JAVIER MARÍAS. TU ROSTRO MAÑANA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana nuestro espacio os ofrece la cuarta entrega del ciclo que durante todo el mes de junio estamos dedicando a propuestas de lectura que no se centran en un único libro sino que se abren a obras múltiples, escritas y presentadas por sus autores agrupadas bajo las ambiciosas formas de pentalogías, tetralogías o, como en el caso de mi entusiasta consejo de esta tarde, trilogías. Mi confesado propósito al respecto tiene que ver con sugerencias lectoras que, por su desacostumbrada y generosa extensión, resultan especialmente idóneas para el interminable y ocioso y descansado verano, la tan placentera estación que acaba de comparecer en nuestras vidas hace un par de días.
Hoy quiero hablaros de lo que quizá es el culmen narrativo de Javier Marías, su novela más ambiciosa y, probablemente, la más lograda también; en cualquier caso, uno de sus libros de lectura más apasionante -y casi todos lo son-, un exuberante y gozoso festín literario, cerca de mil seiscientas páginas de arrebatada y envolvente prosa, un inmenso caudal de inteligencia y riqueza lingüística, de penetración y hondura, de lucidez y humor y profundidad y belleza. Se trata de Tu rostro mañana, título genérico de la serie, que abarca tres tomos, Fiebre y lanza, Baile y sueño y Veneno y sombra y adiós, publicados -todos por Alfaguara- en 2002, 2004 y 2007, respectivamente.
Como ya resalté en una anterior reseña de un libro de Javier Marías, Los enamoramientos, comentado en esta página el 28 de septiembre de 2011, en las novelas del académico madrileño poco suele importar el argumento o la trama, aspectos que, también en el caso que nos ocupa, aparecen diluidos o desdibujados o evanescentes o difuminados o incluso -con leve exageración- hasta fantasmales o inexistentes. De tal manera que resulta difícil -por no decir imposible- daros cuenta del tema que articula la trilogía de la que ahora os hablo. Porque, ¿qué se nos cuenta en Tu rostro mañana?, ¿cuál es la historia narrada, cuál el motivo, el asunto de su relato?, ¿cuál la peripecia vivida por su protagonista principal que pudiera vertebrar la acción del libro? En síntesis -limitada, reduccionista y, por tanto, algo inútil e incluso absurda-, la novela nos presenta a Jaime Deza -de comparecencia asidua en la obra de Marías, y su inequívoco alter ego-, contratado por uno de los muy inaprensibles -aunque conspicuos- servicios secretos británicos para una también poco concreta misión de ¿espionaje?, consistente en elaborar dictámenes o informes sobre distintas personas, casi todas anónimas -cuya existencia presentaría un supuesto valor estratégico, aunque de nuevo nebuloso, para los organismos de información-, a partir de las impresiones que la singular agudeza y la penetrante perspicacia de “Jack” -como se le llama en Londres- captan en sus sagaces observaciones de los “investigados”. Y es que Deza es un traductor de vidas, un anticipador de historias, un intérprete de personas: de sus conductas y reacciones, de sus inclinaciones y caracteres y sus capacidades de aguante; de su maleabilidad y su sumisión, de sus voluntades desmayadas o firmes, sus inconstancias, sus límites, sus inocencias, su falta de escrúpulos y su resistencia; de sus posibles grados de lealtad o vileza y sus calculables precios y sus venenos y sus tentaciones; y también de sus deducibles historias, no pasadas sino venideras, las que aún no habían ocurrido y podían por tanto evitarse. O bien podían fraguarse. Un párrafo, este que acabo de transcribir, que concentra lo esencial de la literatura de Marías, la cual, en buena medida consiste también, como la paciente labor de Deza, en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias; indecisiones. Interpretaba -en tres palabras- historias, personas, vidas. Y tal tarea, tal capacidad de observación, de indagación, de desvelamiento, explica, en último término, el sugerente título del libro: ¿Cómo se podía pasar media vida junto a un compañero, un amigo íntimo -media vida de la niñez, de pupitre, de la juventud-, sin percatarse de su naturaleza, o al menos de su naturaleza posible? (Pero acaso en todos cualquier naturaleza es posible) ¿Cómo puede no verse en el tiempo largo que quien acabará y acaba perdiéndonos nos va a perder? ¿No intuirse ni adivinarse su trama, su maquinación y su danza en círculo, no oler su inquina o respirar su desdicha, no captar su despacioso acecho y su lentísima y languideciente espera, y la consiguiente impaciencia que quién sabe durante cuántos años habría tenido que contener? ¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere?
