Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de diciembre de 2017

PHILIP LARKIN. UNA CHICA EN INVIERNO

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el pequeño reducto desde el que Radio Universidad de Salamanca os ofrece interesantes recomendaciones literarias en una programación por otro lado repleta de música, literatura, cine y, en general, cultura. En estos días navideños, y en una reseña que sólo verá la luz en nuestro blog, os ofrezco una obra que ya desde su título se aviene de un modo idóneo con el ambiente invernal que nos rodea, además de constituir una lectura formidable para estos muy cortos días del año.

Y es que esta semana os traigo un libro espléndido, una maravilla de emoción y lirismo, de intensidad y poesía, de belleza y verdad, obra de un poeta, según todos los expertos -y en la medida en que caben tales rankings en literatura- el más grande de la Inglaterra de los últimos setenta años, pero que comenzó su andadura como escritor publicando novelas (cinco en total, al parecer, de las cuales tres habrían sido destruidas por el propio exigente autor, insatisfecho con los resultados). Se trata -y con la anterior información quizá su nombre ya haya acudido a vuestras mentes- de Philip Larkin, siendo Una chica en invierno el título del libro que ahora quiero proponeros con fervoroso entusiasmo. Presentada por la magnífica editorial Impedimenta, en traducción formidable de Marcelo Cohen, que también había vertido al castellano, esta vez en la editorial Lumen, Jill, la primera novela de su autor, Una chica en invierno, escrita en 1947, apareció en nuestro país a finales de 2015.

La historia que narra la novela es, en sí, relativamente sencilla. Katherine Lind es una chica, probablemente alemana -aunque ese dato solo puede deducirse a partir de algunas ligeras alusiones y no se menciona expresamente en el texto-, que se desempeña en un modesto empleo de ayudante en la biblioteca de un pequeño pueblo, también innominado, cercano a Londres, en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Con solo veintidós años, la joven lleva dieciocho meses de rutinaria existencia en Inglaterra, país al que ha vuelto -se desconocen los motivos, pero todo apunta a la contienda como desencadenante- desde su hogar “continental” seis años después de una estancia veraniega de tres semanas en el muy british hogar de los Fennel, tras un escolar y adolescente intercambio epistolar con el mayor de los hijos de la familia, Robin.

La novela se articula en tres partes, obviamente conectadas entre sí. La primera y la tercera transcurren en torno a una jornada -algo particular- de la anodina vida de Katherine. En el bloque inicial seguimos a nuestra protagonista que, en un gélido día invernal, debe abandonar transitoriamente su trabajo para, por mandato de sus superiores, acompañar a su casa a una asistente de la biblioteca, la señorita Green, que se encuentra indispuesta. La “acción” se interrumpe a mediodía, con la joven enferma ya en su domicilio tras un algo extraño paso por la consulta de un singular dentista. En el tercero y último se retoma el relato en el punto en el que se había abandonado, con el retorno de Katherine a su puesto de trabajo, la continuación y el término de su jornada laboral, la solitaria vuelta a casa, la llegada de la noche y el inesperado suceso, que no desvelaré, con el que finalizará el día. En ambas partes -el tiempo de la narración no llega a las doce horas- los acontecimientos se suceden con gris normalidad sin episodios especialmente destacados, más allá de las dosis de excitación e intensidad que hace nacer en la joven la perspectiva de la visita -de realización difusa y, en su caso, previsiblemente fugaz- de Robin, su indefinido y extraño amor adolescente, de permiso ahora el chico en un paréntesis de treinta y seis horas tras su movilización como soldado de Artillería y en lo que supondría el reencuentro de ambos tras seis años sin contacto. Los recuerdos del idílico -al menos en la memoria- verano en la mansión de los Fennel y las expectativas -ilusionadas pero confusas- de la inesperada cita puntean el día de una melancólica y desconcertada Katherine.

