HENRY MARSH. ANTE TODO NO HAGAS DAÑO
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde continuamos con la breve serie que recoge títulos en los que el componente documental -podríamos decir- resulta sustancial, ya que todas las obras seleccionadas se presentan bajo la forma de confesión, diario, testimonio o hasta autobiografía, siendo esa componente de crónica o reportaje realista, cercana al periodismo, lo que prevalece en unos textos que, pese a estar dignamente escritos, no destacan, en general, por sus pretensiones literarias.
En el caso de esta semana, mi propuesta es Ante todo no hagas daño, un excelente relato en el que el neurocirujano británico Henry Marsh, con una trayectoria reconocida y valorada en todo el mundo, repasa su vida profesional adentrándose con inusuales sinceridad y honradez intelectuales en los difíciles pormenores del ejercicio de una especialidad médica fascinante y muy compleja, difícil y, en ocasiones, controvertida. El libro, en traducción de Patricia Antón de Vez, lo publicó la editorial Salamandra a principios de 2016.
Ante todo no hagas daño es una sentencia, atribuida a Hipócrates, que encabeza el libro y que condensa lo esencial de la delicada sensibilidad con la que el humanista doctor Marsh ha guiado su proceder como cirujano a lo largo de varias décadas de intenso y apasionante ejercicio profesional.
Neurocirujano de éxito, con una carrera plagada de reconocimientos, contando con más de quince mil operaciones a sus espaldas, siendo invitado para intervenir a pacientes en hospitales de dentro y fuera de Gran Bretaña (son especialmente significativos en el libro los episodios relativos a su colaboración con los precarios sanatorios ucranianos, en condiciones paupérrimas, con medios deplorables e instrumental e instalaciones rudimentarias), creador de una larga escuela, formador de numerosos discípulos, con un magisterio reconocido y extraordinariamente influyente en su disciplina, Marsh acomete, recién jubilado, con sus sesenta y cinco años apenas cumplidos pesando en sus cansadas espaldas, la escritura de un conmovedor volumen en el que da cuenta de su carrera, entre multitud de anécdotas y muy sustanciosas reflexiones en las que se vislumbran las claves que resumen lo esencial de su enrevesada y prodigiosa profesión.
Su narración, centrándose en la dimensión técnica -y también filosófica y hasta espiritual- de su oficio, se entrevera de numerosas referencias a su vida privada, y así, a partir de una afirmación radical y sorprendente (Me había convertido en médico no porque tuviera una gran vocación, sino a causa de una crisis vital), nuestro prestigioso doctor nos relata su bachillerato en una privilegiada escuela privada, con especial dedicación a las materias humanísticas, sus años sabáticos -en significativo plural- de búsqueda personal y diversas ocupaciones laborales, su voluntariado en África occidental como profesor de literatura inglesa, sus posteriores estudios de política, filosofía y economía en Oxford, su abandono, todavía muy joven, de la actividad académica por un desengaño sentimental, su nuevo voluntariado colaborando como camillero en un hospital del norte de Inglaterra, y por fin, desesperado por su fracaso amoroso y su soledad vital adolescente y fascinado por la labor de los cirujanos a los que veía operar en su día a día como sanitario, su definitivo retorno a la universidad, a la única facultad de Medicina, en Londres, que admitía a estudiantes sin currículum científico. Después, tras una trascendental cirugía de aneurisma a la que asiste y que despierta su atracción por la arriesgada y emocionante especialidad, viviremos su obsesión con la neurocirugía y entre la descripción de las largas jornadas laborales asistiremos al fin de su primer matrimonio, al problema en el cerebro de su hijo de tres meses, a la muerte de la madre (en un capítulo emotivo, estremecedor, que rezuma ternura y sensibilidad), a su propia condición de paciente, él mismo operado de un problema en un ojo (siempre había temido convertirme en un paciente), y el relato se salpicará de alusiones a las plácidas costumbres de su tranquila vida privada, los tres panales de miel que entretienen su paciencia en el patio trasero de su casa, el deporte, los habituales desplazamientos en bicicleta, su relajante trabajo en el jardín.
