WILLIAM BOYD. SUAVE CARICIA. LAS MUCHAS VIDAS DE AMORY CLAY
Cuando nací —en la Inglaterra eduardiana—, «Beverley» era completamente aceptable como nombre de chico (al igual que Evelyn, Hilary, Vivian), y me pregunto si fue por eso por lo que mi padre eligió para mí un nombre andrógino: Amory. Creo que los nombres son importantes, y que no habría que escogerlos a la buena de Dios. El nombre se convierte en tu etiqueta, tu clasificación; es como te refieres a ti misma. ¿Qué podría ser más importante? Solo he conocido a otro Amory en toda mi vida, y era un hombre: un hombre aburrido, por cierto, y su interesante nombre tampoco lo hacía más animado.
Cuando nació mi hermana, mi padre ya estaba en la guerra, y mi madre consultó con su hermano, mi tío Greville, qué nombre ponerle al recién nacido. Entre ambos se decidieron por algo «familiar y sólido», o eso dice la tradición familiar, y de este modo la segunda hija de los Clay se llamó «Peggy»; no Margaret, sino directamente un simple diminutivo. Quizá fue así como mi madre decidió contrarrestar el andrógino nombre de «Amory» que me habían puesto a mí, y que ella no había elegido. Peggy llegó así al mundo; Peggy, sólida y familiar. Creo que no ha existido nadie con un nombre tan equivocado. Cuando mi padre regresó a casa de permiso para conocer a su hija de seis meses, el nombre quedó completamente consolidado, y todos nosotros la conocimos como «Peg», «Peggoty» o «Peggsy», y ya no se pudo hacer nada. A mi padre nunca le gustó de verdad ese nombre, Peggy, y como resultado nunca quiso del todo a Peggy, creo, como si fuera una especie de huérfana que hubiéramos recogido. Ya veis lo que quiero decir acerca de la importancia de los nombres. ¿Quizá Peggy tenía la impresión de que le habían puesto un nombre equivocado porque a su padre no le gustaba especialmente, como tampoco a ella? ¿Fue otro error? ¿Fue por eso por lo que posteriormente se lo cambió?
En cuanto a Alexander, «Xan», fue una solución de mutuo acuerdo. El padre de mi madre, un juez comarcal que murió antes de que yo naciera, se llamaba Alexander. Fue mi padre quien al instante lo abrevió a Xan, y así se quedó. Y esos éramos los hijos de los Clay: Amory, Peggy y Xan.
Lo primero que recuerdo de mi padre es verle cabeza abajo en el jardín de Beckburrow, nuestra casa, cercana a Claverleigh, en East Sussex. Era algo que podía hacer sin ningún esfuerzo, un truco que había aprendido de joven. No había más que darle un cuadrado de césped, y con toda facilidad se colocaba sobre las manos y daba unos pasos. No obstante, después de que lo hirieran en la guerra, lo fue haciendo cada vez menos, por mucho que le imploráramos. Decía que le provocaba dolor de cabeza y se le desenfocaba la vista. De todos modos, cuando éramos pequeños no hacía falta que insistiéramos. Le encantaba ponerse cabeza abajo, según él, porque reajustaba sus sentidos y su perspectiva. Hacía el pino y decía: «Chicas, os veo colgadas de los pies como si fuerais murciélagos, y lo siento mucho por vosotras, ya lo creo, en vuestro mundo al revés con la tierra encima y el cielo abajo. Pobrecitas». ¡No, no, le gritábamos nosotras, eres tú quien está cabeza abajo, papá, no nosotras!
Recuerdo verle llegar de permiso, vestido de uniforme, después del nacimiento de Xan. Este ya tenía tres o cuatro meses, de manera que debía de ser hacia finales de 1916. Xan nació el 1 de julio de 1916, el primer día de la batalla del Somme. Es la única vez que recuerdo haber visto a mi padre de uniforme —capitán B. V. Clay, Orden por Servicios Distinguidos—, la única ocasión en que lo vi como un soldado. Supongo que debí verlo uniformado otras veces, pero recuerdo ese permiso en concreto probablemente porque acababa de nacer Xan, y mi padre lo sostenía en brazos con una expresión extraña e inmutable en la cara.
