Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de noviembre de 2015

CHICO BUARQUE. LECHE DERRAMADA. EL HERMANO ALEMÁN 
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy os traigo, como de costumbre, una novela, el género más habitual en nuestras recomendaciones literarias. He de confesaros que, siendo también lector de ensayo y poesía, soy un adicto a las historias, me entusiasma -aún diría más: necesito- transportarme a otros mundos, conocer otros paisajes, otros territorios, otros países, otras vidas, adentrarme en las existencias de otras personas; y ese prodigioso viaje a las interioridades de otros seres humanos, ese conocimiento siempre algo mágico de las peripecias de nuestros congéneres es especialmente atractivo, no sólo eso, es subyugante, es mágico, es iluminador, es fascinante, es, por otro lado, muy fácil y cómodo cuando se hace a través de las páginas de una buena novela. Basta un sillón acogedor, silencio, buena luz, unas cuantas horas libres... y la vida entera aparece a nuestro alcance con sólo internarse en las primeras frases de un estupendo libro. Y creedme que el que hoy os traigo, la novela que hoy quiero aconsejaros, lo es, es un libro excelente, de amena y entretenida lectura, y que, además, nos permite acceder a todos esos placeres que acabo de enumeraros, porque por sus páginas discurren personajes espléndidos, historias conmovedoras, pasiones intensas y, de propina, la historia entera de un país de fábula, el Brasil de los dos últimos siglos.
 
Vayamos pues con la referencia. Leche derramada es el título de la octava novela publicada (aunque creo que en España sólo han visto la luz tres, ésta, la anterior, Budapest, que, por cierto, a mí no me atrajo demasiado, y la última, una también formidable El hermano alemán, de la que os dejaré alguna breve pincelada al término de esta reseña), del genial Chico Buarque de Holanda, una de las grandes figuras de la música popular brasileña y, por extensión, de la escena artística mundial, dado el enorme impacto de su obra en todo el orbe, su excepcional calidad y su indiscutible prestigio como músico y compositor. Seguro que muchos de vosotros recordáis canciones legendarias como La banda, Olhos nos olhos, Mulheres de Atenas y tantas otras. El libro lo presenta, en traducción de Rita da Costa, la editorial Salamandra.
 
Eulálio Montenegro d’Assumpçao es un anciano centenario, nacido en 1907, que desde la austera habitación de un hospital algo cochambroso y sumido en la más absoluta ruina económica, pero también física y hasta psíquica, rememora su vida, su larga vida, y la de su familia, una estirpe aristocrática que dominó el país durante más de doscientos años. Su tatarabuelo había llegado de Europa, a comienzos del siglo XIX, con Pedro IV de Portugal, el rey que proclamó la independencia de Brasil y se convirtió, con el nombre de Pedro I, en el primer emperador del inmenso territorio brasileño. Los orígenes de la familia del anciano son aún más remotos pues, en otro momento del libro, el protagonista recapitula y constata la existencia, allá por mil cuatrocientos y pico, de un tal doctor Eulálio Ximenez d’Assumpçao, alquimista y médico particular de don Manuel I de Portugal.
 
El libro entero es un extenso monólogo de Eulálio en el que va desgranando los recuerdos de su larga y compleja existencia. Un monólogo que no parece tener un destinatario muy preciso, pues en ocasiones son distintas enfermeras del hospital, o diversos compañeros de habitación, o incluso su hija octogenaria los que supuestamente reciben el desbordante fluir de su memoria. Confundido de continuo por los efectos de la morfina y los calmantes, alterada su percepción de la realidad por los estragos del tiempo y los padecimientos sufridos, el curso de la remembranza del personaje se convierte en una mezcla indiscernible de experiencias vitales realmente vividas hace ochenta años con percepciones distorsionadas del momento presente, en un solapamiento delirante de la evocada presencia de parientes y amigos con la aparición deformada y fantasmal de las personas decisivas de su vida, en una sucesión continua de digresiones, inventos de la imaginación, ensoñaciones, breves fogonazos de lucidez, intuiciones, desvaríos.
 
