Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de febrero de 2016

 
PHILIPP MEYER. EL HIJO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os proponemos una recomendación de lectura. Mi sugerencia de hoy es más que eso, tanto literalmente -puesto que no solo os hablaré de un libro sino también de una atractiva exposición y de un interesantísimo ciclo de conferencias- como en sentido figurado, pues El hijo, la formidable novela de Philipp Meyer que esta tarde traigo al programa, es tan deslumbrante que el hecho de adentrarse en sus páginas supera la mera experiencia lectora para convertirse -si exagero un poco- en un acontecimiento desbordante, que involucra el entretenimiento, la emoción, el aprendizaje, la pasión, el entusiasmo, el conocimiento, como solo la más brillante literatura puede hacerlo.

El hijo apareció hace un par de meses en la editorial Random House en traducción de Eduardo Iriarte con algunos notables fallos ortográficos (Alguien nos hecho una piel de búfalo encima), usos no especialmente recomendables en las concordancias (un grupo de indios de aspecto furioso se abrieron paso), contradicciones varias (los indios mogollon -he de confesar que desconocidos para mí- pasan a denominarse mogollón líneas más adelante) y, sobre todo, con un enfoque un tanto insólito -aunque la limitación provenga quizá del inglés original- a la hora de elegir las opciones léxicas más adecuadas en castellano para describir algunas de las situaciones narradas. Llama especialmente la atención -hasta el punto de perturbar ligeramente la lectura; al menos así me ha ocurrido a mí-, el que vaqueros texanos de las primeras décadas del siglo XX se refieran a los inmigrantes mexicanos como sudacas, o afirmen con rotundidad siempre hay algo en la nevera; ambos términos -sudaca, nevera- de aparición más tardía en nuestra lengua. Y todavía más sorprendente resulta -aunque, insisto, quizá tales acepciones ya estén en el texto inicial de Meyer que, al parecer, se documentó con rigor y minuciosidad para escribir su obra- el que los jóvenes comanches hablen, en un entorno casi salvaje y rondando el año 1850, como deslenguados chicos españoles de hoy, insultándose con reiterados y chirriantes cabronazo, gilipollas y capullo, espetando a sus compañeros de juegos constantes vete a tomar por culo, quejándose con un estoy jodido sorprendente en las grandes praderas indias, vanagloriándose de sus éxitos con las chicas y de sus hazañas sexuales con un pillo más que suficiente, trufando sus parlamentos de abundantes y extemporáneas blasfemias demasiado aggiornadas (hostia puta; con quién hostias puedo casarme), mientras sus mayores preparan los huesos del búfalo recién cazado para una barbacoa, aunque el término, de supuesto origen maya, probablemente prosperara también entre los aborígenes norteamericanos. He de decir, no obstante, que la potencia literaria del libro es tal que el irrefrenable caudal de su prosa nos arrebata convirtiendo en minucias estas sin embargo enojosas interrupciones.

La voluminosa obra narra, en seiscientas apretadas páginas, la historia de una familia de Texas, los McCullough, desde 1836, fecha de la independencia del inmenso territorio (que se separaría primero de México, para, años después, sumarse a los Estados Unidos) y año en el que nace también el gran patriarca de la saga, Eli McCullough, “El Coronel”, hasta nuestros días; ciento setenta y cinco años en los que siete generaciones de la familia (que se nos muestran en un aclaratorio e imprescindible árbol genealógico al comienzo del libro) viven y mueren a lo largo de una peripecia existencial que corre en paralelo a los principales acontecimientos de la historia de los Estados Unidos imbricándose profundamente en ellos.

