Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de marzo de 2016

 
HANNAH KENT. RITOS FUNERARIOS
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. Empieza el mes de marzo y nuestro espacio se acomoda a una especie de “ritual” que inauguramos la temporada pasada. Al ser el 8 de marzo el Día internacional de la mujer, y constituir esa fecha en el mundo entero un recordatorio de la discriminación, la desigualdad y las injusticias que aún sufren por doquier las mujeres, hace un año decidí -no del todo inmune a ciertas críticas a mi juicio no justificadas y pese a ser del todo contrario al sistema de cuotas, absurdo cuando pretende aplicarse al mundo literario- extender los efectos de dicha celebración no sólo al mencionado día ocho sino a todo marzo, ofreciendo, pues, en las emisiones de este mes reseñas correspondientes a libros escritos por mujeres. Vuelvo a insistir, como hice el curso pasado, en que mis criterios de elección de lecturas nunca se han visto mediatizados por el género, el origen, la raza, la ideología, la nacionalidad o cualquier otra condición de sus autores, y que, por ello, a lo largo de cada temporada, aparecen aquí “naturalmente” comentarios de obras literarias escritas por féminas. No obstante, y cediendo en aras de ese fomento y potenciación de la mayor visibilidad de las mujeres -concepto, que como tal, no me parece desdeñable-, opto por agrupar en este tercer mes del año algunas de mis habituales lecturas “femeninas”.
 
A esa premisa, ya admitida, como digo, desde hace un año, añado ahora otras dos condiciones -estas totalmente arbitrarias y carentes de justificación “objetiva”- que la casualidad -o vaya usted a saber qué extraños designios del destino- ha hecho coincidir en mis recomendaciones “marceñas”. Y es que, por un lado, más allá de ser escritos por mujeres, todos los libros que durante este mes voy a proponeros contienen una sutil pero poderosa reivindicación del universo femenino, con protagonistas formidables, mujeres que manifiestan su fuerza, su lucidez, su capacidad, su energía, su dignidad, su decisión, su inteligencia, su sensibilidad, su valentía en unos tiempos -los pretéritos en los que se enmarcan los cuatro libros- muy poco propicios para admitir la mera individualidad -mucho menos una personalidad muy sobresaliente y destacada- de la mujer. Y esta otra es, precisamente, la segunda pauta adicional que comparten mis propuestas: el que todas ellas están ambientadas en épocas pasadas, en los siglos XVII, una de ellas, y XIX, las otras tres. Podríamos hablar, además, de novela histórica -al menos en dos de los cuatro casos, basados en hechos reales- si el término no estuviese -a mi juicio- muy devaluado por un poco consistente y reduccionista criterio comercial que lo aplica a obras, en general, de no siempre una alta calidad. Una calidad y una consistencia que sí están presentes -junto con otras muchas virtudes- en los espléndidos libros que voy a recomendaros entusiasta y apasionadamente a lo largo de este mes de marzo.
 
La novela que abre esta pequeña serie es Ritos funerarios. Su autora es una jovencísima escritora australiana, Hannah Kent, que debutó en 2013 con este libro. En España vio la luz un año después, en la colección Contemporánea de la magnífica Alba Editorial, en traducción de Laura Vidal. He detectado dos pequeños fallos en la versión española, que tanto pueden ser despistes de la traductora, errores en la redacción original o descuidos en la revisión última de la edición. La lana de la bovina, se dice incorrectamente en la página 121 (un uso imposible -¿lana en las vacas?- y además inexacto, sobre todo cuando se está aludiendo al carrete en el que se enrolla un hilo, un objeto que, obviamente, exige la doble b en su denominación). Más grave me parece el que, en la página 147, en medio de la descripción -cálida y conmovedora, vivísima y llena de emoción- de un significativo encuentro amoroso de la protagonista, en un fragmento bellísimo que os dejo al término de esta reseña, se hable de “disparo de salida”, una expresión, proveniente del mundo del atletismo de competición, que en su modernidad, y como resulta evidente, no era posible en una voz narrativa que habla desde la Islandia más profunda de 1829. Minucias que no dificultan en absoluto la lectura de un texto por lo demás extraordinario.
 
Hannah Kent vivió en el norte de Islandia con ocasión de un intercambio escolar cuando tenía diecisiete años. Allí, mientras descubría su fascinación por aquel paisaje helado y sobrecogedor, tan distinto al de su lugar de origen en las antípodas, aprendió el idioma y conoció la historia de Agnes Magnúsdóttir, la última persona ejecutada en el país nórdico, decapitada a principios de 1830, con treinta y tres años, al ser condenada como autora del asesinato de dos hombres, salvajemente golpeados, acuchillados y luego carbonizados tras el incendio provocado de la casa que habitaban. El personaje -en quien la versión oficial de la época veía una mujer perversa, siniestra, una suerte de bruja, un monstruo-, su trayectoria vital, su crimen y su triste final, muy presentes en la realidad de la zona en la que vivió la estudiante durante su estancia académica (Kent llegó a visitar como turista el lugar en el que se cumplió la condena, que se conserva y es recordado por los lugareños), impresionaron a la joven australiana, que regresó a su hogar obsesionada con la idea de escribir sobre tan singular mujer. Cuando, años después, se licenció en Artes Creativas, su tesina final versó sobre el espeluznante suceso. Por fin, y tras años de investigaciones en los que volvió a Islandia para rastrear -en palabras de la propia autora- libros de historia, periódicos, ensayos y artículos académicos, recetas de cocina de la época, poesía, ficción, letras de canciones, estadísticas y diarios personales, visitar museos, archivos y registros parroquiales, consultar libros oficiales estatales o censos de población, y recorrer la mayor parte de los lugares que luego aparecerían en la obra -granjas todavía en funcionamiento o espacios aún accesibles hoy día-, dio forma a la novela de la que ahora os hablo en la que recrea su particular versión de la dramática historia.
 
Hija ilegítima, abandonada por su madre soltera, trabajando de criada en diversas granjas desde su infancia, Agnes es detenida al ser encontrada con visibles huellas -su ropa empapada de la sangre de las víctimas- de su participación en el asesinato del que en ese momento es su jefe y también amante Natan Ketilsson y del ayudante de este, Pétur Jónsson. Acusada del crimen y condenada a muerte, la joven es enviada, tras una cruel y devastadora estancia en la cárcel, a la granja en la que viven pobremente Jón Jónsson, su mujer Margrét y las dos jóvenes hijas de la pareja, Steina y Lauga, para que colabore con los trabajos de mantenimiento de la humilde explotación familiar en tanto se concretan los detalles de su ejecución. Para facilitar su espera de la muerte, las severas autoridades confían a un jovencísimo pastor, el reverendo segundo Torvadur Jónsson, la dolorosa misión de confortar espiritualmente a la muchacha que, destrozada física y anímicamente, vivirá sus últimos meses en la ambigua semilibertad del austero pegujal de los Jónsson. Aislada de inicio a causa del rechazo, la hostilidad y el odio de quienes se han visto obligados a acogerla, la silenciosa y atormentada joven irá ganándose la confianza de la familia creando con algunos de sus miembros un vínculo de una mínima afectividad que propiciará las confidencias, especialmente con Margrét y Steina, a las que irá desvelando algunos pormenores de su muy desgraciada existencia, que revelará también y de un modo más íntimo y profundo al inocente pastor.
 
A partir de este escenario, la novela ofrece diversos planos de interés. En primer lugar, la hábil “fórmula” que permite la reconstrucción de la historia de Agnes. La vida de la chica se va hilando de adelante hacia atrás, a través de recursos literarios distintos. Su propio monólogo interior se entrevera con los retazos de esas conversaciones mencionadas, sobre todo con el pastor o con las mujeres de su hogar de acogida, y con la transcripción -supongo que casi literal, dada la exhaustiva labor de documentación de la autora, que habla, no obstante, de “adaptación”- de documentos y cartas y archivos de jueces, eclesiásticos, alguaciles y otras autoridades. Y así la historia avanza y vamos completando los episodios del pasado de la mujer que la han conducido al terrible y brutal doble crimen. De esta manera, la novela desarrolla una inquietante trama de intriga que lleva al lector a cuestionar la primitiva versión de los hechos y a interesarse por los motivos y la auténtica realidad de lo acontecido en la granja del asesinado Natan Ketilsson. En numerosas reseñas se habla de Ritos funerarios como de un thriller, una novela de suspense, sobredimensionando, a mi juicio, uno solo de los planos -y no el más importante- del libro.
 
Sí tiene más relevancia la espléndida construcción del personaje femenino. Sobre la base de los datos conocidos, que figuran en actas y escritos oficiales que se conservan en la actualidad, Hannah Kent “inventa” el alma de Agnes, la llena de hondura y complejidad y vida, ofreciéndonos un intenso retrato de las profundidades de la personalidad de una mujer marginada, noble, sufriente, sensible, desvalida, apasionada, inteligente y desgraciada. Su “retrato”, como digo magnífico, se complementa con un sobresaliente tratamiento del entorno en el que el clima extremo del norte de Islandia, la gelidez constante, el viento aniquilador y la inhumana austeridad del paisaje, el mar inclemente, la aridez volcánica, su belleza y también su hostilidad son protagonistas principales. Igualmente, la ambientación es muy lograda, notándose el esfuerzo de documentación de la escritora: herramientas, muebles, objetos cotidianos, ropajes, comidas, hábitos domésticos, canciones, costumbres y elementos de la vida rural agrícola y ganadera, topónimos y peculiaridades lingüísticas, conforman un escenario muy creíble y verosímil, que realza la intensidad emocional de la historia.
 
Hay más perfiles en el libro que merecen siquiera una breve enumeración: la constante presencia de la religión, oscura y opresiva, férrea y atenazante, que recuerda constantemente -al menos así ha ocurrido en mi caso- con el universo fílmico de otro nórdico, el danés Carl Theodor Dreyer; también el notable protagonismo de las sagas, cuyo mundo onírico, hecho de fantasía e imaginación, repleto de símbolos, forma parte de la cultura popular islandesa desde hace siglos, permea la obra entera, impregnando el pensamiento de Agnes, la cual disfruta de la lectura (un hombre sin un libro está ciego, señala) dentro de los límites que le permiten su origen humilde y su atribulada vida; el implícito enfoque feminista (ven que tengo una cabeza sobre los hombros y creen que una mujer que piensa no es de fiar, dice Agnes de sí misma encontrando en la roma mentalidad masculina de la época una de las explicaciones a sus muchas desgracias); la hondura del análisis psicológico del personaje principal, cuyas conversaciones con el pastor, casi unas confesiones, en las que afloran sueños y deseos, impulsos y emociones muy escondidas, semejan unas anticipatorias sesiones psicoanalíticas...
 
En fin, espléndida novela, de lectura arrebatadora, esta Ritos funerarios, de Hannah Kent, que os recomiendo muy vivamente. El sonido etéreo y la atmósfera evanescente de la música de Sigur Rós, el importante grupo islandés, acompaña a esta reseña. Ãgaetis Byrjun un tema de su álbum más reconocido, del mismo nombre, cierra por hoy mi comentario.
 
 
Aquella noche fuimos al establo. Llené el hueco de sus manos con mi boca, con mi pecho; mi cuerpo se encontró con el suyo. Sus manos recogieron mis faldas y las levantaron y sentí el aire frío hablándole a mi piel. Me preocupaba que nos descubrieran; me preocupaba que me llamaran ramera. Entonces llegó el primer contacto piel con piel y aquello fue el disparo de salida, la caída libre. Tenía las cintas de las medias sueltas sobre las rodillas mientras la suavidad de su pelo me acariciaba el cuello.
 
Entonces deseé su peso. Deseé su aliento: la inhalación acelerada y la presión cálida de su boca. Su olor, la piel tersa de su cuerpo no se parecían a los de ningún otro. Arqueé el cuello hasta que tuve la cara húmeda por el sudor acumulado. Le sentía, sentía su calor, su apremio. Gimió y el sonido quedó suspendido en el aire como una nube de ceniza sobre un volcán.
 
Después sentí ganas de llorar. Había sido demasiado real. Lo había sentido demasiado para verlo como lo que era en realidad.
 
Natan sonrió mientras se remetía la camisa. Tenía el pelo desordenado iluminado en las puntas por diminutas gotas de agua. Me acarició la mejilla, me preguntó si me había hecho daño, si había sangrado. Se rió cuando le dije que no. ¿Se sintió aliviado? ¿Molesto?
 
-No tienes que irte tan pronto.
 
-Levántate de la paja. Agnes. Vete a la cama.
 
-¿Volverás?
 
Volvió. Volvió a mí una y otra vez durante todo aquel largo invierno. Hubo noches tiritando en la nieve polvo y otras en el cobertizo mientras los demás dormían. Y aunque la nieve ahogaba el valle y la leche se congelaba en la lechería, mi alma se fundía. El roce de sus labios mientras el viento aullaba fuera hacía arder en mí un fuego furioso. Cuando todo se congelaba nos veíamos en la troje, con una constelación de carne puesta a secar sobre nuestras cabezas. El olor de la paja nos bañaba en aroma a verano. Recuerdo sentirme como si la sangre me fuera a desbordar las venas. El famoso Natan Ketilsson, un hombre que sabía extraer la savia de la enfermedad de las extremidades de los enfermos, que había estado con la famosa poetisa Rósa, que había oído las campanas de Copenhague, que había aprendido latín sin ayuda -un hombre extraordinario, digno de una saga-, me había elegido a mí. Por primera vez en mi vida alguien me veía a mí, y le amaba porque me hacía sentir que era suficiente.
 
Pensar en cómo deslizaba una mano entre los pliegues de mi falda para buscar y presionar las magulladuras que me había dejado, notar el comienzo del dolor que recorría mi piel. Contusiones como eco de su tacto, prueba de sus manos en las mías, de sus caderas contra las mías: la exhalación exultante, nuestros cuerpos trepando el uno sobre el otro en la oscuridad. Durante las monótonas jornadas de trabajo, las noches en soledad, los despertares con nada por delante excepto faenas y más faenas, aquellas magulladuras ocultas sugerían algo más: el final de la insipidez asfixiante de la existencia.
 
Odiaba cuando desaparecían. Eran el único recuerdo suyo hasta que volvía. Todas aquellas semanas, todas aquellas noches, el hambre me corroía. En el cobertizo, con la cabeza contra el duro suelo, Natan rompía la yema misma de mi alma. A los criados les oculté la naturaleza misma de mis sentimientos. Toda esa fuerza de voluntad para contener lo que deseaba proclamar al viento, y arañar en la tierra, y grabar a fuego en la hierba.
 
Habíamos acordado que me iría a vivir con él. Me sacaría del valle, de la oscuridad de mi existencia triste y sin amor, y todo sería nuevo. Me daría la primavera.
 

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