Este leve núcleo argumental (en realidad, la acción -y el término es desmesurado- de las tres novelas se desarrolla en poco más de cuatro días; y las novecientas páginas que abarcan las dos primeras transcurren en sólo un corto fin de semana... imposible hablar de argumento) se ramifica en decenas de otras historias más pequeñas, auténticas “subtramas”, que surgen en el transcurso de la narración principal y la interrumpen y la completan y aparecen y se diluyen y vuelven a aflorar después y se entremezclan y se confunden y conectan de nuevo con la línea central, en ese rasgo típico de la prosa de Marías, la digresión, tan definitorio de su estilo, y al que también volveré a referirme más adelante.
Así, imbricados en la insólita aventura del peculiar espionaje que protagoniza Jacobo, Jaime, Yago, Jacques o Jack -de todos estos modos, sinónimos, es denominado el personaje-, se nos narran oscuros episodios de la guerra civil; la triste experiencia en ella del padre de Deza (una obvia traslación de Julián Marías, progenitor del propio novelista); un pormenorizado e interesante estudio sobre la propaganda británica en la segunda guerra mundial; diferentes interioridades del funcionamiento de los servicios secretos de Su Majestad; anécdotas varias de la vida académica oxoniense; una nueva incursión en las biografías de sus mentores -del personaje y del propio Marías- Robert Rylands y Peter Wheleer (en sus nombres literarios); una emotiva -como siempre en Marías- evocación de la figura de la madre; la historia de amor del protagonista con su mujer Luisa, de la que está separado, con sus altibajos sentimentales y con la soberbia relación de un delirante lance con uno de sus pretendientes; un encuentro de una extraña intensidad erótica con una compañera de trabajo; las singulares andanzas de un bailarín que de modo recurrente contempla Deza desde su ventana mientras el observado evoluciona no siempre inconsciente de su entregado testigo en la casa de enfrente; una magistral escena en una discoteca (decenas de páginas para describir un suceso de escasas dos horas de duración, y, en su seno, el jocoso y trivial incidente de la chica en los baños del establecimiento, casi diez páginas para el demorado “análisis” -esa es la palabra- de un hecho banal que ocurre en sólo doce segundos); las diversas apariciones del patético y atribulado Rafita De la Garza; una penetrante exposición de la brutal violencia que invade el mundo presentada a través de una dramática sesión de vídeo; la esperpéntica figura del cantante Dick Dearlove y su sangrienta historia; numerosas reflexiones y análisis muy minuciosos sobre algunos significativos -y otros no tanto- cuadros de la historia del arte; un sugestivo comentario sobre una conocida fotografía de Sofía Loren y Jane Mansfield; y tantos otros temas aparentemente menores que surgen por doquier y con la menor excusa “narrativa” para ampliar los ecos de la historia principal.
