Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de diciembre de 2017

DAVID WAGNER. COSAS DE NIÑOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Esta semana, desde el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, quiero recomendaros un libro, de difícil adscripción genérica, como luego veréis, pero de indudable atractivo, pese a que no se trate de una obra excepcional o con unos valores literarios sobresalientes por los que pueda pasar a la historia de la literatura. Sin embargo, este Cosas de niños del que hoy quiero hablaros es un libro más que estimable en el que podemos encontrar numerosos motivos para la reflexión y el conocimiento, y con el que, por encima de todo, nos aseguraremos muchos momentos de emoción, pues todo él rezuma sensibilidad y ternura, deliciosa dulzura y amable melancolía, sutil sentido del humor y apreciable, aunque sin enojosos énfasis, alegría vital. El libro, escrito por el alemán David Wagner, se presentó en España a finales de 2015 en la editorial Errata Naturae, en traducción de Esther Cruz Santaella. Hace unos meses, la editorial publicó también otra obra de Wagner, una recopilación de artículos y ensayos sobre Berlín, ciudad en la que actualmente reside.

Cosas de niños consiste en ciento once breves textos, a veces de menos de una página, en los que el narrador describe -con intensidad poética- distintos momentos de la relación con su pequeña hija, escenas significativas de los primeros años de la niña, comentarios sorprendentes de ésta, ocurrencias, preguntas, reacciones inesperadas y desconcertantes nacidas de su infantil inocencia. Estas situaciones operan como el desencadenante de las evocaciones del padre, en las que afloran episodios de su propia infancia, aspectos del trato con sus padres e incluso con sus abuelos, y reflexiones sobre la paternidad, sobre la admiración y el encantamiento cotidianos, sobre la responsabilidad y los temores que entraña el ejercicio de la condición de padre, también sobre el aprendizaje y el hecho de hacerse mayor, sobre el significado de la madurez, sobre el paso del tiempo y el sentido de la vida. Se trata de experiencias y apreciaciones en las que cualquier lector -padre o no- que haya tenido contacto con niños de esas edades tan pequeñas encontrará motivos para el común reconocimiento; un hecho -el carácter “universal” de lo narrado- subrayado voluntariamente por el autor, que opta por no “individualizar” a sus protagonistas, al no nombrarlos -son el padre, la niña-, huyendo así, pienso, de lo específico de las anécdotas relatadas y dotando por tanto a su obra de una dimensión más general con la que cualquiera pueda identificarse.

La estructura del libro, planteado como un agregado de “escenas” aisladas, que pueden leerse con autonomía y en las que no hay sucesión ni progreso ni evolución de los supuestos “personajes”, lo aleja de la novela -aunque solo a priori, pues ya hemos señalado aquí en bastantes ocasiones cómo son de flexibles las fronteras del género-, estando el resultado final más cerca, quizá, del diario o de algún otro tipo similar de obra de no ficción, siendo a mi juicio patente la naturaleza autobiográfica del libro. Este esquema fragmentario -y la belleza y la capacidad evocadora de muchos de los textos- me ha llevado a dedicar a Cosas de niños tres programas en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes; tres emisiones, que podéis escuchar en el blog del mismo título, en las que se recogen cerca de cuarente de estas “instantáneas”, pequeños cuentos, en cierto modo, o microrrelatos, todos muy bellos, llenos de ternura y sencillez.

