Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de octubre de 2015


JEFFREY EUGENIDES. LA TRAMA NUPCIAL

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo una espléndida novela de un escritor norteamericano cuyas dos anteriores obras -sólo ha escrito tres en veinte años de carrera- eran también excelentes. Se trata de Jeffrey Eugenides, autor en 1994 de la exitosa Las vírgenes suicidas, que llevó al cine en una magnífica película la siempre interesante Sofia Coppola, y de Middlesex, una gran novela, de lectura arrebatadora, premiada con el Pulitzer en 2003. El libro que ahora os presento, el tercero, como os digo, de su exigua producción literaria, es La trama nupcial y lo publicó en 2013 la Editorial Anagrama, responsable también de los dos anteriores. La traducción corresponde a Jesús Zulaika, excelente profesional pero que ha permitido que la presente edición aparezca con infinidad de errores. Por resaltar sólo algunos de los más notorios, destaca el “bello” sin depilar de unas piernas en la página 188; un “de manos a bruces”, en la 243, más bien dudoso -e imposible según el DRAE, aunque al parecer hay documentado en Cela algún uso de la expresión-; una tilde escamoteada en “una cuadrilla de operarios limpio y reformó el vestíbulo”, en la 305; un absurdo fallo de concordancia en la 335, “ni su padre ni su madre cogió un avión para ir a verlo”; una muestra, disculpable, de desconocimiento musical en la 357: “puso a las Violent Femmes en el radiocasete” (“los” Violent Femmes, pese a su nombre, son cuatro chicos estadounidenses con un cierto éxito en la escena alternativa -y no sólo- de los 80); o, por fin la utilización, en la página 376, del verbo pergeñar en una muy forzada forma reflexiva que no sé -y admito aquí mis propias dudas-, si es admisible: “Gould se había pergeñado su propio tratamiento experimental”…

La trama nupcial debe su título al que fue el gran tema de la novela del siglo XIX: el matrimonio. Madeleine, la protagonista principal del libro, es una estudiante universitaria que dedica gran parte de sus investigaciones en la facultad a estudiar los antecedentes y el momento de esplendor de la novela victoriana: la obra de, entre otros, George Elliot, Jane Austen, Henry James, en muchas de cuyas novelas las jóvenes se definían por su condición de casaderas, esto es, centraban sus existencias en la búsqueda de un marido. En cierto modo, y como luego veremos, La trama nupcial constituye un intento de trasladar a la actualidad el planteamiento de algunas de aquellas obras maestras. Disculpad la extensión del fragmento que ahora os ofrezco en aras de su muy significativo sentido: En el penúltimo año de carrera, Madeleine se había matriculado en el seminario “La trama nupcial”: novelas escogidas de Austen, Eliot y James, impartido por K. McCall Saunders. El tal Saunders era un nativo de Nueva Inglaterra de setenta y nueve años, de cara larga y caballuna y una risa húmeda que exhibía abiertamente sus llamativos trabajos de ortodoncia. Su método pedagógico consistía en la lectura en voz alta de trabajos que había redactado veinte o treinta años atrás. Madeleine no desertó de su clase porque el profesor Saunders le daba lástima y porque la lista de lecturas recomendadas era buena de verdad. En opinión de Saunders, la novela había alcanzado su apogeo con la trama nupcial y nunca se había recuperado de su desaparición. En los días en que el éxito en la vida dependía del matrimonio, y el matrimonio dependía del dinero, los novelistas dispusieron de un tema sobre el que escribir. Las grandes epopeyas cantaban la guerra; la novela, el matrimonio. La igualdad sexual, buena para las mujeres, había sido mala para la novela. Y el divorcio la había desbaratado por completo. ¿Qué importaba con quién se casaba Emma si luego podía presentar una demanda de divorcio? ¿Cómo se habría visto afectado el matrimonio de Isabel Archer con Gilbert Osmond si hubiera existido un acuerdo prenupcial? En opinión de Saunders, el matrimonio ya no significaba gran cosa, y la novela tampoco. ¿Dónde podía uno encontrar hoy día una trama nupcial? En ninguna parte. Tendría que recurrir a la narrativa del pasado. Tendría que leer novelas no occidentales sobre sociedades tradicionales. Novelas afganas, novelas indias. En lo que se refiere a la literatura, tendría que retroceder en el tiempo. El último trabajo de Madeleine en el seminario se titulaba “El modo interrogativo: las propuestas de matrimonio y la (estrictamente limitada) esfera de lo femenino”. Saunders se había sentido tan impresionado que había pedido a Madeleine que fuera a verle. En su despacho -en el que flotaba un olor a “abuelidad”-, Saunders le expresó a Madeleine su opinión de que ésta debía desarrollar ese trabajo hasta convertirlo en su tesis de fin de carrera, y su disposición para oficiar de tutor. Madeleine sonrió con cortesía. El profesor Saunders estaba especializado en los períodos que a ella le interesaban, la Regencia que habría de desembocar en la época victoriana. Era un hombre cariñoso, y erudito, y era evidente -por la cantidad de horas lectivas en las que no hacía nada- que nadie más lo quería como tutor. Así que Madeleine dijo que sí, que le encantaría trabajar con él en su tesis.

