JESÚS MARCHAMALO. DONDE SE GUARDAN LOS LIBROS; LOS REINOS DE PAPEL
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os propone una sugerencia de lectura. En el caso de hoy serán dos y no una las referencias de las que quiero hablaros, coincidiendo ambas en su temática, vinculada al universo de los libros, en estas semanas en las que la presencia de la Feria del libro ha sido bien notoria en nuestra ciudad. Se trata de dos obras -complementarias una de la otra- de Jesús Marchamalo, Donde se guardan los libros y Los reinos de papel, publicadas en la colección El Ojo del Tiempo de la Editorial Siruela en 2011 y 2016 respectivamente.
A finales de 2007, Marchamalo -con una larga trayectoria en el periodismo cultural, de la que ya di cuenta en este espacio hace unos años, y con una especial predilección en sus trabajos por libros, bibliotecas y escritores- empezó a publicar en el suplemento cultural del diario Abc una serie de reportajes, agrupados bajo la rúbrica Bibliotecas de autor, en los que se adentraba -inspector de bibliotecas, le llamó Antonio Gamoneda- en los hogares de distintos escritores escudriñando en ellos librerías, anaqueles, estanterías, repisas y archivos, para hacerse una idea -y transmitirla a los lectores- de los rasgos que definían esas especiales -y significativas- “geografías del libro” entre los profesionales de la literatura. Las quince entregas de la serie, complementadas con cinco adicionales que no aparecieron en prensa, integran Donde se guardan los libros, que vio la luz en 2011 con un obvio pero esclarecedor subtítulo: Bibliotecas de escritores.
Con una muy bella cita inicial del Capitán Sir Richard F. Burton, El hogar es donde se guardan los libros, el libro nos muestra, en efecto, una veintena de hogares de otros tantos renombrados autores, permitiéndonos conocer no solo la materialidad de los lugares y los espacios que albergan a los libros sino, a través de ellos, parte del “alma”, podríamos decir, de los respectivos escritores.
Y así Fernando Savater, Clara Sánchez, Arturo Pérez-Reverte, el citado Antonio Gamoneda, Enrique Vila-Matas, Gustavo Martín-Garzo, Clara Janés, Juan Eduardo Zúñiga, Luis Alberto de Cuenca, Carmen Posadas, Francisco Rico, José María Merino, Mario Vargas Llosa, Andrés Trapiello, Soledad Puértolas, Javier Marías, Luis Landero, Jesús Ferrero, Juan Manuel de Prada, y Luis Mateo Díez nos muestran sus bibliotecas, y en el recorrido que Jesús Marchamalo nos propone en cada capítulo, en cada reportaje, accedemos a un sinfín de curiosidades sobre la peculiar relación con los libros de los distintos autores.
Por un lado, se nos presenta una descripción del entorno físico en el que se sitúan los libros: áticos o sótanos dedicados expresamente a ellos, locales alquilados o las propias viviendas de los escritores, gabinetes de lectura o habitaciones comunes -comedores, dormitorios o incluso baños-, rincones más o menos insólitos -pasillos o huecos de las escaleras-; también los distintos tipos de estanterías, las baldas, las diversas maderas, las repisas, los muebles diseñados ad hoc, las mesas auxiliares y las de trabajo, las mesillas de noche, las sillas repletas, los sofás, los divanes y las cómodas, los radiadores, invadidos por el material impreso que se desparrama irrefrenable “conquistando” las casas (en una singular recreación del cuento de Cortázar, Casa tomada, en la que ahora son los libros los que ocupan el domicilio y condenan a sus propietarios a una reclusión cada vez más limitada). Marchamalo se detiene también, muy a menudo, en la disposición de los libros, que se mueve entre el orden riguroso y sistematizado de determinados escritores (en algunos casos con etiquetas clasificadoras fruto de la labor de un bibliotecario profesional), con los volúmenes alineados en filas únicas, con encuadernaciones impecables, en ejemplares impolutos sin anotaciones ni dobleces ni señales, con la pulcra taxonomía alfabética o cronológica o genérica de las obras, y el caos abigarrado, la desordenada confusión que caracterizan las bibliotecas de otros autores que a duras penas pueden desenvolverse entre pilas de libros y papeles y documentos y carpetas que “colonizan” el suelo, los muebles, el espacio entero de las viviendas, con tomos que se agrupan, unos sobre otros, en una anarquía incontrolable, sobresaliendo de los anaqueles, superpuestos en varias filas, encajados en pequeños huecos, abandonados de cualquier manera en baldas rebosantes y curvadas por el imposible peso; libros anotados, subrayados, pintarrajeados, con esquemas, gráficos, asteriscos, señales, claves de lectura; libros desventrados, desencuadernados, sobados, “fatigados”, como con reiteración escribe Marchamalo. En todos los casos, algunas fotos hechas por el propio periodista nos permiten conocer estos escenarios, tan diversos entre sí.
