Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de marzo de 2017

ADDA RAVNKILDE. JUDITH FÜRSTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que esta semana da inicio a un ciclo, prologado ya hace siete días con la presencia en el programa de un par de novelas de Maylis de Kerangal, dedicado, con la recurrente excusa de la celebración del Día Internacional de la Mujer, a la literatura femenina (sea eso lo que sea); un ciclo que nos llevará hasta las vacaciones de Semana Santa, con cinco libros -sin contar los ya presentados el miércoles pasado- escritos por mujeres y, en casi todos los casos, protagonizados también por féminas.

Mi propuesta de esta tarde es una novela de una autora para mí desconocida antes de su lectura, nacida además en un país cuya literatura tiene, en general, una casi inexistente repercusión en nuestro mercado editorial. Se trata de Adda Ravnkilde, una escritora danesa nacida en 1862 y fallecida a los veintiún años tras un recalcitrante suicidio, valga la expresión para describir un acto en el que, empeñada en su resolución, ingirió veneno, se cortó las venas y se disparó un tiro. Su libro, su única obra más allá de algunos otros esbozos preliminares, tímidos y finalmente descartados, de título Judith Fürste, fue publicado tras su muerte y después de una algo rocambolesca historia de la que más adelante os hablaré brevemente, viendo la luz en nuestro país hace un par de años en una serie de la editorial Alba que se presenta bajo una elocuente rúbrica, “rara avis”. La traducción es de Blanca Ortiz Ostalé y en la edición se desliza algún despiste menor como un chirriante “ostinaba” que hubiera merecido una revisión más atenta por parte de los responsables del sello editorial.

La historia, sin duda novelesca, de los orígenes del libro y de la intensa y torturada existencia de su autora, nos la relata en el prólogo el crítico y catedrático de literatura Georg Brandes, que recibió el manuscrito de su autora en 1883, siendo finalmente su editor y el responsable de su publicación un año después, cuando la joven Adda Ravnkilde ya se había quitado la vida. El experto profesor detectó enseguida el talento de la chica, inusualmente madura para su edad -algo que resulta palmario en su novela, en la que nos sorprende a cada instante la profundidad y capacidad de penetración de la narradora en la descripción y el análisis de los sentimientos-, le planteó una serie de objeciones y propuestas de mejora sobre esa su redacción original y la alentó a pulir esos defectos detectados y a encontrar la veta más genuina y personal de su escritura, manifiesta en gran parte de su relato. Al poco tiempo, Adda le remitió un nuevo manuscrito en el que depuraba esas imperfecciones de su texto primero y desarrollaba uno de los ejes -el del amor infructuoso, vencido, angustiado y pletórico de una joven por un atractivo y superficial hombre maduro- dándole más hondura y eliminando los elementos superfluos. Las obligaciones de Brandes le hicieron demorar su juicio sobre esta nueva propuesta de la jovencísima escritora. Transcurrido más de un mes sin recibir respuesta, Adda acudiría a una clase de su mentor y, a las pocas horas, acabaría con su vida. La vi dos horas antes de su muerte, el 29 de noviembre, leemos en el prólogo. Ese día, cuando subí a mi cátedra de la universidad, reparé en ella. Ocupaba uno de los primeros bancos de la sala, justo frente a mí; parecía exaltada, llena de vida, sus ojos tenían un brillo extraordinario, sonreía y rio en varias ocasiones durante mi intervención. Lo que menos imaginaba en esos momentos era que fuese digna de compasión.

Adda Ravnkilde, natural de Jutlandia, se había trasladado a Copenhague desde su pueblo de origen para formarse como maestra. Su entusiasmo juvenil no era incompatible con un espíritu algo atormentado, una pobre niña genial que había dejado atrás sus fértiles fantasías y sus audaces planes de futuro para adentrarse en la gran oscuridad, como la describe su mentor, intuyendo, quizá, su trágico destino final. Algunos de los rasgos de su personalidad, oscilante entre la exaltación y el desánimo, a caballo del entusiasmo y la decepción, se reflejarán en el personaje principal de su novela, siendo apreciados también por Brandes, que la dibuja con precisión en el prólogo: En el curso de nuestra conversación, pude hacerme una idea más clara de su personalidad: un espíritu con aspiraciones que había visto frustrada una gran esperanza y que llevaba impresa la huella de años de opresión, atormentado por la mezquindad de las relaciones mezquinas y por la necedad de los seres necios. Un alma valerosa y exaltada que conocía la tentación de perder el coraje para siempre, pero que aún conservaba frescas sus energías; sedienta de vida y, sin embargo, muy familiarizada con la idea de la muerte, deseosa del trato con hombres y mujeres librepensadores, necesitada de intercambiar impresiones, de dotar a su vida de un contenido espiritual más pleno; moderna, tremendamente moderna en su esencia a pesar de los resabios convencionales de su presentación; ambiciosa, sí, pero con una ambición que a diario debía enfrentarse a una melancolía que preguntaba en un susurro: ¿vale la pena conquistar la gloria? ¿Vale la pena vivir la vida?