Su plan -continúa el texto- consistía en empezar con Jane Austen. Después de un breve examen de Orgullo y prejuicio, Persuasión y Sentido y sensibilidad, todas ellas, en esencia, comedias que acababan en boda, Madeleine iba a pasar a la novela victoriana, donde las cosas se complicaban y se hacían considerablemente más oscuras. Middlemarch y Retrato de una dama no acababan en boda. Empezaban con los pasos tradicionales de la trama nupcial -los pretendientes, las proposiciones, los malentendidos-, pero después de la celebración de la boda la historia continuaba. Estas novelas seguían a sus heroínas valerosas e inteligentes, Dorothea Brooke e Isabel Archer, en sus decepcionantes vidas de casadas, y es aquí donde la trama nupcial alcanza su más alta expresión artística. En 1900 la trama nupcial había dejado de existir. Madeleine planeaba terminar con una breve reflexión sobre su defunción. En Nuestra hermana Carrie, Dreiser hace que Carrie viva adúlteramente con Drouet, contraiga matrimonio con Hurstwood en una ceremonia inválida y se fugue para ser actriz (¡Y sólo estamos en 1900!). Para concluir, Madeleine pensaba citar el intercambio de parejas en Updike. Era el último vestigio de la trama nupcial: la persistencia de llamarlo “intercambio de esposas” en lugar de “intercambio de maridos”. Como si la mujer siguiera siendo propiedad del marido y éste pudiera cederla a otros. El profesor Saunders sugirió a Madeleine que buscara las fuentes históricas. Así que ésta, obedientemente, estudió en profundidad el auge de la industrialización y la familia nuclear, la formación de la clase media y la Ley de Causas Matrimoniales de 1857.

Esos pasos tradicionales de la “trama nupcial” a los que se refiere Eugenides en el largo fragmento anterior -los pretendientes, las proposiciones, los malentendidos- y también la boda y la vida matrimonial posterior se recogen en la novela a partir de la historia de Madeleine Hanna, la joven, incorregiblemente romántica e inocente, ilusionada y soñadora, que finaliza sus estudios en la Universidad de Brown en Providence, Estados Unidos, a principios de los años ochenta. Con una “acción” que comienza en la jornada en la que se celebra la ceremonia de graduación y con saltos en el tiempo que nos llevan a conocer su historia familiar, asistimos al crecimiento y la iniciación de la chica a la vida adulta, a sus aventuras amorosas, a su ingenuidad emocional e intelectual, a sus proyectos de vida -que incluyen el matrimonio en un lugar principal-, en un escenario juvenil de residencias universitarias, pisos de estudiantes, fiestas, música, también alcohol y drogas, en el que se desenvuelve nuestra protagonista, aunque ella es comedida y discreta, responsable y estudiosa. El ambiente estudiantil, con sus jóvenes llenos de energía, de ganas de vivir, de inocencia primordial, con su compulsiva búsqueda del amor y el sexo, con su fresca curiosidad por el mundo, por el saber, con su incipiente y disculpable esnobismo, con sus pedantes discusiones teóricas, con su seguimiento ciego de las modas académicas (el abrupto estructuralismo y la árida teoría de la literatura, la deconstrucción y la semiótica), aparece descrito con convicción y verosimilitud y contribuye a dotar de interés a la novela.