De estos siete estratos generacionales mencionados, solo tres tendrán un papel relevante en la novela, que se articula alternando otras tantas series de capítulos que dan voz a representantes significativos de cada una de estas tres ramas. En primer lugar, el propio Eli McCullough que con solo trece años es raptado por los comanches -su madre y su hermana violadas y asesinadas brutalmente en su presencia; su frágil hermano mayor muerto también en el ataque al hogar familiar en ausencia del padre- con los que vive tres años como hijo adoptivo del jefe de la tribu, adaptándose a sus costumbres hasta convertirse en uno más de los indios. Eli, que vivirá cien años, narra en primera persona su intensa vida, en la que, tras numerosas y apasionantes vicisitudes (magnífica, extraordinaria, excepcional, la descripción de su estadía con los comanches, en la que luego me detendré, que se extiende hasta casi la mitad del libro), acabará convirtiéndose en un poderoso ganadero y asistirá, desde su privilegiada posición de dueño de un imperio, a los primeros atisbos del cambio que la aparición del petróleo en las tierras texanas llevará consigo.

El segundo gran frente de la historia lo protagoniza Peter, uno de los hijos de El Coronel. Nacido en 1870 e irremediablemente sometido al dominio de su inflexible padre, Peter representa, sin embargo, una vertiente más sensible y humana que la de su despiadado progenitor, y lo que en este es expolio y dominación, agresividad y violencia, crueldad y ambición, se manifiesta en el hijo en moralidad y compasión, razón y piedad, todo lo cual aflora en sus diarios, a través de los cuales conocemos los detalles de su vida a partir de 1915, casi cuando la de su padre llega a su fin.

Por último, Jeanne Ann, nacida en 1926 y nieta de Peter, rememora, en el tercer bloque de capítulos y desde un presente brumoso que no quiero revelar, toda su existencia desde su idílica infancia en las inabarcables posesiones familiares hasta un 2012 en el que se ha convertido en una gran magnate del petróleo, una de las grandes fortunas de su país, con avión privado y millonarias propiedades, pero que conservará la memoria de aquel mundo casi extinto de vaqueros y naturaleza, de paseos a caballo y vida libre de los días de su niñez que reaparecerán -en un giro argumental inesperado y del que tampoco quiero hablar- en los últimos capítulos del libro en los que despunta una sorprendente cuarta voz narrativa que deberéis descubrir en su lectura.

La publicación en España de El hijo, con su memorable recreación de la vida de los comanches (y con la mención, más o menos episódica según los casos, de infinidad de otras tribus indias: kotsotekas, penatekas, tonkawas, chickasaw, cherokees, wichitas, shawnees, seminolas, apaches, osages, quapaw, delawares, shoshones, senecas, cayugas, eries, mohawks, mohicanos, montauks, shinecocks, oneidas, onondagas, poospatuck, sumas, jumanos, mansos, conchos, ocanas, clovis, folsom, cacaxtles, caddos, wacos, choctaws, creeks, entre otras muchas) coincide -¿afortunada casualidad o eficiente política editorial?- con la exposición que con el título de La ilusión del Lejano Oeste ofrece el Museo Thyssen de Madrid. En ella, que os recomiendo con entusiasmo y que aún podréis visitar hasta el próximo 7 de febrero en que está prevista su clausura (estupendo, igualmente, su completo catálogo), se recogen numerosas y muy atractivas representaciones -fundamentalmente cuadros, grabados y fotografías, pero también armamento, vestimentas o enseres varios... ¡¡y hasta carteles de conocidos westerns!!- de la cultura de los pueblos nativos norteamericanos, cuya brutal devastación, víctima de las enfermedades, la inusitada violencia, el indiferente exterminio y hasta la sanguinaria “depredación” del hombre blanco, no suele ser normalmente objeto de la consideración debida a una tragedia de tal magnitud que, de haberse acuñado el término en la época, podríamos calificar sin duda de genocidio. (Entre 10 y 20 millones de indígenas habrían vivido en el actual territorio estadounidense desde la Edad de Hielo y antes de la llegada de los españoles; y por mencionar solo a los comanches de tan gran protagonismo en el libro -y en dato recogido en él- su tribu perdió a mediados del siglo XIX un noventa y ocho por ciento de su población como consecuencia de la muchas veces bestial “colonización”).