Judith Fürste, la heroína del libro, tras una serie de infaustas peripecias personales (la muerte prematura del padre, la nueva boda de su madre con un hombre adinerado, mezquino e insensible al que la mujer se somete, el desamparo de la chica en el hogar familiar sobrevenido), accede, ante la imposibilidad de abandonar su casa y abrirse a los estudios, al trabajo y, en definitiva, a la vida independiente, a contraer matrimonio con Johann Banner, un aristócrata de vida disipada y mucho mayor que ella, al que no ama y a cuya irresistible capacidad de seducción, probada de continuo en infinidad de conquistas, el orgullo de la joven se resiste. La dolorida obstinación del esposo (Cientos de muchachas se habrían arrastrado de rodillas hasta sus tierras para conquistar su favor y ella lo rechazaba) y el tozudo empecinamiento de la chica se miden en una permanente esgrima sentimental, que condenará a ambos contendientes a una vida de humillaciones y sufrimientos mutuos que no solo no se atemperarán sino que se verán gélida y cruelmente acentuados con el nacimiento de su único hijo. La imposible convivencia acabará evolucionando en un giro que no por previsible debo desvelar si quiero mantener un mínimo respeto por vuestro interés como posibles lectores.

Aunque el personaje del marido está perfilado con brillantez, un hombre que se ha entregado a los placeres de la vida, que ha disfrutado de experiencias y mujeres sin cuento pero que ahora está decidido, por un lado, a retirarse a la placidez de una existencia sin demasiados sobresaltos (Ahora quería pasar el resto de sus días en una paz sin pasión) y, por otro, a descansar de su a la postre infructuosa búsqueda de la satisfacción de sus deseos (Hay personas que se condenan a sí mismas a una eterna persecución de sus deseos; yo me cuento entre ellas. No consiguen nada. Si al menos una vez lograsen amar a alguien más que a sí mismas, creo que se salvarían, pero no pueden), para acabar dándose cuenta de que el carácter es, como dijo el presocrático, nuestro destino irremisible y que no podemos escapar a nuestra naturaleza (Había salido huyendo de deseos y apetitos y ahora se encontraba con que no los había burlado), al caer furibundamente encaprichado de su renuente esposa, es, sin embargo, en el “dibujo” de la figura de la joven en donde la maestría de la autora resulta sobresaliente.

Judith es una mujer orgullosa y empecinada, dotada de un contumaz amor propio, inconformista y rebelde, rígida y atormentada, obcecada e inflexible en sus transacciones con el mundo y, en particular, con los hombres, a los que se niega a someterse, como era propio en la época, incapacitada para una existencia en paz (su conciencia se resistía a encontrar la paz), viviendo en conflicto permanente con la realidad y consigo misma, atada a una insensata ansia de dar con algo grandioso y absorbente que llenara su vida. Ese dilema en el que se desenvuelve, por un lado el riguroso mantenimiento de su propia independencia, su severa integridad, su incontaminada pureza, su rotunda negativa a aceptar el papel que las normas sociales imponen a su sexo, y, por otro, la necesidad de plegarse a las convenciones sociales (el amor, el matrimonio, la “normalidad”) con la consiguiente añoranza de una existencia trivial y mediocre pero tranquila y sin sobresaltos, permea su vida, un agotador y permanente combate interno, emocional y afectivo, sentimental e intelectual. Soy pura, no me he dejado tentar, me he ganado la vida y no me he vendido. Sí, vendido, pues eso es lo que me dispongo a hacer, afirma resignada y sin ilusión cuando, después de sus muchas cuitas, se aviene a contraer matrimonio.

