EILEEN CHANG. UN AMOR QUE DESTRUYE CIUDADES
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura, siempre variada y de calidad, con la intención de facilitar vuestra elección si os decidís a abriros paso entre el ingente arsenal de publicaciones -en torno a setenta mil nuevos títulos cada año- que inundan nuestras librerías sin cesar, de un torrencial modo que hace imposible el seleccionar con tranquilidad y, sobre todo, criterio, una obra literaria estimable.
Más bien en desacuerdo con la aplicación al ámbito literario de la política de cuotas que tan necesaria parece en otros dominios, incurro sin embargo, cada mes de marzo y sin refunfuñar demasiado -al menos en público- en esa un tanto simplista práctica que consiste en repartir igualitariamente -como si en literatura tuviera sentido la igualdad- la presencia de uno y otro sexo en cualquier lista o elenco o registro o enumeración de destacados o favoritos. Y así, con ocasión de la celebración del Día Internacional de la mujer, todas mis recomendaciones de estas semanas marceñas se dedican a libros no solo escritos por mujeres si no que centran sus planteamientos, su trama, sus personajes, su intención, su enfoque, en una perspectiva femenina, aunque no necesariamente teñida de un feminismo reivindicativo, militante o combativo.
Tras Maylis de Kerangal, Adda Ravnkilde y Lucia Berlin, que han comparecido aquí en las semanas precedentes, esta tarde le toca el turno a la para mí hasta ahora desconocida Eileen Chang, una singular escritora china, fallecida hace más de veinte años, de cuya, al parecer, prolífica obra la Editorial Libros del Asteroide ofreció en nuestro país el pasado 2016, una muestra, la novela corta Un amor que destruye ciudades, traducida por Anne-Hélène Suárez y Qu Xianghong y de la que ahora quiero hablaros. (Un par de breves incisos a propósito de la versión al castellano: ¿resultan congruentes con el modo de hablar de una joven y medianamente refinada mujer china en los años cuarenta expresiones como “no me metas en el mismo saco” o “de perdidos al río”? En el mismo sentido, que del fondo gris de un muro sobre el que resaltan la blanca y bella cara, los labios rojos y los ojos brillantes de la protagonista, se diga que “pone en valor” su rostro, resulta un chirriante anacronismo).
Las referencias que la editorial proporciona de la existencia de la propia Eileen Chang la sitúan en un entorno vital muy cercano a aquel en que se desenvuelve la protagonista de su libro. Nacida como Zang Ailing en Shanghai en 1920 en el seno de una familia acomodada, educada por su padre tras la ruptura de su matrimonio y el consiguiente divorcio, Eileen vivió en Hong Kong, en cuya universidad estudiaba, la ocupación japonesa en la Segunda Guerra mundial (algunos de cuyos episodios se reviven en el libro y son fundamentales en su desenlace). De vuelta a una China entregada al comunismo maoísta, las raíces burguesas de su familia y su cosmopolitismo e independencia ante la obligada afiliación a la causa revolucionaria la llevaron, tras un primer matrimonio, a abandonar el país. Radicada en Estados Unidos, en donde volvió a casarse, continuó con la carrera literaria ya iniciada en China, ejerciendo de profesora en diversas universidades y muriendo en Los Ángeles en 1995.
Un amor que destruye ciudades, escrita en 1943, narra la historia de una ya no tan joven -para los parámetros orientales en aquella época- Liusu. Sus veintiocho años y su inesperado divorcio de un esposo indeseable suscitan el rechazo de su familia, los Bai, un clan que vive conforme a pautas tradicionales y bajo cuya férula -hecha, sobre todo, de insinuaciones y sobreentendidos, de murmuraciones y una sutil animadversión de hermanos y cuñadas- se ve obligada a “recogerse”. Imposibilitada, por falta de medios y de preparación profesional, para independizarse y buscar una vida propia alejada de la opresiva atmósfera familiar, Liusu acabará encontrando su oportunidad cuando una casamentera amiga de los Bai, la amigable señora Xu, presenta a Fan Liuyuan, un rico heredero, educado y seductor, de personalidad fascinante, a una de las hermanas menores de la chica con la intención de concertar el matrimonio entre ambos. El atractivo joven, sin embargo, caerá deslumbrado irremisiblemente por Liusu. El relato da cuenta de la intensa -pero no simple ni elemental ni mucho menos previsible- relación entre Fan y Liusu, que se desarrolla, inicialmente, en una anticuada y asfixiante Shanghai, para pasar, al cabo de poco tiempo, a una Hong Kong mucho más mundana, abierta y moderna, a donde la pareja huye y en donde vivirá su profundo y contradictorio idilio, que se verá sorprendido, el 7 de diciembre de 1941, por el ataque japonés a Pearl Harbour y los posteriores bombardeos nipones sobre Hong Kong, seguidos de la ocupación de la posesión británica en las semanas inmediatas, acontecimientos todos que harán cambiar sustancialmente el sentido y la evolución de su amor, en una dirección que no quiero desvelar.
