Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de junio de 2016

JOHN GALSWORTHY. LA SAGA DE LOS FORSYTE
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una propuesta de lectura con el ánimo de daros a conocer libros siempre interesantes y de calidad, y de despertar o estimular en vosotros las ganas de disfrutar adentrándoos en sus páginas. Y este verbo, disfrutar, es el más apropiado para describir nuestras sugerencias para este junio que hoy comienza, pues todas las referencias que voy a presentaros en estas cinco emisiones del mes coinciden -además de en su carácter torrencial, como luego veremos- en las altas dosis de placer que produce la lectura de sus muy abundantes páginas; o, al menos, ese ha sido el efecto que han provocado en mí, y ya sabéis -quienes nos seguís habitualmente- que en estas emisiones suelo defender la idea -no necesariamente “objetivable” pero en la que creo con convicción- de que no siendo yo un lector nada excepcional y sí muy común y hasta normal, es fácil que aquellas obras que me apasionan o despiertan en mí emociones cercanas al entusiasmo, puedan inducir en bastantes otros lectores idéntica “exaltación pasional”.
 
Lecturas arrebatadoras, pues, las de estas cinco semanas; magníficos libros que han sido elegidos siguiendo también un segundo parámetro unificador, más allá de su envolvente y cautivadora capacidad para la seducción. Estando ya muy próximas las vacaciones veraniegas y siendo la estación estival especialmente propicia -como he sostenido en tantas ocasiones- para la “inmersión” en obras especialmente voluminosas -compuestas además en este caso, cada una de ellas, por varios tomos (trilogías, tetralogías, pentalogías y hasta sexalogías)- en las que su desmesurada extensión exige la fervorosa dedicación de largas jornadas de “entrega” incondicional, mis consejos de junio os proporcionarán un abundante arsenal de lecturas integrado por infinidad de páginas -varios miles, siendo más preciso- para poblar de encantamiento y solaz -no lo dudéis- estos ya inminentes e interminables días de ocio y descanso vacacional.
 
En particular, mi invitación de hoy se abre a más de diez libros que, juntos, forman una serie -una saga, para mayor exactitud- compuesta inicialmente por tres trilogías a las que se añaden algunos otros títulos sueltos. John Galsworthy, prolífico escritor inglés, con decenas de obras publicadas, premio Nobel en 1932, narró, entre 1906 y 1933, fecha de su muerte, la apasionante vida de una familia, los Forsyte, en un ciclo novelístico excepcional formado por nueve grandes novelas y cuatro breves “interludios”, algunos de cuyos títulos principales habían aparecido en España hace décadas, desperdigados y en traducciones defectuosas, pero que desde 2013 se han presentado, de un modo ahora coherente y debidamente estructurado, en el seno del sello Reino de Cordelia, que nos ha ofrecido hasta el momento, en ediciones muy cuidadas, en tapas duras, con portadas bellísimas y un pequeño número de deliciosas ilustraciones, las dos primeras trilogías que incluyen los cuatro interludios mencionados (eso sí, en un orden de publicación que no respeta el cronológico natural de su escritura original; un hecho que rebaja en parte la calificación de coherencia con la que acabo de describir la edición).
 
Así, en estos dos últimos años han visto la luz La Saga de los Forsyte, que recoge en un único tomo El propietario, En los Tribunales y Se alquila, junto a dos piezas intermedias, la genial El veranillo de San Martín de un Forsyte y Despertar; y también la segunda entrega de la serie, que bajo el título de Una comedia moderna engloba, en este caso en volúmenes separados, El mono blanco, La cuchara de plata, precedida del interludio Un cortejo silencioso, y por fin El canto del cisne al que antecede otro sucinto y sustancioso “entreacto”, De paso. Confiemos en que la editorial se decida a cerrar este atrevido esfuerzo empresarial -los libros, por su extensión y por la pulcritud de su edición, son caros (110 euros en total)- ofreciéndonos la tercera trilogía, End of the Chapter, inédita en castellano y compuesta por las novelas Maid in waiting, Flowering wilderness y One more river. En todos los casos la traducción corresponde a Susana Carral Martínez, una labor presumiblemente sacrificada y en general espléndida pues, aparte de no interferir en la lectura y permitirnos deslizarnos por ella con placentera normalidad, nos traslada sin dificultad a los registros lingüísticos de la burguesía victoriana británica; aunque con respecto a la cual -a la traducción, no a la burguesía victoriana, claro está- me permito, sin embargo, plantear alguna objeción menor. Y es que el uso reiterado, sobre todo en la segunda trilogía, de términos y expresiones como “no dice más que chorradas”, “chao” (con esta grafía), “a la porra su alma”, “resultaba imposible imaginar el operativo”, “le soltó un rollo” o “la vida era un rollo”, “una monada”, “cierto dominio del tema” (siendo “el tema” el juego del golf), “mantenerse en la pomada”, “les había metido dos goles” y otras similares (incluyendo un “mejor no meneallo” que, quizá por su débito quijotesco, chirría extraordinariamente), resulta -a mi juicio de lector profano- no sólo un anacronismo -¿está registrado el uso de tales vocablos en el español de la época?- sino un inexplicable desajuste con las opciones escogidas para el resto de la obra, en la que, entre otras muchas muestras posibles, los hijos hablan a sus padres de usted, la solemnidad define las relaciones entre amigos y el formalismo decimonónico impregna la expresión de los personajes. Pequeños fallos excusables, insisto, en una tarea descomunal y, en general, solventada con éxito.
 