Esa persistencia -ese empecinamiento- en mantener sus severas pautas de comportamiento, que apaga los aspectos más vitales y libres, más fecundos y auténticos de su personalidad, la aíslan, la hacen sufrir y la condenan a la infelicidad (Toda su vida no había sido sino un castigo por haber acumulado obstinación tras obstinación y no haberse postrado jamás) hasta que, por fin, acabe descubriendo la verdad de la vida: el amor, la entrega, el olvido de uno mismo y de las exigencias que el propio egoísmo impone; una verdad que Judith cifrará en el lema que, a la postre, puede resumir la esencia del libro: Más dichoso es quien da que quien recibe. Y es así como, transformada, reconocerá: Entonces comprendió que su pena y su tedio ante la vida, su sensación de desamparo y su amargura, su envidia, sí, hasta su odio y su dureza, todo eso no era otra cosa que amor, o que al amor se debía. Había empezado a amarlo, aun sin saberlo, desde su primer encuentro, y la semilla que su recuerdo había sembrado en el alma germinó y luchó hasta abrirse camino por la tierra en medio de la oscuridad y la desesperación, a través del deseo y la añoranza, por un suelo pedregoso y una tierra abrasada por el sol. Incansable, su amor había conseguido abrirse paso, y cuando, doblegada por la pena y presa del arrepentimiento, reconoció su culpa y su falta, entonces ese sentimiento brotó y creció más y más fuerte hasta eclipsarla por completo.

En fin, no hay tiempo ya para más. Os recomiendo vivamente esta novela de Adda Ravnkilde, Judith Fürste, que presenta la editorial Alba. Os dejo ahora, como acompañamiento musical a mi comentario, con la Marcha nupcial de las bodas de Fígaro, de Wolfgang Amadeus Mozart, que suena en un momento del libro.


Aquella noche Judith no conseguía conciliar el sueño y se agitaba inquieta de un lado a otro atormentada por los más tristes pensamientos. Desdeñada, traicionada por su propio hijo, incapaz de conquistar algo más que un puesto de segunda clase en su corazón. Recordaba el resentimiento que el niño le había guardado la única vez que lo había castigado; lo más probable era que no la quisiese. Ya lo había dicho Banner: «personas que jamás han amado ni han sido amadas». ¿Era ella una de esas personas? Sí. Sí, sí. Nunca, nunca la habían amado. No como ella necesitaba, total y enteramente. Y tampoco había amado. ¡No, tampoco! Al menos no como creía poder hacerlo, con todo el corazón, de forma desinteresada, sacrificada y altruista. No, ni a su madre, ni a su marido... ni a su hijo, ni siquiera a él; de lo contrario, el más mínimo pedacito de su corazón le habría bastado; un amor como aquél no exigía nada. De modo que eso era lo que le faltaba, el vacío que la ahogaba; por eso se volvía más ruin cada día que pasaba, más indiferente y más dura. Ah, ¿es que nunca iba a llegar? ¿No iba a amarla nunca nadie que despertara su amor? ¿No iba a conocer jamás ese sentimiento, con toda su ebriedad, su júbilo y su dulzura, tal y como sin duda tenía que existir? Porque existía, ¿no? En el mundo real y no solo en los libros. Aunque... sabe Dios. Lo cierto era que no había visto un amor semejante en toda su vida. Egoísmo, de eso sí había para dar y tomar; al menos ella no era la única que se movía siguiendo sus impulsos. Pensándolo detenidamente, tal vez ése fuera el resorte que lo impulsaba todo. El egoísmo había determinado el proceder de su madre, el de su padrastro, el suyo propio; sí, sobre todo el suyo propio. Tal vez el amor no fuera más que una palabra, una fantasía inexistente. Pero ¿acaso Banner no amaba a su hijo? No, egoísmo de nuevo; Banner se amaba a sí mismo, amaba su carne y su sangre, su propia vida, su futuro en el niño, nada más. Hallaba un triste placer en desentrañar todas las relaciones que le venían a la cabeza hasta topar con el egoísmo en el centro de cada una de ellas. Estaba entregada a este pasatiempo cuando la venció el sueño. Sin embargo, aún con un hilo de conocimiento, recordó los cuentecillos de los libros de lectura de sus años escolares, aquellas historias que hablaban de «amistad enternecedora», «pruebas de amor fraterno», «el amor de un negrito a sus padres», etcétera, y los entremezcló con pasajes vagos e imprecisos de las Sagradas Escrituras y con retazos de salmos de la misma época: «De tal manera amó Dios al mundo», «Hijos míos, amaos los unos a los otros», «El amor es el cumplimiento de la ley», y, semiinconsciente, suspiró:

–Y ¡pensar que hubo un tiempo en que creí en todo eso!

Después, se quedó dormida.

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