país desde la guerra de independencia. En consecuencia, la historia de los temas melódicos se alza, por su propia extensión, como eje principal del presente libro.
 
Sin embargo, se ha pretendido introducir a lector en el mundo de la canción por medio de composiciones tan populares que surgen con asiduidad en la existencia cotidiana gracias a sus nexos con festividades, rituales, y épocas del año; además, se añade una primera visita, de cariz complementario, a determinadas baladas de índole amorosa. Así se despliegan los cuatro capítulos iniciales, componentes de la parte titulada la vida. Con un enfoque similar aunque con miradas específicas a Estados Unidos se desarrolla la segunda parte, denominada la nación en cuanto incluye la rememoración de himnos, marchas y tonadas que conciernen a la patria, a sus distintos territorios y a sus ciudades.
 
Tras estas dos secciones que cabría considerar como inaugurales, se afronta en la tercera, el pasado, la heterogénea tradición del siglo XIX, compuesta primordialmente por los himnos religiosos, las melodías de los juglares profesionalizados, las marchas de la guerra civil y las baladas propias de la colonización en sus diversas rutas. Por supuesto, la estructura del libro encauza el recuerdo al uso de dichas piezas musicales en el cine sonoro, lo que también ocurre durante una cuarta parte, la bella época, que atiende a las canciones con orígenes en Tin Pan Alley -como industria del ramo- y en el teatro neoyorquino -como privilegiada zona de difusión- durante los primeros decenios del siglo XX; con relación a los felices años veinte, se agrega una nueva visita, exigida por el aire de los tiempos, a las piezas asociadas con la realidad del amor.
 
El capítulo 16 abre una quinta parte, la revolución, donde cine sonoro y canción popular caminan en paralelo y con múltiples conexiones, lo que se produce también, a lo largo de los años treinta, respecto a Broadway e incide de modo particular en los senderos del período bautizado como la era del jazz. La sexta sección, los recodos, comienza con un capítulo acerca de los ligámenes entre las piezas musicales y la segunda guerra mundial; y en este terreno de temáticas específicas aparecen los inmediatos apartados, sucesivamente sobre París -musa de baladas y de secuencias cinematográficas- y en torno de las obras melódicas que obtuvieron el Oscar hasta 1961. Una parte postrera, los géneros, dirige la visión básicamente a la postguerra y a las vertientes fílmicas con superior relevancia en lo concerniente al empleo de canciones por Hollywood. Seis anexos materializan el cierre del volumen y aportan informaciones complementarias de interés evidente: se establece una lista esencial de biografías cinematográficas, se detallan numerosos doblajes de estrellas de la pantalla en escenas de canto, sigue un doble diccionario de compositores y letristas y, precediendo a la bibliografía, aparece un índice de los cinco centenares de canciones tratadas en el texto.
 
En lo que refiere a la selección de estas últimas, resulta necesario hacer constar que se ha recurrido a diferentes fundamentos, desde la calidad de las composiciones y letras hasta la trascendencia de la función narrativa en determinadas películas, sin olvidar acentuadas representatividades y significaciones. El enfoque del historiador ha prevalecido, por tanto, sobre un análisis regido estrictamente por los conceptos técnicos de la musicología, y en la rememoración ha predominado el ánimo de llevar a cabo un hermoso paseo por un universo fílmico-musical repleto de placeres poéticos; allí convivía el arte de los cineastas con el de los autores de canciones a lo largo de décadas bañadas por una excelsa creatividad y por un colosal auge de la cultura en Estados Unidos.
 
(...)Volvamos a John Ford, quien condujo con más palpable tenacidad y mayor lirismo la canción popular al cine no musical. Y clausuremos esta introducción al libro con unos pocos, pero muy elocuentes, recuerdos de comparecencias de tonadas en obras del fulgurante cineasta. El adiós musical de Shirley Temple a Victor McLaglen cuando éste agoniza en La mascota del regimiento. El baile de Henry Fonda y Jane Darwell, con la enunciación por el primero de palabras de la melodía en Las uvas de la ira. Los himnos espirituales berreados por la grotesca viuda de un predicador a lo largo de La ruta del tabaco. Las interpretaciones colectivas de los jinetes uniformados mientras cabalgan por la llanura durante Fort Apache y La legión invencible. Las baladas irlandesas que corean los habituales del bar de El hombre tranquilo. La canción en off que abre y cierra, respecto al errante personaje de John Wayne, Centauros del desierto. Y, con versión únicamente orquestal, el desfile de marchas ofrecido por la banda de West Point en homenaje al hombre que ha fundido su vida personal con el rumbo de la academia militar y que preside la emocionante conclusión de Cuna de héroes.
 
Qué bello resulta vivir y revivir estos compases, idóneos para revelar la profunda musicalidad del verde valle de Ford.
 

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