Como resulta fácilmente imaginable, constituye una labor de todo punto imposible resumir aquí siquiera lo esencial de estas casi dos mil quinientas páginas de soberbia narración. Diré tan solo ahora, además de recomendar apasionadamente y con auténtico fervor su lectura con el primordial argumento -que no requiere justificación- de su extraordinario interés y su arrebatadora belleza, que en los libros sobre la familia Forsyte, Galsworthy sigue durante más de cuarenta años a tres generaciones del clan, en un recorrido que va desde 1886 hasta 1926, aunque sobre todo en las primeras entregas de la serie hay referencias episódicas a otros remotos antecesores de los personajes, retrotrayéndose hasta mediados del siglo XVIII con el primer Jolyon Forsyte, agricultor y modesto propietario rural y también fundador de la dinastía, al ser el abuelo de los diez hermanos que integran la generación principal de protagonistas de la obra de Galsworthy, una familia que se ramifica en decenas de hijos, nietos, primos y los consiguientes parientes políticos en un árbol genealógico muy frondoso y ramificado que se nos ofrece -en un “cuadro” de extraordinario valor metafórico y hasta pedagógico- en las páginas iniciales del primer volumen.
 
Si tuviera que resumir en una sola idea principal la multitud de enfoques, tesis y planteamientos que afloran en la serie (y que pueblan, incontenibles, mis extensas notas de lectura, de imposible síntesis), creo que el conflicto entre la atracción del dinero, la propiedad y el instinto de posesión (desde esposas a servidumbres de aguas), por un lado, y los efectos de las emociones, singularmente el amor, la pasión y la belleza, sobre el ser humano, por otro, concentraría lo esencial de la desbordante propuesta del Nobel británico: el enfrentamiento titánico, de dimensiones casi mitológicas, de la propiedad legal frente a la belleza sin ley. Los Forsyte encarnan el espíritu y los valores de la burguesía de la Inglaterra victoriana, rígida y austera: la moral efímera, el sentido común, el deber y el orden, el férreo imperio de la ley, la moderación, la envarada dignidad, la compulsión acumuladora ([los Forsyte]... nunca nos desprendemos de nada, a menos que deseemos otra cosa en su lugar. Y aun así, no siempre), el ahorro, el mercantilismo, la adoración del beneficio y el lucro, la meticulosa preocupación por el incremento de las cuentas bancarias (somos una estirpe de expoliadores [...], tacaños y codiciosos), la riqueza y la seguridad, los principios comerciales, el capital, los derechos reales, la especulación, el febril apego a la tradición, el hábito, el ciego conservadurismo, las aptitudes heredadas y los bienes transmitidos en herencia, la cautela innata, el aborrecimiento de toda creación, toda novedad y toda aventura, el convencionalismo, el refinamiento, la seguridad, la timorata elusión de riesgos, el individualismo, la sensatez y el prosaísmo, la ponderada severidad y la falta de imaginación, el empuje, el esfuerzo y la tenacidad, la competitividad, el odio a la ociosidad, el comedimiento y la reserva, la discreción y el equilibrio, la ausencia del menor sentimentalismo -y aun de sentimientos- (un forsyte no amará más a la belleza que a la razón, ni a sus deseos más que a su salud), la imposibilidad de entregarse a nada en cuerpo y alma, el egoísmo (los perros no son puros forsytes; son capaces de amar algo que no sean ellos mismos) y el propio interés como únicas metas, la incondicional veneración al Dios de la Propiedad, cuya cruda divisa guía sus pasos en el mundo: Nada a cambio de nada y casi nada a cambio de seis peniques.
 