En el marco de la muestra, el Museo programó el pasado 16 de enero un ciclo de interesantes conferencias -que quizá acaben encontrándose en internet- en torno al imaginario pictórico, cinematográfico y literario de la “conquista” del Oeste norteamericano, un fenómeno que ha conformado la imagen colectiva del país y que ha sido sin duda uno de los acontecimientos básicos de la historia de Estados Unidos. La presencia de los españoles en las fronteras norteamericanas, las culturas nativas de las Grandes Llanuras y el suroeste de aquel inmenso país, su rastro en las colecciones pictóricas de los museos españoles, los mitos del Lejano Oeste en el cine y la literatura, las fantasmagorías del western y su presencia en el cine español, son algunos de los temas tratados en la intensa jornada; todos ellos, en mayor o menor medida, relacionados con el libro del que, a continuación y ya sin apenas tiempo, paso a comentar algunos de sus aspectos más notables.

El hijo es una novela excepcional que fascina e interesa al lector por múltiples motivos, de los que ahora quiero destacar tres principales. En primer lugar, constituye -a partir del microcosmos texano- un apasionante relato de la historia norteamericana, cuyo origen épico -casi mitológico- hecho a partes iguales de heroísmo y violencia, de noble aventura e inigualable crueldad, se describe con precisión y rigor, en una versión mucho más completa -y por tanto con claroscuros y ambigüedades- de la habitualmente maniquea visión de la conquista del Oeste, en la que la civilización, encarnada en las voluntariosas familias de un puñado de arriesgados colonos que sobreviven a infinidad de durísimos sobresaltos, se impone a la brutalidad y al salvaje primitivismo de los pieles rojas. En segundo término, destaca el valor antropológico del libro, que nos permite conocer con verosimilitud la cultura comanche, sobre todo en los episodios protagonizados por el niño Eli McCullough. En este sentido, estamos también, en cierto modo, ante una novela de iniciación, de la que la estancia del muchacho en el universo indígena -un niño que pese a las duras adversidades de su infancia crece y aprende y madura y se hace hombre entre los indios, en un proceso que nos pone en contacto con lo esencial de su refinada y a la vez feroz civilización, de su agonizante cultura- resulta paradigmática e inolvidable, en una vigorosa y adictiva narración, sin duda lo mejor del libro. Por último, El hijo nos habla de los grandes temas de la existencia humana, el amor, el poder, la ambición, el odio, la moral, la libertad, la cultura, la compasión, la ternura, el valor, la inteligencia, la voluntad y el destino, la familia, la solidaridad y el sentido de pertenencia, la lucha por la vida, el paso del tiempo, el fracaso y los ideales perdidos, la búsqueda de un lugar en el mundo, a través de un constante -aunque no siempre explícito, como luego veremos- juego de contrastes, de dualismos muy reveladores y significativos.

En relación al primero de los planos, El hijo -una muy singular epopeya- sostiene indisimuladamente que la historia de los Estados Unidos, el “nacimiento de una nación” -como reza el clásico de Griffith-, en realidad de cualquier nación, se sustenta sobre la violencia, sobre el robo y la opresión, sobre el expolio, el crimen y la aniquilación, sobre el sojuzgamiento y la destrucción de unos pueblos por otros. Tribus enteras de indios americanos originarios fueron masacradas por otros grupos tribales y estos por otros recién llegados y todos ellos por los apaches y aun estos por los comanches que al final fueron exterminados por los “anglos” americanos. Y ese fenómeno cíclico e inexorable repite la extinción del Imperio romano por los visigodos (la cita del clásico de Edward Gibbon -Historia de la decadencia y caída del Imperio romano- que abre el libro es significativa a este respecto, y reaparece, de una u otra forma, a lo largo del texto), que no resistieron la dominación musulmana, a la que siguió la española, que dio paso a sucesivos nuevos imperios a menudo sanguinarios. La sangre que corre por la historia colma todos los ríos y océanos, como escribe Meyer (y no hace falta más que dar un repaso a las decenas de conflictos que proliferan por doquier en nuestros días para validar la veracidad de tal terrible aserto). En particular, y en el caso de Texas, El hijo cuestiona abiertamente algunos de los mitos fundacionales del gran país norteamericano, como el del héroe solitario, la [supuesta] cúspide de la libertad en el Oeste, que se arriesga y avanza en territorio inexplorado imponiendo la civilización a los primitivos bárbaros. Muy al contrario, fueron el pillaje y la coacción, el terror y el asesinato, la devastación y la masacre los componentes fundamentales de aquellos tiempos convulsos, y la violencia inherente al ser humano, el afán por poseer y dominar, su ansia de sometimiento y venganza, su egoísmo, su ambición y su codicia se suceden -no solo en los hechos narrados en la novela- generación tras generación (escribe Meyer en un momento del libro, enfatizando esta presencia recurrente del mal que conecta la despiadada lucha por la riqueza derivada del petróleo en la última mitad del siglo XX con la ritualizada brutalidad de los comanches, los texanos y los anglos muchas décadas antes, que el año en que Kennedy murió aún había texanos vivos que habían visto cómo a sus padres les cortaban la cabellera los indios). Y así, enlazados por este hilo conductor de horror y destrucción, la novela atraviesa dos siglos punteados por la conquista del Oeste, la guerra de independencia texana, la de Secesión norteamericana, los conflictos revolucionarios en el México del finales del XIX y principios del XX, las dos guerras mundiales, en un panorama plagado de millones de víctimas, casi siempre los indefensos y los frágiles, indios y mexicanos desposeídos, negros y blancos débiles, niños y mujeres. Y en casi todos los casos, los personajes que protagonizan la historia -incluso el mismo Coronel- son seres complejos, simultáneamente víctimas y verdugos, que aúnan en muchas ocasiones lo más noble y lo más despreciable de la condición humana, las más altas aspiraciones de libertad, el entusiasmo y la ilusión fundacionales que aquellos inexplorados territorios propiciaban y, a la vez, la salvaje violencia capaz de violar y asesinar, de torturar y exterminar.

Son, a mi juicio, los capítulos dedicados a narrar la estancia de Eli McCullough entre los comanches y su transición desde una infancia cercenada de raíz por el brutal asesinato de su madre y hermanos por los indios hasta su plena madurez gracias a las enseñanzas de los propios aborígenes que lo educan en sus ritos y costumbres, la parte más notable del libro, que se lee, en estas páginas, en un estado de enfebrecida exaltación. Resultan inolvidables (y de un extraordinario valor etnológico, empíricamente demostrado, si se puede hablar en estos términos, pues el autor confiesa haber experimentado en la práctica la mayor parte de las situaciones de las que da cuenta en su libro) las minuciosas descripciones de ceremonias y rituales, la exhaustiva información sobre los hábitos guerreros o las prácticas de caza (inefable el largo y pormenorizado relato de la captura del búfalo, e imprescindible, para una mejor comprensión de la descomunal carga simbólica -de dimensiones heroicas y hasta míticas- de ese desigual combate entre el hombre y la bestia, la contemplación detenida, en la exposición del Museo Thyssen de la descomunal cabeza de bisonte expuesta), la ubicación de las tribus, la fidedigna recreación de las escenas de la vida cotidiana y las estampas familiares, la muy completa -y sorprendente- información sobre los protocolos de iniciación y los usos amorosos (y no me resisto a transcribir, al final de este comentario, un emocionante y revelador texto que condensa lo esencial de los juegos eróticos de las mujeres comanches), también las abundantes pinceladas sobre la particular cosmogonía y los muy genuinos valores, la ancestral sabiduría y el peculiar modo de encarar la existencia de los pieles rojas, resumidos en esta sentencia, de las muchas reseñables del libro: Quizá fuera esa la diferencia principal entre los blancos y los comanches: que los blancos estaban dispuestos a renunciar a toda su libertad por vivir más tiempo y comer mejor, y los comanches no estaban dispuestos a renunciar en absoluto. O de modo aún más significativo y por recoger tan solo una muestra más: Los comanches no tenían paciencia con la ignorancia de sus cautivos blancos cuando a ellos los habían criado sabiendo que tardar un minuto o una hora en hacer un fuego o fabricar un arma o seguir las huellas de un hombre o un animal podía, en un momento dado, suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Cuando no había nada que hacer se entregaban a una holgazanería sin igual; de otro modo, eran minuciosos cual orfebres. Cuando miraban un bosque veían cada planta por separado y conocían su nombre y las estaciones en que se podía comer o utilizar como medicina; veían los rastros de todas las criaturas vivas que habían pasado por allí. Se podría haber dejado a cualquiera de ellos en la tierra con una mano detrás y otra delante y en unos días estaría viviendo cómodamente.