En cualquier caso, tales relatos, más allá de su intrínseco interés y su genuino valor literario, son una excusa que permite a Marías hablar de sus temas favoritos, presentes en la mayor parte de sus obras. Y así, a lo largo del texto se muestran algunas de sus grandes y reiteradas preocupaciones: el paso del tiempo, la vejez y el recuerdo; la traición y la crueldad; la delación y la violencia; el dolor y la infelicidad; la honrada y digna aceptación del propio destino; la integridad y la secreta valentía ante la desgracia o el infortunio o la persecución o los reveses de la vida; el miedo y la manipulación, el conocimiento y el olvido; la amistad y la memoria; el amor y las mujeres; la pareja y la soledad; la importancia del callar -No debería uno contar nunca nada- y, simultáneamente, la perentoria necesidad de hablar, de hablar sin cesar, sin pausa, continua e irrefrenablemente -hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve el mundo-; las consecuencias de ver y oír (y de haber visto u oído); la delgada línea que separa el pensamiento de las figuraciones, y aun los deseos de sus cumplimientos, y lo ficticio de lo acaecido; la frivolidad y la superficialidad de nuestra época, su pereza y su inconstancia; lo insoportable de las certezas, el convencimiento y las certidumbres, el odio al conocimiento entre la mayor parte de nuestros conciudadanos, la incapacidad de casi todo el mundo para la profundización, para pensar yendo “más allá de lo necesario”, de lo obvio, de lo consabido, de lo superficial, sin contentarse con una primera visión, una primera imagen de las cosas elemental y por tanto imprecisa e inexacta, conformista y casi siempre errónea; y muchas otras reflexiones de esta índole, que podríamos llamar “metafísica”. Aunque también hay espacio para sus obsesiones y manías y fobias y sarcásticos “tics”, para sus temas-fetiche, frecuentemente motivo de furibundas “diatribas” en sus colaboraciones periodísticas sobre política, cultura, economía y, en general, vida cotidiana (el deprimente “horror” de los programas televisivos, la mediocridad de los gobernantes, la deficiencias del sistema democrático, la estupidez de los poderosos, lo ridículo de las poses de muchos escritores y críticos y músicos y actores y artistas -los “artísticos”-, las simplezas políticamente correctas… y hasta la episódica y tangencial mención a Mourinho o los denuestos sobre las a su juicio funestas costumbres de las boinas en las mujeres, los pantalones cortos en los hombres o los tatuajes y las insustanciales y patibularias perillas -peor aún, las moscas- en tutti quanti hoy día). Igualmente comparece el humor (espléndidas las escenas de los pechos de la Manoia, la ya comentada larga aventura de la discoteca, las muchas majaderías del inefable Rafita de la Garza, la hilarante descripción del “militarote” venezolano, las irónicas e intemperantes -ofensivas incluso, a mi juicio, y evitables- alusiones a colegas de profesión, Trapiello, Cercas, Luis Alberto de Cuenca, entre otros abundantes ejemplos).
Aunque lo que en realidad importa no son ninguna de estas historias -que acabamos olvidando con el paso del tiempo y que podrían no estar en la obra o ser sustituidas por otras- sino el virtuosismo estilístico; la elegante calidad de su escritura; la muy trabajada estructura que acoge con fluidez y naturalidad los constantes saltos en el tiempo y la profusión de incisos y anécdotas y secuencias incidentales; la deslumbrante precisión de su enrevesada prosa; la compleja sintaxis, desarrollada a través de un inteligente y eficaz uso de las oraciones subordinadas y los largos párrafos; la cada vez más inusual -en este mundo de generales desidia y ligereza y banalidad y estulticia- precisión en el lenguaje, mostrada mediante una espléndida riqueza de matices en las observaciones, en las frecuentes disquisiciones; la apertura continua a digresiones, paréntesis, incisos, meandros, excursos; la abundancia de enumeraciones, repeticiones y puntualizaciones; la incesante aparición de motivos recurrentes que se yuxtaponen y entrelazan y se asoman a cada poco, dotando al texto de su muy elogiada y siempre magnífica musicalidad; la formidable capacidad de profundización y de penetración de la que ya he ofrecido algún ejemplo (y no me resisto a uno nuevo: dos páginas enteras para contar un mínimo cartel propagandístico, analizando en él hasta el detalle más nimio), ofreciendo una realidad mucho más rica que la que el lector es capaz de percibir -humano al fin, frente a la excepcional sabiduría del autor- en su roma visión convencional.