Y en ese universo estricto y gélido, inflexible y disciplinado -y sin embargo fascinante- aparece un personaje, Irene, la joven esposa de Soames (uno de los Forsyte de la segunda generación londinense, el personaje más representativo, quizá, del espíritu familiar, sobre el que gravita gran parte del peso de la obra), cuya presencia -poderosísima aunque apenas se muestra directamente y sí a través de la mirada de los demás, siempre en segundo plano- revolucionará ese mundo opresivo y clausurado, agarrotado y austero, encarnando los valores antitéticos al cerrado ambiente forsyteano, representando la vida, la rebeldía, la emoción, las fantasías, las pasiones, las esperanzas, los amores, el arte, el palpitar, los deseos, el temblor, los sentimientos, el placer, la naturaleza, la gratitud, la nobleza, todo lo fecundo de la existencia. Una Irene, espíritu de la belleza universal, de la que el lector (y muchos de los personajes) se enamora perdidamente -y creedme, no es una metáfora, no al menos en mi caso- arrebatado por su deslumbrante encanto, por su resplandeciente figura, por su magnética personalidad, por su dulzura, por su gracia, por su inteligencia, por su fragilidad y también -en una paradoja fácilmente entendible- por su firmeza, por su irresistible atractivo, emblema vivo (pese a tratarse de una construcción literaria) de todas las mujeres a quien uno amó hasta la consunción. La serie entera es, pues, también, una profunda y conmovedora historia de amor, guiada por un lema: los amores difíciles y poderosos no se desvanecen con el paso del tiempo.
 
Como es obvio -y aunque la dualidad Soames/Irene aflora casi hasta la última línea de los miles de páginas de la obra- la saga desarrolla muchas otras tramas y se abre a numerosos temas de los cuales el más destacado e interesante sea, quizá, la evolución de Inglaterra, que corre en paralelo a la (relativa) descomposición de la firme cerrazón, del anquilosamiento entumecido de los Forsyte, ambos -el país y la familia- “amenazados” en su orden por los cambios de los tiempos (Los jóvenes se han cansado de nosotros, de nuestros dioses y de nuestros ideales, dice, en un momento de la obra, uno de los más conspicuos representantes de la estirpe).
 
Y así, la Inglaterra de comienzos del siglo diecinueve, aparece a través de los primeros Forsyte que son, en su origen, modestos propietarios rurales, provincianos satisfechos de sí mismos. El Forsyte primordial, tosco y fornido, procede de Dorset, y ejemplifica a la Inglaterra fundamentalmente agraria de antes de la era industrial. El segundo, Jolyon “por encima de Dorset” Forsyte, emigra a Londres, construye casas y engendra diez hijos, siendo su figura, a la que sólo se alude de pasada en los libros, una cabal representación de la Inglaterra de las guerras napoleónicas, como se menciona expresamente en algún pasaje. Cuando la acción de las novelas se inicia estamos ya a finales de siglo, la revolución de las máquinas ha hecho su aparición, y el mundo cambia apresuradamente, sobre todo para los diez vástagos de Jolyon que constituyen la primera generación ya rotundamente burguesa y asentada en la holgura económica. El tercer Jolyon, comerciante de té, presidente de varias compañías, y sus nueve hermanos, representan la Inglaterra victoriana que se ve abocada a la desaparición. La saga de los Forsyte y Una comedia moderna son también, así, un espléndido fresco de ese desarrollo histórico británico, en el que se muestran los principales hitos de sus transformaciones económicas y sociales: el imperialismo, las guerras, el ferrocarril y el auge del comercio, los avances científicos, el movimiento obrero, la democracia, el acceso a la modernidad.
 