Y se nos informa también de la variada parafernalia con la que estos destacados escritores rodean su sagrada fiebre lectora. De este modo, se nos muestran infinidad de bibelots, figuritas, muñequitos de plástico, fotos, postales, estampas, cuadros, fetiches varios, recuerdos, colecciones -como la de hipopótamos, que atesora Vargas Llosa, por ejemplo- y objetos varios que pueblan unos estantes ya de por sí colmados. Y vemos -a veces literalmente en las fotografías- plumas, tinteros, bolígrafos, fotos, papeles, material de escritura, ordenadores, lámparas de mesa, atriles, abrecartas, reproducciones de cuadros, tarjetas, notas, cuadernos, decenas de detallitos que -con mayor o menor orden- “decoran” los escritorios en los que desenvuelven su labor creadora cada uno de los invitados.
Igualmente, y pese a la brevedad de los textos que se dedican a cada escritor -cuatro o cinco páginas-, podemos informarnos de las “líneas de fuerza” que han inspirado a cada propietario en la confección de su biblioteca, el tipo de libros que contienen, las preferencias lectoras, los autores favoritos, las predilecciones no siempre confesables, las obras más frecuentadas; también, en un ámbito en el que son frecuentes la bibliofilia y el coleccionismo, las primeras ediciones, las piezas destacadas, las rarezas, los ejemplares únicos y valiosos, los originales, los inencontrables, los perdidos. Y en una lógica parecida, en los distintos reportajes siempre hay lugar para las historias relacionadas con los libros, las a veces sorprendentes peripecias que han desembocado en la adquisición de un título, las lecturas infantiles o juveniles, las colecciones heredadas, los regalos, las dedicatorias, los exlibris, los usos y códigos de ordenación, las muy comunes manías de lectores -y hasta las obsesiones-, las temibles mudanzas y su impacto en las bibliotecas, el contacto con otros escritores, la vida misma de cada autor -como se ha dicho- a través de su particular experiencia libresca.
Por último, Marchamalo propone a cada escritor que ofrezca al lector tres recomendaciones finales: un título de la literatura universal, otro de un autor español contemporáneo, y un tercero seleccionado de su personal obra literaria, unas pistas siempre interesantes para completar el conocimiento de la persona y para abrirnos, quizá, y llevados por el respeto o incluso el entusiasmo que nos suscita el autor, a nuevas y fecundas lecturas.
Con una estructura prácticamente idéntica, ve la luz en 2016 Los reinos de papel, que presenta no obstante una ligera aunque apreciable y significativa variante de la que luego os hablaré. Hay aquí también una elocuente cita inicial, de Julio Cortázar en este caso: Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo. Y tras ella, nos adentramos en las bibliotecas de Bernardo Atxaga, Julio Llamazares, Ignacio Martínez de Pisón, Manuel Vicent, Elvira Lindo, Luis Goytisolo, Félix de Azúa, Ángeles Caso, Antonio Colinas, David Trueba, Javier Gomá, Luis Antonio de Villena, Marta Sanz, Manuel Longares, Vicente Molina Foix, Lorenzo Silva, Juan José Armas Marcelo, Luis García Montero, Rosa Montero y un postrero y ya desaparecido Miguel Delibes que constituye el centro de la edición y la razón de su peculiaridad frente al volumen anterior.
Después de la publicación de Donde se guardan los libros, la Fundación Mapfre invitó a su autor a organizar un ciclo en el que acabaron por participar cinco escritores, en el que estos hablaban, en clara continuidad con la obra citada, de sus libros y sus bibliotecas, ante un auditorio casi siempre entregado. El éxito de la idea llevó a Marchamalo a aceptar en 2013 la propuesta de otra fundación, en este caso la Miguel Delibes, en el sentido de recuperar ese proyecto de “inmersión” en las bibliotecas de escritores complementada con una serie posterior de conferencias. Y así durante dos años largos se reanudaron las visitas a las bibliotecas personales de otra veintena de autores –los que acabo de enumerar más arriba-, que también se brindaron a participar en coloquios en diversas bibliotecas públicas de Castilla y León. Cada una de estas experiencias se recogió en el correspondiente artículo que se difundía en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, y todos ellos, transcritos sin apenas cambios, acabaron por completar este segundo libro que, como he señalado, sigue las pautas del primero sin más cambios que el interesante prólogo de Gustavo Martín Garzo y el que tiene que ver con las recomendaciones finales de los escritores, que se centran, en este caso, en un título propio, en otro de la literatura universal y en un tercero elegido de la obra de Miguel Delibes cuya figura inspiradora impregna el libro.