Pero lo sustancial de libro lo constituye -contrapunteado por las leves referencias a la vertiente personal de su vida- la “fotografía”, minuciosa y detallada, del desempeño profesional de un experto -y reflexivo y analítico y lúcido y autocrítico- neurocirujano. En capítulos con títulos de enfermedades: pineocitoma, hemangioblastoma, meningioma, leucotomía, papiloma de plexos coroideos, glioblastoma, neurotmesis, y tantos otros ominosos y amenazadores términos, Marsh describe infinidad de casos clínicos en narraciones que giran en torno a un doble eje, el científico y el humano. Por el libro desfilan todo tipo de enfermos, niños y ancianos, jóvenes y personas maduras, mujeres guapas, hombres recién casados, fornidos deportistas, gentes aparentemente saludables y otras desahuciadas, ostensibles candidatos a una muerte inmediata, individuos solitarios y otros -los más- con familias devastadas por el impacto de la enfermedad de su querido allegado, con entristecidos cónyuges, con desconsolados padres, con inocentes e indefensos hijos pequeños.
Y entre las sentidas y no siempre felices y sí a menudo terribles anécdotas en relación con esta dimensión humana y personal de las patologías cerebrales, y en medio de innumerables y sobrecogedores datos técnicos que acentúan la menor tendencia hipocondríaca del lector, el autor se adentra en el estudio del cerebro, el misterioso sustrato de todos los pensamientos y sentimientos, de todo lo importante en la vida del ser humano; un misterio tan grande, me parecía, como las estrellas en la noche y el universo que nos rodea, un enigmático órgano cuya inconmensurable capacidad suscita la sorprendida reflexión del cirujano en la pausa de una operación: ¿De verdad mis pensamientos están hechos de lo mismo que este bulto sólido de proteínas grasas cubierto por vasos sanguíneos que tengo ante mí?, en uno más de los enfoques -el filosófico, que contempla la resonancia trascendental, metafísica incluso, que conlleva la frecuentación quirúrgica de ese pequeño e ilimitado universo alojado en nuestro cráneo- a los que se abre Ante todo no hagas daño.
Sin tiempo apenas ya para más comentarios quiero, sin embargo, resaltar otros cuatro aspectos de interés en la obra. En primer lugar, destaca la deslumbrante descripción de las interioridades cerebrales, de una belleza fantástica, acrecentada por la inconcebible potencia de los modernos microscopios. Tras arriesgadísimas hendiduras, tenebrosas incisiones, estremecedoras tajaduras, perforaciones y agujereamientos escalofriantes, (especialmente sorprendentes cuando conocemos que, en ocasiones, se opera con el paciente despierto, para que las respuestas de éste en el curso de las intervenciones permitan al doctor orientarse de manera inmediata sobre las consecuencias que produce en el enfermo el contacto con determinadas regiones cerebrales manipuladas en la operación), aflora, inusitado, un universo en miniatura, lleno de colorido, de profundidad, de claridad, de paisajes insólitos, de acontecimientos singulares, remolinos, torbellinos, miríadas de vasos sanguíneos con hermosas ramificaciones semejantes a los afluentes de un río vistos desde el espacio, en una representación, la que descubre la maravilla tecnológica -el llamado GPS del cerebro, que propicia la neuronavegación-, que tiene algo de mágica, más clara, nítida y brillante que el mundo de ahí fuera.
Otra de las líneas de fuerza relevantes en la narración de nuestro comprensivo doctor tiene que ver con las constantes consideraciones sobre la responsabilidad de su tarea, sobre la precisión, la destreza y la experiencia que exige -aunque la suerte es cada vez más importante- y, por lo tanto, sobre el enojoso y en ocasiones obstaculizador estrés, la permanente tensión, no solo la que deriva de las intrínsecas dificultades profesionales sino también la causada por la burocracia, por el trato con los aterrados y desvalidos pacientes, por las inflexibles exigencias que reclaman las familias. La posición del doctor Marsh ante tal cantidad de escollos es, como ante la mayor parte de acontecimientos de su vida, humilde y moderada -Un famoso cirujano inglés comentó en cierta ocasión que un cirujano debe tener nervios de acero, el corazón de un león y las manos de una mujer. Yo no tengo ninguna de esas cosas-, estando siempre dispuesto a relativizar la trascendencia de su personal protagonismo, admitiendo sin ambages que la labor del neurocirujano precisa de un equilibrio de riesgos, tecnología sofisticada, experiencia y destreza… y un poco de suerte.
