MIGUEL DE CERVANTES. EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Nuestra propuesta de esta semana no necesita demasiado énfasis ni entusiasmo por mi parte, puesto que se trata de un clásico -el clásico por excelencia- tan leído, tan ensalzado, tan estudiado, tan indiscutible, tan unánimemente valorado que cualquier comentario que yo pueda hacer ahora resulta, sin duda, superfluo.
Y es que El Quijote, pues como quizá habréis intuido de él se trata, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la fundacional novela de Miguel de Cervantes, no necesita ni presentación, ni recordatorio, ni glosa, ni sugerencia ni consejo alguno que puedan aportar un ápice de valor a la ingente cantidad de escritos y textos y reflexiones e ideas ya vertidos a lo largo de sus más de cuatrocientos años de vida sobre el gran título de referencia de la literatura española y aun de la universal. Sin embargo, y aprovechando el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del libro, cuya dedicatoria al Conde de Lemos aparece fechada el último día de octubre de 1615, he querido traer hoy aquí la incuestionable obra maestra a partir de una llamémosla versión -y dudo ya de inicio sobre la pertinencia del uso del término- que ha visto la luz hace muy pocos meses, en una iniciativa a mi juicio muy interesante y elogiable aunque a la vez extraordinariamente controvertida, muy polémica, discutida de un modo acalorado, y que ha producido, en consecuencia, ríos de tinta en los círculos periodísticos, culturales y literarios, que no siempre son del todo endogámicos o cerrados, también en blogs y redes sociales. Y tanto debate y tantas opiniones sobre el asunto hacen, quizá, superflua esta reseña -¿cuáles no lo son?-, pues ya conoceréis la mayor parte de los términos de la discusión.
Andrés Trapiello, que a lo largo de su ya dilatada carrera como escritor -y no creo que él acepte el deportivo y fatigoso término para describir su experiencia literaria- ya había dado muestras de un enorme interés, un profundo conocimiento y una apasionada dedicación a la obra cervantina, con numerosas publicaciones de inspiración quijotesca, ya sea directa -con, entre otras, dos novelas “continuación” del Quijote: Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza y otras suertes-, ya indirecta -por ejemplo, Las armas y las letras, uno de sus ensayos más sugestivos, es un título nacido del Quijote-, ya “mediopensionistas”, con infinidad de referencias a la obra de Cervantes “infiltradas” en su poesía, ensayos, novelas y diarios, Andrés Trapiello, decía, nos ofreció el pasado junio en una edición espléndida de la editorial Destino su “traducción” de Don Quijote de la Mancha a nuestra lengua de hoy (puesto al castellano actual íntegra y fielmente, en la expresión del autor… ¿autor?). De ella, de su arriesgada y sugestiva propuesta (y no de la maravilla de la obra en sí, ya, como digo, suficientemente analizada e interpretada y comentada; doctores tiene la Iglesia literaria -y en particular la cervantina y aún la quijotesca- mucho más competentes que este lector aficionado), de su audaz propósito y su original planteamiento, de sus benéficas intenciones y sus considerables logros, de sus muchas aportaciones positivas y sus escasos aspectos discutibles, quiero hablaros esta tarde.
¿Cuántos, de entre vosotros, habéis leído “de verdad” el Quijote? Es sabido que en cualquier ámbito medianamente ilustrado suena a blasfemia confesar que no se conoce esa obligada referencia de la literatura universal, es sabido también -precisamente por ello- que son -¿somos?- innumerables los españoles que afirmamos haberlo leído sin, en realidad, habernos adentrado en sus páginas más allá de una mirada epidérmica. Es por eso que quiero contaros, para facilitar vuestra respuesta sincera -y silenciosa-, mi propia aventura personal -quizá “aventura” sea un término excesivo- con el gran clásico. Yo “leí” por primera vez el Quijote en el colegio, en aquella entrañable -y revisada hoy ilegible- edición de Austral. Ilegible por el tipo de letra, por la mala calidad del papel y, sobre todo, por el ininteligible -para un adolescente- castellano en que estaba escrita. Sobra decir que me salté numerosas páginas, que prescindí de todos aquellos pasajes que no lograba entender -una infinidad-, que me quedé con los aspectos más superficiales -y reconocibles- de la historia y que, en definitiva, ni comprendí ni disfruté casi nada del libro (y con estas premisas ¿puede afirmarse, realmente, que lo haya leído?). Creo, además -pero esta es, probablemente, una reflexión elaborada a posteriori y, en consecuencia, quizá falsa-, que esa nefasta experiencia inicial creó en mí una no diré antipatía, pero sí una especie de temor reverencial, de respeto solemne, hacia el Quijote, hasta el punto de que no volví a “enfrentarme” a él hasta varias décadas después.