Os recomiendo la lectura de ambas curiosas obras, seguro que disfrutaréis entre las decenas de anécdotas que recogen. Os dejo ahora una muestra bien significativa del “tono” de los libros, el capítulo dedicado a Fernando Savater.
Y como ilustración musical a mi propuesta de hoy, una canción con tema literario. El grupo Noisettes canta Atticus, inspirada en el personaje de Matar a un ruiseñor, el libro de Harper Lee.
Fernando Savater. Los libros del optimista
Acaba de regresar de la Feria del Libro de Guadalajara, y ha traído, entre otros, dos libros de Jorge Ibargüengoitia que andan por ahí, recién sacados de la maleta, con el mismo jet lag. Y hay otro sobre un montón reciente, en la habitación donde trabaja, que le ha llegado por correo esa mañana. Es el último tomo de Reino de Redonda, que le envía Javier Marías, y que es, también, de Ibargüengoitia. Una casualidad.
Los libros, es sabido, contienen puertas invisibles, caminos y pasajes que conducen a otros libros, que llevan a otras bibliotecas, o que comunican, en secreto, con otros lectores. Jorge Ibargüengoitia, el escritor y articulista mexicano falleció en Mejorada del Campo en 1983 en un accidente de aviación. Un Boeing 747 de la compañía colombiana Avianca que volaba desde París a Bogotá, con escala en Madrid, se estrelló mientras realizaba las maniobras de aproximación al aeropuerto de Barajas. En ese vuelo tenía que haber viajado también Fernando Savater (San Sebastián, 1947). Estaba invitado al mismo congreso de escritores, en Colombia, y apenas dos semanas antes le surgió otro compromiso que le obligó a cambiar de planes, y de billetes. Pero entre las víctimas mortales –sólo hubo once supervivientes– estaba la pianista catalana Rosa Sabater, y en la confusión inicial de nombres y apellidos, hasta que se aclaró el malentendido, para mucha gente que los esperaba, Fernando Savater compartió con Ibargüengoitia su trágico destino.
Ahora, sus libros, recién llegados de Guadalajara, andan buscando acomodo por las estanterías, lo que de ningún modo va a resultarles fácil. Porque es ésta una biblioteca como mínimo repleta, rebosante, y crecida de un modo se podría decir arborescente: ramas, brotes y renuevos que nunca nadie ha podado –más allá de algunos ejemplares que a fuerza de no caber ha tenido que ir bajando al trastero–, y que se extiende a sus anchas abonada con generosidad suicida.
Primera impresión
La primera impresión del visitante es que la parte estrictamente doméstica hace tiempo que ha sido desplazada por los libros: sillones, mesas, lámparas y aparadores se han ido acoplando, a lo largo de los años, en el hueco dejado por las estanterías. Libros descentrados, atravesados, empotrados, que sostienen un frágil equilibrio, como ése de Martín Santos, Tiempo de silencio, que sujeta, no sé por cuánto tiempo, otro cruzado encima de Attilio Momigliano. Lo señalo y me dice que no me preocupe.
Hablamos del salón, la parte más o menos abarcable, en el que están, a grandes rasgos, clásicos, biografías y teatro, dentro de una clasificación de una elasticidad extrema –y me insiste en que añada lo de extrema– donde convive Stendhal, Napoleón, por ejemplo, con Genet, Los negros; las Obras escogidas de Cocteau, Moby Dick, y un poco más arriba, Bertrand Russell. Hay mucho Borges, que va apareciendo diseminado por varias baldas, aquí y allá, casi como una embajada de sí mismo. Al lado de Lezama en una de ellas; lomo con lomo con Alberto Moravia en otra, y cerca de Camus, de Max Aub y de Faulkner, Gambito de caballo, en otra más, lo que demuestra una convivencia que, al menos, aparenta ser modélica. «El desorden en sí no me preocupa», afirma. «Me fastidia el precio que se paga, la desazón de saber que tienes un libro y que no lo vas a encontrar, y hay veces que resulta menos trabajoso comprarlo de nuevo que andar buscando.»