Espectadores atónitos de las convulsiones sociales (Los tiempos cambian [...] Hasta los sombreros de copa escasean) los Forsyte se adentran, aterrados, en el nuevo siglo, contemplando con estupor -y con crecientes perplejidad y miedo- el nuevo mundo que brota irrefrenable. Acostumbrados a un plácido existir en una sociedad clasista y llena de privilegios, de lento transcurrir y demoradas costumbres, en la que aún rodaban las diligencias, los hombres usaban chorreras, se afeitaban el labio superior y comían las ostras directamente de los barriles, los lacayos viajaban en la parte de atrás de los carruajes, las mujeres exclamaban con afectación y no poseían bienes, de repente, casi sin transición, se ven envueltos en un bullir de vapores, ferrocarriles, telégrafos, bicicletas, luz eléctrica, teléfonos y modernos automóviles que traen consigo un acelerado cambio en los modales, la moral, el lenguaje, el aspecto y la indumentaria, las costumbres y el espíritu de las gentes. Una Inglaterra democrática... desastrada, apresurada y ruidosa y, al parecer sin cabeza, un tumulto de malas maneras y moral relajada, al decir de Soames, constituye el escenario en el que toda una época se precipita hacia el agotamiento y la extinción. El insensato gasto de dinero, las modas insólitas, el consumo febril, la guerra, las huelgas, los trabajadores reclamando sus derechos, las muchedumbres invadiendo el espacio público, (el enjambre de seres humanos, ordinarios, groseros), la proletarización de la ciudad, la prisa, el derroche, el afán por disfrutar, la ausencia de valores estables (La Nada es el dios de hoy), la democracia en fin, abruman a estos Forsyte en cierto modo fin de raza (solo en cierto modo, pues los “propietarios”, los que todo lo poseen, los favorecidos por la fortuna acaban siempre por perpetuarse y mantenerse a flote tras cualquier movimiento, por revolucionario que parezca) a través de los cuales vislumbramos, en su melancólica decadencia, el nacimiento de un nuevo mundo.
 
No hay tiempo para más. Por todos estos motivos, y por muchos más que quedan en el tintero, os recomiendo con entusiasmo esta larga serie de espléndidas novelas de John Galsworthy sobre el mundo -inventado pero muy real- de los Forsyte. Si os adentráis en sus interminables páginas y, como yo mismo he hecho, convivís durante semanas con los muchos miembros de su muy frondoso y ramificado árbol familiar conoceréis el acontecer de las sociedad inglesa de hace poco más de un siglo, experimentaréis algunas de las más intensas emociones humanas y, sobre todo, disfrutaréis de largas jornadas de lectura apasionante.
 
De entre las escogidas referencias musicales que surgen en los diez libros, os dejo ahora con una de las más significativas, uno de los Nocturnos de Chopin que interpreta Irene en el fragmento que he seleccionado como muestra esencial del espíritu de la saga Forsyte: la insoportable -en todos los sentidos- y dolorosa y feliz y cruel y tristísima y conmovedora atracción de la belleza. En el piano de Maurizio Pollini suena aquí el Nocturno No.8 Op.27 No.2.
 

Irene se encontraba de pie junto al piano. Se había quitado el sombrero y el pañuelo de encaje que levaba, dejando al descubierto el cabello dorado y la palidez del cuello. Con su vestido gris, sobre el fondo de palo rosa del piano, a Jolyon le pareció un cuadro precioso.
 
Le ofreció el brazo y entraron solemnes en el comedor. La habitación, concebida para que veinticuatro personas comiesen con total comodidad, ahora solo albergaba una mesita redonda. En su soledad, la mesa grande agobiaba a Jolyon padre y la había hecho retirar hasta que volviera su hijo. Allí solía cenar sin más compañía que la de dos copias realmente buenas de las madonas de Rafael. Era la única hora desconsolada de la jornada, con aquel tiempo tan veraniego. Nunca había sido de comer demasiado, como Swthin el Corpulento, Sylvanus Heythorp o Anthony Thornworthy, aquellos amigotes del pasado. Y cenar solo, bajo la mirada de las madonas, le parecía una tristeza que procuraba terminar cuanto antes para llegar al disfrute más espiritual del café y el puro. ¡Pero esa noche era diferente! Parpadeaba al mirarla desde el lado opuesto de la mesa y hablaba de Italia y Suiza, relatando anécdotas de sus viajes por aquellas tierras y otras experiencias que ya no podía contar a su hijo y su nieta porque las conocían. Aquel nuevo auditorio le parecía muy importante. No era de esos ancianos que dan una y mil vueltas en torno a los campos del recuerdo. Como la falta de sensibilidad lo fatigaba enseguida, por instinto eludía fatigar a los demás y su natural inclinación al flirteo con la belleza lo protegía, sobre todo en su relación con las mujeres. Le habría gustado alargar más la cena pero, aunque Irene murmuraba, sonreía y parecía disfrutar con lo que él contaba, Jolyon percibía aquel misterioso distanciamiento que constituía la mitad de su atractivo. No soportaba a las mujeres que utilizaban los ojos y los hombros para atraer y que charlaban sin cesar; tampoco a las testarudas que siempre daban órdenes y sabían más que nadie. Solo una cualidad le atraía en la mujer: el encanto. Y cuanto más discreto, más le gustaba. Aquella poseía encanto, misterioso como el sol de la tarde sobre las colinas y valles italianos que tanto amara. Además, la sensación de que vivía apartada, enclaustrada, la acercaba más a él y la convertía en una compañera conveniente, aunque pareciera raro. Cuando un hombre es mayor y no tiene posibilidades de ganar, le gusta sentirse a salvo de las rivalidades propias de la juventud, porque aún desea ser el primero en el corazón de la belleza. Bebió vino del valle del Rin, observó los labios de ella y casi se sintió joven. Pero el perro Balthasar también observaba aquellos labios y despreciaba en lo más profundo las interrupciones de la conversación y el movimiento de aquellas copas verdes, llenas de un líquido dorado que a él le resultaba desagradable.
 