Al parecer, había dejado instrucciones precisas acerca del nombre que quería para su tercer hijo: Alexander si era un varón; Marjorie si era una niña. ¿Cómo lo sé? Porque a veces, cuando me enfadaba con Xan y quería meterme con él, lo llamaba «Marjorie», así que debía de ser algo que todo el mundo sabía. Tengo la impresión de que todas las historias familiares, todas las historias personales, son tan imprecisas y poco de fiar como las historias de los fenicios. Deberíamos anotarlo todo, llenar todos los huecos, si pudiéramos. Y por eso escribo estas líneas, queridos míos.
Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy empieza de una manera tan sugestiva con el texto que antecede, un estimulante aperitivo de un libro magnífico. Se trata de Suave caricia. Las muchas vidas de Amory Clay, escrito por el británico William Boyd y presentado en España por la editorial Alfaguara en traducción de Damiá Alou.
“Estas líneas” con las que se cierra el fragmento que abre mi reseña son, precisamente, las que integran las quinientas cincuenta largas páginas de la novela, pues de una novela hablamos, una “falsa biografía” de esta Amory cuya voz escuchamos desde el inicio y que desenvuelve su existencia desde 1908, año de su nacimiento, hasta 1983, fecha de su muerte, aunque el libro se detiene, por razones que no quiero explicar para no desvelar aspectos esenciales, en 1977.
William Boyd nos narra la vida de su inventado personaje dando cuenta de las muchas peripecias de su íntima trayectoria vital -que más allá de los hechos históricos en los que se verá envuelta es, por lo demás, en su interior, común, no demasiado excepcional y similar a la de cualquier otra persona; de ahí, en una significativa paradoja, su valor universal-; una vida que corre casi en paralelo a un siglo -este sí extraordinario y repleto de acontecimientos trascendentales- el cual aflora de continuo en la novela como telón de fondo -en el que, sin embargo, no se ahonda- que enmarca la acción.
El libro se estructura en dos planos, que se alternan y complementan. Por un lado, asistimos, con un desarrollo cronológico convencional, al relato de la propia Amory, que recrea los episodios fundamentales de su vida -en una narración con un tono cercano al del diario, en primera persona- desde su nacimiento y el significativo error del anuncio puesto por su padre en el londinense Times (El 7 de marzo de 1908, Beverley y Wilfreda Clay tuvieron un hijo varón, Amory), hasta un momento que se presume final -y del que, siguiendo una costumbre habitual en mis reseñas y que ya conocéis, no quiero avanzar información alguna-, cuando, adentrándose ya en la ancianidad, la protagonista se recluye en una cabaña, de difusa herencia familiar, en Barrandale, un paraje solitario en una perdida isla escocesa. Y es aquí, en este sosegado retiro de su personaje, en donde Boyd sitúa el segundo frente de la novela, pues la trama argumental que avanza en primer plano con el siglo, se interrumpe a cada poco para presentar el llamado Diario de Barrandale (siendo esta vez diarístico no solo el tono sino el planteamiento mismo de los textos) que, escrito en un aparente presente de 1977 e integrado formalmente entre los distintos momentos de la narración principal, comenta y analiza los hechos del pasado en una especie de glosa retrospectiva para completar y enriquecer nuestra visión de esa fecunda vida que se extingue.
Y con esa estructura dual la novela fluye, precisa y arrebatadora, entretenida y agilísima, haciendo su lectura absorbente y adictiva, para darnos cuenta de la personalidad de un ser humano muy atractivo, de una mujer intensa y singular, sensible y apasionada, mientras vemos pasar a su lado, casi íntegro, como se ha dicho, un siglo XX repleto de sucesos decisivos para la humanidad. Me detendré en un sucinto análisis de ambos frentes, el psicológico y el sociológico (por así llamarlos), como breve cierre a este comentario.