No ayuda en ese orden difuso, inasible, el que la biblioteca continúe en San Sebastián, y que haya siempre una parte viajera, móvil, contenida en bolsas y maletas; un tránsito de libros que andan de aquí para allá y que nunca están localizables. Ni ayuda que las estanterías estén llenas de postales y fotos, y muñecos y monstruos, y pequeños recuerdos de todos los tamaños: una tortuga ninja –lo mismo Donatello– delante de Bataille, un pequeño Robin ante Clarín, y un dinosaurio rojo donde Sartre.
Hay, sí, una balda casi completa de Stevenson, ediciones antiguas y modernas, entre ellas una de las primeras reimpresiones, de 1891, de La isla del tesoro, publicada por Cassell & Company en Londres, que alguien –nunca llegó a saber quién– dejó hace años al portero de su casa, en un sobre, con una nota manuscrita, sin firma, que decía, todo muy misterioso: «Seguro que te gustará». Y claro que le gustó.
Sobre las estanterías, en la pared, repartidas como santos milagreros, fotos de Virginia Woolf, de London, de Laurence Olivier, de Cioran… Cuenta que durante años lo visitó en su casa minúscula, humilde, antigua, de París, a la que se llegaba tras una subida escalofriante de largos tramos de escaleras, cada vez más oscuros. Allí vivía con unos pocos libros, no demasiados, porque era lector de apenas cuatro o cinco autores. Cioran siempre le acusó de ser un optimista camuflado. «No me engaña, Savater, con su palabrería», le decía. «Usted es en el fondo un optimista.» Y en uno de sus libros –tiene toda su obra dedicada– le escribió una divertida dedicatoria: «A Fernando Savater, agradeciéndole los esfuerzos por parecer pesimista».
Ma non troppo
En la habitación donde trabaja, sobre un escritorio, una pequeña figura de Voltaire, y una foto de Lester Piggott, uno de los mejores jockeys de la historia. Porque se sabe de su afición al turf. Ese escenario, muy de campiña inglesa, de potros y potrancas, y jinetes con trajes coloristas, apuestas y gemelos, y duquesas con sombreros de flores. «Tengo una colección de libros sobre carreras de caballos, el turf, que, modestia aparte, es de las mejores que conozco.»
De ahí el ex libris que le dibujó su hermano Juan Carlos, y que tiene en algunos de sus libros: dos caballos –blanco y negro– lanzados al galope. La divisa, Allegro ma non troppo, lleva a pensar que juega con el blanco, que gana en el dibujo, apenas por un cuarto de cabeza, un hocico.
Falta hablar de esa mesa, en el medio del cuarto, que es casi un continente –y nunca mejor dicho–, donde deja los libros pendientes de leer o los que ya ha leído: Cansinos, Burroughs, Isaac Rosa, Ignacio Gómez de Liaño… Ahí está el epicentro, el lugar donde siempre se hace las fotos, enterrado en sus libros, como en una metáfora: filosofía –juntos, idealismo alemán y psicoanálisis–, ensayo, historia, y todo lo demás: novela policiaca, fantástica, de terror, libros de cine… Rimbaud, Fleming, Beckett, Gide… «Los libros son mi vida», dice allí, rodeado. «Si por leer pagaran no habría hecho otra cosa. Ni escribir, ni enseñar, ni dar conferencias; todo eso tiene que ver, en primer lugar, con la lectura, y creo que soy un lector muy bueno, un gran lector.»
Hay más nombres, o todos, Papini, Zola, Mann, Wilde, Paz, Pombo. Me dice que el resto de la biblioteca –es decir, de la casa– está igual. Y me fío. En la puerta, a punto de marcharme, le digo que si cierra de un portazo, se caerá el libro de Momigliano. Él me dice que no. Y oigo un golpe apagado cuando cierra. Tenía razón Cioran.
El fantasma de la Ópera. Gaston Leroux
«Leroux es uno de mis autores favoritos, y El fantasma de la ópera, una de sus mejores historias, por no decir la mejor. Es un libro que me ha hecho disfrutar mucho con su lectura.»
El síndrome de Ambras.
Pilar Pedraza
«Pedraza es una autora que se dedica a la literatura fantástica con gran sutileza y capacidad evocativa. Una obra tan inusual en este panorama hiperrealista e historiomaniaco que tenemos, que explica que aún no sea suficientemente conocida.»
Misterio, emoción y riesgo.
Fernando Savater
«Éste es un libro que reúne todo lo que he escrito sobre libros y películas de aventuras. Un conjunto de textos, artículos y conferencias, muy ilustrado, que recoge mis obsesiones e intereses, lo que he preferido en cine y en literatura.»
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