Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de enero de 2016

SIMON GARFIELD. POSTDATA
 
Las cartas tienen el poder de engrandecer la vida. Son prueba de motivación y ahondan en el entendimiento. Demuestran cosas, cambian vidas y reordenan la historia. Hubo un tiempo en el que el mundo funcionaba gracias al correo. Las cartas desempeñaban la función de lubricante de la interacción humana y propugnaban la dispersión de ideas. Fueron canal callado de lo banal y lo valioso: la hora a la que llegaríamos a cenar, el relato de un día fantástico, las más emocionadas alegrías y penas del amor. En aquel entonces debía de ser impensable un mundo en el que la correspondencia no se valorase, o se desechara sin más. Un mundo sin cartas sería ciertamente un mundo sin aire que respirar.
 
Este libro trata sobre ese mundo sin cartas, o al menos sobre su posibilidad. En él reflexiono sobre lo que hemos perdido al sustituir las cartas por los mensajes de correo electrónico: el sello, el sobre, la pluma, un proceso mental más pausado, el usar la mano y no solo las puntas de los dedos. Con él quiero celebrar lo pretérito y el valor que damos al alfabetismo, a la reflexión juiciosa y a la anticipación. Me pregunto si no es también un libro sobre la amabilidad o la generosidad.
 
La digitalización de la comunicación ha ejercido un efecto devastador sobre nuestras vidas. Sin embargo, el impacto de la escritura de cartas —tan gradual y tan fundamental— ha pasado desapercibido como un verano londinense. Un elemento crucial para el bienestar emocional y económico desde la antigua Grecia se viene desvaneciendo desde hace veinte años. Dentro de otros veinte, la próxima generación creerá que el barco de vapor y el acto de lamer un sello son dos cosas equiparablemente antiguas. Hoy se puede todavía viajar en barco de vapor y también se pueden enviar cartas, pero ¿por qué íbamos a hacerlo si existen alternativas mucho más rápidas y cómodas? Este libro tratará de dar una respuesta positiva a esta pregunta.
 
Este no es un libro contra el correo electrónico (¿qué sentido tendría?). Tampoco va contra el progreso (pues ese libro quizá podría haberse escrito con la llegada del telégrafo o el teléfono, ninguno de los cuales sustituyó al correo como se predijo, al menos no como lo ha hecho el correo electrónico). A este libro lo impulsa una sola cosa: el sonido que hace una carta al aterrizar sobre el felpudo. Aún estoy buscando la manera de describir ese suspiro azul que es una carta aérea, el peso ostentoso de una invitación con su correspondiente Se ruega confirmación, el feliz apretón de manos de una nota de agradecimiento. Auden lo describió certeramente: lo romántico del correo y de las noticias que trae, las posibilidades transformadoras de la correspondencia. Solo la llegada de una carta nos despierta una fe que nunca se agota. La bandeja de entrada del correo electrónico frente a la caja de zapatos envuelta en papel de estraza: esta última será atesorada y nos acompañará cuando nos mudemos, o la dejaremos atrás y alguien la encontrará cuando nos hayamos ido. ¿Debería nuestra historia, la prueba de nuestra existencia personal, residir en un servidor (en una nave de paredes metálicas en mitad de una llanura estadounidense) o más bien donde siempre lo ha hecho, esparcida entre nuestras posesiones físicas? Un correo electrónico es más difícil de «guardar», pero nunca pierde su perdurabilidad de píxel, y eso es una paradoja que solo ahora empezamos a asimilar. Los mensajes de correo electrónico son un dedo que nos tamborilea en el hombro para avisarnos de algo, pero las cartas son caricias y siempre se quedan merodeando para ser redescubiertas.
 
