MIGUEL ALBERO. ROBA ESTE LIBRO
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura sale a vuestro encuentro un miércoles más con una propuesta relacionada, como en semanas precedentes, con el mundo de los libros. Ya sabéis que con mucha frecuencia, coincidiendo con el Día del libro o con la celebración de la Feria del libro en nuestra ciudad, el programa suele centrarse en obras que tienen al propio libro como protagonista, en la creencia, quizá equivocada, de que quienes aman la lectura también están interesados en textos que reflexionan sobre ella, sobre el acto de leer y sus protocolos y ceremoniales, sobre la pasión libresca, sobre las ventajas e inconvenientes de vivir entre las páginas de un libro, sobre, en definitiva, las diversas manifestaciones de la bibliofilia, ese vasto territorio en el que no sólo caben los libros en tanto transmisores de conocimiento, sino también las librerías y bibliotecas, los incunables, los manuscritos y las primeras ediciones, las tipografías, las encuadernaciones, las dedicatorias y las muy variadas colecciones de elementos adyacentes a los libros (bibelots, abrecartas, lupas, marcapáginas, separadores, “sujetalibros”, etc.).
A este apasionante universo de los libros sobre libros nos aproximamos hace unas semanas desde una perspectiva sentimental, a partir de Este libro te alegrará la vida, escrito por el británico Daniel Gray, en el que se enumeraban cincuenta placeres asociados a los rituales del leer. El miércoles pasado nuestro enfoque fue más abiertamente argumentativo y racional, con el interesante alegato de Mikita Brottman en favor de la lectura inteligente y con criterio, de título en apariencia paradójico, Contra la lectura. Y hoy, sin rechazar -ni mucho menos- la dimensión afectiva que la relación con los libros entraña ni la profundidad del análisis llamémosle científico, el punto de vista escogido es, sin embargo, predominantemente humorístico, con un “tratado” provocador y desternillante -aunque también erudito, riguroso, sistemático, profundo y exhaustivo-, Roba este libro. Introducción a la bibliocleptomanía, que publicó el pasado 2017 Miguel Albero en la madrileña editorial Abada.
Miguel Albero Suárez es un diplomático español, licenciado en Derecho (circunstancia que aflora de modo evidente en su libro), que actualmente se desempeña como embajador de nuestro país en la República de Honduras. Su carrera literaria, cultivada en paralelo a su profesión principal, cuenta con una veintena de títulos, entre novelas, poemarios y ensayos, algunos de los cuales (Instrucciones para fracasar mejor: una aproximación al fracaso y Godot sigue sin venir. Vademécum de la espera, que vieron la luz en 2013 y 2016, respectivamente, también en Abada, el primero, y en Páginas de espuma, el segundo) me he lanzado a leer -y estoy haciéndolo en estos días con auténtica delectación- a raíz del enorme placer que me ha proporcionado Roba este libro, la deliciosa monografía de la que hoy quiero hablaros.
La primera referencia inspiradora del ensayo de Albero es Steal this book, un pequeño clásico de 1971, un panfleto antisistema del activista Abbie Hoffman, un manual de referencia de la contracultura en el que, sin la ironía ostensible del diplomático español y sí con una combativa literalidad, se dan consejos prácticos para la lucha contra la propiedad privada -no sólo la de los libros- y el sistema capitalista. Nada hay, sin embargo -más allá de la categórica fórmula del título-, en el estudio de nuestro diplomático que pretenda incentivar el robo de libros, la apropiación ilegal de volúmenes ajenos o cualquier otra práctica fuera de la ley para privar de sus posesiones bibliográficas a sus legítimos propietarios. Por el contrario, el sarcasmo notorio, la sorna palmaria de Roba este libro, encierran una implacable defensa de los libros, una indisimulada justificación de su valor y, en consecuencia, una categórica repulsa a su expolio o su incautación: Ésa y no otra es nuestra invitación, compren y no roben, paguen y no sustraigan, sería el inevitable y moralizante corolario, afirma en el ya divertidísimo prólogo.