Amory, una niña en esas primeras “escenas” que he transcrito en mi introducción, se interesa, desde muy pequeña, por la fotografía, una afición de la que acabará por hacer un modo de vida (Me gustaba fotografiar a gente en acción: caminando, bajando las escaleras, corriendo, saltando y, lo más importante, que no miraran hacia la lente de la cámara. Me encantaba el modo en que la cámara era capaz de captar esa animación suspendida e irreflexiva. La imagen de alguien completamente detenido en el tiempo: su siguiente paso, su siguiente gesto, su siguiente movimiento, incompletos para siempre. Detenidos en aquella postura, por mí, con el chasquido del obturador. Creo que entonces ya era consciente de que solo la fotografía podía hacer eso con tanta confianza, con tan poco esfuerzo. Solo la fotografía podía llevar a cabo ese truco mágico de detener el tiempo, de capturar ese milisegundo de nuestra existencia, permitiéndonos vivir para siempre). En el ejercicio de su profesión Amory vivirá una existencia intensa y en el fondo feliz (Mis setenta años han sido ricos e intensamente tristes, fascinantes, divertidos, absurdos y aterradores -a veces-, difíciles, dolorosos y dichosos. Complicados, en otras palabras), cuya narración, por sí sola, mantendría vivos el interés y la atención del lector (Sí, mi vida ha sido muy complicada, pero me doy cuenta de que son las complicaciones lo que más me ha atraído, lo que me ha mantenido con vida). Los ricos e infrecuentes hechos a los que asiste o de los que forma parte convierten su transcurrir por el mundo en una experiencia singular, muchas veces insólita y siempre fascinante (Pensaba en lo desconcertante y extraña que es la vida, en la manera tan complicada en que a veces te lanzaba esas “bolas con efecto”, como solían decir los soldados en Vietnam. A veces tenía la impresión de que mi vida estaba compuesta completamente de bolas con efecto y sorpresas inoportunas. Ninguna hija espera que padre intente matarla metiendo el coche en un puto lago. Ninguna joven fotógrafo espera que la procesen por obscenidad, ni unos putos fascistas casi la maten de una paliza). En cualquier caso, y en esta dimensión más íntima, nos interesan sobre todo sus reflexiones, sus emociones, sus pensamientos en torno a sus muy particulares vivencias, al modo en que se manifiesta en este muy significativo fragmento, que encierra -de manera velada y tangencial- una clave de una obra que pese a lo que de él pueda deducirse es vitalista y alegre, ilusionante y pletórica: ¿Es cierto que la vida no es más que una larga preparación para la muerte, lo único de lo que podemos estar seguros los miles de millones de habitantes de la tierra? Las muertes que presencias, las muertes de las que oyes hablar, de los que están cerca de ti, las que puedes causar o provocar, aunque sea sin querer (pienso en mi perro, Flim), te preparan, de manera sigilosa y acumulativa, para tu futura partida. Pienso en las muertes con que me he encontrado -las que me han dejado destrozada, las muertes de desconocidos que he visto por casualidad- y comprendo que me han llevado hasta este punto de vista, esta convicción intelectual que ahora mantengo. Cuando eres joven no te das cuenta, pero a medida que envejeces esa constante acumulación de saber te va aleccionando, se vuelva cada vez más pertinente para tu propio caso.
Pero entonces me pongo a pensar, le doy vueltas a esta idea. Todas las muertes con que te encuentras, ¿suponen algo positivo en tu vida? Tu historia personal de la muerte te enseña lo que es importante, lo que hace que valga la pena estar vivo: ser un ser que siente, que respira. Es una lección clave, porque si ya sabes eso, también sabes lo contrario: cuándo ya no vale la pena seguir viviendo, y entonces puedes morir feliz.