El resultado es, como siempre en los libros de Marías, una narración absorbente y adictiva, como queda de manifiesto en este largo fragmento del que pese a su extensión no quiero privaros, una maravilla de talento y genio para la especulación y el análisis, para la observación y la agudeza en la mirada, en el que están representados los principales rasgos del excepcional estilo de su autor: Así como los ojos de su colega y amigo y semejante Rylands habían poseído una cualidad más bien líquida y habían sido muy llamativos por sus colores distintos -un ojo era color de aceite, el otro de ceniza pálida, uno era cruel y de águila o gato, había rectitud en el otro y era de perro o caballo-, los de Wheeler tenían un aspecto mineral y eran demasiado idénticos en dibujo y tamaño, como dos canicas casi violetas pero jaspeadas y muy translúcidas, o incluso casi malvas pero veteadas y nada opacas, o hasta casi granates como esta piedra, o eran amatistas o morganitas, o calcedonias cuando más azulosos, variaban según la iluminación que les diera, según el día y según la noche, según la estación y las nubes y la mañana y la tarde y según el humor de quien los dirigía, o eran granos de granada cuando se le achicaban, aquella fruta del primer otoño en mi infancia. Habrían sido muy brillantes, y temibles cuando coléricos o punitivos, ahora conservaban ascuas y fugaz enfado dentro de su general apaciguamiento, solían mirar con una calma y una paciencia que no eran connaturales sino aprendidas, trabajadas por la voluntad a lo largo de mucho tiempo; pero no habían atenuado su malicia ni su ironía ni el sarcasmo abarcador, terráqueo, de que se los veía capaces en cualquier instante de su aquiescencia; ni tampoco la asentada penetración de quien se había pasado la vida observando con ellos, y comparando, y reconociendo lo ya visto en lo nuevo, y vinculando, asociando, y rastreando en la memoria visual y así previendo lo aún por ver o no ocurrido, y aventurando juicios. Y cuando se aparecían piadosos -y en modo alguno era infrecuente-, una especie de constatación maltrecha o acatamiento abatido rebajaba su espontánea piedad en seguida un poco, como si en el fondo de sus pupilas habitara el convencimiento de que al fin y al cabo y en alguna medida, por infinitesimal que fuera, todos nos traíamos nuestras propias desgracias, o nos las forjábamos, o nos prestábamos a padecerlas, o consentíamos tal vez en ellas. ‘La infelicidad se inventa’, cito a veces con el pensamiento.
No queda tiempo ya para hablar de muchos otros aspectos significativos de Tu rostro mañana: el permanente e irónico juego autorreferencial, en el que las especulaciones teóricas del protagonista sobre el habla y la escritura, sobre las divagaciones y el contar (aunque, paradójicamente, la vida no es contable, se afirma), son aplicables -y, en cierto modo, la describen- a la misma literatura de Marías, que parece reírse así de sí mismo (Él -dice Deza de Wheeler, su mentor en Oxford- podía permitirse excursos de excursos de excursos y regresar al cabo donde quería. O, más explícitamente, a propósito de otro de los personajes principales, Tupra: No iba a permitir que siguiera errando, con divagaciones, no aquella noche prolongada por su exigencia; que pasara de una cosa principal a otra secundaria y de ésta a un paréntesis y del paréntesis a un inciso, y que, como hacía a veces, no volviera nunca de sus inacabadas bifurcaciones, llegaba casi siempre un momento en que sus desvíos no alcanzaban senda, sino tan sólo maleza, o arena o ciénaga. Tupra era capaz de entretener a cualquiera indefinidamente, de irlo interesando en lo que carecía de interés y era accesorio, pertenecía a esa rara clase de individuos que llevan el interés consigo o lo crean, cómo decir, ellos lo traen y reside en sus labios. Son los más escurridizos de todos, también los más persuasores); la esperada presencia de los elementos más recurrentes en su literatura: las escogidas referencias de un muy bien conocido y estudiado Shakespeare, las copiosas citas literarias (Jorge Manrique, Lope de Vega, Lorca, Heine, Machado, Robert Louis Stevenson, Rimbaud, Sterne y Joyce -aunque no recuerdo ahora si en estos dos concretos casos la mención es expresa o sólo implícita-, T.S Eliot o John Ashbery), las abundantes “calas” en diversos ámbitos de la cultura (carteles, fotografías, cine, canciones), los “enlaces” a su propia obra anterior (el mismo universo una y otra vez, Oxford y el mundo académico de los colleges ingleses, algunos personajes habituales, Robert Rylands, Custardoy, el profesor Rico); la relevancia dada a la labor de traducción, con las frecuentes muestras de expresiones trasladadas de, o a, otros idiomas; el indisimulable peso de lo autobiográfico, que alcanza su máxima expresión en la presencia del padre y, especialmente, en el informe sobre el propio Deza que el servicio de espionaje elabora y que constituye -tal vez- un fidedigno retrato del propio Marías: 'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco). No se ve, no se sabe, o más bien no se ausculta ni se investiga. Sí, más bien es esto: no es que no se conozca, sino que ese es un conocimiento que no le interesa y que apenas cultiva por tanto. No ahonda en él, lo vería como una pérdida de tiempo. Quizá no le interesa por demasiado antiguo, tiene escasa curiosidad por sí mismo. Se da por descontado, o se tiene sabido. Pero la gente va cambiando. El no se ocupa de registrar ni analizar sus cambios, no está al día de ellos. Es introspectivo. Y sin embargo mira hacia fuera cuando más parece mirar hacia dentro. Sólo le interesa el exterior, los demás, y por eso ve tan bien. Pero los demás no le interesan para intervenir ni influir en sus vidas, ni por utilitarismo. Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie. No es que no lamente ni celebre los hechos, es solidario, no le resultan indiferentes. Pero de un modo algo abstracto. O acaso es que es muy estoico, con lo de los demás y con lo propio. Las cosas ocurren y él toma nota, sin ningún propósito definido, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno. Juzga poco. Lo más raro de todo es que no hace uso de su saber. Es como si viviera paralelamente una vida teórica, o una vida futura que aguardase turno en la recámara. Su hora en otra existencia. Y como si fueran a parar a ella los descubrimientos, los reconocimientos, las informaciones y las constataciones. Y no en cambio a la presente, a la efectiva. Incluso lo que sí lo afecta, hasta sus experiencias propias y sus sinsabores parecen desgajarse en dos partes, y una de las dos ir destinada a ese saber suyo meramente teórico, o de la expectativa. A enriquecerlo, a nutrirlo. Extrañamente, con vistas a nada. Al menos en esta vida suya real que avanza. No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene. Y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona. A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo.'
No dudéis en leer este deliciosamente inabarcable Tu rostro mañana de Javier Marías. Os anticipo decenas de horas de excepcionales placer y disfrute literarios.
The bard of Armagh, una pieza del folclore tradicional irlandés que es analizada por el narrador en sus divagaciones filosóficas, cierra esta muy larga reseña. Podéis oírla aquí en dos de las versiones que comenta Deza: el tema original y The Streets of Laredo, ambas sonando conjunta y sucesivamente en la interpretación de Vince Gill.
Es extraño e incongruente el proceso de las nostalgias, o del echar de menos, tanto si es por ausencia como por abandono o por muerte. Uno cree al principio que no puede vivir sin alguien o alejado de alguien, la pena inicial es tan afilada y constante que se siente como un hundimiento sin límite o como una lanza interminable que avanza, porque cada minuto de privación cuenta y pesa, se hace notar y se nos atraganta, y uno sólo espera que pasen las horas del día a sabiendas de que su paso no nos llevará a nada nuevo sino a más espera de más espera. Cada mañana abre uno los ojos -si se ha beneficiado del sueño que no permite olvidar del todo, pero que confunde- con el mismo pensamiento que lo oprimió justo antes de cerrarlos, y se dispone no a atravesar la jornada fatigosamente, pues ni siquiera es capaz de mirar tan lejos ni de diferenciarlas, sino los siguientes cinco minutos y luego otros cinco fatigosamente, y así seguirá de cinco en cinco si es que no de uno en uno, enredándose en todos y a lo sumo tratando de distraerse durante dos o tres de su conciencia, o de su parálisis cavilatoria. No será por su voluntad si eso sucede, sino por algún azar bendito: una noticia curiosa en el telediario, el rato de completar o de empezar un crucigrama, la llamada irritante o solícita de quien no soportamos, la botella que se nos cae al suelo y nos obliga a recoger los añicos para no cortarnos cuando por pereza andemos descalzos, la infame serie de televisión a la que le vemos la gracia -o es simplemente que nos acostumbramos a la primera a ella, de golpe- y a la que nos entregamos con inexplicable consuelo hasta los títulos de crédito concluyentes, deseando que se iniciara al instante otro episodio que nos permitiera aferrarnos a un estúpido hilo de continuidad hallado. Son las rutinas halladas las que nos sostienen, lo que a la vida le sobra, lo tonto inocuo, lo que no entusiasma ni nos pide participación y esfuerzo, el relleno que desperdiciamos cuando todo está en orden y nosotros activos y sin tiempo para añorar a nadie, ni siquiera a los que ya se han muerto (aprovechamos esos periodos para sacudírnoslos de nuestras espaldas, de hecho, aunque eso sirva sólo temporalmente, porque los muertos se empeñan en seguir muertos y siempre vuelven más tarde, para hacernos sentir la punzada de su alfiler en el pecho y caer como plomo sobre nuestras almas).