En su estancia en la universidad, Madeleine conoce a dos chicos, Leonard y Mitchell, que formarán el triángulo sobre el que girará el hilo argumental de esta novela sobre la juventud. Aunque sus vidas están muy relacionadas entre sí, en los seis capítulos del libro se nos contarán, alternándose, las existencias de los tres protagonistas. En el primero de ellos, Un loco enamorado, se nos da cuenta del enamoramiento y los primeros momentos de la relación entre Madeleine y Leonard Bankhead, un chico inteligente, muy brillante, atractivo y que entusiasma a las chicas. Por el medio aparece Mitchell Grammaticus, de origen griego como el propio Eugenides, un joven singular, algo excéntrico, preocupado por el sentido de la vida, estudiante de teología, vinculado intelectualmente al mundo de la mística, a la filosofía oriental... y enamorado platónicamente -o quizá no sólo- de Madeleine. Su aventura personal de indagación religiosa y profundización espiritual guía el capítulo segundo, Los peregrinos. En Una jugada brillante, el tercer capítulo, empezamos a descubrir los problemas psicológicos de Leonard y la afectación de Madeleine, que lo ama con intensidad. Descansa en el Señor, Y veces estaban muy tristes y, por fin, Kit de supervivencia de la soltera, los tres capítulos finales, nos muestran, respectivamente, a Mitchell en su búsqueda espiritual que lo lleva a la India y al trabajo con la Madre Teresa en Calcuta, el turbulento avance de la relación entre Madeleine y Leonard y la perspectiva de una nueva vida para ésta en el capítulo final.

Pero no quiero destriparos la novela, aunque, como casi siempre, el argumento en sí -aunque lo desvelara- no resulta lo esencial del libro, sino el relato apasionante, que fluye impetuoso arrastrado por la formidable potencia narrativa de su autor y que aparece lleno de implicaciones y referencias y altura literaria e intelectual, de un año en las existencias de los tres veinteañeros, tres jóvenes que se abren a la vida, que están confusos, que tantean, que se equivocan, que se desconocen a sí mismos, que no saben interpretar sus emociones; tres jóvenes que se sorprenden, que indagan, que sufren, que se enamoran, que aman, que son rechazados, que estudian, que sueñan.

En realidad, los tres están, a mi juicio, perdidos -como quizá corresponde a su edad- en su transición al mundo adulto. Como piensa Mitchell observando Atenas desde el Partenón (a donde ha llegado en su periplo de iniciación que lo llevará a la India): mientras miraba hacia abajo desde aquella antigua montaña, consagrada a Atenea, le vino a la cabeza un pensamiento revolucionario: que él y todos sus amigos ilustrados no sabían nada de la vida.

Madeleine es el prototipo de heroína romántica, que vive su amor moviéndose entre el espejo algo quimérico de las referencias de sus apreciadas obras literarias y la difícil realidad de su trato con el complejo Leonard. Nutriéndose de fragmentos de El discurso amoroso de Roland Barthes -incluso regodeándose en ellos-, Madeleine examina su experiencia del amor, aplicando lo leído a sus propias vivencias, como puede comprobarse en estos fragmentos, de nuevo esclarecedores para captar la esencia del personaje: Y fue en este período cuando Madeleine entendió cabalmente que el discurso del amante era de una soledad extrema. La soledad era extrema porque no era física. Era extrema porque la sentías mientras estabas en compañía de la persona que amabas. Era extrema porque estaba en tu cabeza, el más solitario de los lugares. Cuanto más se alejaba Leonard, más ansiosa se sentía Madeleine. O este otro: Desde que había roto con Leonard, Madeleine no había dejado prácticamente de llorar. Se dormía llorando por la noche. Lloraba por la mañana, lavándose los dientes. Trataba con todas sus fuerzas de no llorar delante de sus compañeras de apartamento, y la mayoría de las veces lo lograba. O aún de un modo más explícito: El discurso amoroso era la perfecta cura para el mal de amores. Era un manual de reparación del corazón, y su única herramienta era el cerebro. Si utilizabas la cabeza, si llegabas a ser consciente de cómo el amor ha sido construido culturalmente y empiezas a ver sus síntomas como puramente mentales, si reconoces que estar «enamorado» es sólo una idea, entonces quizá puedas liberarte de la tiranía del amor. Madeleine sabía todo esto. El problema era que no funcionaba. Podía leer las deconstrucciones del amor de Barthes durante todo el día sin que su amor por Leonard disminuyera lo más mínimo. Cuanto más leía El discurso amoroso, mas enamorada se sentía. Se reconocía en cada página. Se identificaba con el «yo» impreciso de Barthes. No quería liberarse de sus emociones, sino ver confirmada su importancia. He aquí un libro dirigido a los amantes, un libro sobre el hecho de estar enamorado que contenía la palabra «amor» en casi cada una de sus frases. Y ¡oh, cuánto adoraba ella aquel libro!