Con la narración habitual del padre -aunque en algunas ocasiones aparecen también las voces del abuelo o de la propia niña; la madre ha muerto y su ausencia impregna gran parte de la obra- y en capítulos encabezados por títulos a menudo escuetos pero siempre muy descriptivos, por el libro discurren una gran cantidad de estas “escenas”, experiencias consabidas de la infancia, muchas de las cuales están en nuestra memoria porque, de una u otra forma, todos las hemos vivido. Así, en una enumeración no exhaustiva y forzosamente incompleta, conocemos los problemas que ocasionan el constante cambio de los cochecitos del bebé y la compra de ropa, el tamaño de unos y la talla de la otra siempre inadecuados frente al crecimiento de la niña (las tallas de ropa infantil son una unidad de tiempo); las rutinas del mutuo peinado matinal (ahora tienes el pelo bien, dice la hija, después de repasar de mil formas el pelo de su padre); las peripecias en las zonas de juegos en los parques; las preguntas ante las retransmisiones deportivas en el televisor (¿Por qué están corriendo ahí?); el desconcierto de la niña cuando, en el tranvía, lo que se ve por la ventanilla parece en movimiento (todo se va, dice); las canciones infantiles; la exigencia paterna de recoger y ordenar los juguetes tras el juego (la niña, que lo deja todo revuelto, se pasea por su cuarto repitiendo sin embargo, inconsciente, la fórmula que ha oído al padre: ¡Organización! ¡Organización!); el aprendizaje de los códigos luminosos de los semáforos (Los lobos que vienen a la ciudad no saben, claro, que tienen que esperar cuando está en rojo, explica con un para ella evidente razonamiento); los cuentos y las historias que hay que repetir una y otra vez (¡lee más!, ¡lee bien!, reclama la niña cuando el padre, agotado, se adormece ante el libro); los primeros avances en la escritura; la simulación de conversaciones telefónicas, imitando a los mayores; las muy imaginativas formas -un castillo, una cabeza, una ballena- que construye con la ropa de cama, escultora de edredones, como la llama el padre; la lamparilla que ilumina la penumbra y ahuyenta los temores nocturnos; el encantamiento que provoca la visión de la luna (en el bello fragmento que dejo como cierre a esta reseña); las discusiones familiares en la atribución de parecidos (mi padre dice que le recuerda a su madre); la bella impostura navideña; la fascinación de los abuelos por su nieta; la consciente aceptación por el menor de su “papel” de niño y su consiguiente “actuación” conforme a lo que esperan de él los mayores; la nostalgia de la madre ausente; el particular léxico familiar inventado (pantalonzotes, croco, infinidad de onomatopeyas); la constante insistencia en las repeticiones: de cuentos, gestos, formas, palabras; las imitaciones de las actitudes y expresiones adultas (“en realidad” quiero un helado); el rápido aprendizaje como por ósmosis; los geniales hallazgos lingüísticos, auténticas greguerías surgidas de la ingenua mente infantil (El cojín es un ravioli gigante; un charco es una pizza grande); la necesidad de nombrar el mundo (esto es una azada, esto es una paleta, esto es una pala) y poner palabras a cualquier situación; los besos sonoros y marcados (besarse sólo lo pueden hacer quienes se entienden muy bien); las primeras, inocuas, palabrotas traídas de la escuela (soplagaitas, oveja mala, lamecacas); la relativización que impone a la seriedad adulta la mirada desprejuiciada del menor (la lentitud del coche que les precede en la carretera y que provoca la irritación del padre, induce el comentario de la niña que desactiva esa ansiosa ira: a lo mejor el coche está roto); la incómoda y a veces provocadora sinceridad de los niños (esa mujer tiene el pelo enredado); la despótica actitud de la hija, que establece, estricta, las exigentes reglas en los juegos, el escondite y el pillapilla, el mono y el cocodrilo; la incomodidad de la pequeña en los viajes en coche; las cambiantes preferencias de la niña en relación a su profesión de mayor (quiero ser vendedora… estudiante… bailaora de flamenco); la “construcción” de una vivienda propia en cualquier rincón, debajo del escritorio del padre, en un cartón vacío, bajo el asiento del piano; los interrogantes ante su imagen en el álbum de fotos (¿dónde estaba yo ahí?); la curiosidad ante las pertenencias paternas y el consiguiente rebuscar en sus cajones, en su escritorio; la atracción por lo escatológico y lo que suscita asco (pizza de pipí con salsa de araña, sopa de cera de oídos, ensalada de uñas); las imprevisibles y absurdas filias y fobias gastronómicas; los interminables baños en la piscina (¿tengo ya la piel de gallina?, ¿tengo ya los labios morados?); las madres, las tías, las abuelas que, generación tras generación, indefectiblemente, empapan de saliva los pañuelos para frotar, inclementes, las sucias caras de los pequeños; los abrazos entregados, desprendidos, incondicionales, estrechos, apretados, de los niños; la permanente protección del hijo por su padre, su preocupada vigilancia (De vez en cuando, parece como si fuera la niña la que lleva al padre, como si la niña tuviese cogido al padre de la mano); la alegría, el constante asombro, la risa; las inquietantes preguntas sin respuesta (¿Dónde estaba yo cuando no estaba aquí? ¿Estaba en el cielo? ¿Qué hacía allí?; ¿Por qué las parejas se ponen los brazos alrededor del cuello? ¿Ya no saben andar solos?; ¿Los niños salen de la barriga? ¿Hay también comida dentro? ¿O solo está el bebé?); el orgullo con el que se lucen las cicatrices, las postillas, los moratones, los esparadrapos; las curas milagrosas de los golpes, las heridas, los rasguños (¿soplo?); las inconsolables lágrimas; los secretos; los enternecedores y espontáneos regalos de la niña al padre (una concha, una piedra, dos castañas, una colilla, una flor, un chicle y una piruleta que ya no le gusta); la felicidad sin condiciones del baño, de la ducha, del chapoteo en la bañera, el alborozo con los muñecos y juguetes en el agua, el pelo mojado, el posterior “hundimiento” en el acogedor albornoz con capucha… y tantos otros ejemplos de este arsenal de vivencias conmovedoras que es la infancia.