Éste, precisamente, es uno de los aciertos de la novela, esta capacidad para transmitir la degradación de la memoria en la vejez, los dolorosos meandros por los que transcurre el pensamiento de los ancianos, la fragmentación de la conciencia en las etapas postreras de la vida. La memoria es verdaderamente un pandemonio, pero en su interior está todo. Por poco que hurgue, su dueño podrá encontrar cualquier cosa, dice el protagonista en un momento del libro. Y ese pandemoniun se compone a parte iguales de recuerdos desvaídos y alucinaciones, de ensoñaciones y de borrosos atisbos de momentos del pasado. Qué raro, se asombra Eulálio, esto de tener recuerdos de cosas que todavía no han pasado. Y también: A los viejos nos da por repetir anécdotas antiguas, pero nunca con la misma precisión, porque cada recuerdo es ya un remedo del recuerdo anterior. Y así, vemos pasar la vida entera del personaje, la real y la inventada, la vivida y la soñada, la auténtica y la meramente deseada. Si con la edad nos da por repetir ciertas historias no es por demencia senil, aclara, con lucidez extraordinaria, sino porque algunas historias no paran de ocurrir en nosotros hasta el final de la vida. Y también: Si con la edad nos da por repetir episodios antiguos, palabra por palabra, no es por cansancio del alma, es por esmero. Es para sí mismo que el anciano repite siempre la misma historia, como si así sacara copias de la misma por si se extraviara.
 
Y el centro, el eje vertebrador de esa memoria dañada por la irresistible devastación del tiempo, es Matilde, la joven de diecisiete años con la que Eulálio se casó, enamorado y enardecido, ochenta años atrás y que desde su desaparición, poco tiempo después del matrimonio, en circunstancias que los recuerdos del anciano confunden y distorsionan (no es culpa mía si los hechos vienen a la memoria fuera del orden en que se produjeron, dice), esa Matilde, sentido último de su vida, se convierte en su obsesión y en una de las causas de su decadencia. Y esa misma Matilde espléndida en la lozanía de la juventud, aparece entre jirones de recuerdos, en breves fulguraciones instantáneas, en evocaciones a veces muy nítidas, casi siempre apagadas y mortecinas. Un día comprendí, señala desolado, que empezaba a olvidar la propia fisonomía de Matilde, y fue como si volviera a abandonarme. Era una agonía, cuanto más tiraba de la memoria, más se desdibujaba su imagen. No me quedaban de ella más que colores, algún que otro destello, un recuerdo fluido; mi pensamiento de Matilde tenía formas vagas, era pensar en un país y no en una ciudad. Una lírica, enamorada, poderosa e intensa rememoración de esa Matilde fascinante aflora también en el fragmento que os dejo como cierre de esta reseña.
 
El recuerdo y la invención, aunque tratados aquí desde otra perspectiva, están presentes también en El hermano alemán, la muy exitosa última novela de Chico Buarque que presentó en España hace unos meses el sello editorial Penguin Random House en traducción un tanto “cuestionable” de Mercedes Vaquero (¿o no merece cuestionamiento que la voz narrativa, que surge en algunos capítulos del libro de las profundidades del Brasil de los años sesenta del pasado siglo, hable de “movida”, “guiris”, “pasarse de frenada”, “un curro”? Aunque quizá, tales recursos léxicos, un tanto “desajustados” y fuera de lugar -de tiempo, más exactamente-, ya estén en la obra original).
 
La ficción, pues de ficción novelesca se trata, tiene, no obstante una importante y decisiva base real. Chico Buarque conoció -un tanto tardíamente, a sus veintidós años- el rumor sobre la existencia de un hermano, nacido, al parecer, de una fugaz relación de su padre con una joven alemana en el convulso Berlín de 1930, en el que Sergio de Hollander, el progenitor del escritor y cantante, se desempeñaba como corresponsal de un diario brasileño. Envuelta en la bruma de las conjeturas y en ese silencio impreciso al que los hábitos familiares condenan a ciertas informaciones “delicadas”, la sorprendente noticia permaneció “inexplorada” durante años, y la muerte del padre, tiempo después, cerró cualquier posibilidad de indagación y explicaciones.
 
Pasados los años, en 2012, Buarque retoma su interés por el asunto y lo plasma en su novela, en la que, como he dicho, entremezcla libremente elementos inventados y reales -siendo estos mucho más abundantes que los primeros-, y cuya trama se desencadena a partir del descubrimiento por parte del protagonista -un Ciccio de Hollander en todo trasunto del propio autor- de una carta enviada el 21 de diciembre de 1931 desde Berlín, en la que una tal Anne Ernst da cuenta a su padre de la existencia de un hijo habido tras su estancia berlinesa poco más de un año atrás. A partir de ese hecho Chico Buarque narra su persistente investigación y obsesiva búsqueda -con el telón de fondo de la situación política y social del Brasil de los sesenta y en un relato aliñado con elementos detectivescos, mucho humor y desbordante imaginación (Ciccio fabula constantemente con posibles e inventadas alternativas a la historia)- de ese hermano alemán que, supuestamente, debe vivir en algún lugar de Alemania. Muy interesante en su versión literaria y fascinante en la vivencia real -de la que Buarque da cuenta en las numerosas entrevistas que ha prodigado tras la publicación del libro- la narración avanza en una lectura muy sugestiva y arrebatadora que también os recomiendo.
 