Leonard, por el contrario -y frente a la frescura inocente de Madeleine-, es un chico problemático. Extraordinariamente inteligente, es también un maníaco-depresivo, afectado por un trastorno bipolar que no sólo destruye su propia vida sino que contamina todas las de quienes se relacionan con él, la estupenda Madeleine en primer lugar. La relación entre ambos, ambivalente y convulsa, se ve perturbada -aparte de por las tendencias autodestructivas del muchacho-, por las ostensibles diferencias de clase: Mientras avanzaban por la Route 6, bajo un cielo bajo del mismo tono anodino de gris que las viejas casas autóctonas diseminadas por el paisaje, Leonard estudiaba a Madeleine por el rabillo del ojo. Al estar inmersos en el proceso de igualación social de la universidad, le había sido posible hacer caso omiso de la diferencia de cuna. Pero la visita de Phyllida había cambiado aquello. Leonard entendía ahora de dónde venían las particularidades de Madeleine: por qué decía «rum» en lugar de «room»; por qué le gustaba la salsa Worcestershire; por qué creía que dormir con las ventanas abiertas —incluso en las noches más gélidas— era saludable. Los Bankhead no eran gente que durmiera con las ventanas abiertas. Preferían las ventanas cerradas y las persianas echadas. Madeleine era partidaria de la luz del sol y contraria al polvo; estaba a favor de la limpieza de primavera, de golpear las alfombras sobre las barandillas del porche, de mantener la propia casa o el propio apartamento tan libres de telarañas y mugre como uno mantenía su mente libre de indecisiones y cavilaciones sombrías. El modo confiado en que Madeleine conducía el coche (a menudo insistía en que los atletas eran mejores conductores) revelaba una sencilla confianza en sí misma que Leonard, pese a su inteligencia y a la originalidad de su intelecto, no poseía en absoluto. Si salías con una chica al principio era porque con sólo mirada le temblaban a uno las piernas. Luego te enamorabas y deseabas desesperadamente no perderla. Y, sin embargo, cuanto más pensabas en ella menos sabías quién era. Tenías la esperanza de que el amor trascendiera todas las diferencias. Ésa era tu esperanza. Y Leonard no estaba dispuesto a tirar la toalla. Aún no.

Por último, Mitchell es un chico inseguro (A partir de la lectura de la literatura inglesa, había empezado a caer en la cuenta de lo ignorante que era. El mundo se había formado a base de creencias de las que él no sabía nada), perdido entre el deseo y las inclinaciones naturales de su cuerpo juvenil y las aspiraciones ascéticas nacidas de sus estudios. Sus incertidumbres, su perplejidad vital, su curiosidad algo angustiada, lo llevan al ya mencionado viaje iniciático en el que recorre Europa y acaba conviviendo con el dolor y la enfermedad, con la miseria y el sufrimiento de los más desfavorecidos, ancianos y enfermos, en los hospitales de la Madre Teresa en la caótica y contradictoria e impactante y sufriente Calcuta.

El libro está repleto, en un juego permanente entre realidad literaria y realidad “real”, de reflexiones sobre la literatura, las escritoras victorianas, los libros, la lectura, la escritura, el conflicto entre la deconstrucción del estructuralismo y la narración limpia de las autoras del diecinueve, siendo esta opción, la de la claridad, la de la fluidez, la del avanzar feliz entre las páginas de un texto que habla de la vida y no de otros libros, que habla de emociones, de sentimientos, de pasión y entusiasmo y ternura y aspiraciones y compromiso y sueños y deseo y anhelo… y no de “textos”, palabras y teorías, la que subyuga a Madeleine, que se desmarca así de las corrientes imperantes entre sus muy pedantes e intelectualoides profesores y los muy influenciables alumnos.