La segunda fuente de la obra es otro texto del propio autor, Enfermos del libro: breviario personal de bibliopatías propias y ajenas, que publicó la Universidad de Sevilla en dos ediciones, en 2009 y 2013, y en el que Albero analizaba las distintas bibliopatías, los trastornos mentales relacionados con los libros, partiendo de su autoinculpación como víctima de una de ellas, la bibliofilia. En dicho volumen había un capítulo dedicado a la bibliocleptomanía, Lectores en libro ajeno, la bibliocleptomanía, sus partidarios y practicantes, que fue creciendo con los años gracias al obsesivo acopio por parte del escritor de materiales diversos relacionados con el robo de libros, hasta que la magnitud de lo acumulado exigió un tratamiento monográfico autónomo que es el que aparece ahora en Roba este libro.
Antes de entrar en el núcleo central de mi reseña, el comentario sobre el contenido y la estructura del libro, quiero dejar aquí constancia de una cierta incomodidad y un ligero desagrado sufridos durante su lectura a causa de la abundancia de errores ortográficos que lo salpican -sobre todo numerosísimas tildes ausentes o incorrectamente presentes, así como fallos de concordancia-, expresiones inexactas (se insiste una y otra vez en doler en prendas), también la profusión de erratas tipográficas varias, así como una puntuación a ratos desmañada, el desaliño de una redacción algo embarullada y confusa, con incisos reiterativos, con ejemplos y explicaciones que se repiten de un modo a veces enojoso, con comentarios recurrentes que pudieran haber sido abreviados o simplificados, con una oscura y algo caótica presentación de los diferentes modelos, pautas o patrones clasificatorios con los que el muy loable -y a mi juicio sobresaliente- afán taxonómico del autor estructura sus planteamientos. Nada, no obstante, que imposibilite la lectura ni tampoco, en lo sustancial, los motivos para su disfrute.
En las primeras páginas de la obra Albero lleva a cabo una somera aproximación conceptual sobre el objeto de su ensayo. Así, analiza con detenimiento las distintas acepciones a las que apunta la voz clepto, inscrita en el neologismo que recoge su título: robo, hurto, apropiación indebida, cualquiera de las variantes que, sean cuales sean los matices jurídicos o sociológicos de asunto, puedan usarse para referirse a un hecho esencial e indiscutible: te llevas un libro de alguien sin su consentimiento y te lo quedas, lo vendas o no, lo regales o lo quemes en la hoguera de San Juan, lo tires a la basura o desde el campanario de la iglesia, eso es un robo, y ladrón serás para nosotros aunque no te metan en la cárcel. Con la misma intención clarificadora, circunscribe a los libros -lo exige el prefijo biblio- la noción del título, el robo antedicho, la sustracción de un volumen, aunque haya fórmulas intermedias en las que el ladrón sustituye el libro robado por otro que deja en su lugar o mutila un texto privándolo de algunas de sus páginas, mapas, grabados, etc.; ambas formas híbridas del latrocinio que examinará en un capítulo posterior centrado en la periferia de la bibliocleptomanía. Por último, disecciona también la componente derivada del sufijo manía, que alude sin género de dudas a la compulsión, a la pulsión irrefrenable de robar libros, lo cual le permite diferenciar -aunque en muchas ocasiones se presenten asociadas- entre bibliofilia (el bibliófilo ama los libros), bibliomanía (si se pasa de rosca en ese amor, si es tal pasión que deviene locura, entonces pasa a ser bibliómano) y bibliocleptomanía (término que opta por asociar, en una operación metonímica de la que se avisa desde el inicio, a todos los que roban libros, no solo a aquellos que no pueden dejar de robar).