En consecuencia, el libro está plagado de abundantes momentos en los que el autor reconoce sus frecuentes errores profesionales (No son los éxitos lo que recuerdo, o eso me gusta creer, sino los fracasos) y las responsabilidades, a veces dramáticas, que de ellos se han derivado (Yo he hecho muy felices a multitud de pacientes con intervenciones que han salido bien, pero ha habido también demasiados fracasos terribles, y en la vida de la mayoría de neurocirujanos hay muchos períodos de profunda desesperanza), con un capítulo entero, el décimo tercero, dedicado a la enumeración de los más significativos. Son constantes las reflexiones acerca de esta cuestión, que aparecen en el texto una y otra vez: Ahora que me acerco al final de mi carrera, siento la creciente obligación de dar testimonio de las equivocaciones que he cometido en el pasado, con la esperanza de que mis discípulos aprendan a no repetirlas. E igualmente: Es imprescindible que los médicos rindan cuentas, puesto que el poder corrompe. Debe haber procedimientos de reclamación y litigios, comisiones de investigación, condena y compensación. Al mismo tiempo, si no ocultas ni niegas tus errores cuando las cosas salen mal, y si los pacientes y sus familias saben que estás afectado por lo ocurrido, quizá, con un poco de suerte, recibirás el valioso regalo del perdón. O también: Una de las dolorosas verdades de la neurocirugía es que uno sólo llega a ser bueno en los casos realmente difíciles gracias a muchísimas horas de práctica, pero eso significa cometer montones de errores al principio y dejar atrás a un buen número de pacientes discapacitados. Sospecho que hay que ser un poco psicópata para seguir adelante, o por lo menos llevar puesta una buena coraza. Si uno es un médico bonachón, lo más probable es que abandone y deje que la naturaleza siga su curso, y que se limite a los casos más sencillos.
Esta realidad ambigua y con claroscuros de una muy delicada actividad profesional conduce, como resulta evidente, a un estado de permanente duda -por fortuna no paralizadora, en el caso de nuestro venerable protagonista-, que se refleja también en muy variados fragmentos del texto: Casi todos los neurocirujanos se vuelven más conservadores a medida que se hacen mayores, lo que significa que recomiendan la cirugía en menos pacientes que cuando eran más jóvenes. Desde luego ése es mi caso, pero no sólo porque tengo más experiencia que en el pasado y soy más realista con respecto a las limitaciones de la cirugía, sino también porque ahora estoy más dispuesto a aceptar que dejar morir a alguien puede ser una opción mejor que operarlo cuando sólo hay una posibilidad muy pequeña de que esa persona pueda volver a valerse por sí misma. El problema consiste en que muy a menudo no sé hasta qué punto es pequeña esa posibilidad de que el paciente tenga una buena recuperación, porque en este tipo de casos el futuro siempre es incierto. Sea como sea, resulta mucho más sencillo operar en todos los casos y volver la espalda al hecho de que llevar a cabo un tratamiento como aquél tendrá como resultado que la gente sobreviva con terribles lesiones cerebrales.
Por ello, Marsh reitera que lo difícil de su trabajo no es operar, sino tomar decisiones, como queda de manifiesto en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña. Como la mayoría de los médicos, soy un cobarde, confiesa, para señalar a continuación: Tan irresistible resulta intentar salvar una vida como difícil decirle a alguien que no puedo hacerlo, en especial si el paciente es un niño enfermo con padres desesperados. Y el problema se convierte en un dilema todavía mayor si no tengo una certeza absoluta. Poca gente ajena a la medicina comprende que la mayor tortura para los médicos es la incertidumbre, más que el hecho de tratar a menudo con gente que sufre o que va a morir. Es bastante fácil dejar que la enfermedad siga su curso y alguien muera si uno sabe sin la menor duda que no puede hacer nada por evitarlo; si eres un médico decente, serás comprensivo y delicado, pero la situación está clara. La vida es así, y todos tenemos que morir tarde o temprano. Pero si uno no está seguro de si puede ayudar o no, o de si debería ayudar o no, las cosas se vuelven cruelmente difíciles. O esta algo amarga consideración acerca del dilema sobre operar o no: Mientras recorría el pasillo del hospital en penumbra volví a maravillarme por la forma en que nos aferramos a la vida y me dije que habría mucho menos sufrimiento si no lo hiciéramos. La vida sin esperanza es tremendamente difícil, pero con cuánta facilidad consigue la esperanza, en definitiva, volvernos necios a todos. ¿Seré yo tan valiente y digno cuando me llegue la hora?