Y en último término -y correspondiéndose con esta opción por la “frescura” literaria frente a la aridez de la teoría-, La trama nupcial es -pese a todo, pese a las indecisiones y la confusión, pese a los sinsabores y las equivocaciones de los chicos- un optimista canto a la vida, al amor, al erotismo, a la energía y el entusiasmo de la juventud, como puede verse en la fábula de Tolstoi que se recoge en fragmento del libro y que transmite de modo evidente esta opción vitalista y alegre en ambos planos, el literario y el “existencial”: Había libros que se abrían paso a través del ruido de la vida y te agarraban del cuello de la chaqueta y te hablaban sólo de las cosas que encerraban más verdad. Una confesión era un libro de ésos. En él, Tolstoi relataba una fábula rusa sobre un hombre que, perseguido por un monstruo, se tira a un pozo. Cuando está cayendo, sin embargo, ve que en el fondo hay un dragón que lo está esperando para devorarlo. Entonces, el hombre ve una rama que sobresale de la pared del pozo, y se agarra a ella, y se queda colgando. Ello impide que el hombre caiga en las fauces del dragón, o que se lo coma el monstruo de arriba, pero resulta que surge un pequeño problema. Dos ratones, uno negro y otro blanco, corretean por la rama, y la mordisquean. Sólo es cuestión de tiempo que en algún momento lleguen con los dientes al corazón de la rama, y ésta se parta y el hombre caiga al abismo. Mientras el hombre contempla su inexorable destino, advierte algo más: del extremo de la rama a la que se aferra se desprenden unas cuantas gotas de miel. El hombre saca la lengua para lamerlas. Ésta —nos dice Tolstoi— es la fatal condición humana: somos el hombre que se agarra a esa rama. La muerte nos aguarda. No hay escapatoria. Y, así, nos distraemos lamiendo cualquier gota de miel que se nos ponga al alcance.

Hay muchos otros puntos de interés en La trama nupcial, pero ya no hay tiempo ni siquiera para su mero esbozo. Os dejo, como cierre de esta reseña, con Once in a lifetime, una espléndida canción de los Talking Heads, una parte de cuya letra es recogida por Jeffrey Eugenides en las citas que abren el libro.


Podría debatirse si Madeleine se había enamorado o no de Leonard desde el primer instante en que lo vio. Entonces ni siquiera lo conocía, y por tanto lo único que sintió fue atracción sexual, no amor. Incluso después de haber ido a tomar un café juntos, Madeleine no podía saber si lo que estaba sintiendo era algo más que un encaprichamiento. Pero desde la noche en que volvieron paseando hasta la casa de Leonard después de haber visto Amarcord y empezaron a estar juntos, y Madeleine descubrió que en lugar de enfriarse ante el aspecto físico de la relación —que era lo que solía pasarle con los chicos—, en lugar de soportarlo o de tratar de pasarlo por alto, se pasó toda la noche temiendo que era ella quien enfriaba a Leonard, y que su cuerpo no era lo bastante deseable, o que el aliento le olía a la ensalada César que tan desacertadamente había pedido para cenar; preocupándose, también, por haber sugerido que pidiesen unos martinis, ya que Leonard había dicho sarcásticamente: «Claro, martinis. Podemos hacer que somos unos personajes de Salinger»; después de, a causa de toda esta ansiedad, no haber obtenido mucho placer sexual, pese a la más que respetable sesión que ambos habían dedicado a este fin; y después de que Leonard (como todos los chicos) se hubiera quedado dormido de inmediato, dejándola a ella despierta en la cama, acariciándole la cabeza y esperando vagamente no haber contraído ninguna infección del tracto urinario, Madeleine se preguntó si el hecho de haberse pasado toda la noche preocupada no era, de hecho, una señal inequívoca de que estaba enamorándose. Y, ciertamente, después de haberse pasado los tres días siguientes en el cuarto de Leonard haciendo el amor y comiendo pizza, después de haberse relajado lo bastante para ser capaz de correrse al menos de vez en cuando, y de finalmente haber dejado de preocuparse por alcanzar el orgasmo, ya que su hambre de Leonard se veía satisfecha en cierto modo con la satisfacción de éste; después de haberse permitido estar sentada desnuda en su vasto sofá y caminar hasta el cuarto de baño sabiendo que él estaba mirando su (imperfecto) trasero; registrar su asqueroso frigorífico en busca de comida, leer el brillante medio folio de filosofía que sobresalía de su máquina de escribir y de oírle hacer pis con la fuerza de un toro en la taza del inodoro, ciertamente, al final de esos tres días Madeleine supo que estaba enamorada.

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