Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de abril de 2018

DANIEL GRAY. ESTE LIBRO TE ALEGRARÁ LA VIDA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que como todos los miércoles en Radio Universidad de Salamanca sale a vuestro encuentro con una nueva recomendación de lectura. En el caso de esta tarde, nuestra propuesta surge al amparo de la reciente celebración, anteayer, del Día del Libro, que como es sabido, se festeja en el mundo entero el 23 de abril.

Quienes venís siguiéndonos desde hace años sabéis que en nuestro espacio somos muy dados a mostrar aquí, en el modesto escaparate del programa, y en fechas cercanas a las conmemoraciones, ferias y festejos que con puntualidad primaveral se organizan en torno a los libros, textos que giran sobre los propios libros y que contienen aproximaciones de diversa consideración sobre la lectura, las bibliotecas, la escritura y, en general, el universo bibliófilo. Así ocurre también este año, tanto en Buscando leones en las nubes, mi otra emisión en la radio universitaria salmantina, en la que desde el pasado lunes y durante cuatro semanas, os estoy ofreciendo una serie dedicada al libro, como aquí, en donde hoy mismo, pero también dentro de unas semanas, cuando la Feria municipal del libro invada la ciudad y la llene de interesantes publicaciones, aparecerán obras dedicadas a reflexionar -desde ángulos distintos y a veces controvertidos- sobre los encantos y las desgracias que la lectura lleva consigo.

En concreto, esta tarde me decanto por la vertiente optimista del asunto con una obrita -el diminutivo, amable y cariñoso, es también descriptivo: no nos hallamos ante una lectura inolvidable ni ante un logro trascendental de la literatura- que resalta de un modo entusiasta y apasionado, con fervor y hasta emoción contagiosos, los muchos placeres -cincuenta, en particular- que su autor experimenta leyendo. Se trata de Este libro te alegrará la vida, un no muy extenso volumen, obra del escritor británico Daniel Gray, colaborador habitual de diversos periódicos en el Reino Unido, y presentado en 2017 por la editorial Ariel en traducción de Gemma Deza Guil y con simpáticas ilustraciones -de nuevo el calificativo es menor- de J. Mauricio Restrepo. 50 placeres íntimos de la lectura es el explicativo subtítulo con el que se rubrica la obra que, por si las intenciones del autor no se mostraran de este modo nítidas, se abre con una breve justificación introductoria: Esta obra es una carta de amor a los libros y las librerías, a los amantes de los libros, a las muchas y a la vez universales formas de leer y a todas las delicias que sólo los buenos lectores conocen. 50 momentos de felicidad relacionados con la lectura para celebrar el placer que nos une, para perderse y encontrarse; a la que sigue una dedicatoria también inequívoca: Para la niña que no duerme si no le cuentan un cuento; y, por fin, un muy sucinto prefacio -O la búsqueda de solaz en las páginas de un libro-; textos que, tras su lectura, casi harían innecesaria esta reseña dado lo explícito de sus formulaciones, que dejan bien a las claras qué nos vamos a encontrar al adentrarnos en sus páginas.

Y es que, en efecto, Este libro te alegrará la vida nos propone medio centenar de momentos felices, de circunstancias placenteras, de ocasiones para el deleite, de gozosas posibilidades de disfrute, que a quien vive infectado por el benéfico virus de la lectura le brindan los libros. Estamos, como parece obvio, ante una entusiasta celebración de la lectura, un homenaje a los libros en tanto siguen constituyendo, más allá de estériles discusiones sobre el impacto en ellos de las novedades tecnológicas, uno de los pilares de la sociedad, de la educación y la cultura. Pero el enfoque con el que Daniel Gray encara su apasionado homenaje al libro no es el clásico alegato más o menos académico, de índole ensayística, en el que se “argumentan”, sobre la base de un solvente y sesudo aparato teórico, las ventajas que aporta la lectura a nuestras vidas, sino que el autor opta por una aproximación, llamémosle poética o, en cualquier caso, relacionada con las emociones, en la que se identifican esos cincuenta pequeños “oasis” de felicidad que, entre el vertiginoso tráfago de la vida moderna, pueden proporcionarnos los libros. En este sentido, confiesa Gray en su prólogo, el desencadenante del proceso creativo que condujo a la publicación de su texto fue el hallazgo fortuito y la consiguiente lectura de otro libro, Deleite, de J.B. Priestley, en el que se recogía un largo centenar de motivos para alimentar la dicha en una sociedad -la británica inmediatamente posterior a la segunda gran contienda mundial- hundida en el desánimo y la pesadumbre de la posguerra. Por mi parte, recuerdo igualmente otra obra, penetrada de idéntico afán de exaltado vitalismo y vehemente regocijo por los muchos dones que el mundo ofrece, en la que el francés Philippe Delern reivindica una existencia plena hecha de detalles aparentemente menores aunque sustanciales, capaces, en su plácida y agradable pero también vigorosa insignificancia, de dotar de sentido a nuestro paso por la tierra. El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres cotidianos, publicado en 1997, fue objeto de un programa en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio, ya mencionado, en Radio Universidad de Salamanca; una emisión que podéis recuperar acudiendo a su blog, buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.