Otro de los frentes de interés en el libro es el que tiene que ver con los pacientes, sus padecimientos, su frecuente estado de devastación anímica, su afectación psicológica, las razonables y torturantes dudas que a menudo albergan sobre la competencia del médico que va a operarlo, las difíciles relaciones del experto con las familias, la dificultades inherentes a la comunicación, a unos y otros, de las casi siempre trágicas noticias de muy problemática aceptación (Tengo que elegir mis palabras con muchísima cautela). En este sentido, resultan inquietantes las disquisiciones sobre la necesaria deshumanización del paciente para que de este modo -convertido en un objeto neutro, aséptico (Tienen que someterse a unos rituales que los despersonalizan, consistentes en que los ingresen, los etiqueten como pájaros o criminales cautivos y los metan en la cama como si fueran críos, con esas batas de hospital)-, resulte más fácil operarlo: rasurar al cero al enfermo -y no sólo la zona afectada- para “homogeneizarlo” desproveyéndolo de sus rasgos, ocultar su rostro con amplias tiras de esparadrapo, de modo que se produzca la metamorfosis de persona a objeto, constatando entonces que el miedo se esfuma y se ve reemplazado por una feroz y alegre concentración. Y en el horizonte último de este panorama espantoso, la irremisible presencia de la muerte (La muerte está acechándoles, y yo trato de esconder a esa figura oscura que se acerca lentamente hacia ellos, o al menos de disfrazarla), que revolotea por el libro con su desasosegante sombra.
Por último, Henry Marsh aprovecha su confesión para despacharse a gusto, en un último hilo conductor de su libro, contra la burocracia sanitaria, contra los distintos poderes del Estado, tan abstractos e inhumanos, contra los a menudo estúpidos gobiernos. Son constantes los ejemplos de las nefastas repercusiones sobre los enfermos de la improvisación o, por el contrario, el exceso de rígida planificación: la sólita falta de camas y el exceso de pacientes a los que hay que “colocar” como en una versión macabra del juego de las sillas; la lentísima y absurda aparición de dos taxis para cubrir el “papeleo” que requiere una urgencia, en uno viaja el CD con el escáner cerebral del enfermo y en otro un sobre con la contraseña cifrada que permitía abrirlo, desmesura que la administración de turno justifica por la necesidad de preservar el carácter confidencial de los datos; la infructuosa búsqueda de pacientes por los pasillos, ante el caos inducido por los protocolos sanitarios; los absurdos de la arquitectura hospitalaria, con profusión de dependencias sin utilizar, con diseños delirantes que no promueven la eficacia, con espacios construidos en un “estudio” sin considerar su imposible aplicación práctica. Como temas adyacentes a esta furibunda queja -que llega, en alguna ocasión, al exabrupto (Que se joda la dirección del hospital, el gobierno y los patéticos políticos y sus chanchullos, y a la mierda los putos funcionarios del puto departamento de Sanidad. Que se joda el mundo entero, exclama indignado ante la enésima traba burocrática generadora de daños en los pacientes)-, Marsh alude también a las cada vez más frecuentes -y en bastantes casos infundadas- cartas de reclamación, a la ya rutinaria judicialización de la medicina, a las presiones mediáticas, nacidas del nocivo afán de espectacularidad, a las administrativas (dejar camas libres, ahorrar gastos de seguro), a las ostensibles y discriminatorias diferencias entre la asistencia sanitaria privada y el seguro público, a los engolados abogados de los pacientes (Pensé en todos los objetivos gubernamentales, políticos interesados, titulares sensacionalistas, escándalos, fechas límites, funcionarios del Estado, follones clínicos, crisis financieras, grupos de presión de pacientes, sindicatos, litigios, reclamaciones y médicos engreídos a los que debía enfrentarse un director general del Servicio Nacional de Salud), para acabar despotricando de la insensibilidad de la fauna directiva y la administración de los hospitales, ridículos burócratas, parapetados tras un ejército de mayúsculas: Director de Estrategias Corporativas, director interino de Desarrollo Corporativo, consejero de Administración, directivos de Planificación Empresarial o Riesgos Clínicos, Departamento de Reclamaciones y Mejoras (ahora llamado Reclamaciones y Opiniones Positivas). Este sitio no me gusta, y no siento la más mínima lealtad hacia él, concluye, categórico y sincero.