Y en la presentación de todas estas entrañables experiencias se superponen, como se ha podido comprobar en el rápido elenco reseñado, los inocentes y por ello imaginativos comentarios de la niña, que “entiende” la realidad desde ángulos insólitos para un adulto, con las impresiones casi siempre sorprendidas y a la vez cariñosas y comprensivas pero también melancólicas del padre. Por un lado, el comportamiento y las expresiones de la niña permiten constatar la genialidad de la infancia, que encierra en su ingenuidad otra forma de ver la vida, más sencilla y auténtica, sin las muchas veces absurdas y reduccionistas constricciones que conlleva la madurez. En este sentido, el padre relata los pequeños acontecimientos de la vida con su hija desde una posición de apertura y humildad, aprendiendo de la niña, siendo consciente de que su supuesta ignorancia infantil constituye otra forma de sabiduría, aprovechando las muchas enseñanzas que de ella se derivan. Porque, a partir del concreto suceso narrado, el padre se sume en consideraciones y análisis provocados por la ruptura de la normal lógica de las cosas que desvela el comportamiento infantil. De este modo, el adulto se abisma, nostálgico, en sus propios recuerdos (Me acuerdo, tengo esa impresión, de cada momento de mi infancia cubierto de polvo en otro continente, o emigré hace mucho, y no me acuerdo, o cada segundo, cada hora, cada día me desvié de él una distancia minúscula. Cada año, uno o dos centímetros más. Y con el tiempo pasaron a ser cuatro o cinco o seis mil años o kilómetros. De repente, un Atlántico entre nosotros, querida infancia), constata el inexorable paso del tiempo (Sólo he girado la cabeza y se me han ido diez, quince, veinte años. La niña se ha bebido el tiempo. Y aún sigue teniendo sed. La niña siempre tiene sed), se plantea el cambio vital que la hija supone, la aparición de una nueva forma, más intensa, incomparable, de responsabilidad (Desde que la niña está aquí, yo también estoy siempre aquí), es consciente de la continuidad, biológica, de especie, casi cósmica, que la aparición de un nuevo ser entraña (A veces me da la impresión de que soy simplemente la continuación que mis padres, sus padres y todos los otros antes concibieron. Me da la impresión de que no tengo vida propia. De que estoy compuesto simplemente por un programa que se ejecuta por sí solo, como siempre se ha ejecutado y desarrollado y, si no sobreviene nada, sigue ejecutándose y desarrollándose, otras cien o mil veces, igual que ha funcionado durante miles de generaciones antes que yo), y, en definitiva, se reconcilia con la condición mortal que a todos nos angustia al entender que un día la niña estará en mi lugar, como yo estoy donde mis padres, abuelos y bisabuelos estuvieron, y que, por lo tanto, en la progresiva sucesión de generaciones superamos a la muerte, pues nos perpetuamos en los hijos, y estos en los suyos, y estos en… Y así, en una cadena sin fin, podemos creernos -triste consuelo- inmortales. Desde que está la niña, ya no temo más a la muerte. Sé positivamente que permaneceré.