En este sentido, la ambientación -del libro entero, pero en particular de los capítulos “comanches”- es extraordinaria. Los inmensos paisajes, las praderas infinitas, los variados itinerarios de las expediciones, los cañones escarpados, los ríos de aguas frescas y transparentes, las cataratas, la feracidad de los campos, los pastos inagotables, los abruptos desiertos, el frío extremo y la nieve, el insoportable calor, las manadas de búfalos, los caballos salvajes, la desbordante variedad de otros animales, la flora abundante y múltiple, las noches estrelladas, el nítido y brillante firmamento, la extremada y bellísima y cambiante y virginal e indomeñable naturaleza constituyen el escenario -más aún, otro personaje, y no el menor, de la novela-, por desgracia ya casi desaparecido, de un libro que induce así otra lectura, la llamémosla “romántico-ecologista”, muy sugerente.

Y esa añoranza de una naturaleza casi edénica ya irremisiblemente perdida, de esa inocente libertad del comanche que vaga por la existencia acompasándose a la deriva de las manadas de búfalos, al ritmo de las estaciones y a los ciclos de una tierra sin límites, aparece en contraposición a la rígida civilización del hombre blanco, con sus cercados y sus propiedades, sus lábiles y acomodaticias leyes, su imperiosa necesidad de dominio, su instinto depredador, su justicia ciega y su obsesión por el dinero, en uno más de los numerosos “dualismos” que surcan el libro.

En este sentido, El hijo está marcado por este carácter dual, el libro entero surcado por una infinidad de nociones opuestas que se muestran como si se tratara de un juego de espejos que se enfrentan y contraponen (aunque también se mezclan y confunden): la paradisíaca y sin embargo primitiva y bárbara naturaleza y el refinamiento de una evolucionada cultura (Como si nunca hubiéramos salido arrastrándonos de los pantanos, no éramos más capaces de entender nuestra propia ignorancia de lo que un pez, al levantar la vista desde un remanso, alcanza a comprender la suya); la vida de acción y la pasividad de los libros; el salvajismo y la civilización (La historia entera de la humanidad se caracteriza por un único movimiento inexorable: del instinto animal al pensamiento racional, del comportamiento innato al conocimiento adquirido. Una cría de pantera a medio crecer abandonada a la intemperie se convertirá en una pantera perfectamente normal. Pero un niño a medio crecer abandonado de un modo similar se convertirá en un salvaje irreconocible, incapaz de vivir en una sociedad normal); la violencia y la compasión (Hay quienes nacen para cazar y quienes nacen para ser cazados... Siempre he sabido que yo era de los últimos, afirma el sensible Peter enfrentado a su padre); el instinto y la razón (El problema estriba -de nuevo es Peter el que habla- en los que son como yo, los que esperábamos poder elevarnos por encima de nuestro estado instintivo. Que esperábamos ir más allá de nuestra naturaleza); la libertad sin límites y el férreo y represivo orden, un contraste que se ejemplifica en esta reflexión de Jeanne Anne en la que los caballos de su elegante residencia de señoritas son el emblema de la independencia domesticada (Era un buen caballo; no quería parar y a ella la abrumó la tristeza, por la vida que llevaba en ese corral y esos pocos de kilómetros de sendero tan cuidado, montado por esas chicas que pasaban más tiempo vistiéndose que encima de la silla. Una existencia sin sentido); el sofisticado y elegante, el cultivado e inane norte y el sur indómito y agreste, bravío y peligroso; las vigorosas fuerzas de la creación y las no menos poderosas de la destrucción, puestas de manifiesto en la metáfora de los orgullosos imperios, prodigios de la construcción humana, humillados, destruidos y sepultados por los bárbaros, como recoge la cita de Gibbon ya mencionada; el presente y el pasado, confrontados de continuo en el libro, con abundantes ejemplos: la ganadería y el petróleo, la complejidad artesanal de la existencia comanche y el imparable desarrollo de la técnica moderna, el silencio y la soledad de las grandes praderas y el bullicioso gentío y la agobiante convivencia en las florecientes ciudades, el perpetuo desajuste entre un mundo que se acaba y otro que lo sustituye (su padre formaba parte de una estirpe en vías de extinción... el representante de una era pasada, un emisario de un tiempo perdido, afirma de El Coronel su hijo Peter).