Hay una anécdota sobre Oscar Wilde: escribía cartas en su casa de Chelsea, situada en Tite Street (aunque atendiendo a su forma de escribir, sería más exacto decir «garabateaba») y, como era tan brillante y su brillantez le ocupaba tanto tiempo, no se molestaba siquiera en enviarlas. En su lugar, colocaba el sello y tiraba la carta por la ventana. Sabía que algún viandante vería la carta, pensaría que se le habría caído a alguien y la echaría al buzón más cercano. A los demás no nos funcionaría: solo gente como Wilde hace gala de ese tipo de fe indiferente. Jamás sabremos cuántas cartas no llegaron jamás al buzón y a su destinatario, pero podemos estar bastante seguros de que si el método no hubiera sido eficaz o las cartas hubieran sido ignoradas por haber caído en un montón de estiércol, Wilde habría dejado de enviarlas así. Y hay muchas cartas de Wilde enviadas desde Tite Street y desde otros lugares que lo han sobrevivido y han salido a subasta a precios accesibles. Esta historia no tiene moraleja como tal, pero invoca una viva imagen de Londres en la última época victoriana: el tráfico de coches de caballos sobre la calle empedrada, el bullicio, el estrépito y la charla de los londinenses, y alguien, probablemente tocado de sombrero, que recoge una carta del suelo y hace lo que es de esperar, porque pasar por el buzón era parte de la rutina diaria.
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más, un año más, a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca desde el que os saludamos en nuestra primera emisión de 2016. Hoy, día 6 de enero, y con la muy leve excusa de la festividad de Reyes, abrimos una breve serie de cuatro espacios, que se prolongará a lo largo de todo este mes, en la que serán las cartas -y he ahí la vinculación con el festivo de hoy, la ancestral tradición de las cartas a los Magos, y he ahí también la razón de la presencia del largo y “apetitoso” fragmento con el que he querido introducir esta reseña- el elemento unificador de las sugerencias de lectura que os propondremos.
 
Y es que en este nuestro mundo acelerado y tecnológico -acelerado “por” tecnológico- en el que la información fluye veloz por millones de dispositivos electrónicos, repletos de mensajes de texto y whatsapps, de instantáneos “megusta” y fugaces amistades virtuales, en un universo sincopado, urgente, efímero, fragmentario, hecho de inmediatez, de numerosas imágenes -y muchas menos palabras- condenadas a una rápida caducidad, en una realidad en la que esa nuestra permanente interconexión pareciera presuponer un mayor grado de contacto y comunicación “verdaderos” entre la gente, lo cierto es que lo que ocurre es justo lo contrario: distanciamiento y soledad, introversión y aislamiento, individualismo y frialdad. Y una de las más notables -y tristes- manifestaciones de este fenómeno lo constituye el hecho de que está desapareciendo -hasta casi perderse, hundida en esta desbordante avalancha de relampagueantes mensajes virtuales- la vieja costumbre de, lenta y pausadamente, con sentimiento y delectación, redactar cartas (y si no, haced memoria: ¿cuánto hace que no escribís -o recibís- una carta?) para transmitir a allegados, familiares, amigos y amantes las pequeñas y las grandes noticias de nuestra existencia, los mínimos sucesos cotidianos, las vivencias, las revelaciones, los sinsabores y las alegrías, las emociones, los quehaceres, las preocupaciones y los afanes, los asuntos banales y los acontecimientos excepcionales, lo trivial y lo excelso, las noticias y las reflexiones, la vida…
 
Es por eso que resulta especialmente oportuna, en esta época de urgencia y velocidad “maquinales”, la aparición de Postdata, un interesante y entretenidísimo libro de Simon Gardfield que publicó hace unos meses en nuestro país la editorial Taurus en traducción de Miguel Marqués. Simon Gardfield es un periodista británico “especializado” en ensayos que podríamos llamar “transversales”, pues tocan disciplinas muy distintas y giran sobre temas variopintos: las fuentes tipográficas, los mapas, el sida, la industria musical o las vidas ocultas de protagonistas anónimos de la segunda guerra mundial a través de sus diarios, a los que ahora se suma esta celebración del arte -el casi perdido arte- de escribir cartas.
 
Y es que Postdata, que se presenta con un significativo subtítulo, Curiosa historia de la correspondencia, es, precisamente, un recorrido histórico por la escritura de cartas y el correo postal en el que, más allá de los datos y la erudición, por debajo de las sustanciosas informaciones y referencias documentales, subyace una visión romántica de la existencia, la nostalgia por unas formas de vida de las que la redacción de cartas, el gozoso acto físico de dejar por escrito, de nuestro puño y letra, una parte de nuestra alma en un intento de genuina conexión con otras personas, constituye una valiosa muestra universalmente aceptada.
 