Por encima de todo ello sobresale la profunda humanidad, la irreprochable bonhomía, la honradez y la dignidad de un médico ejemplar, que en su humildad y su responsable autocrítica llega a cuestionar su poco “profesional” abrazo final a un paciente moribundo: Sentí vergüenza, una profunda vergüenza, no por haber fracasado en salvarle la vida –había tenido el mejor tratamiento posible-, sino por la pérdida de mi impasibilidad profesional y por un pesar que me pareció de lo más vulgar en comparación con su serenidad y el sufrimiento de su familia, de los que sólo podía ser testigo impotente.
Leed, pues -salvo casos de lectores exageradamente aprensivos, para los que el contacto con tanto dolor y enfermedad pueda resultar insufrible- este interesantísimo Ante todo no hagas daño del doctor Henry Marsh. Os dejo ya con In the midnight hour en la versión de B. B. King, músico citado en el libro e intérprete de algunos de los “blues moviditos” que el equipo del cirujano elegía como “música de cierre” mientras suturábamos la cabeza de un paciente, al término de sus operaciones.
El trabajo que desempeñaba tenía una intensidad un tanto sombría y estimulante a la vez, y no tardé en dejar atrás el sencillo altruismo de cuando era estudiante de Medicina. Entonces me había costado muy poco sentir compasión por los pacientes, porque yo no era responsable de lo que les ocurriera. Pero la responsabilidad entraña el miedo al fracaso, y los pacientes se convierten en una fuente de ansiedad y estrés, aunque ocasionalmente uno pueda sentirse orgulloso ante los éxitos.
Me enfrentaba de manera cotidiana a la muerte, que a menudo venía precedida por los intentos de reanimación o de la lucha por evitar que los pacientes se desangraran a causa de una hemorragia interna. La reanimación cardiopulmonar en la vida real es muy distinta a lo que nos muestran en la televisión o el cine. En la mayor parte de los intentos de llevar a cabo un masaje cardíaco, se producen escenas deprimentes y violentas, que pueden suponer la rotura de las costillas de pacientes ancianos a quienes más habría valido dejar morir en paz.
Así que, poco a poco, me fui endureciendo, de ese modo tan peculiar en que deben hacerlo los médicos, y llegué a considerar a los pacientes como una raza completamente distinta a la de los profesionales de la medicina como yo, importantísimos e invulnerables. Ahora que me acerco al final de mi carrera, esa distancia ha empezado a desdibujarse. Tengo menos miedo al fracaso: he llegado a aceptarlo y a sentirme menos amenazado por él, y confío en haber aprendido algo de los errores cometidos en el pasado, de modo que puedo arriesgarme a ser un poco menos objetivo. Además, cuanto mayor me hago, menos capaz me siento de negar que estoy hecho de la misma carne y la misma sangre que mis pacientes, y que soy igual de vulnerable que ellos. Así que ahora puedo volver a sentir lástima por ellos, cuando empezaba. Sé que también que yo, tarde o temprano, acabaré postrado en una cama en una abarrotada sala de hospital, temiendo por mí vida, como hoy lo hacen ellos.
Cuando acabé aquel primer año como interno, volví a mi hospital clínico en el norte de Londres para trabajar como médico en prácticas en la UCI. Aunque con una convicción cada vez menor, había decidido intentar formarme como cirujano y trabajar en intensivos se consideraba un primer paso necesario para conseguirlo. Mi cometido consistía sobre todo en rellenar formularios, poner vías para el suero, extraer sangre y, en ocasiones, en llevar a cabo procedimientos invasivos –como suelen llamarse- un tanto más emocionantes, como poner un catéter pectoral o administrar algún tratamiento por vía intravenosa en las grandes venas del cuello. Toda la instrucción práctica corría a cargo de los residentes especialistas con mayor experiencia. Fue en aquella época, al empezar a trabajar en la UCI, cuando bajé a los quirófanos y presencié aquella operación de aneurisma que provocó mi epifanía quirúrgica.