En fin, no caben más comentarios, el tiempo de nuestra emisión ya muy superado. Leed este magnífico El hijo, de Philipp Meyer, os auguro una experiencia inolvidable. Os dejo, como cierre, con una canción que evoca el universo del libro: Pancho & Lefty, interpretada por Willie Nelson y Merle Haggard, este último citado en el libro.



Durante el día no hablábamos, pero por la noche, después de que el fuego se hubiera consumido, oía el roce de su cuerpo contra la solapa del tipi y luego se acostaba en mi lecho. Para la tercera noche había memorizado hasta el último centímetro de su cuerpo, igual que si fuera ciego como un cachorrillo, aunque había momentos, si su pelo era diferente, o su olor era diferente, en que no estaba seguro de que fuera ella. Los comanches daban esa incertidumbre por supuesta, lo que redundaba sobre todo en beneficio de las mujeres, que podían satisfacer sus necesidades sin poner en peligro la reputación, y no tanto de los hombres, que a menudo no estaban seguros de a quién habían conquistado o de si los habían conquistado a ellos y lo habían hecho con alguien que no era de su agrado. Cualquier piel era grata por la noche, las manchas invisibles, los dientes torcidos, rectos, todo el mundo era alto y hermoso y era una suerte de democracia magnífica; las mujeres no reconocían sus nombres, de modo que un pecho u oreja o barbilla se besaba para determinar su forma, o la curva de una cadera o clavícula, la tersura de un vientre, la longitud de un cuello, todo había que tocarlo. Al día siguiente conformábamos una figura a partir de las imágenes recabadas con las manos y la boca, viendo pasar a las chicas al sol, preguntándonos cuál habría sido.

Siempre había sido así. Corría una historia sobre una joven preciosa a la que visitaba todas las noches un amante (cosa que, en tanto que hombres, no teníamos permitido hacer, pero esto había ocurrido en otra época) y, a medida que su pasión se iba transformando en amor, ella empezó a preguntarse quién era ese amante; conocía todas sus partes pero no la totalidad, y conforme pasaba el tiempo se obsesionó con averiguarlo, para así estar con él tanto por el día como por la noche y no tener que separarse nunca. Una noche, justo antes de que llegara su amante, se ennegreció las manos con ceniza del fuego, a fin de marcarle la espalda y tener la respuesta. Por la mañana, cuando se levantó para ir a por agua para su familia, vio las huellas de sus manos en la espalda de su hermano preferido, y se pudo a gritar y huyó avergonzada de la tribu, y su hermano, que nunca había amado tanto a nadie, fue corriendo tras ella. Pero no aminoraba el paso, y él no podía alcanzarla, y los dos siguieron corriendo por toda la tierra hasta que al cabo ella se convirtió en el sol y su hermano en la luna, y solo podían estar juntos en el cielo en ciertos momentos y nunca jamás pudieron volver a tocarse.
 

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