Pues bien, la antología de “instantes” que presenta Daniel Gray y que ahora os comento parte de un planteamiento idéntico a los dos citados que le lleva a recopilar un elenco de situaciones y oportunidades para el solaz y la alegría, para el encantamiento y la distracción, para la satisfacción y la plenitud, todas ellas relacionadas con los más comunes y hasta triviales -y quizá por ello no demasiado ponderados normalmente- hábitos lectores. Como resulta evidente, ni es posible ni tendría demasiado sentido que yo glosara aquí todos los ejemplos que se recogen en el libro. Me contentaré, pues, consciente de las limitaciones que el tiempo, el espacio y la propia lógica imponen, a comentaros brevemente algunos de los más significativos en los que, por lo demás, casi cualquier lector puede reconocerse.

Hay, por un lado, capítulos (todos los del libro son, por cierto, muy cortos y raramente superan las tres o cuatro páginas) que tienen que ver con los libros y la lectura en general, con las emociones, las sensaciones, los sentimientos que nos asaltan, por ejemplo, al empezar un nuevo libro, una mezcla de expectativa e impaciencia, de esperanza e ilusión por ver qué nos depara el volumen recientemente adquirido. Igualmente, hay un texto sobre las fuerzas contrapuestas que nos impelen a, simultáneamente, abandonar una lectura que no ha logrado hechizarnos y perseverar en el intento de profundizar en sus misterios, conscientes muchos lectores -y yo entre ellos- del sacrilegio que supone “despreciar” así los esfuerzos de un escritor, rechazar algo tan noble como un libro. Se ocupa Gray, también, de las novelas que hacen llorar y de las que provocan la sensación opuesta: morirse de risa leyendo. A esta vertiente más íntima y emotiva pertenecen también secciones sobre la zozobra que conlleva la espera de la siguiente entrega de una serie o el nuevo libro de nuestro autor favorito; sobre el cosquilleo que en ocasiones nos induce la poesía; sobre la incontenible excitación que sentimos cuando la identificación con lo leído es tal que “sabemos” -o queremos convencernos erróneamente de ello- que un libro parece estar escrito expresamente para nosotros; sobre los efectos -tanto exultantes como de decepción- que nos causa releer, años después, uno de nuestros libros favoritos. Y entre esos placeres ambiguos -a caballo del alborozo y la melancolía- aparecen también los que suscita la lectura de un libro sobre un lugar que nunca podremos visitar; o la incapacidad de «entender» por completo un libro del que todo el mundo habla maravillas y que a nosotros no acaba de subyugarnos, desajuste que nos permite subrayar nuestra individualidad, nuestra innegociable libertad de criterio; o, a la inversa, la resplandeciente epifanía que tiene lugar cuando, tras centenares de páginas transitadas en una perpleja oscuridad, el argumento de un libro -a menudo una novela policiaca- acaba por cobrar sentido; o la desesperada y jubilosa ansiedad que nos invade al descubrir un autor hasta entonces desconocido para nosotros que nos deslumbra y nos “obliga” a ponernos al día con su inmensa obra; o el ambivalente impacto de las adaptaciones al cine y la televisión de nuestras novelas más queridas, que nos permite reafirmarnos en nuestra algo esnob predilección por la literatura (ese recurrente “es mejor el libro” que escuchamos, casi sin excepción, en esos casos); la vaga nostalgia que sentimos cuando, inopinadamente, un libro de nuestra infancia, largo tiempo olvidado, reaparece en nuestro recuerdo; la inocente petulancia que nos lleva a fingir conocer un libro que se “debería” haber leído y cuya “indispensable” lectura, sin embargo, hemos preterido hasta ahora, sin que nos agobie en exceso una en el fondo benévola sensación de culpabilidad; o el capricho al que nos entregamos al comprar una cara y voluminosa edición de lujo que apenas hojearemos y que ni siquiera cabe en la estantería.