Pasa entonces el tiempo, y a partir de un día difuso volvemos a dormir sin sobresaltos y sin recordar en el sueño, y a afeitarnos ya no al azar ni a deshoras sino por la mañana; ninguna botella se rompe ni nos irrita ninguna llamada, prescindimos del culebrón, del crucigrama, de las salvadoras rutinas sobrevenidas que observamos con extrañeza en la despedida porque ya casi ni comprendemos que nos hicieran falta, y hasta de las personas pacientes que nos entretuvieron y nos escucharon durante nuestra temporada de luto, monótona y obsesiva. Aparece una pereza retrospectiva respecto al tiempo en que amábamos o nos desvivíamos o nos exaltábamos o nos angustiábamos, uno se siente incapaz de volver a prestar tanta atención a alguien, de tratar de complacerla y de velar su sueño y de ocultarle lo ocultable o lo que le haría daño, y en la asentada ausencia de alerta halla uno un enorme descanso. Cita uno entonces para sus adentros: “La memoria es un dedo tembloroso”. Y añade luego de su cosecha: “Y no siempre atina a señalarnos”. Descubrimos que nuestro dedo ya no atina, o que lo logra cada vez menos, y que quienes nos absorbieron la menta noche y día y noche y día, y estaban fijos en ella como un clavo martillado y hundido, se desprenden poco a poco y comienzan a no importarnos; se tornan borrosos, temblorosos ellos mismos, y hasta se puede dudar de su existencia como si fueran una mancha de sangre ya frotada, lavada y limpiada, o de la que sólo queda el cerco, lo que más tarda en quitarse, y ese cerco ya va cediendo.
Pasa entonces mas tiempo y llega un día, antes de que desaparezca el rastro, en el que la mera idea de acercarse a ellos nos representa de pronto una carga. Aunque no vivamos contentos y todavía los echemos en falta, aunque aun suframos por su lejanía o su perdida en alguna ocasión suelta -una noche miramos desde la cama nuestros zapatos solos, dejados al pie de una silla, y nos invade la pesadumbre al acordarnos de los de tacón de ella que solían ponerse a su lado ano tras ano, subrayando que éramos dos hasta en el sueno, en la ausencia-, resulta que quienes mas quisimos, aun queremos, se han convertido en gente de otra época, o perdida por el camino -el nuestro, a cada uno le cuenta el suyo-, en seres casi pretéritos a los que no apetece volver porque ya nos son consabidos, y el hilo de la continuidad se ha roto con ellos. Miramos siempre el pasado con un sentimiento de superioridad soberbio, hacia el y hacia sus contenidos, axial sea nuestro presente mas bajo o mas desdichado o enfermo, y el futuro no nos augure mejoría de ningún tipo.
Por brillante y feliz que fuera, lo pasado se nos aparece contaminado de ingenuidad, de ignorancia, en parte de tontería: en ello nunca sabíamos lo que vendría después y ahora sabemos, y en ese sentido sí es inferior, objetiva y efectivamente; por eso lleva consigo siempre un elemento de irremediable tontuna, y nos hace sentir vergüenza por haber permanecido en Babia, por haber creído en su tiempo lo que hoy nos consta que era falso, o quizá no lo era entonces, pero ha dejado también de ser cierto, al no haber resistido o perseverado. El amor que parecía firme, la amistad de la que no dudábamos, el vivo con el que contábamos como vivo eterno porque sin él era inconcebible el mundo o que el mundo fuera aún tal mundo, y no otro sitio”.