Ello ocurrió cuando con ocasión de su cuarto centenario, en 2005, Francisco Rico publicó la que entonces parecía edición definitiva del libro, patrocinada por la Real Academia de la Lengua, un inabarcable volumen, repleto de erudición, que además del texto íntegro de la novela recogía numerosas notas, diversos apéndices, un completo glosario e interesantes artículos de académicos sobre la lengua de Cervantes y el Quijote y también otras aproximaciones a la novela, sus personajes y el autor, de Vargas Llosa, Francisco Ayala, Martín de Riquer y el propio Francisco Rico. La apabullante edición cumplió en mí -sin duda- su pretendida finalidad didáctica, pero no logró despertar el placer de su lectura, interrumpida esta constantemente por la consulta de las ingentes notas, las aclaraciones terminológicas, las muy frecuentes visitas al diccionario. No estoy del todo seguro, pues, de que tampoco en esta ocasión pueda decirse que “leí” el Quijote, pues como había ocurrido más de treinta años atrás fueron muchos los fragmentos preteridos, muy abundantes los saltos, continuas las omisiones, considerables las lagunas, frecuentes las exclusiones y, lo más importante, intensa la sensación de no haber “penetrado” en el libro, mucho menos disfrutado de él. (Por cierto, esta edición a la que me refiero ha sido la base de la que ahora, en este 2015 del centenario de la segunda parte, aparece como “definitivamente definitiva”, también a cargo del ubicuo profesor Rico: dos voluminosos tomos, de 1.345 y 1.967 páginas, respectivamente, que incluyen por un lado el texto íntegro profusamente anotado, y por otro grabados, mapas, anexos y estudios de decenas de especialistas que incorporan los nuevos hallazgos de la investigación sobre el clásico, revisan el texto a partir de sus incontables ediciones, corrigen las erratas y confusiones que se han mantenido a lo largo de los siglos y, en cierto sentido, esclarecen y “fijan” el contenido de la obra maestra).
Y entonces, ¡¡por fin!!, aparece la versión de Trapiello. Andrés Trapiello, cervantinista confeso, que ha “compartido” gran parte de su existencia con el Quijote, entrega -bien que simultaneándolos con otras, muchas, notables actividades: diarios, novelas, ensayos, poemas- catorce años de su vida a verter el libro al castellano actual. Un castellano que mantiene los rasgos estilísticos, los juegos literarios, las referencias, el humor y todas las claves de la obra originaria, así como la voz genuina de los personajes, pero haciéndolos comprensibles, accesibles, al lector de nuestros días. No se olvide que, como indica en la obra Sansón Carrasco, la historia que el Quijote narra es tan clara que no hay nada en ella que resulte difícil: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran, y esa claridad no era perceptible hasta ahora más que para el académico y el experto, el estudioso, el investigador y el erudito. El trabajo del “traductor”, minucioso y lleno de rigor, le ha llevado a manejar decenas de posibilidades en cada caso antes de dar con el término preciso que conciliara la fidelidad al espíritu primigenio del libro con la adecuación a la lengua de hoy (de esa espléndida “conciliación” da cuenta, por cierto -y de manera admirable-, la magnífica portada del libro, obra de un Guillermo Trapiello probablemente hijo del autor, reconocible tras esa G. tan reiterada en sus diarios). A modo de único ejemplo -no hay tiempo para más- destaca la opción escogida para sustituir, en el conocido comienzo del libro: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, esta última expresión “lanza en astillero” (colgada en una percha para lanzas, en el sentido que le da el diccionario académico) desconocida para cualquier lector medio, entre los que me encuentro. Las alternativas manejadas fueron: en astillero, en su astillero, en su astilero, en un perchero, en una percha, en un trastero, en el trastero, polvorienta, ya embotada, arrinconada, en un rincón, ya herrumbrosa, ya oxidada, en el desván, en un desván, en el armero, ya en olvido, vieja y sucia, de otro siglo, ya a trasmano, ya en desuso, en la reserva, en su retiro, retirada, licenciada, hasta llegar, tras consultas, conversaciones, estudios e indagaciones varias a ese ya olvidada que le pareció la opción finalmente más ajustada.
Como puede deducirse, el proyecto -aparte de arduo y casi interminable- es arriesgado y discutible, lo es en sí -¿había necesidad de “traducir” el Quijote?- y lo es en sus resultados -¿son oportunas todas las propuestas ofrecidas por el “intérprete”?-, pero ni yo soy un experto ni son estos el lugar ni el tiempo adecuados para hacerlo. Además, como al término de esta reseña os dejo el esclarecedor prólogo escrito por el propio autor -junto a las palabras preliminares de Mario Vargas Llosa- en el que presenta “algunas razones” que justifican su a mi juicio meritoria y elogiable y sobresaliente y, sobre todo, necesaria labor, no tiene tampoco sentido el que me detenga yo ahora en ellas.
Os diré tan sólo -y vuelvo de nuevo a mi experiencia personal- que, por fin, he leído de cabo a rabo y en un arrebato entusiasmado el Quijote, el Quijote de Trapiello, sí, pero sobre todo -así lo creo- el Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra que resuena aquí con toda su frescura, con todo su ingenio, con toda su profundidad, con todos sus registros, con toda su “música”, con toda su sabiduría -libresca y vital-, con toda su humanidad, con todos los rasgos que han hecho de él una magna creación del espíritu humano. La experiencia, creedme, ha resultado inolvidable: no se puede imaginar la ilusión con la que he gozado -y no exagero en el verbo- de una inconmensurable obra maestra, con la que me he lamentado -un lamento en el fondo alegre- por no haber podido hacerlo antes, y con la que me lanzado a releer el texto “auténtico”, el originario Quijote escrito en el fecundo castellano del siglo XVI. Mi enhorabuena ferviente, pues -una vez más-, a Andrés Trapiello por su valiente y necesaria propuesta y, sobre todo, por sus deslumbrantes logros.
Pero como dice también el bachiller Sansón Carrasco al comienzo de la segunda parte del Quijote, es grandísimo el riesgo al que se expone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerlo tal que satisfaga y contente a todos los que lo lean, y así ha ocurrido en este caso, con un apasionado debate -furibundo en ocasiones, os invito a entrar en el blog de otro poeta, José Luis García Martín, para comprobarlo- entre entusiastas y detractores de la iniciativa de Andrés Trapiello. Fernando Aramburu, Félix de Azúa, por un lado, y el citado José Luis García Martín o Alberto Manguel por otro han sido algunos de los nombres que han terciado en la polémica, muy instructiva aunque inexplicablemente agria en algunos casos (mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son hacer bien a todos y mal a ninguno, dice don Alonso Quijano, y uno ve a Trapiello guiándose por idénticos propósitos, que excluirían el tono ofensivo de algunas intervenciones en la controversia).
En fin, no hay tiempo para más. Os recomiendo vivamente este Quijote de Andrés Trapiello que pone a nuestro alcance toda la belleza y la genialidad de la obra originaria. Os dejo con una breve pieza musical, de las muchas que -como en tantos otros campos del arte- ha generado la obra cervantina. Se trata de tres de las célebres canciones de Maurice Ravel, en la obra Don Quichotte á Dulcinèe, interpretadas en este caso por el afamado barítono alemán Dietrich Fischer-Diskau.
El Quijote, hoy. Mario Vargas Llosa. Madrid, febrero de 2015
En los años sesenta, cuando yo viví en París, André Malraux, ministro de Asuntos Culturales del general De Gaulle, provocó una ruidosa polémica con su decisión de limpiar las fachadas de todos los grandes edificios clásicos que albergaba Francia. Hubo violentas protestas de eruditos y académicos según los cuales era una verdadera herejía privar a los grandes monumentos históricos de la reverente pátina con que los habían recubierto los siglos. Sin embargo, tiempo después, cuando los tiznados y las manchas de polvo y mugre que los envolvían fueron desapareciendo y las maravillas arquitectónicas de Notre Dame, el Louvre, la Tour Saint-Jacques, los puentes sobre el Sena, aparecieron con su cara limpia y todos pudieron admirar en su esplendor primigenio la delicadeza de sus detalles, los logros y bellezas de esas joyas intemporales, prevaleció una suerte de unanimidad respecto a la sabia decisión del autor de Las voces del silencio de actualizar el pasado cultural y volverlo presente.
No me sorprendería que hubiera una polémica semejante en el mundo de la lengua española con la audaz empresa de Andrés Trapiello de la cual es resultado este libro. La suya ha sido una obra de tesón y de amor inspirada en su conocida devoción por el gran clásico de nuestra lengua. A lo largo de catorce años, a medida que leía y releía El Quijote, ha ido también, de manera cuidadosa y reverente, buscando equivalentes contemporáneos de palabras y expresiones a las que, por haberse distanciado de nosotros en el tiempo y el uso, el lector contemporáneo común y corriente no tenía ya acceso. En la versión de Trapiello la obra de Cervantes se ha rejuvenecido y actualizado, como el Louvre o Notre Dame, sin dejar de ser ella misma, poniéndose al alcance de muchos lectores a los que el esfuerzo de consultar las eruditas notas a pie de página o los vocabularios antiguos disuadía de leer la novela de Cervantes de principio a fin. Ahora podrán hacerlo, disfrutar de ella y, acaso, sentirse incitados a enfrentarse, con mejores armas intelectuales, al texto original.
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Algunas razones. Andrés Trapiello Madrid, 20 de febrero de 2015
A la memoria de la Institución Libre de Enseñanza y de las Misiones Pedagógicas
Durante los catorce años que he tardado en pasar el Quijote de su castellano original al nuestro, me he acordado a menudo de la Institución Libre de Enseñanza y de las Misiones Pedagógicas. Los días que resultaba una tarea demasiado quijotesca, me decía por alentarme algo: «Ánimo, esto es lo que habría querido don Francisco Giner, en esto trabajaron las Misiones Pedagógicas; alguien ha de devolver a tantos lectores lo que es suyo, la savia y espíritu no sólo de la literatura, sino de nuestra propia vida». Y recordaba a una gran parte de esos lectores, españoles e hispanohablantes, que, a diferencia de los de cualquier otra lengua a la que esté traducido, no han podido leer el Quijote, obligados a hacerlo en un castellano del siglo XVII que ni hablamos ni a menudo entendemos cuando lo leemos. «Cuántos de esos lectores -me decía también- habrán empezado su lectura una y mil veces, y para cuántos el mismo Quijote ha sido uno de esos molinos de viento cuyas aspas, quiero decir, cuyos hipérbatos, tiempos verbales y léxico arcaicos los descabalgan en cuanto se le acercan, rematándolos luego con alevosía las cuchilladas de mil notas a veces enfadosas y poco claras».
Lo dice muy bien Vargas Llosa en las palabras que abren esta edición, y antes Juan Ramón Jiménez, el amigo de Giner: «Cervantes es nuestro Homero, y al mismo tiempo, nuestro mar de lenguas, olas y ondas que hablan, como sirenas, en español, y para siempre, como habla el mar, para él mismo, siempre del mar, que también cambia de lengua, como cambia la lengua de los libros por transformación natural y la lengua de las bocas; y que un día, cuando acaso se haya transformado el español en otra lengua y tenga que traducirse como hoy el latín o el arábigo español, habrá que traducirla como un poeta pudiera traducir el mar, la lengua misteriosa del mar que parece tan clara y tan corriente».
Como a Pierre Menard, el personaje de Borges, me habría gustado que después de haberlo aderezado de nuevas, el Quijote siguiera aquí tal y como Cervantes lo escribió, sin haber cambiado ni una coma. Pero no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, habría dicho Sancho Panza. No se puede pasar el Quijote de ayer al de ahora sin dejar algunas cosas por el camino; unas no se echarán de menos, pero cómo no recordar aquel fabuloso «¡No milagro, milagro, sino industria, industria!».