Y está, además, la necesidad de contar, de comunicar, de transmitir esta revelación que la presencia de la niña descubre. Otro eje destacado del libro lo constituye la “justificación” de esa necesidad, de la importancia de contar historias. Cuando el padre recuerda el cuartillo, una especie de despensa con una alacena en la que su abuela almacenaba alimentos, los biscotes, las galletas, las compotas, el flan de semolina solidificado, todos postres antiguos que ya no están de moda, a cada uno de los cuales la abuela asociaba una historia, comenta: A veces, esa habitación, el cuarto oscuro, me rodea de repente. Y como me parece tan vacía, pienso que debería llenarla, poner historias en las estanterías, hacer conservas con relatos, hacer pasteles, poner anécdotas y restos de comida en conserva y macerar vivencias. E insiste: Cuartillo. Noto como si pudiera entrar en esa palabra, cerrar la puerta tras de mí y empezar a llenar todo en mi interior, como si pudiera comerme todas las historias y todas las palabras conservadas. Como si pudiera llenar todo en mi interior, comérmelo todo y conservarlo.

En fin, os recomiendo vivamente que entréis en el cuartillo de las muy tiernas historias de este Cosas de niños, el estimulante libro de David Wagner. Cierro ahora esta reseña con una canción que la complementa musicalmente. Un tema, como resulta evidente, que habla de la relación padre/hija: Father and daughter, de Paul Simon.


Papel de pared

No enciendas la luz, no, por favor, dice la niña en mitad de la noche, está despierta, viene a mi cama y dice: Ahí está la Luna. Y se refiere a las ventanas iluminadas de la casa de enfrente.

Ha salido la Luna, canta la niña, es la canción más triste que conozco y, de repente, por supuesto estoy dormido ya, me parece que está cantando mi madre. La niña vuelve a dormirse y yo estoy totalmente despierto.

En todo lo que digo o canto, me parece que la voz de mi madre está cantando por detrás. Como si no fuese más que el intento de volver a oír otra vez su voz, que ya no logro recordar en absoluto. Se marchó de repente.

Puedo ver el Sol, dice la niña, está menos oscuro de lo normal, la Luna llena está detrás de las ramas y brilla a través de la ventana, sobre el papel de la pared. Otras noches dice que la Luna parece roída. ¿No dicen lo mismo casi todos los niños a esta edad? ¿No ha dicho también que la Luna podría ser un queso? ¿Y nosotros los gusanos?

Veo la Luna, dice la niña, veo la Luna. La Luna siempre está con nosotros. Sí. La Luna está siempre ahí. Un par de días después, quiere subir con un cohete a la Luna. No sé de dónde ha sacado la palabra cohete.

Y me veo, a la luz de la Luna, en mi habitación de cuando era niño, en mi antigua habitación de niño, la primera, que sólo conozco ya por fotos, delante de un armario empotrado en el que están los juguetes, en una casa de los años veinte. La niña está de repente ahí y se ríe, la niña está ahí, la niña vive ahora allí, ha tomado la habitación.

A veces doy vueltas en duermevela y palpo el papel de la pared de esta casa hace tiempo desvencijada, el papel que cubre el yeso del muro, el tabique de carga, que ya no existe. Lo único que queda es el tiempo entre ese muro y yo.

En este recuerdo, en la pared aún hay pegado un papel con dibujos de payasos y forzudos, el papel de pared del circo de mi segunda habitación de niño, que más tarde, como ya no me gustaba, se tapó con un papel de fibra gruesa que amarilleó.



David Wagner. Cosas de niños

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