Siendo lo obvio recurrir a una canción del propio Chico Buarque para ilustrar este comentario, renuncio a la idea primera y os dejo en cambio con Marlene Dietrich y una muy conocida pieza de El ángel azul, el clásico de Josef von Sternberg que tan destacado papel desempeña en El hermano alemán.
 
 
No me hagas caso, no todo lo que digo es verdadero, ya sabes que a veces se me va la cabeza. De buen grado volveré a hablarte exclusivamente de los buenos momentos que viví con Matilde, y por favor corrígeme si me equivoco en esto o lo otro. A los viejos nos da por repetir anécdotas antiguas, pero nunca con la misma precisión, porque cada recuerdo es ya un remedo del recuerdo anterior. Un día comprendí que empezaba a olvidar la propia fisonomía de Matilde, y fue como si volviera abandonarme. Era una agonía, cuanto más tiraba de la memoria, más se desdibujaba su imagen. No me quedaban de ella más que colores, algún que otro destello, un recuerdo fluido, mi pensamiento en Matilde tenía formas vagas, era pensar en un páis y no en una ciudad. Era pensar en el tono de su piel, intentar aplicarlo a otras mujeres, pero con el tiempo también he ido olvidando mis deseos, me he cansado de las revistas ilustradas, he perdido la noción del cuerpo femenino. Ya no recibía a tu madre en sueños, ya no rodaba mientras dormía para despertarme en el lado derecho de la cama, donde el colchón permaneció cóncavo tras su partida. Y cuando nos mudamos a las afueras, pude compartir contigo mi cama de matrimonio sin arriesgarme a llamar a Matilde, Matilde, Matilde, o pronunciar palabras inconvenientes e media noche. Incluso viviendo en una casa de una sola estancia, en un barrio de gente corriente, en la calle más ruidosa de una ciudad dormitorio, incluso viviendo en las condiciones de un intocable, en ningún momento perdí la compostura. Usaba pijamas sedosos con el monograma de mi padre y no olvidaba el batín de terciopelo para salir al porche que daba al patio, donde me aseaba en un lavabo con paredes de mortero y suelo de cemento. Mis baños eran trabajosos, pues a modo de ducha había un tubo caprichoso, que tan pronto dejaba caer el agua con cuentagotas como la soltaba a chorro sobre la letrina. Y en tales circunstancias tuve precisamente una tardía y quizá última visión de Matilde, a modo de la fugaz mejoría que precede a la muerte. Debajo de un hilillo de agua, me transportaba a nuestro balo del chalet, soñaba con su copiosa ducha. Delante de una pared sin enyesar, soñaba con azulejos decorados con caballitos de mar, con los snaitarios ingleses de nuestro antiguo baño, cuando sin esfuerzo alguno recordé a Matilde de la cabeza a los pies. Se me apareció con su cuerpo de diecisiete años bajo el chorro de agua caliente, alisándose el pelo hacia atrás y cerrando los ojos con fuerza para que no le entrara jabón. La recordé envuelta en vapor, abriendo los ojos negros para mí, recordé su sonrisa dibujada en los labios, su modo de encogerse de hombros y llamarme con el dedo índice, y llegué a creer que me llamaba hacia el otro mundo.
 
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Siento el ruido de una llave en la cerradura y veo cómo gira el pomo. Paralizado frente a la puerta por donde entrará mi hermano alemán, repaso en la memoria las ideas más fantasiosas que concebí sobre él desde que supe de su existencia. Recuerdo cuántas veces soñé con él, cada sueño con una cara diferente, rostros que se transfiguraban en el acuario del sueño, seres que se desvanecían con la luz de la mañana, durante los años en los que ansié este encuentro. Y ahora ya no quiero que la puerta se abra; si por mí fuera, ese pomo podría girar a perpetuidad en falso. Prefiero continuar viendo a mi hermano en sueños, con su cara aún por definir. Pienso que verlo así, a quemarropa, con excesiva nitidez, será como ver en la pantalla del cine al personaje de una novela que imagino palabra a palabra, mientras la leo. Será como el haz de un foco sobre el protagonista de una obra que leía a la luz de una vela, porque sus facciones se perfeccionaban al tiempo que se volvían más imprecisas. Si pudiese, imploraría a mi hermano que me esperase allá fuera, para ser de nuevo el bulto nocturno que vislumbré de paso. Pero la puerta rechina, el pomo deshace su giro, y a quien tengo delante de mí no puede ser mi hermano alemán.

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