El sino del Quijote es haber sido, desde su origen, un libro traducido. Cervantes cedió a un proscrito, a un autor arábigo, Cide Hamete, la gloria de escribirlo, y le pidió a otro que encontró en el alcaná de Toledo que lo tradujera «a nuestro vulgar castellano». Vulgar no por zafio, sino por hablarlo la gente, el vulgo, en una época en la que el vulgo tampoco era vulgar, o al menos como lo es ahora. Y a eso vamos, a que ha habido que traerlo de aquel «castellano vulgar» al de ahora, acaso no tan expresivo como el de Cervantes, pero con el que hemos de vérnoslas para decir lo nuestro como él dijo lo suyo.
¿Hablamos aún la lengua de Cervantes? Sí y no. Por suerte estamos mucho más cerca de ella que un griego actual del de la Ilíada, o que lo están del latín, del que proceden, las lenguas romances. Pero en estos cuatro siglos el idioma español, siempre vivo, se ha movido, y ese ha sido precisamente uno de los escollos de mi trabajo, enfrentarme al deslizamiento de significado de no pocas palabras, tiempos verbales y giros.
Ejemplo de esas palabras es discreto, en época de Cervantes juicioso, inteligente, agudo, prudente, sagaz, y también discreto. El lector de entonces sabía interpretarla, acentuarla, diríamos, conforme al contexto, de una manera o de otra, y lo mismo ocurre con muchas más que usamos en sentido muy distinto (liberal o puntual, por ejemplo). Algunas incluso ni siquiera existían en tiempos de Cervantes y una errata en el Quijote, libro sobre el que se estableció la norma de nuestra lengua, les dio carta de naturaleza; fue el caso de lercha, que pese a la oportuna restitución de Francisco Rico como percha, aquí sigue apareciendo como lercha, usada desde entonces, porque después de cuatro siglos esta palabra se ha ganado el indulto, siquiera como fantasma del majestuoso castillo que es el Quijote.
Los tiempos verbales, principalmente los subjuntivos, hoy desusados en buena medida, no son tampoco trabas menores que tiene que sortear un lector actual, al igual que el empleo de las preposiciones o el de un hipérbaton que tanto tiene de laberinto para nosotros. En cuanto al infinito número de refranes, giros y locuciones populares, en buena parte olvidados, siguen y seguirán siendo fuente de eternas controversias.
Yo sé que es muy difícil poner el Quijote en castellano actual al gusto de todos sus lectores, porque cada uno de nosotros trae un Quijote y un castellano propios en la cabeza. Si me hubiera sido posible, habría tenido en cuenta la opinión de todos, porque pensar que sólo yo iba a tener las soluciones más atinadas sería de tontos. Por eso mismo no es una tarea que pueda acabarse nunca.
Cuántas vueltas habré dado a muchos pasajes de este libro, cuántas lo habré reescrito. Durante unos meses tal o cual frase me parecía bien de una forma, pero tras consulta con dos o tres amigos, acababa cambiándola y, pasado el tiempo, la volvía a cambiar. Sólo sus doce primeras palabras, esas que se saben de memoria incluso los que no han leído el Quijote («En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme»), siguen tal cual, y si he vencido la tentación de traducir, como debiera, lugar por pueblo o aldea, o no quiero por no llego a, ha sido sólo por comprender que en ese comienzo memorable, como en el Partenón, está excusado cualquier arreglo.
El Quijote es, como tantos clásicos, más un libro estudiado que leído, pero si queremos que vuelva a ser una historia leída como lo fue en su tiempo («porque es tan clara que no hay nada en ella que resulte difícil: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran», dice el bachiller Sansón Carrasco), ha de tenerse muy en cuenta a quienes la han estudiado y editado concienzudamente. Sin ellos no es probable que nadie hubiera podido entenderlo cabalmente.
Yo he tenido presentes unas cuantas ediciones, como es natural; citaré sólo tres: Hartzenbusch (una especie de Sherlock Holmes dotado de un finísimo instinto), Rodríguez Marín (monumental siempre) y Rico (que tanto ha hecho para fijar el texto original). Aunque a veces no haya podido seguirla todo al pie de la letra que me habría gustado, ha sido la de este último la que me ha servido de pauta.
Los estudiosos del Quijote se han debatido siempre entre estos dos extremos: lo que está escrito (conforme a lo que se publicó en las principes y ediciones significativas) y lo que pudo haber querido decir Cervantes.
Esto último no es fácil de dilucidar en nadie; en Cervantes, menos que en ningún otro.
El Quijote es una novela tan hablada como escrita, y aunque a menudo lo primero que se marchita sea el habla, no invalida aquel «quien escribe como se habla irá más lejos y será más hablado en lo porvenir que quien escribe como se escribe», que decía Juan Ramón y que le viene a Cervantes como anillo al dedo. De modo que traducir el Quijote es devolverlo al habla nuestra, en la medida de lo posible, tratando de que vuelva a ser un libro tan hablado como escrito.
En la imprenta en la que entra don Quijote en Barcelona, le es presentado alguien que acaba de traducir un libro del italiano, y don Quijote cruza con él unas palabras, para acabar diciéndole: «Traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, están llenas de hilos que las oscurecen y no se ven con la claridad y color del derecho; y traducir de lenguas fáciles ni requiere ingenio ni buen estilo, como no lo requiere el que copia ni el que calca un papel de otro papel. Y no por esto estoy diciendo que no sea loable este ejercicio de traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre que le trajesen menos provecho».
En esto último lleva razón, siempre hay cosas peores. Lo otro, el propio don Quijote se encarga de matizarlo dos o tres líneas después.
Ni que decir tiene que yo he dado a la lengua de Cervantes, a tenor de la dificultad de entenderla muchas veces, el tratamiento de una de las lenguas reinas. Quien pueda leer el Quijote en la suya original, a costa incluso de un pequeño esfuerzo, debe hacerlo. Le esperan sutilísimos matices, palabras y giros arcaicos con su sabor genuino y complejos usos verbales y modulaciones y fraseos que no podrá apreciar quien haya de leerlo en otro idioma. Por suerte, nuestro castellano es el más próximo al de Cervantes, y eso nos permite quedarnos muy cerca de él, sin tener que ir a las Chimbambas, adonde ha visto uno que han tenido que irse todas las traducciones para hacerlo inteligible, a costa, claro, de la fidelidad y de su embrujo. Pero si queremos seguir hablando la lengua de Cervantes, es necesario hacer que Cervantes hable nuestra lengua.
Aunque esta no es la traducción de un filólogo, he procurado respetar el original, si no como un filólogo, al menos como un poeta. Quién sabe si alguno de mis vislumbres puedan servirle a alguien. Nada me gustaría tanto. El Quijote es una gran partitura en la que cada lector interpreta, y eso ha hecho uno, con el mayor respeto, desde luego: poner en ella mis propias cadencias. El ideal sería haber encontrado para cada línea soluciones como aquellas que Tomás Segovia y Carlos Pujol, excelentes poetas, excelentes traductores, encontraron al célebre «to be, or not to be, that is the question» de Shakespeare y al «Victor Hugo, hélas!», respuesta de Gide a la pregunta de quién era el mejor poeta francés. Segovia tradujo: «Ser o no ser, de eso se trata», y Pujol: «Victor Hugo, ¡qué le vamos a hacer!». Hasta llegar a esas traducciones de suma excelencia, cuántos tanteos, cuántas aproximaciones insuficientes.
¿Los criterios de esta traducción? Ni son pocos, ni es sencillo exponerlos, ni probablemente interesen mucho. El principal ha sido siempre el de detenerse a tiempo. Habrá quienes se pregunten: ¿por qué ha traducido tal palabra o giro, y no tales otros; por qué aquí, y no allí? Por expresarlo al gusto de Cervantes, buen conocedor de naipes: en una traducción se corre siempre el riesgo de las siete y media, o te pasas o no llegas.
Los lectores en los que he pensado mientras traducía este libro se parecen mucho a esos que vemos en el metro, abismados en la lectura, como don Quijote en las suyas, de lo que puede ser el último best seller, un libro de aventuras o un tomo de En busca del tiempo perdido. Todos ellos tienen derecho a leer el Quijote de la misma manera fluida y sin tropiezos. ¿Cómo proceder entonces? He procurado hacerlo con tiento y de una manera orgánica, atendiendo al instinto cuando no había nada más fiable a mano. De ahí que no sea en absoluto infrecuente que una misma palabra (nos hemos referido a discreto, pero hay muchos más casos: ciencia, razones, voluntad, cojín, sabio, huésped, admirar, humor, mohíno, correrse, excusar...) haya sido traducida de manera distinta según el pasaje, mientras otras han quedado sin traducir por intraducibles (busilis), o por significativas (esos fechos y fazañas que siguen en boca de don Quijote por contribuir con ello a conservar los rasgos trasnochados del personaje), o por específicas (ferreruelo, saboyana), como específicas son cabrestante o jarcia en una novela de Salgari, Stevenson o Conrad. Para refranes, interjecciones y dichos ha hecho uno lo que todos los traductores del Quijote, buscar equivalencias vivas («pedir cotufas en el golfo», cuyo sentido pocos conocen ya, ha pasado a refranes en uso, «pedir peras al olmo» y «naranjas de la China») o tantear una reconstrucción aproximada («castígame mi madre y yo trómpogelas», tan hermético, ha quedado en «ríñeme mi madre, por un oído me entra y por otro me sale»).
Algunas veces, también, se han corregido errores del autor o de los impresores, no la famosa pifia del rucio, sino minucias que Cervantes habría corregido de haber tenido sosiego, ganas y tiempo. Si dice él, en un desliz tan patente como insignificante, que «la primavera sigue al verano», ¿por qué no poner «a la primavera sigue el verano», saltándose el exceso de celo?; y si se dice que ha sido don Quijote quien ha dicho lo que dijo Sancho, ¿por qué no hacer que cada cual diga lo que dijo?
En cambio he dejado algunos «entró dentro», «salió fuera», «se apartó a una parte» o «los sucesos que allí me han sucedido», y unos pocos de esos «descuidos» que, a juicio de los entendidos, le afean tantísimo el estilo a Cervantes. ¿Por qué conservarlos? Por recordar a todos aquellos que ponen tanta ilusión en descubrírselos y afeárselos a los escritores de ahora que de menos nos hizo Dios.
Decía al principio de este prólogo que me había acordado muchas veces de los viejos institucionistas y de los jóvenes de las Misiones Pedagógicas que llevaban, en un camión, por los pueblos de la España republicana, las copias del Museo del Prado. No eran las pinturas originales, pero sirvieron para que muchas gentes conocieran por primera vez lo mejor de nuestra cultura y lo más noble del espíritu humano. Quiero creer que miles de lectores podrán venir por fin a encontrarse en este libro con el talante libérrimo y valiente de don Quijote, la socarronería y buen juicio de Sancho, la compasión con la que Cervantes miraba a todo el mundo y la discreción con la que todos ellos tratan de mejorarse y mejorarnos.
Es posible también que algunos pocos que presumen de leer el Quijote «en su prístino estado» encuentren que aquí se rebaja el original, y traten ellos de rebajar este sin resignarse a compartir con todo el mundo una finca, quiero decir un libro, que acaso creían de su exclusiva propiedad. «Felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original», dice don Quijote en aquella imprenta barcelonesa de ciertas traducciones de Cristóbal de Figueroa y Juan de Jáuregui. Algo me dice, sin embargo, que a los descontentadizos también les habría disgustado la traducción de este libro hecha por el mismísimo Cervantes, y se la hubieran leído con una lupa en una mano y la cimitarra de cortar pelos en tres en la otra.
Toca ya a su término este prólogo, pero no quiero dejarlo sin decirte esto. En el episodio de las aceñas o molinos de río, en el que una vez más don Quijote acaba no sólo molido sino pasado por agua, el de la Triste Figura dice para sus adentros: «¡Basta! Convencer aquí a esta canalla de que por ruegos hagan algo virtuoso será predicar en el desierto. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro hizo que me atravesara. ¡Dios lo remedie!, que todo este mundo son intrigas y apariencias, contrarias unas de otras». A continuación Cervantes le hace decir a don Quijote: «Yo no puedo más». Es evidente que lo que don Quijote quería decir, y a Cervantes se le pasó por alto, era esto otro, bien diferente: «Yo más no puedo».
Sólo por esa restitución doy por bien empleados estos catorce años de trabajo, que cierro también con un «yo más no puedo», contento y deseando se le den a uno alabanzas no por lo que tradujo, sino por lo que he dejado de traducir.
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