Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de mayo de 2017

QUINT BUCHHOLZ. EL LIBRO DE LOS LIBROS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que, perdonadme la petulancia, resulta especialmente oportuno en estos días en los que la presencia de la Feria del Libro en nuestra ciudad multiplica las posibilidades de adquisición de algún volumen, y con ellas incrementa también nuestras vacilaciones y dudas a la hora de decidir qué lectura escoger entre el inmenso arsenal de publicaciones -bastante más de doscientos nuevos títulos cada día, si bien no todos encajan en la categoría de Literatura- que nos asaltan desde los anaqueles de las librerías y, en esta semana, también desde los stands instalados en la Plaza Mayor.

Con esta excusa, nuestro programa se va a centrar, en la emisión de hoy y en las de las próximas tres semanas, en libros sobre libros, obras que tienen al universo de los libros, los autores, los lectores, las bibliotecas y, en definitiva, la lectura, como protagonista. En el caso de esta tarde quiero hablaros de El libro de los libros, una publicación híbrida, con interesantes textos y sugerentes imágenes, que dio a conocer en nuestro país el pasado 2016 la Editorial Nørdica. Con anterioridad, en 2014, el mismo sello ya había publicado En el país de los libros, otra obra del autor con temática similar, también recomendable aunque de menor interés que el título que ahora os presento.

A finales de 1996, el pintor, dibujante e ilustrador Quint Buchholz, con una larga y sobresaliente trayectoria artística, presentó al prestigioso editor alemán Michael Krüger una muestra de sus dibujos, todos ellos participando de un nexo común: los libros. El carácter algo enigmático de esas ilustraciones, el halo de misterio que las envuelve, el vago tono simbólico y surrealista de las escenas representadas, llevaron al editor a proponer a cuarenta y seis autores de países distintos que completaran el siempre equívoco y velado significado de las estampas dibujadas con un breve relato que describiera, glosara, aclarara, desarrollara, continuara o complementara las historias que aparecían implícitas en las viñetas de Buchholz; un significado al que la voluntaria y algo onírica ambigüedad de las imágenes, carentes de una interpretación unívoca y clausurada, impedía acceder de un modo evidente y definitivo, propiciando en cambio sentidos ocultos a los que podía llegarse a través de la imaginación y la fantasía, de la intuición y la inventiva que subyacen a la mirada del escritor. Así, las imágenes, por sí mismas inciertas, algo confusas e indeterminadas, como inconclusas pese a su realismo y el extremado detalle de los dibujos, muy evocadoras y abiertas a múltiples lecturas, se constituirían en desencadenante de la creatividad de los escritores, que “reconstruirían” las historias esbozadas en los cuadros dotándolas de un sentido, quizá ajeno o hasta opuesto al que encierra su representación gráfica, y que las llevarían más allá de la significación a la que dicha representación apunta. En consonancia con este propósito original, el libro resultante, este que ahora comento, acabó por subtitularse, de un modo muy descriptivo, Historias sobre imágenes.

Todos los escritores contactados, sin excepción, ensayistas, novelistas, poetas, respondieron afirmativamente, y todos, por lo tanto, figuran en el libro. Tanto los de prestigio y reconocimiento mundiales, con varios Premios Nobel entre ellos (John Berger, Jostein Gaarder, Martin Walser, David Grossman, Cees Nooteboom, Milan Kundera, Herta Müller, Orhan Pamuk, George Steiner, Charles Simic, Botho Strauß, W. G. Sebald, Susan Sontag, Amos Oz, Michael Tournier, Antonio Tabucchi) como los no tan conocidos, muchos pertenecientes al ámbito germánico (T. Coraghessan Boyle, Hans Christoph Buch, Aldo Buzzi, Iso Camartin, Martin R. Dean, Per Olov Enquist, Ludwig Harig, Elke Heidenreich, Peter Høeg, Ernst Jandl, Hanna Johansen, Ivan Klima, Michael Krüger, Günter Kunert, Reinhard Lettau, Martin Mosebach, Oskar Pastior, Milorad Pavic, Marc Petit, Giuseppe Pontiggia, Rafik Schami, George Tabori, Aleksandar Tismaa, Ida Vos, Richard Weihe, Wolf Wondratschek), e incluso la selección incluye a nueve escritores españoles (José Agustín Goytisolo, Javier Marías, Juan Marsé, Carmen Martín Gaite, Gustavo Martín Garzo, Ana María Matute, Eduardo Mendoza, Ana Maria Moix y Javier Tomeo).

La edición española de El libro de los libros se abre con una introducción de José María Guelbenzu, un artículo previamente publicado en la Revista de Libros en septiembre de 1998, en el que se analiza precisamente la aportación a la obra de los “representantes” de nuestro dominio literario. Cuenta igualmente con un sucinto prólogo de Michael Krüger, en el que este explica la peripecia editorial que concluye en el volumen que el lector tiene entre manos. El libro se cierra con un par de líneas de semblanza biográfica de cada autor y con las referencias de los traductores de cada texto.

Ante el ya señalado carácter algo inquietante de los dibujos, que recogen escenas detenidas en una especie de fotograma fijo, un momento congelado como extraído de un sueño y que parece aludir a un suceso o acontecimiento ocurrido antes o después de la escena representada, algo, un secreto, un interrogante, una clave que está más acá o más allá de la imagen, ante esa indeterminación, ese permanente equívoco, esa sensación de extrañeza en que se instalan los cuadros, los enfoques y tratamientos elegidos por los distintos escritores para sus particulares exégesis son, en general, muy diversos. Resulta imposible, como es obvio, resumir siquiera las pautas principales -si las hubiera- de las cuarenta y seis aproximaciones -cuentos, reflexiones, poemas, análisis, descripciones- a las imágenes de Buchholz, entre otras razones porque dar cuenta de ellas exigiría mostrar las reproducciones a las que aluden; mencionaré, no obstante, algunas de las aportaciones a mi juicio más interesantes. Hay exposiciones razonadas y meramente descriptivas del escenario que se muestra en la lámina; hay, más allá de ese frío inventario objetivo, algunos análisis detenidos y explicaciones personales que intentan dar razón de los elementos representados en el cuadro (entre los que se repiten, aparte de los indispensables libros, unos cuantos motivos recurrentes en el ilustrador: osos de peluche, tazas, distintas especies de aves, mesitas auxiliares o de trabajo, plumas estilográficas y máquinas de escribir, carreteras y horizontes, cortinas y ventanas, elementos, objetos y personas que flotan suspendidos en el aire, sombreros y bombines, figuras que dan la espalda al lector); hay disquisiciones abstractas y vagamente filosóficas y evanescentes; hay relatos autobiográficos; hay también interpretaciones que, alejándose de la “literalidad” del cuadro y en consonancia con su radical surrealismo (la relación del estilo de Buchholz con el de René Magritte resulta inequívoca), proponen hipótesis desconcertantes, rozando el disparate; hay también relatos que se retrotraen a los momentos y las circunstancias que en la invención del narrador acabarán por confluir en la situación que recoge la escena dibujada; hay, igualmente, intentos de desarrollo de una narración que tendría su origen en la secuencia que muestra el cuadro; hay textos que mantienen el tono onírico y nebuloso de la imagen glosada; hay intentos de solución a los “acertijos” y a los enigmas que en ocasiones el cuadro plantea; hay, también de vez en cuando, un desvelamiento de historias escondidas en el dibujo que la imaginación del escritor descubre; hay multitud de referencias librescas, de menciones a personajes y autores, a títulos, a poemas. Hay, en definitiva, dudas e incógnitas, incertidumbre y sugerencias, ironía, deseo y poesía; hay humor e inquietud; hay melancolía y tristeza y nostalgia; hay fantasía, magia y dramatismo; hay inspiración, gracia e intensidad; hay, obviamente, literatura y arte; hay belleza y verdad.

Os recomiendo la inmersión en las páginas de este El libro de los libros; os garantizo que la lectura de muchos de los textos y la contemplación de las sugerentes imágenes os proporcionará una muy atractiva y profunda experiencia. Os dejo ahora con uno de los relatos, El libro como amigo y enemigo, que empieza como una suerte de evocación autobiográfica de la juventud de su autor, el checo Ivan Klíma, y que, progresivamente y de un modo casi imperceptible, va tiñéndose de esos elementos vagamente inquietantes que caracterizan las ilustraciones del siempre magnífico Quint Buchholz (cuyo sitio de internet, por cierto, no deberíais perderos). 

Wuthering heights, la canción de Kate Bush de reminiscencias claramente literarias cierra esta reseña.


El libro como amigo y enemigo. Ivan Klíma

Recuerdo los primeros libros, pocos, que compré cuando era estudiante. Los coloqué en una pequeña repisa y todos los días me acercaba a mirarlos con ilusión. Me sentía orgulloso de poseer mis propios libros. Paulatinamente la repisa se fue llenando de volúmenes y tuve que comprar un pequeño mueble librería. Pronto fueron dos, después tres, finalmente diez. A pesar de ello, ideé un sistema que me permitía encontrar cualquier libro con los ojos cerrados. Más tarde me vi obligado a deshacerme de los muebles librería y a instalar un montón de estanterías que ocupaban tres de las cuatro paredes de mi estudio. Tuve que cambiar el sistema, y desde entonces pierdo a menudo horas enteras buscando un libro que sé con certeza que poseo. O está mal colocado, o (y esto es lo más frecuente) alguien me lo ha robado.

Durante mucho tiempo fue para mí motivo de orgullo poseer una biblioteca bien sistematizada, y salvo contadas excepciones, no tener que recurrir a una biblioteca pública, ni siquiera cuando me aventuraba en campos tan ajenos a mí como la astrología o cuando tenía que resolver un crucigrama. Últimamente la situación ha cambiado y me horroriza pensar que voy a recibir todavía más libros. Sé que no encontraré espacio para ellos. En los rincones de mi estudio y sobre mi mesa de trabajo se amontonan en un caos total. He llevado a cabo varias operaciones de limpieza, regalando o vendiendo los libros que sabía no iba a volver a abrir. Pero entonces se produce un curioso fenómeno: a los pocos días necesito precisamente estos libros de los que me he deshecho. A estas alturas soy consciente de que no hay escapatoria. No tengo otro remedio que contemplar pasivamente cómo mis queridos libros me van expulsando de mi casa.

De los libros se puede afirmar lo mismo que de todos aquellos objetos cuya cantidad sobrepasa la medida de lo soportable: ya sean los coches en la calle, los vestidos en el ropero o las estrellas en el cielo. Estos amigos, que hemos acariciado alegremente con la mirada, se transforman en enemigos que intentan enterrarnos bajo su peso.

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