Desde el momento en que supe con exactitud lo que quería hacer, mi vida se volvió mucho más fácil. Unos días después, fui en busca del neurocirujano al que había visto hacer el grapado y sellado del aneurisma para contarle que quería dedicarme a la neurocirugía. Me dijo que cursara una solicitud para la plaza de interno en prácticas de su departamento, que no tardaría en publicarse. También hablé con uno de los cirujanos jefes de servicio, en cuya “sociedad” había trabajado de estudiante. Era un hombre extraordinariamente generoso, la clase de maestro cirujano que uno llega casi a idolatrar, y organizó de inmediato una visita para que pudiera entrevistarme con dos de los neurocirujanos más eminentes del país, tanto para darme a conocer como aspirante a cirujano en esa disciplina como para planear bien mi carrera. El de la neurocirugía era un mundo pequeño en aquellos tiempos, con menos de un centenar de especialistas en todo el Reino Unido. Uno de los afamados especialistas que fui a ver trabajaba en el Royal London, en el East End. Un hombre muy afable. Lo encontré en su consulta fumando un puro. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de coches de Fórmula 1, y, según averigüé poco después, él era el especialista responsable del servicio médico de las carreras de esa disciplina. Le hablé de mi profundo deseo de convertirme en neurocirujano.
-¿Qué opina su mujer al respecto? –fue su primera pregunta.
-Creo que le parece buena idea, señor –contesté.
-Bueno, pues debe saber que mi primera esposa no podía soportar esa vida, de modo que la cambié por otro modelo –soltó-. La vida del médico que se está formando para la neurocirugía es dura, ¿sabe?
Unas semanas después, me dirigía en coche a Southampton para visitar al otro prestigioso neurocirujano que me habían recomendado. Fue tan simpático conmigo como el primero. Medio calvo, pelirrojo y con bigote, ofrecía la viva imagen de un granjero jovial, nada que ver con la idea que yo tenía de un neurocirujano. Estaba sentado ante un escritorio cubierto de montones de historias clínicas de pacientes, que casi me impedían verlo. Le hablé de mi ambición de convertirme en neurocirujano.
-¿Qué opina su mujer al respecto? –quiso saber.
Le aseguré que todo iría bien en ese sentido. Estuvo unos segundos sin decir nada.
-Operar es la parte más fácil, ¿sabe? –dijo finalmente-. Cuando uno llega a mi edad, se da cuenta de que todas las dificultades tienen que ver con la toma de decisiones.
Otro de los frentes de interés en el libro es el que tiene que ver con los pacientes, sus padecimientos, su frecuente estado de devastación anímica, su afectación psicológica, las razonables y torturantes dudas que a menudo albergan sobre la competencia del médico que va a operarlo, las difíciles relaciones del experto con las familias, la dificultades inherentes a la comunicación, a unos y otros, de las casi siempre trágicas noticias de muy problemática aceptación (Tengo que elegir mis palabras con muchísima cautela). En este sentido, resultan inquietantes las disquisiciones sobre la necesaria deshumanización del paciente para que de este modo -convertido en un objeto neutro, aséptico (Tienen que someterse a unos rituales que los despersonalizan, consistentes en que los ingresen, los etiqueten como pájaros o criminales cautivos y los metan en la cama como si fueran críos, con esas batas de hospital)-, resulte más fácil operarlo: rasurar al cero al enfermo -y no sólo la zona afectada- para “homogeneizarlo” desproveyéndolo de sus rasgos, ocultar su rostro con amplias tiras de esparadrapo, de modo que se produzca la metamorfosis de persona a objeto, constatando entonces que el miedo se esfuma y se ve reemplazado por una feroz y alegre concentración. Y en el horizonte último de este panorama espantoso, la irremisible presencia de la muerte (La muerte está acechándoles, y yo trato de esconder a esa figura oscura que se acerca lentamente hacia ellos, o al menos de disfrazarla), que revolotea por el libro con su desasosegante sombra.