Para mejor recrear la vida inventada de su personaje, William Boyd acompaña su relato de numerosas ilustraciones fotográficas, placas supuestamente realizadas por Amory Clay. En realidad, durante años él mismo fue recopilando, en bazares y mercadillos, en rastros y librerías, alrededor de dos mil fotografías -de orígenes y autores diversos, con temas y protagonistas muy disímiles entre sí- de las que, al final, unas setenta y tres aparecen en el libro. El propio autor cuenta en distintas entrevistas que he podido leerle el modo en que dio con la foto de la “propia” Amory, que acabó por ocupar la portada del libro: Fue un amigo quien encontró la fotografía de Amory Clay en una parada de autobús. “Estaba en el suelo. La recogió. Me la envió. Y yo me dije que era una señal, que aquella chica en bañador era Amory”. Este interesante juego de realidad/ficción permea toda la obra, ya desde su cita inicial, autoría de un Jean-Baptiste Charbonneau del que sólo hay constancia en el mundo “real” como explorador americano muerto en 1866 -siendo la cita de un supuesto volumen de 1957-; aunque así se llama también un personaje que aparece en la novela, escritor y por lo tanto plausible “autor” de la reflexión que la abre. Una cita, por cierto, que explica no solo el “suave caricia” del título, sino, sobre todo, su espíritu optimista e ilusionado, dichoso y vivificante: Dure lo que dure vuestra estancia en este pequeño planeta, tanto da lo que ocurra en ella, lo más importante es sentir -de vez en cuando- la suave caricia de la vida.
Y en esta narración autobiográfica, Amory se nos presenta en diversos episodios que tienen como marco algunos de los principales hitos del siglo XX: la primera guerra mundial de la que el padre es una víctima superviviente; el deslumbrante y caótico y transgresor Berlín de los años veinte previos al auge del nazismo; la efervescente Nueva York de los treinta, bulliciosa y espléndida pese a los efectos de la Gran depresión; los aciagos días de la segunda contienda, con una especial mención a los insidiosos atisbos del fascismo británico ejemplificados en la violencia de los grupos pronazis de Oswald Mosley; la guerra fría, las pacíficas revoluciones hippies y la contestación a la guerra del Vietnam, a la que nuestra protagonista asistirá, ya una mujer madura, en su último trabajo como fotógrafa. Pero este escenario aparece, ya se ha dicho, como un mero decorado en el que no se profundiza, tratado de un modo ligero y casi anecdótico, sin apenas hondura, muchas veces a través de meras referencias aisladas que cruzan el texto sin mayor desarrollo, como por ejemplo: Y el mundo giraba y la historia transcurría: la incendiaria destrucción del dirigible Hindenburg, la guerra chinojaponesa, el estreno de Blancanieves y los siete enanitos. O también: Me enteré de que Alemania se había anexionado Austria, que un meteorito de quinientas toneladas había aterrizado cerca de Pittsburgh, Pensilvania, que se había inventado algo llamado café “instantáneo”, de que Orson Welles había emitido por la radio La guerra de los mundos y había sembrado el pánico. E incluso: Los bombardeos alemanes de Londres, que Japón había invadido Singapur, que el Afrika Korps había recuperado Tobruk, que la armada de los Estados Unidos había triunfado en la batalla del mar del Coral. En todos los casos se trata de simples notas para dotar de “color” a la narración, como lo son también Irwin Shaw, George Stevens, John Steinbeck o Marlene Dietrich, entre otros, que comparecen en el libro, meros nombres sin “densidad”, sin ulterior tratamiento o justificación, para “anclar” su acción en la cronología del siglo. Así ocurre igualmente con las fotografías elegidas por Boyd para ilustrar el relato, las cuales, más allá de su interés intrínseco, le sirven para documentar el acontecer de los años e incluso -casi imperceptiblemente- la evolución del propio arte fotográfico.
Y otro tanto sucede con la música, de la cual se dejan en la novela algunas muestras de canciones que ayudan a datar la época. Es el caso de Ain’t she sweet, de Gene Austin, al que no se cita, como tampoco a los Beatles, que hicieron una solvente versión; It Happened in Monterey, conocida por su interpretación de Frank Sinatra, que tampoco es mencionado; Bobbie Shafto; o el Walk On By que popularizó Dionne Warwick, y que es el tema que he elegido para cerrar esta reseña.
Interesante novela, en cualquier caso, pese a sus sombras, esta Suave caricia. Las muchas vidas de Amory Clay, que presenta en Alfaguara William Boyd y que os recomiendo con contenido entusiasmo (valga el relativo oxímoron).
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