He creído encontrar, espigando entre las páginas de la obra de Daniel Gray, otra pauta, un cierto hilo conductor, en una serie de apartados que se refieren a las muchas satisfacciones de las que nos proveen los libros más allá de su contenido, en su sola dimensión material, contemplados como meros objetos: el feliz e inesperado descubrimiento de dedicatorias manuscritas en libros viejos que hemos adquirido en un rastro o en una librería antigua o que llegan a nuestras manos sin saber cómo; también las firmas de los autores, pergeñadas de modo apresurado, junto a algunas frases inanes, en alguna feria del libro; la aparición en un volumen, que recuperamos de nuestra biblioteca tras años sin consultar, escondido en ella, de puntos de lectura en su momento improvisados: billetes varios, facturas o recibos, envoltorios diversos, postales, con suerte una foto, o extraños documentos cuya presencia inexplicable entre las páginas de un volumen nos hacen repensar nuestro pasado, una determinada etapa ya olvidada de nuestra vida, los amigos que frecuentábamos, la pareja de entonces; los borrones, manchas y otros recordatorios de dónde y cuándo se leyó un libro, que operan igualmente como desencadenantes de la memoria; esa otra algo pesarosa confrontación con quien fuimos años atrás, “revivido” ahora a partir de las indicaciones, los subrayados, las notas al margen, los comentarios entre líneas, que nos dan noticia -tantas veces ininteligible- de cómo pensábamos, cómo sentíamos, cómo éramos en otra época; la capacidad de evocación que acompaña al olor de los libros, los viejos, con sus notas de madera y humo, de hongos y óxido, de polvo e infancia, y los nuevos, frescos, fragantes, como de plástico.

Hay una suerte de continuidad, también, entre capítulos que se recrean en lo que podríamos denominar “los lugares del libro”: la cama que, para tantos lectores, es la obligada última etapa de la lectura en el día, la envolvente y acogedora hospitalidad del lecho como entorno favorable -aunque muchas veces estéril, los párpados cerrándose tras la larga jornada de trabajo- para adentrarse leyendo en el sueño; la obstinada lectura en una tienda de campaña, otro residuo recuperado de la adolescencia y la juventud; el empecinado empeño -tan frecuente y a menudo tan estéril- de leer en el transporte público, abstraídos -lector y libro aislados del mundo- en una burbuja que nos evita el trasiego y el bullicio de autobuses y vagones de metro, de trenes y aviones; la lectura en espacios singulares, marcada por las peculiaridades de los respectivos entornos: el sosiego y la quietud de las bibliotecas, el frenético ajetreo del comercio en las grandes librerías, la lentitud y el demorado paso del tiempo en las librerías de viejo, el ensordecedor alboroto de bares y establecimientos públicos; el encuentro azaroso con libros olvidados o abandonados a propósito en “bibliotecas” de hoteles, hostales y casas rurales.

Desperdigados por el libro, encontramos también fragmentos referidos a algunos privilegiados “momentos” de la lectura: la magia, el encantamiento que nos embarga al leer a un niño, y el arrobamiento, el “transporte”, la felicidad del pequeño; igualmente, el embeleso al observar cómo aprende a leer un niño; la aparente pérdida de tiempo -una tarde que vuela- mientras organizamos las estanterías de nuestra biblioteca; el desamparo que nos acucia tras concluir la lectura de un libro con el que hemos convivido durante días, también las estimulantes reflexiones en las que nos sumergimos tras terminar un libro, dejarlo sobre la mesa y evocar, en una satisfecha ensoñación, sus personajes, las acciones relatadas, los acontecimientos recién “vividos”; el viaje vicario, y aun así, placentero, que realizamos al deslizar un dedo por un atlas, y ese otro, algo más real, con su inminente promesa de realización, que llevamos a cabo cuando elegimos las lecturas para las vacaciones.