Lo mejor del libro, desde mi punto de vista, está en la presentación de los dos mundos -uno que muere y otro que apenas comienza a nacer- en los que se desarrolla la existencia de Liusu. Por un lado, está el ambiente tradicional de la oscura mansión de la familia Bai (un día en ella equivalía a mil fuera, como se resalta en el significativo fragmento con el que cerraré esta reseña). Un microcosmos -reflejo de toda una sociedad- opresivo, sin libertad, en el que la mujer debe someterse a un estrecho y castrante rol, exigido e impuesto por las rígidas convenciones. Un tiempo detenido (tantas veces reflejado en las películas de Zhang Yimou: los fanales con sus tenues lucecitas, las costumbres seculares, la sujeción femenina, la ciega autoridad del pater familias, los bisbiseos de los sirvientes) que, no por casualidad, se nos muestra -real y metafóricamente- en la primera imagen de la novela, que resalta este atraso en que la joven vive encerrada: En Shangai para "ahorrar con luz natural", como se suele decir, todos los relojes se adelantaron una hora, salvo en la mansión de los Bai. Pero, paulatinamente, la “acción” nos lleva a una China que se abre a la modernidad: un mundo en el que afloran la libertad, el cosmopolitismo, la sofisticación, poblado de deslumbrantes hoteles, de elegantes restaurantes, de cafés y tiendas exclusivas, el universo -tan cinematográfico- del lujo, la ópera, los bailes, el jazz, la vida galante, los clubes nocturnos, también del opio y la refinada prostitución, una sutil y fascinante mezcla de la exquisita elegancia de Oriente y la distinción occidental, que tiene al Hong Kong de aquellos años como escenario perfecto para una singular historia de amor. (Entre paréntesis, yo estuve en Shanghai en los noventa y, con los muchos cambios que el tiempo lleva consigo, pude apreciar -hoy, imagino, nada de eso será posible- ese atractivo contraste, tan propicio a la melancolía, entre un mundo que muere y otro que se abre paso, entre, en ese caso, los restos aún perceptibles de un languideciente régimen comunista que daba sus últimos estertores entre los gastados despojos de la imponente arquitectura colonial de la primera mitad del siglo XX, y un futurista siglo XXI que se adivinaba en los primeros rascacielos que despuntaban en un horizonte plagado de grúas y edificios en construcción, delimitando un espacio urbano por el que la moda de Occidente ya empezaba a inundar el paisaje… y, entre ambos escenarios, alguna pequeña calleja, una casa a punto de desmoronarse, una esquina oscura en la que un anciano jugaba al mahjong o sorbía su sopa de fideos mientras el devastador y frenético fluir del tiempo acababa con los escasos vestigios de lo que había sido su vida, en su entorno solo mínimos atisbos de aquella perdida ciudad de entreguerras).
En este marco de mudanza y transformación Liusu y Fan viven su historia de amor, un amor que no se hace explícito, que se alimenta de simultáneos atracción y rechazo, reserva y entrega, un amor que brota y estalla entre suspicacias, dudas, escepticismo, sospechas, ocultación, silencios, expectativas, espera, pruebas. Este planteamiento aproxima el relato a otra película, cuya presencia en nuestra mente resulta inevitable a lo largo de toda la lectura: Deseando amar, de Wong Kar Wai, con la que Un amor que destruye ciudades guarda muchos paralelismos.
La guerra, al fin, precipitará el desenlace de esa algo atascada relación, la destrucción de la ciudad durante los bombardeos propiciará la máxima expresión del amor: la caída de Hong Kong -piensa Liusu- le había permitido salir victoriosa. Pero en un mundo ilógico, ¿quién podía decir cuál era la causa y cuál el efecto? ¿Para que ella pudiera realizarse, una gran ciudad había tenido que caer?, dando explicación del porqué del título de la obra.
El amor frente a las fuerzas del mundo, pues, como en el poema que Fan recita a su amada: “En la vida, en la muerte, en la distancia, de todo corazón yo te prometo. Tomados de la mano viviremos, unidos hasta el fin, los dos ancianos”. No sé mucho de chino antiguo, ignoro si lo recito bien. Pero para mí es uno de los poemas más tristes que conozco; dice que la vida, la muerte y la separación son grandes vicisitudes que están fuera de nuestro control. En comparación con las fuerzas del mundo, los seres humanos somos insignificantes. Aun así, nos empeñamos en decir: «Me quedaré contigo para siempre, no nos separaremos jamás en la vida». ¡Como si fuera algo que pudiéramos decidir!
El breve librito se cierra con un también sucinto relato, Bloqueados, fechado en agosto de 1943, y con el mismo trasfondo de la guerra entre China y Japón como contexto a la historia narrada. Un tranvía que circula por las calles de Shanghai se detiene, bloqueado de improviso en una fantasmagórica operación militar. En ese ámbito clausurado y como onírico, y entre la perplejidad de los atrapados pasajeros, una profesora universitaria y un oscuro y anodino contable, extraños entre sí hasta ese momento, entablan conversación y viven una conmovedora y fugaz relación sentimental, llevados de la intensa magia que provoca la inusual situación. Cuando, tras solucionarse el episodio que impedía el avance del tranvía, éste reanuda su trayecto, los esporádicos y obviamente platónicos amantes, se van cada uno por su lado, el recuerdo de su experiencia diluyéndose en las brumosas fronteras entre sueño y realidad. Concentrado y emotivo, el cuento es muy bello y participa de la misma atmósfera delicada y evanescente, romántica y sugerente de Un amor que destruye ciudades.
Como acompañamiento y clausura a esta reseña os ofrezco ahora Yumeji’s Theme, un tema de la banda sonora, compuesta por Shigeru Umebayashi, de Deseando amar, la película de Wong Kar Wai, tan cercana estilísticamente, como he señalado, a mi recomendación de esta semana.
En la penumbra se distinguían baúles de libros de diferentes tamaños apilados contra la pared: hileras de estuches de palo rosa, tallados con inscripciones lacadas en verde. Frente a la puerta de entrada, sobre la consola, se erguía un carillón de cloisonné protegido por un fanal. El mecanismo del reloj se había averiado hacía años y llevaba mucho tiempo parado. Colgados en la pared, a ambos lados, había sendas caligrafías en papel bermellón decorado con florones dorados que representaban el carácter shou de la «longevidad». Cada florón tenía en su centro un gran carácter escrito en tinta tan abundante que parecía a punto de gotear. En la penumbra esas grafías parecían flotar en el aire, lejos del papel. Liusu se sentía como ellas, ingrávida y fluctuante. La mansión de los Bai semejaba hasta cierto punto una morada de inmortales: al cabo del vagaroso transcurrir de un día allí, habían volado mil años en el mundo real. Y mil años en esa casa eran como un único día interminablemente monótono y tedioso. Liusu se rodeó el cuello con las manos. Siete, ocho años habían pasado en un abrir y cerrar de ojos. ¿Que todavía era joven? No importaba, en un par de años habría envejecido; y, de todos modos, allí la juventud no era nada del otro mundo. Había jóvenes de sobra. Los niños nacían uno detrás de otro, con sus ojos nuevos, resplandecientes, sus bocas nuevas, tiernas y rosadas, sus inteligencias nuevas. Año tras año, el paso del tiempo los desgastaba; les embotaba los ojos, las mentes. Nacía entonces una nueva generación; la anterior era absorbida por el espléndido fondo bermellón salpicado de oro, y las diminutas motas de oro deslucido eran los ojos apocados de sus predecesores.
Súbitamente, Liusu lanzó un grito, se cubrió la cara y corrió, titubeante, escaleras arriba... Ya en su habitación, encendió la luz, se precipitó hacia el espejo de vestir y se examinó detenidamente. Menos mal, todavía no había envejecido mucho. Las figuras esbeltas como la suya, de cintura eternamente grácil y pechos incipientes como los de una adolescente, eran las que menos delataban la edad. Su rostro, cuya blancura era antaño la de la porcelana, poseía ahora el matiz del jade claro y translúcido. Sus redondas mejillas habían ido afinándose en los últimos años, por lo que su pequeño rostro parecía aún más menudo y encantador. Pese a la estrechez de su óvalo, el entrecejo era despejado, y sus ojos, preciosos y seductores, eran límpidos como agua clara.
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