El libro es un recorrido por más de dos mil años de la fascinante historia postal, desde las primeras cartas conocidas en el Reino Unido, halladas en las excavaciones de Twice Brewed, que sacaron a la luz numerosos restos de Vindolandia, un campamento de la Britania romana del siglo primero de nuestra era, hasta el nacimiento y la evolución actual del correo electrónico. Antes del rastro británico de la correspondencia escrita, Postdata indaga también en antecedentes aún más antiguos de la escritura epistolar: la carta -ficticia, pues sólo está en la literatura- de la Ilíada o las inscripciones sobre placas de plomo de la Grecia del siglo V antes de Cristo o las misivas de Cicerón. A partir de esos momentos iniciales, en el libro comparecen figuras preclaras del género, Séneca y Plinio el Joven, Marco Aurelio y Pablo de Tarso, el infortunado Pedro Abelardo y su amada Eloísa, Petrarca, Erasmo, Montaigne, Enrique VIII, Shakespeare, Madame de Sévigné, los distintos lores Chesterfield, Napoleón, Victor Hugo, Jane Austen, Keats, Henry David Thoreau, Emily Dickinson, Lewis Carroll, Dickens, o ya más recientemente, Kerouac, Henry Miller y Anaïs Nin o Ted Hughes y Sylvia Plath. De todos ellos -y de muchos otros personajes anónimos y desconocidos- se nos ofrecen significativas muestras de su correspondencia, con abundantes fragmentos de sus cartas presentados entre anécdotas que ilustran diversos aspectos del desarrollo de la historia postal.
 
Y así, en el libro comparecen mil y un temas vinculados al objeto central de la investigación de Gardfield, tanto en lo que se refiere a su contenido (la temprana consolidación de las usuales fórmulas de introducción y despedida de las cartas, los distintos modelos de misivas -las comerciales, las filosóficas, las formativas, las amorosas, entre otras-, sus variados temas, la progresiva aceptación de las cartas como vehículos para la expresión y comunicación de sentimientos), como a su aspectos formales o incluso “externos” a la carta en sí (las guías o manuales para la correspondencia, las cartas perdidas, las tablillas, los papiros, los rollos y el papel, los códigos para preservar la intimidad, las falsificaciones, la censura, los sellos y su coste, el nacimiento, el auge y la en nuestros días cada vez más acusada decadencia del servicio postal, los buzones, ¡¡los envíos de personas!!, las subastas de cartas, los actuales brokers del boyante mercado de correspondencia con valor histórico o literario, el coleccionismo, las postales, las cartas de San Valentín, las cartas en el cine o en la literatura).
 
Intercaladas entre los distintos capítulos -que avanzan en un natural sentido cronológico- aparecen las cartas que entre el 5 de septiembre de 1943 y el 7 de junio de 1946 se intercambian Chris Barker, un soldado británico en la segunda guerra mundial, destinado primero en Egipto y en Grecia después, y su inicialmente amiga y finalmente esposa Bessie Moore, que sigue en un Londres bombardeado las vicisitudes del conflicto. Se trata de una espléndida selección -apasionada y sincera, emotiva y conmovedora, tierna y feliz, siempre bellísima- de la ingente correspondencia -501 cartas con un total de 525.000 palabras- que la pareja mantuvo en esos amargos años de su forzada separación. La pequeña historia de esa relación -la epistolar y la “real”- sólo se nos desvelará en el epílogo del libro y de ella extraerá Simon Gardfield un brillante y poético corolario que servirá de justificación última de su obra: Como gran representante del miserabilismo, Philip Larkin fue muy certero con su famoso verso de «Una tumba para los Arundel», acertando tanto con Chris Barker y Bessie Moore como con usted y conmigo: lo que nos sobrevivirá es el amor. Las cartas cumplen y salvaguardan esta profecía. Sin cartas nos arriesgamos a perder la perspectiva de nuestra historia o al menos sus matices. El declive y el abandono de las cartas, peaje impuesto por el progreso, supondrán una inconmensurable derrota.
 
El libro se completa con una amplia bibliografía que da cuenta del ingente trabajo del autor; hay, también, un muy extenso índice analítico, con centenares de entradas, e igualmente el texto aparece surcado de una gran cantidad de ilustraciones, grabados, dibujos y fotografías alusivas al objeto de la investigación de británico.
 
Por el interés de todos estos “ingredientes” os aconsejo vivamente la lectura de este Postdata, de Simon Gardfield. Además de la natural amenidad del tema tratado, la escritura fluida del autor y su extraordinario sentido del humor -muy british- os harán disfrutar de unas horas de lectura muy agradables e instructivas...
 
The letter, interpretada por Joe Cocker, al que desde aquí homenajeamos cuando acaba de cumplirse el primer aniversario de su muerte, cierra esta reseña.
 

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