Estaba oscureciendo cuando regresaron a la sala de música. Y, con el puro en la boca, Jolyon padre dijo:
 
-Toca algo de Chopin.
 
Por los puros que fuma y los compositores que prefiere, se reconoce la estructura del alma de un hombre. Jolyon padre no soportaba los puros fuertes ni la música de Wagner. Le gustaban Beethoven y Mozart, Handely Gluck y Schumann y, por alguna razón desconocida, las óperas de Meyerbeer; pero en los últimos años se había dejado atraer por Chopin, como en pintura había sucumbido ante Boticelli. Era consciente de que, al rendirse a esos gustos. Se apartaba de los patrones de la edad de oro. Su poesía no era la de Milton, Byron y Tennyson; la de Rafael y Tiziano; la de Mozart y Beethoven. Se ocultaba tras un velo: su poesía no golpeaba en el rostro, sino que deslizaba sus dedos bajo las costillas, daba vueltas, se retorcía y fundía el corazón. Aunque no tenía la seguridad de que eso fuese saludable, a él le daba igual, siempre que pudiera ver los cuadros de uno y escuchar la música del otro.
 
Irene se sentó al piano bajo la lámpara eléctrica festoneada en gris perla y Jolyon, acomodado en un sillón desde donde podía verla, cruzó las piernas y aspiró lentamente el humo del puro. Ella permaneció unos momentos con las manos sobre el teclado, mientras decidía qué iba a interpretar. Luego empezó a tocar y Jolyon sintió un placer triste, sin igual en este mundo. Poco a poco cayó en un trance, solo interrumpido por el movimiento de su mano al retirar el puro de la boca, a intervalos largos, y llevárselo de nuevo a los labios. Irene estaba allí y el vino del valle del Rin y el aroma del tabaco; pero también había un mundo de luz solar que se volvía luz de luna, de estanques con cigüeñas, cubiertos de árboles azulados, rebosantes de rosas de un rojo oscuro, y campos de espliego donde pastaban las vacas blancas como la leche, y una mujer misteriosa, de ojos negros y cuello blanco, sonreía, tendiendo los brazos; cruzando un cielo que parecía música, una estrella caía y se quedaba prendida en el cuerno de una vaca. Jolyon abrió los ojos. Hermosa pieza. Tocaba bien, con la delicadeza de un ángel. Y los volvió a cerrar. Se sentía milagrosamente triste y feliz, como cuando se está bajo un tilo en flor. No necesitaba vivir de nuevo la vida, le bastaba con permanecer allí, disfrutar de la sonrisa en los ojos de una mujer y aspirar el bouquet del vino. Sacudió la mano: el perro Balthasar se había levantado para lamérsela.
 
-¡Qué delicia! -dijo-. Continúa, ¡más Chopin!
 
Irene empezó a tocar de nuevo. Esta vez la semejanza entre ella y Chopin lo impresionó. La forma en que se mecía al andar también estaba presente en su manera de tocar, y en el Nocturno que había elegido, y en la aterciopelada oscuridad de sus ojos, y en la luz de su cabello, que parecía emanar de una luna de oro. Resultaba seductora, sí, pero no había nada que recordase a Dalila ni en ella ni en su música. Del puro de Jolyon ascendía una larga espiral azul que se desvanecía en el aire. “¡Así nos desvaneceremos nosotros! -pensó-. ¡Se acaba la belleza! ¿Se acaba todo?”

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