En la segunda parte, núcleo central del libro, y que encierra la clave más profunda del carácter, la personalidad y el sentido de la existencia de la joven, Larkin nos convierte en espectadores de los sucesos de aquel verano germinal, trasladándonos a las tres soleadas y pletóricas semanas -no solo en lo climatológico; la inminente guerra ni siquiera se vislumbraba en el despreocupado horizonte de los británicos- en las que Katherine, eufórica pero a la postre decepcionada, entusiasmada y triste, exultante y frustrada (dualismos todos a los que me referiré más adelante, junto a otros muy significativos en la obra), vivió -o quiso o creyó o soñó vivir- su primer amor en el acogedor entorno de la bella casa inglesa de Robin, ante la atenta y enigmática mirada de la hermana de éste, Jane, y la distanciada pero acogedora y cariñosa presencia de los amables padres de ambos.

Y esto es todo: unas pocas horas, unas escasas semanas… pero en ellas, y gracias a la maestría del autor, una vida entera, un ser humano complejo descrito con profundidad e inusitada capacidad de penetración psicológica. Y no solo ella, Katherine, sino el resto de los personajes son creaciones consistentes y verosímiles, caracteres complejos, poliédricos, de los que se muestran, con hondura y en muchos casos con breves “pinceladas”, sus misterios, sus afanes, sus monótonas ocupaciones, sus esperanzas, sus pequeños fracasos, su soledad: el señor y la señora Fennel, Robin -claro está-, la misteriosa Jane -fascinante su retrato-, pero también, en el entorno laboral, el señor Anstey, el jefe estricto e insoportable pero finalmente sensible en una faceta por desgracia oculta, la insustancial señorita Green, la desconsolada y patética señorita Parbury…

Como tantas otras veces, pues, en la gran literatura, la clave no reside estrictamente en los aspectos más superficiales de los hechos narrados, sino en lo que estos permiten entrever y en la belleza del modo en el que nos son presentados. Por el libro desfilan algunos temas de importancia esencial en la existencia de cualquier ser humano: el peso del pasado, la memoria y el recuerdo, junto a la capacidad de feliz invención que conllevan como salvaguarda frente a la mediocridad de nuestras vidas, la soledad (fuera quedaba la llanura, la ausencia de la luna, la enemistad total de las sombras, dice el narrador en una muestra, de las innumerables que pueblan el texto, de su poético estilo), la esperanza ilusionada y, simultáneamente, la realista desesperanza, los sueños, en su doble sentido, como ideaciones quiméricas y como fantasmagorías oníricas (Estaba la nieve, y el tictac del reloj. Tantos copos, tantos segundos. Y a medida que pasaba el tiempo los copos parecían mezclarse con los pensamientos, acumulándose en un vasto montículo que bien podía ser un túmulo funerario, o la punta de un iceberg cuyo cuerpo no se veía. En esa sombra derivaban los sueños, plenos de intuiciones y escalofríos, como bloques de hielo deslizándose por un canal nocturno. Se movían en una procesión lenta y ordenada, pasando de la oscuridad a la oscuridad, impidiendo cualquier suposición de que el orden pudiera romperse, o de que algún día, por lejano que fuese, la oscuridad cediera el paso a la luz. Y sin embargo no era un tránsito triste. Sueños frustrados se alzaban y caían entre bloques, protestando contra su inflexibilidad pero en el fondo contentos de que existiera aquel orden, semejante destino. Recostados en esa certeza, corazón, voluntad y todo cuanto elevara una protesta podían al fin dormirse), la tristeza, el insulso sinsentido de la vida, la desoladora necesidad de las rutinas, la salvífica posibilidad del amor...

Katherine, que tanto en su adolescencia -cuando con inocentes dieciséis años deja su país en las tres semanas de intercambio y se enfrenta a la experiencia de otras costumbres, de otros seres, de otro mundo, en la casa de los Fennel- como en su juventud -en el hastío de una grisura laboral y vital que la ahogan- se refugia en la ficción de su construido -y más deseado que real- amor por Robin para, a la postre, desencantada al comprobar la triste realidad que esconde su evanescente ficción, por el burdo prosaísmo que ocultaba su pretendida y transformadora emoción, perdida la capacidad de sentir, privada ya no solo del amor, sino siquiera de su posibilidad (Robin había sido la fuerza capaz de poner en movimiento aquel día extraordinario, una fuerza que se había ido acelerando hasta hundirla a ella misma, a algunos azares y a otra gente en un remolino de aire), resignarse (Toda persona debía esforzarse en aceptar sus desgracias con ecuanimidad) al tedio, la desgana y el aburrimiento de una vida sin expectativas ni horizontes al sentirse expulsada una vez más a la intemperie de su propia vida. Y ese conflicto, decantado en su caso por el lado negativo, el de la desilusión y la renuncia, el del fracaso y la frustración, se expresa con clarividencia en este fragmento que, pese a su extensión, no me resisto a transcribir:

No habría más Robins. Y cuando al fin recostó el pensamiento en ese nombre, comprendió todo lo que significaba. Estaba en el umbral de un tiempo en que, recién llegada a ese mismo país, ella había sido recibida por extraños y acogida en su casa. Vestida de blanco, había entrado en un mundo que bien podría haber sido el de una fiesta campestre, y había tomado las manos del de amarillo, el de verde, el de lavanda y el de rosa jaspeado. Se vio primero con uno, luego con otro, llena de emociones que podían cogerse como flores, solo para que la próxima cosecha fuese aún más exuberante. Y pensó que de algún modo él habría podido llevarla allí de nuevo. Qué idea más hermosa, y qué falsa. Había sospechado que podía ser cierta. Y porque lo sospechaba había frenado el impulso de escribir al poco de haber llegado, y cuando por fin le había escrito a Jane lo había hecho desesperada, casi como borracha, aferrándose a la posibilidad más remota de huir de la desolación que la aplastaba. Incluso aquella tarde la sospecha había estado en el fondo de su vacilación. De otro modo era inexplicable que no hubiese tomado todas las precauciones posibles para no perderlo.

Ahora que lo había perdido lo comprendía bien. Mejor tarde que nunca. Y con las fuerzas que le quedaran tendría que afrontar lo que viniese. No se atrevía a formularlo claramente, sabía de sobra cuál era la cuestión. La vida sería alegre mientras ella estuviera alegre, triste si ella estaba triste. Su felicidad dependería de la juventud y de la salud, y a nadie serviría de ayuda. Cuando estuviese enferma se extinguiría, como la llama de un quinqué que se apaga. Cuando envejeciera, se volvería tenue e infrecuente. Y en todas esas situaciones no podría ayudarla nadie, por muy sinceramente que lo intentara, por muy sinceramente que ella lo desease. Pues ni siquiera podrían tocarse, como dos personas separadas por diez metros no pueden tomarse las manos. Realmente había hecho mucho más que ir a vivir a Inglaterra. En esos dieciocho meses se había internado en una tierra que ni siquiera en sueños hubiese concebido antes, de modo que al principio le había parecido irreal. Solo ahora se iba volviendo ligeramente verdadera.

La plenitud del amor (vivido o meramente imaginado) como motor capaz de dotar de sentido a una vida que sin él se revela insulsa y carente de propósito, o las dos caras -pasión/vacío- de una misma moneda que en la novela se presenta bajo otras parejas de dualismos: el esplendoroso verano y el helador invierno; la ligereza alegre y desenfadada de la paz, radiante y luminosa, y la oscura y opresiva “pesadez” de la guerra, amenazante y ominosa; la apacible y cálida normalidad del hogar y el frío y desgarrador exilio; la irrefrenable pulsión de la vida y -a la vez- la irrefrenable pulsión de la muerte…

Y todo ello contado con la sencillez, la prosa poética, la concisión, el inteligente y casi inapreciable uso de la elipsis, el brillante recurso a la mera alusión, al “fogonazo”, a un leve detalle que sirve para describir un estado de ánimo (Le repugnaba tanto como una maraña insalubre de gusanos en una grieta), a los deslumbrantes rasgos que definen el estilo magistral de un precoz Larkin que escribió el libro con solo veintidós años. En particular, las descripciones del paisaje y sobre todo del clima, son bellísimas y operan como poderosas metáforas de los estados de ánimo (la frialdad, la gelidez de la nieve es siempre reflejo de la tristeza, de la soledad, del desánimo; la luz solar del interludio veraniego nos trae la vida, la energía, la esperanza, la ilusión). Una muestra sobresaliente es este fragmento, en el que la presencia del invierno -con la terrible realidad de la guerra que aparece tenuemente velada en una muy sutil indicación final- es recreada con reminiscencias de Joyce y el monólogo final de esa obra maestra que es su cuento Los muertos: La ciudad entera se había metido en sí misma. Las puertas y las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas para que no se escaparan la luz ni el calor. Fuera no había nadie. Tampoco luna que mostrase con su brillo cómo la escarcha lo cubría todo. La oscuridad pesaba como la presencia de una catedral, como una ceguera. Se extendía sobre la ciudad y los yermos helados donde las casas empezaban a distanciarse en el campo, luego sobre la hierba crujiente, luego sobre los bosques. Por la carretera pasaban flotas de camiones con cadenas, pero nada más. Katherine pensó que la oscuridad cubría no solo los kilómetros de calles que la rodeaban sino también las costas, las playas y las millas de mar ondulante que ella había cruzado y que la separaban de su verdadero hogar. Al menos su tierra y la acera por la que avanzaba compartían la misma noche, aunque las separaran cientos de kilómetros vacíos. Y allí también la gente estaría en su casa, y no pensaría mucho más que en el fuego, pues el mismo invierno caía rígidamente sobre todo el continente.

En fin, leed, por todos estos motivos, Una chica en invierno, el conmovedor relato de Philip Larkin que publica Impedimenta; estoy seguro de que lo disfrutaréis. Pese a que Larkin fue también un solvente, algo excéntrico, a menudo furibundo y siempre controvertido crítico de jazz -sus críticas, con el título All What Jazz, se publicaron en España hace unos años-, aprovecho una ligera mención a un tango -indefinido- que suena en la radio en un momento del libro, para acompañar esta reseña con Volvió una noche, un clásico de Carlos Gardel.


Durante la noche había dejado de nevar, pero, como seguía helando y los copos no se derretían, la gente comentaba que aún nevaría más. E incluso cuando la nieve empezó a fundirse, no les quitó la razón, porque no se veía el sol, sino una vasta y única capa de nubes sobre el campo y los bosques. En contraste con la nieve, el cielo era marrón. Sin la nieve, en realidad, la mañana habría parecido un anochecer de enero, pues la luz daba la impresión de surgir directamente de ella. 

Llenaba las zanjas y las depresiones del campo, donde solo se aventuraban los pájaros. En algunos caminos, el viento la había acumulado impecablemente sobre los setos. Los pueblos permanecían aislados, hasta que cuadrillas de hombres pudieran abrir senderos; en los campos resultaba imposible trabajar, y en los aeropuertos cercanos a esos pueblos se habían cancelado los vuelos. Desde sus camas, los enfermos contemplaban el brillo reflejado en los techos de sus cuartos, y algún cachorro que lo veía por primera vez lanzó un gemido y se escondió bajo el lavabo. A barlovento, las casas estaban violentamente espolvoreadas de nieve, y las vallas, semisumergidas como espigones. El paisaje entero era tan blanco e inmóvil que parecía un cuadro abstracto. La gente no tenía ganas de levantarse. Mirar la nieve demasiado tiempo producía un efecto hipnótico, anulaba todo poder de concentración, y trabajar se hacía más duro y desagradable con ese frío que entumecía los huesos. De todos modos, había que encender las velas, picar el hielo de las jarras, descongelar la leche; había que preparar el desayuno a los hombres para que marcharan al trabajo. La vida tenía que continuar, por limitada que fuese, y aunque uno no pudiera ir más allá de la ventana, en casa había muchas tareas esperando un día así. 

Pero, por brechas abiertas a lo largo de los terraplenes, corrían ya los trenes y, aunque vacíos, iban hacia el norte y el sur con la intención de unirlos, pasando por fábricas que habían trabajado toda la noche, por los interiores de las casas tras cuyas cortinas brillaban luces, y llegaban a ciudades donde la nieve no tenía importancia, ciudades que la helada, amargamente, solo podía sitiar durante unos días.


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