Y afloran, también, en esta improvisada y muy simple taxonomía de ejes temáticos que me parece detectar en el libro de Daniel Gray, algunos exponentes muy significativos de lo que la lectura y los libros tienen de experiencia compartida, de las relaciones que los libros descubren o inducen o propician: las visitas a las casas ajenas que nos llevan a los amantes de los libros a, no bien llegados, inspeccionar las bibliotecas y extraer de ese apresurado arqueo conclusiones “irrebatibles” sobre la personalidad de sus dueños; el constante “espionaje” -en playas y lugares públicos, en un parque o en el trabajo, en la espera del dentista o en un aeropuerto- de las lecturas de quienes nos rodean, una curiosidad patológica, compulsiva aunque benigna, que nos atenaza a los enfermos del libro; el entusiasmo al hablarle a alguien de una obra que nos apasiona (un capítulo que os dejo como cierre a esta reseña); las siempre imprevisibles reacciones tras el regalo de un libro -¿habremos acertado?-; las muy fecundas relaciones entre libros y amor: irse a vivir con alguien y descubrir, tras la mudanza, libros duplicados; la decisión sobre si mantener, en el nuevo “estado civil”, la separación de libros o su mezcla en una amalgama enamorada y optimista -¡nunca nos separaremos!- pero, ciertamente, algo desasosegante; la ocultación a tu pareja de que has comprado más libros, has caído una vez más, indefectiblemente, en tu incontrolable adicción; el amor “vivido” -con envidia, con deseo, con esperanza, con desazón, con emoción, con dolor- en las novelas, cuando los amantes se reúnen.

En fin, son muchos, como veis los motivos por los que os resultará agradable leer Este libro te alegrará la vida, la estimulante reivindicación de los placeres que proporcionan los libros que publicó Daniel Gray en la editorial Ariel el pasado 2017. Os dejo ahora, cómo no, con una canción que habla de las virtudes de la lectura y que formó parte de la campaña institucional italiana Io leggo perchè (Yo leo porque…). Samuele Bersani y Francesco Guccini cantan Le storie che non conosci.


Entusiasmarse al hablarle de un libro a alguien

La verdad es que los libros nunca acaban del todo. Permanecen contigo tanto los buenos como los malos, y pueden irrumpir entre tus pensamientos sin aviso previo. Años más tarde, las leves ascuas de una frase atraviesan tu conciencia, o inesperada y fugazmente te viene a la cabeza un lugar que sólo has visitado en palabras impresas. El nombre de un personaje merodea por tu cerebro como el de un compañero de clase de la escuela primaria. Los libros arraigan. Un libro te altera, de una forma menor y a veces efímera, pero, cuando lo hayas acabado, ya nunca volverás a ser la misma persona que eras cuando leíste la primera página.

Esta sensación se da en su forma más cruda e intensa durante los días inmediatamente posteriores a haber devorado un libro que te ha encantado. Acecha tus pensamientos y te hace suspirar y desear volver atrás en el tiempo y no haber concluido aún su lectura. Se ha infiltrado en tu conciencia y sus ritmos aún te acompañan. Necesitas una válvula de escape y hablarle de él con entusiasmo a alguien te ayuda a aliviar el desasosiego posterior a la lectura que bulle en tu interior. Se trata de una terapia a toro pasado, de una oportunidad de jalear a voz en cuello palabras que hasta ese momento habían supuesto sólo un júbilo privado.

Conviene escoger con suma precisión al destinatario de tu desahogo. Es preferible un amigo que creas que puede entender tu fervor y su causa que el anciano que hace cola delante de ti en el supermercado. Al menos, debes fingir que tu entusiasmo es en su beneficio, que eres un misionero venido a difundir el Evangelio, armado con un ejemplar de ese magnífico libro en las manos. Existen bastantes posibilidades de que si optas por hacer un alegato comedido derive en un balbuceo sin sentido, pero, a fin de cuentas, de lo que se trata ahora es de realizar una defensa apasionada, completamente sesgada, no una evaluación crítica. Un “es absolutamente impresionante” suena más cierto que un centenar de reseñas tibias en la prensa escrita. Puedes describir mal el argumento, cambiar la época y hacer proclamas extravagantes, pero es tal tu fanatismo que, cuando finalmente coges aire para respirar, encuentras al oyente dispuesto a adoptar el libro que le ofreces. Tu chispa ha prendido y ahora el peso de las expectativas descansa sobre sus hombros; más vale que le guste o vuestra amistad quedará tocada. Con todo, la necesidad de compartir, de convertir a un nuevo creyente, se ha satisfecho.

La cadena puede continuar, tu ejemplar pasar de mano en mano, con las esquinas cada vez más dobladas y desgastadas. Por fin puedes reflexionar acerca de la historia que mora en tu interior, al tiempo que constatas, reconfortado, que tu pasión por la lectura no se ha marchitado con el paso del tiempo.




Daniel Gray. Este libro te alegrará la vida

No hay comentarios: