Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de junio de 2017

EMMA REYES. MEMORIA POR CORRESPONDENCIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, que como cada miércoles os ofrece una propuesta de lectura con la convicción -basada en el muy subjetivo principio según el cual lo que a mí me entusiasma, en mi condición de lector normal y hasta convencional, es muy probable que apasione también a muchas otras personas- de que podrá interesaros.

Hoy continuamos con la breve serie que hemos abierto la semana pasada y en la que son protagonistas los libros testimoniales, que narran las trayectorias biográficas de sus autores. Aunque en el caso de mi recomendación de esta tarde, tras leer -obviamente- el libro y también su entregado prólogo, los dos bien informados artículos que lo cierran, infinidad de críticas periodísticas y decenas de estudios y comentarios en páginas de internet, y aunque acabo por aceptar ese carácter de narración autobiográfica con el que se presenta, sigo teniendo serias dudas acerca de la condición “real” de lo que se relata en la obra, hasta tal punto todo en ella, lo insólito de la experiencia descrita, la precisión y el rigor en los detalles con los que se da cuenta, pese a los años transcurridos desde entonces, de las vivencias de la infancia de la narradora, la equilibrada estructura de la obra, la medida dosificación con la que se gradúan las distintas escenas, y, en definitiva, el propio estilo, por momentos cercano al realismo mágico -y el nombre de García Márquez aparece una y otra vez vinculado a su autora-, la ingenuidad y la apariencia de sencillez -tan literarias, tan, en cierto modo, “construidas”- en el tono del relato, todo ello -insisto- hace “sospechar” al lector -sin duda de manera infundada, dados los tercos hechos y la sólida y contrastada documentación en sentido contrario- de que se encuentra ante una ficción, una construcción novelesca; espléndida y brillante pero artificial -en el mejor de sus sentidos- y, en definitiva, “inventada”. “La verdad de las mentiras”, decía Vargas Llosa a propósito de la radical clarividencia y lucidez con la que desentraña nuestra naturaleza la más “falsa” de las novelas. En este caso, sin embargo, y siempre a mi juicio -ni siquiera eso, a mi intuición-, estaríamos, por así decirlo y en una curiosa y acertada vuelta de tuerca, ante “la verdad de la verdad de las mentiras”.

Pero las cosas no son así, y todo son suposiciones y delirios míos, y tanta “desconfianza” por mi parte es absurdamente infundada, porque Memoria por correspondencia (y ya en el título está implícito el carácter documental que enseguida constataremos), la colección de cartas de la pintora colombiana Emma Reyes que publica en España la editorial Libros del Asteroide, es en efecto la revelación -narrada con un inconmensurable talento natural- de la terrible infancia vivida por ella en los primeros años veinte del siglo pasado, sin sombra de ficción alguna. Las veintitrés cartas recogidas en el libro, que su autora envió entre 1969 y 1997 a su compatriota el escritor e historiador Germán Arciniegas, vienen precedidas por un breve e interesante prólogo de la escritora argentina Leila Guerreiro y por dos apéndices finales: un artículo del propio Germán Arciniegas, que apareció en El Tiempo en 1993 (otro dato para el “misterio”, pues la última carta de Emma, en la que desvela el momento simbólico -la niña escapará de un convento en el que ha pasado “enclaustrada” quince años de su vida- en que se pone fin a su dolorosa infancia -dejando abierto, muy enigmática y literariamente, el relato de su posterior acontecer-, es de 1997, y el artículo de Arciniegas presupone el conocimiento de ese final, y lo continúa, también de un modo muy novelesco, pues la vida posterior de Emma Reyes también es apasionante, … ¡¡¡en 1993!!!), y otro texto, escrito por Diego Garzón y que apareció en la revista Soho, de Colombia, en enero de 2013, en el que, bajo el título de ¿Qué pasó con Emma Reyes?, se completa de manera que incluso podríamos llamar “detectivesca” la realidad parcial y algo nebulosa que se muestra en la sucinta correspondencia de la pintora (de la que os dejo al término de esta reseña la primera y sobrecogedora “entrega”, en la que ya están todas las claves del libro).

La infancia de Emma Reyes es, a partir de la realidad que describe en sus cartas, en efecto, terrible. Su primer recuerdo la sitúa en una habitación mínima en la que aparece con cuatro años -sin contacto ni memoria previa de quienes pudieran haber sido sus padres- y en la que vive largo tiempo encerrada, sin más luz que la que se cuela por unas estrechas rendijas -no hay ventanas-, y por tanto casi siempre a oscuras, sin las mínimas condiciones higiénicas, y acompañada de su propia hermana Helena, algo mayor que ella, y de un niño desconocido al que ante la falta de nombre -más adelante sabrán que es Eduardo- ellas llamarán “el Piojo”, sometidos todos al dominio de una mujer, la señora María -quizá la madre de todos ellos-, que desaparece durante gran parte de la jornada y aun días enteros, y que somete a los menores a una implacable serie de exigencias laborales, impropias de la corta edad de los muchachos. Desde ese trágico inicio, las vicisitudes -casi todas desgraciadas- se suceden en una concatenación de viajes incómodos, traslados a pueblos y ciudades desconocidos, contactos con otras personas (el Niño, Betzabé, algunos adustos caballeros apenas entrevistos), alojamiento en nuevas viviendas y reclusiones en distintos escenarios que, sin embargo, comparten las deplorables condiciones de precariedad y miseria, de degradación y suciedad de su habitáculo inicial, de tal manera que la vida de la niña y la de su hermana -aunque ésta, algo más agraciada físicamente (Emma es feúcha y bizca), suscita algo más de cariño en los impasibles adultos con los que se relacionan- es un compendio casi inimaginable de crueldad, explotación, horror, brutalidad, maltrato, insultos, golpes, vejámenes, padecimientos, violencia, desprecio, dolor, lágrimas, soledad y tristeza. Un panorama que no cambia cuando, abandonadas ambas por unos indios en una perdida estación de tren, son recogidas por los lugareños e internadas en un convento de monjas en el que se las “encerrará” (La puerta se cerró detrás de ellas [las monjas] y a nosotras nos separó del mundo por casi quince años, escribe en su décimoprimera carta) en una reclusión que no mejorará sustancialmente sus lamentables condiciones de vida, despreciadas por unas monjas autoritarias, rígidas, despiadadas y clasistas, que las rechazarán por sus oscuros orígenes y por la imposibilidad de conocer si las niñas estaban o no bautizadas.

La Emma Reyes que, a partir de sus cincuenta años (había nacido en 1919) escribe sus cartas, lo hace -pese a la dureza de las situaciones relatadas- con la inocencia, la sencillez, la falta de afectación, la naturalidad y el encanto de una niña de cuatro (por lo demás analfabeta en ese tiempo y hasta su huida del convento), por lo que la narración de su historia de sufrimiento y abandono aparece trufada de momentos entrañables, descritos con un candor y una ternura incomprensibles en quien, dadas las desgracias padecidas, debiera quizá manifestarse con rencor, odio y resentimiento hacia el universo entero: el huevo de gallina que, recién puesto, la niña se lleva a las mejillas para calentarlas levemente; el pequeño marrano al que duerme abrazada; la aparición del primer automóvil en Guateque, uno de los pueblos de su niñez; la fascinación ante una fiesta en una aldea, con toros incluidos; el encantamiento despertado por el teatro; el desconcierto frente a una pianola y su música “mágica”; la ilusión por las muñecas de trapo (las primeras y únicas muñecas que tuvimos en la vida); el apego hacia alguna monja especial e inusualmente cariñosa; la deliciosa “versión” del nacimiento del niño Jesús en Belén; la aterrada, pero no exenta de infantil curiosidad, intuición del pecado del “mundo” (Todo era el mundo menos nosotras), esa inabarcable e ignorada realidad ajena al convento; la siniestra e imaginativa recreación del Diablo; la satisfacción por los artesanales anteojos “inventados” por las monjas para corregir su bizquera y que Emma “disfrutaría” durante cuatro años; la voluntariosa y entregada elaboración de “ramilletes”, promesas y ofrecimientos que las chicas hacían por el santo de la hermana superiora o en alguna efeméride o festividad religiosa; la alegría ante el nacimiento de una primera e incipiente amistad con otras pequeñas compañeras de encierro; el amor por la Nueva, una niña recién llegada al convento, y la admiración por las fabulosas historias que cuenta con el protagonismo de Tarrarrurra, su más o menos imaginario amiguito; la felicidad en cada aparición, con ocasión de los ejercicios espirituales o para llevar a cabo las inacabables confesiones de las decenas de niñas acogidas, del padre Beltrán, que era tan bello que, aun cuando no entendíamos lo que quería decirnos, de solo verlo estábamos felices; el encandilado disfrute de un excepcional pedacito de queso o un inusual trozo de chocolate, acontecimientos sobresalientes en su austera dieta cotidiana; el enternecedor primer amor, encarnado en la angelical figura de sor María (era un amor rarísimo, era como si fuera mi mamá, mi papá, mi hermana, mis hermanos y mi novio); el temblor provocado por otro amor, el místico hacia Jesús y sus manifestaciones en la misa, en la comunión, en las imágenes en la cruz, en el relato de sus hechos milagrosos; la redacción de conmovedoras e inocentes cartas al Papa, en las que la soñadora niña le cuenta su vida de infortunios; los escasísimos y muy fugaces besos recibidos de una atribulada y confundida monja; la triste y esperanzada “amistad” con la Virgen María Auxiliadora; la fantasía del noviazgo con el Tuerto; y tantos otros retazos de dignidad y belleza, atisbos de felicidad en una existencia mezquina.

Y el relato de esos hechos, una suerte de desbordada confesión (Y ese silencio duró veinte años, ni en público ni en privado volvimos nunca a pronunciar su nombre [el de la señora María] ni a hablar de los años pasados con ella, ni de Guateque, ni de Eduardo, ni del Niño, ni de Betzabé. Nuestra vida empezaba en el convento y ninguna de las dos traicionó jamás ese secreto), lo hace Emma Reyes con un lenguaje muy peculiar, algo añejo y anacrónico, de bellísimas reminiscencias cervantinas (un grande patio, sumercé, sus mercedes), con un léxico del siglo de oro (apeñuscados, mazamorra, por citar solo un par de vocablos sonoros y deliciosos), muy común aún hoy en Sudamérica, el habla tan cuidada de su ciudadano medio. Su memoria prodigiosa (A ti te parecerá extraño -escribe- que yo pueda contarte en detalle y con tanta precisión los acontecimientos de esa época tan lejana. Yo pienso como tú, que un niño de cinco años que lleva una vida normal no podría reproducir con esa fidelidad su infancia. Nosotras, tanto Helena como yo, la recordamos como si fuera hoy y la razón no te la puedo explicar. Nada se nos escapaba, ni los gestos, ni las palabras, ni los ruidos, ni los colores, todo era ya claro para nosotras) rescata con sorprendente minuciosidad el doloroso pasado y lo traduce en una escritura, como digo algo primitiva, con faltas y fallos (Y no me regañes, porque si tú crees que basta tener las ideas, yo te digo que si uno no sabe cómo escribirlas para que sean comprensibles es igual que si uno no tuviera ideas. Mi cabeza es como un cuarto lleno de trastos viejos donde no se sabe más lo qué hay y en qué estado) pero hermosísima, que entrevera la narración de los hechos vividos con alusiones al presente desde el que se escriben las cartas -De Gaulle, la llegada del hombre a la luna- y con fórmulas para las despedidas de su corresponsal que siempre suponen un corte brusco en el relato, que abandona así la descripción de un suceso terrible o una vivencia atroz para pasar, sin pausa o intermedio algunos, a un Besos para toda la familia y no me olviden, Un abrazote para todos, Besos para las Gabrieluchas, o este otro ejemplo muy revelador de esas sorprendentes transiciones en el que tras exponer una durísima experiencia vivida en el convento, la cierra con un Yo solo comí mis propias lágrimas, para despedirse a continuación de su interlocutor, con insólita frialdad: Felices Pascuas.

En fin, fuera de tiempo ya, os recomiendo por todas estas razones la lectura de Memoria por correspondencia, el conmovedor libro de Emma Reyes publicado por la editorial Libros del Asteroide. Como acompañamiento musical a mi reseña os dejo con una artista colombiana genial, cuyo universo folklórico y tradicional encaja muy bien en el peculiar ámbito que recrea el libro. Se trata de Totó la Momposina, y el tema elegido, La sombra negra.


Mi querido Germán:

Hoy a las doce del día partió del Elysée el general De Gaulle, llevando como único equipaje once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres noes lanzados por los once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres franceses que lo han repudiado.

Todavía las fricciones de la emoción que nos produjo la noticia curiosamente me trajo a la mente el recuerdo más lejano que guardo de mi infancia.

La casa en que vivíamos se componía de una sola y única pieza muy pequeña, sin ventanas y con una única puerta que daba a la calle. Esa pieza estaba situada en la Carrera Séptima de un barrio popular que se llama San Cristóbal en Bogotá. Enfrente a la casa pasaba el tranvía que paraba unos metros más adelante en una fábrica de cerveza que se llamaba Leona Pura y Leona Oscura. En esa pieza vivíamos mi hermana Helena, un niño que nunca supe su nombre, que lo llamábamos «Piojo», una señora que solo recuerdo como una enorme mata de pelo negro que la cubría completamente y que cuando lo llevaba suelto yo daba gritos de miedo y me escondía debajo de la única cama.

Nuestra vida se pasaba en la calle; todas las mañanas yo tenía que ir al muladar que estaba detrás de la fábrica para vaciar la bacinilla que habíamos usado todos durante la noche; era una enorme bacinilla blanca esmaltada pero del esmalte ya quedaba muy poco. No había día que la bacinilla no estuviera llena hasta el tope y los olores que salían de esa bacinilla eran tan nauseabundos que muchas veces yo vomitaba encima. En nuestra pieza no había ni luz eléctrica ni inodoro; nuestro único inodoro era esa bacinilla, ahí hacíamos lo chico y lo grande, lo líquido y lo sólido. Los viajes de la pieza al muladar con la bacinilla desbordante eran los momentos más amargos del día. Tenía que caminar casi sin respirar, con los ojos fijos sobre la caca, siguiendo su ritmo poseída del terror de derramarla antes de llegar, lo que me traía castigos terribles; la apretaba fuertemente con las dos manos como si llevara un objeto precioso. El peso también era enorme, superior a mis fuerzas. Como mi hermana era más grande, tenía que ir a la pila a traer el agua que necesitábamos para todo el día y el Piojo iba por el carbón y sacaba la ceniza, así que nunca me podían ayudar a llevar la bacinilla, porque ellos iban en otra dirección. Una vez que había vaciado la bacinilla en el muladar, venía el momento más feliz del día. Allí pasaban el día todos los chicos del barrio, jugaban, gritaban, rodaban por una montaña de greda, se insultaban, se peleaban, se revolcaban entre los charcos de barro y con las manos escarbaban toda la basura a la búsqueda de lo que llamábamos tesoros: latas de conservas para hacer música, zapatos viejos, pedazos de alambre, de caucho, palos, vestidos viejos; todo nos interesaba, era nuestra sala de juegos. Yo no podía jugar mucho porque era la más chiquita y los grandes no me querían; mi único amigo era el Cojo, a pesar de que también era más grande. El Cojo había perdido completamente un pie, se lo había cortado el tranvía un día que jugaba a poner las tapas de la cerveza Leona sobre los rieles del tranvía para que se las dejara planas como monedas. Él, como todos los otros, andaba sin zapatos y ayudándose con un palo y su único pie daba unos saltos extraordinarios; no había quien lo alcanzara cuando se ponía a correr.

El Cojo siempre me estaba esperando a la entrada del muladar, yo desocupaba la bacinilla, la limpiaba rápidamente con hierbas o papeles viejos, la escondía en un hueco, siempre el mismo, detrás de un eucalipto. Un día el Cojo no quería jugar porque tenía dolor de estómago y nos sentamos abajo del rodadero a mirar jugar a los otros. La greda estaba mojada y yo me puse a hacer un muñequito de greda. El Cojo tenía siempre el mismo y único pantalón, tres veces más grande que él y amarrado a la cintura con un lazo. En los bolsillos de ese pantalón escondía todo: piedras, trompos, cuerdas, bolas de cristal y un pedazo de cuchillo sin mango. Cuando yo terminé el muñeco de barro, él lo tomó, sacó su medio cuchillo y con la punta le hizo dos huecos en la cabeza que eran los ojos y otro más grande que era la boca. Pero cuando terminó me dijo:

—Ese muñeco es muy chiquito, vamos a hacerlo más grande.

Y lo hicimos más grande, siempre agregándole barro al chico.

Al día siguiente volvimos y el muñeco estaba tirado donde lo habíamos dejado y el Cojo dijo:

—Vamos a hacerlo más grande. —Y volvieron los otros y dijeron: —Vamos a hacerlo más grande.

Alguno encontró una vieja tabla muy, muy grande y decidimos que haríamos crecer el muñeco hasta que fuera grande como la tabla y así, sobre la tabla, lo podríamos transportar y hacer procesiones. Por varios días agregamos y agregamos barro al muñeco hasta que fue grande como la tabla. Entonces decidimos darle un nombre, decidimos llamarlo el General Rebollo. No sé cómo ni por qué elegimos ese nombre, en todo caso el General Rebollo se convirtió en nuestro Dios; lo vestíamos con todo lo que encontrábamos en el basurero, se acabaron las carreras, las guerras, los saltos. Todos nuestros juegos eran solo alrededor del General Rebollo; el General Rebollo era naturalmente el personaje central de todas nuestras invenciones. Por días y días solo vivimos alrededor de su tabla, a veces lo hacíamos pasar por bueno, otras por malo, la mayor parte del tiempo era como un ser mágico y lleno de poder; así pasaron muchos días y muchos domingos, que para mí eran los peores días de la semana. Todos los domingos, a partir del mediodía y hasta la noche, me dejaban sola, encerrada con llave en nuestra única pieza; no tenía más luz que la que entraba por las grietas y el grande hueco de la chapa y pasaba horas con el ojo pegado al hueco para ver lo que pasaba en la calle y para consolarme del miedo. Regularmente, cuando la señora del cabello largo regresaba con Helena y el Piojo, me encontraban ya dormida contra la puerta, rendida de tanto haber mirado por el hueco y de tanto soñar con el General Rebollo.

Después de habernos inspirado mil y un juegos, el General Rebollo empezó a dejar de ser nuestro héroe, nuestras pequeñísimas imaginaciones no encontraban más inspiración en su presencia y los candidatos a jugar con él disminuían día a día. El General Rebollo empezaba a pasar largas horas de soledad, las decoraciones que lo cubrían ya no las renovaba nadie. Hasta que un día el Cojo, que seguía siendo el más fiel, se subió sobre un viejo cajón, dio tres golpes con su bastón improvisado y con una voz aguda y cortada por la emoción gritó:

—¡¡¡El General Rebollo se murió!!!

En esos medios uno nace sabiendo lo que quiere decir hambre, frío y muerte. Con las cabezas agachadas y los ojos llenos de lágrimas, nos fuimos acercando lentamente al General Rebollo.

—¡De rodillas! —gritó de nuevo el Cojo.

Todos nos arrodillamos, el llanto nos ahogaba, ninguno se atrevía a decir ni una palabra. El hijo del carbonero, que era grande, estaba siempre sentado en una piedra leyendo hojas de periódicos que sacaba del basurero. Con el periódico en la mano se acercó al grupo y nos dijo:

—Chinos pendejos, si se les murió el General, pues entiérrenlo. —Y se fue.

Todos nos pusimos de pie y decidimos alzar la tabla con el General y enterrarlo en el basurero; pero todos nuestros esfuerzos fueron inútiles, no logramos ni mover la tabla. Resolvimos enterrarlo por pedazos, partimos cada pierna en tres pedazos, los brazos igualmente. El Cojo dijo que la cabeza había que enterrarla entera. Trajeron una vieja lata y depositamos la cabeza; entre cuatro, los más grandes, la transportaron primero. Todos desfilamos detrás, llorando como huérfanos. La misma ceremonia se repitió con cada uno de los pedazos de las piernas y de los brazos, quedaba solo el tronco, lo partimos en muchos pedacitos y nos pusimos a hacer muchas bolitas de barro y, cuando ya no quedaba nada del tronco del General Rebollo, decidimos jugar a la guerra con las bolas.

EMMA REYES
París, 28 de abril de 1969

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