Por último, Henry Marsh aprovecha su confesión para despacharse a gusto, en un último hilo conductor de su libro, contra la burocracia sanitaria, contra los distintos poderes del Estado, tan abstractos e inhumanos, contra los a menudo estúpidos gobiernos. Son constantes los ejemplos de las nefastas repercusiones sobre los enfermos de la improvisación o, por el contrario, el exceso de rígida planificación: la sólita falta de camas y el exceso de pacientes a los que hay que “colocar” como en una versión macabra del juego de las sillas; la lentísima y absurda aparición de dos taxis para cubrir el “papeleo” que requiere una urgencia, en uno viaja el CD con el escáner cerebral del enfermo y en otro un sobre con la contraseña cifrada que permitía abrirlo, desmesura que la administración de turno justifica por la necesidad de preservar el carácter confidencial de los datos; la infructuosa búsqueda de pacientes por los pasillos, ante el caos inducido por los protocolos sanitarios; los absurdos de la arquitectura hospitalaria, con profusión de dependencias sin utilizar, con diseños delirantes que no promueven la eficacia, con espacios construidos en un “estudio” sin considerar su imposible aplicación práctica. Como temas adyacentes a esta furibunda queja -que llega, en alguna ocasión, al exabrupto (Que se joda la dirección del hospital, el gobierno y los patéticos políticos y sus chanchullos, y a la mierda los putos funcionarios del puto departamento de Sanidad. Que se joda el mundo entero, exclama indignado ante la enésima traba burocrática generadora de daños en los pacientes)-, Marsh alude también a las cada vez más frecuentes -y en bastantes casos infundadas- cartas de reclamación, a la ya rutinaria judicialización de la medicina, a las presiones mediáticas, nacidas del nocivo afán de espectacularidad, a las administrativas (dejar camas libres, ahorrar gastos de seguro), a las ostensibles y discriminatorias diferencias entre la asistencia sanitaria privada y el seguro público, a los engolados abogados de los pacientes (Pensé en todos los objetivos gubernamentales, políticos interesados, titulares sensacionalistas, escándalos, fechas límites, funcionarios del Estado, follones clínicos, crisis financieras, grupos de presión de pacientes, sindicatos, litigios, reclamaciones y médicos engreídos a los que debía enfrentarse un director general del Servicio Nacional de Salud), para acabar despotricando de la insensibilidad de la fauna directiva y la administración de los hospitales, ridículos burócratas, parapetados tras un ejército de mayúsculas: Director de Estrategias Corporativas, director interino de Desarrollo Corporativo, consejero de Administración, directivos de Planificación Empresarial o Riesgos Clínicos, Departamento de Reclamaciones y Mejoras (ahora llamado Reclamaciones y Opiniones Positivas). Este sitio no me gusta, y no siento la más mínima lealtad hacia él, concluye, categórico y sincero.
Por encima de todo ello sobresale la profunda humanidad, la irreprochable bonhomía, la honradez y la dignidad de un médico ejemplar, que en su humildad y su responsable autocrítica llega a cuestionar su poco “profesional” abrazo final a un paciente moribundo: Sentí vergüenza, una profunda vergüenza, no por haber fracasado en salvarle la vida –había tenido el mejor tratamiento posible-, sino por la pérdida de mi impasibilidad profesional y por un pesar que me pareció de lo más vulgar en comparación con su serenidad y el sufrimiento de su familia, de los que sólo podía ser testigo impotente.
Leed, pues -salvo casos de lectores exageradamente aprensivos, para los que el contacto con tanto dolor y enfermedad pueda resultar insufrible- este interesantísimo Ante todo no hagas daño del doctor Henry Marsh. Os dejo ya con In the midnight hour en la versión de B. B. King, músico citado en el libro e intérprete de algunos de los “blues moviditos” que el equipo del cirujano elegía como “música de cierre” mientras suturábamos la cabeza de un paciente, al término de sus operaciones.
El trabajo que desempeñaba tenía una intensidad un tanto sombría y estimulante a la vez, y no tardé en dejar atrás el sencillo altruismo de cuando era estudiante de Medicina. Entonces me había costado muy poco sentir compasión por los pacientes, porque yo no era responsable de lo que les ocurriera. Pero la responsabilidad entraña el miedo al fracaso, y los pacientes se convierten en una fuente de ansiedad y estrés, aunque ocasionalmente uno pueda sentirse orgulloso ante los éxitos.
Me enfrentaba de manera cotidiana a la muerte, que a menudo venía precedida por los intentos de reanimación o de la lucha por evitar que los pacientes se desangraran a causa de una hemorragia interna. La reanimación cardiopulmonar en la vida real es muy distinta a lo que nos muestran en la televisión o el cine. En la mayor parte de los intentos de llevar a cabo un masaje cardíaco, se producen escenas deprimentes y violentas, que pueden suponer la rotura de las costillas de pacientes ancianos a quienes más habría valido dejar morir en paz.