A nuestro muerto mas querido no podemos evitar mirarlo un poco de arriba abajo, mas al cabo del mas tiempo que va haciéndolo mas caduco, no solo con pena sino con lastima, sabedores de que no se ha enterado -oh, fue un iluso- de cuanto sucedió tras su marcha, mientras que nosotros si estamos al tanto. Asistimos a su entierro y oímos lo que allí se decía, también lo que se murmuraba entre dientes, como si los que hablaban temieran que el aun pudiera escucharlos, y vimos a sus dañadores presumir de íntimos suyos y fingir que lo lloraban. El no vio ni oyó nada. Murió en el engaño como todo el mundo, sin saber nunca lo bastante, y es eso precisamente lo que nos lleva a compadecerlos a todos y a considerarlos pobres hombres y pobres mujeres, pobres niños adultos, pobres diablos.
Tampoco saben ya de nosotros los que dejamos atrás o se fueron de nuestro lado, para nosotros han quedado fijos e inamovibles igual que los muertos, y la sola perspectiva de volver a encontrarlos y de tener que contarles y oírles se nos hace muy cuesta arriba, en parte porque nos parece que ni ellos ni nosotros querríamos contar ni oírnos nada. 'Que pereza', pensamos, 'esa persona no ha asistido a mis días durante demasiado tiempo. Solía saberlo casi todo de mí, o lo principal al menos, y ahora se le ha hecho un hueco que no podría ser colmado, aunque yo le relatara con todo detalle lo habido sin su conocimiento inmediato. Que pereza tratarse de nuevo, y explicarse, y que trastorno reconocer al instante las viejas reacciones y los viejos vicios y las viejas zozobras y los viejos tonos, los míos con ella y los suyos conmigo; y hasta los mismos celos mordidos y las mismas pasiones, solo que acalladas. Ya nunca podré verla como a alguien nuevo, tampoco como a mi ser cotidiano, me resultara gastada a la vez que ajena. Iré a casa a ver a Luisa, y a los niños, y tras estar largo rato con ellos y empezar a reacostumbrarlos, me sentare al lado de ella otro rato mas corto, quizá antes de salir a cenar a un restaurante, mientras esperamos a la canguro que tarda, en el sofá compartido durante tantos años pero ahora como una visita extraña, de confianza y de desconfianza, y no sabremos como comportarnos. Habrá pausas y carraspeos, y frases entupidas e inauditas estando los dos cara a cara, como "Bueno, ¿qué tal te va?" o "Te veo con muy buen aspecto". Y entonces nos daremos cuenta de que no podemos ni estar juntos sin estarlo de veras, y de que además no lo queremos. No habrá entera naturalidad ni artificialidad completa, no se puede ser superficial con quien conocemos profundamente y desde siempre, tampoco hondo con quien nos ha perdido el rastro y escondido el suyo, y tanto ignora. Y al cabo de media hora, tal vez de una, de dos a lo sumo, a los postres, consideraremos que ya esta, y lo que será mas raro, que con esa vez basta y me sobraran trece días. Y aunque impensablemente cayéramos el uno en brazos del otro y ella me dijera lo que llevo tanto tiempo deseando oírle, "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado. No he ahuyentado tu fantasma, esta almohada es aun la tuya y no había sabido verte. Ven y abrázame. Ven conmigo. Regresa. Y quédate hache para siempre"; aunque en vista de eso yo cerrara mi apartamento de Londres y me despidiera de Tupra y de Pérez Nuix, de Mulryan y Rendel y aun de Wheeler, e iniciara la tarea rauda de convertirlos en un largo paréntesis -pero hasta los interminables se cierran y luego puede uno saltárselos-, y regresara a Madrid entonces con ella -y no digo que no lo hiciera si hubiera esa oportunidad, si me la diera-, lo haría sabiendo que lo interrumpido no puede reanudarse, que aquel hueco permanece siempre, quizá agazapado pero constante, y que un antes y un después nunca se sueldan.'
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