Así que, poco a poco, me fui endureciendo, de ese modo tan peculiar en que deben hacerlo los médicos, y llegué a considerar a los pacientes como una raza completamente distinta a la de los profesionales de la medicina como yo, importantísimos e invulnerables. Ahora que me acerco al final de mi carrera, esa distancia ha empezado a desdibujarse. Tengo menos miedo al fracaso: he llegado a aceptarlo y a sentirme menos amenazado por él, y confío en haber aprendido algo de los errores cometidos en el pasado, de modo que puedo arriesgarme a ser un poco menos objetivo. Además, cuanto mayor me hago, menos capaz me siento de negar que estoy hecho de la misma carne y la misma sangre que mis pacientes, y que soy igual de vulnerable que ellos. Así que ahora puedo volver a sentir lástima por ellos, cuando empezaba. Sé que también que yo, tarde o temprano, acabaré postrado en una cama en una abarrotada sala de hospital, temiendo por mí vida, como hoy lo hacen ellos.
Cuando acabé aquel primer año como interno, volví a mi hospital clínico en el norte de Londres para trabajar como médico en prácticas en la UCI. Aunque con una convicción cada vez menor, había decidido intentar formarme como cirujano y trabajar en intensivos se consideraba un primer paso necesario para conseguirlo. Mi cometido consistía sobre todo en rellenar formularios, poner vías para el suero, extraer sangre y, en ocasiones, en llevar a cabo procedimientos invasivos –como suelen llamarse- un tanto más emocionantes, como poner un catéter pectoral o administrar algún tratamiento por vía intravenosa en las grandes venas del cuello. Toda la instrucción práctica corría a cargo de los residentes especialistas con mayor experiencia. Fue en aquella época, al empezar a trabajar en la UCI, cuando bajé a los quirófanos y presencié aquella operación de aneurisma que provocó mi epifanía quirúrgica.
Desde el momento en que supe con exactitud lo que quería hacer, mi vida se volvió mucho más fácil. Unos días después, fui en busca del neurocirujano al que había visto hacer el grapado y sellado del aneurisma para contarle que quería dedicarme a la neurocirugía. Me dijo que cursara una solicitud para la plaza de interno en prácticas de su departamento, que no tardaría en publicarse. También hablé con uno de los cirujanos jefes de servicio, en cuya “sociedad” había trabajado de estudiante. Era un hombre extraordinariamente generoso, la clase de maestro cirujano que uno llega casi a idolatrar, y organizó de inmediato una visita para que pudiera entrevistarme con dos de los neurocirujanos más eminentes del país, tanto para darme a conocer como aspirante a cirujano en esa disciplina como para planear bien mi carrera. El de la neurocirugía era un mundo pequeño en aquellos tiempos, con menos de un centenar de especialistas en todo el Reino Unido. Uno de los afamados especialistas que fui a ver trabajaba en el Royal London, en el East End. Un hombre muy afable. Lo encontré en su consulta fumando un puro. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de coches de Fórmula 1, y, según averigüé poco después, él era el especialista responsable del servicio médico de las carreras de esa disciplina. Le hablé de mi profundo deseo de convertirme en neurocirujano.
-¿Qué opina su mujer al respecto? –fue su primera pregunta.
-Creo que le parece buena idea, señor –contesté.
-Bueno, pues debe saber que mi primera esposa no podía soportar esa vida, de modo que la cambié por otro modelo –soltó-. La vida del médico que se está formando para la neurocirugía es dura, ¿sabe?
Unas semanas después, me dirigía en coche a Southampton para visitar al otro prestigioso neurocirujano que me habían recomendado. Fue tan simpático conmigo como el primero. Medio calvo, pelirrojo y con bigote, ofrecía la viva imagen de un granjero jovial, nada que ver con la idea que yo tenía de un neurocirujano. Estaba sentado ante un escritorio cubierto de montones de historias clínicas de pacientes, que casi me impedían verlo. Le hablé de mi ambición de convertirme en neurocirujano.
-¿Qué opina su mujer al respecto? –quiso saber.
Le aseguré que todo iría bien en ese sentido. Estuvo unos segundos sin decir nada.
-Operar es la parte más fácil, ¿sabe? –dijo finalmente-. Cuando uno llega a mi edad, se da cuenta de que todas las dificultades tienen que ver con la toma de decisiones.
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