A partir de esta precisión nominal previa, el estudio se organiza en cinco grandes ejes, surcados por infinidad de referencias bibliográficas e ilustrados con ejemplos literarios pero también de la vida “real”. En el primero de ellos, Valoración de la bibliocleptomanía, se espigan las distintas posturas “morales” y jurídicas en torno al robo de libros. Desde la buena prensa de la que goza la práctica entre bienintencionados intelectuales que esgrimen argumentos peregrinos: robar libros no es robar; robar un libro es una ofensa elegante; robar libros no es robar si después no se venden; un libro robado es un libro leído; robar un libro no es robar, es tomar prestado, y una larga sarta de sandeces, todas, eso sí, muy cool, hasta, por fortuna, los beligerantes detractores como, entre otros destacados, Javier Cercas, el mítico librero François Maspero o el contundente Samuel Johnson: La única cosa peor que un ladrón de libros es el germen de la sífilis. Considerando el punto de vista punitivo, el capítulo recoge castigos variopintos para los bibliocleptómanos: las sanciones económicas que prescribe la Torah, las amputaciones de las manos culpables en el Corán, las excomuniones católicas o, ya en un plano más temporal, las leves condenas -dictadas por jueces benevolentes e imbuidos de afán pedagógico- a leer, a escribir o a sufrir el reproche público para los afortunados infractores.
En la ya mencionada sección centrada en la periferia de la bibliocleptomanía, se examinan -también con altas dosis de humor- las peculiaridades del préstamo sin retorno -experiencia frecuente, a la que casi nadie ha conseguido escapar-, con una simpática enumeración de razones para no prestar libros: no perder un amigo, mantener incólume tu biblioteca, evitar el deterioro del libro o impedir su no devolución; el robo parcial, esto es la mutilación, la profanación de libros, incluyendo ejemplos llamativos, como el del innombrable César Ovidio Gómez Rivero, mutilador hispano que se fue de rositas, Farhard Hakimzadeh, el mutilador millonario, o Forbes Smiley III, tercero sólo en la saga familiar, pero primero en el escalafón de ladrones de mapas; y, por último, el robo del contenido no del continente, con oportunas acotaciones sobre el plagio (se nos informa de que en Roma se condenaba a recibir latigazos -ad plagas- a los que vendían como esclavos a hombres libres; plagiarios, pues), la piratería y los (quienes en el siglo XIX pirateaban los libros entre Gran Bretaña y Estados Unidos, aprovechando los vacíos que dejaba la incipiente legislación de la época).
El apartado principal del ensayo (casi la mitad de su extensión) lo constituye el de la clasificación minuciosa y sistemática de las distintas tipologías de los ladrones de libros. Comparecen así, en una taxonomía a veces difusa, con categorías que se ramifican y con grupos y subgrupos que se desgajan una y otra vez del tronco principal entremezclándose y confundiéndose, las divisiones en función del motivo del robo -que será la seguida con carácter principal en el estudio-, del tipo de libro robado, del lugar del robo o del destino final de los frutos robados, propio o ajeno. Pero, como digo, entre estas ramas principales surgen otras menores que, en muchas ocasiones, llevan al lector, perdido en el marasmo clasificatorio, a renunciar a toda idea de seguir el cada vez más embarullado orden prescrito y a abandonarse sin más complicaciones ni afanes ordenancistas, feliz y placenteramente, a la amenidad de las historias que relata la exageradamente estructurada mente del autor.
Siguiendo, no obstante, el hilo principal, el que nos lleva a fijarnos en las razones que conducen a alguien a robar libros, nos encontramos en primer lugar con quienes roban para consumir, un sustancioso apartado dedicado al ladrón lector y al ladrón escritor, que roban por dotar de intensidad a unas vidas inanes o para nutrir con experiencias “al límite” el imaginario de sus obras; también aparecen los ladrones literarios, con los ejemplos destacados de Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán, que no se consideran escritores de verdad si nunca han robado un libro o, como es el caso del escritor/editor Abelardo Castillo, si sus propios libros nunca han sido robados. Hay, también, ladrones de amplio espectro, que no circunscriben a los libros el objeto de su pulsión: Rimbaud, el poeta beat Gregory Corso, James Ellroy, “nuestro” César González Ruano o el más destacado de todos, Jean Genet, con su vida de delincuencia, entrando y saliendo de la cárcel de continuo. Por una erudita sección llena de referencias históricas, Yo robo para atesorar cuanto amo, desfilan varios especímenes de ladrones bibliófilos que llevan al extremo su amor por los libros. De este modo asistimos, intrigados, a las peripecias de Stanislas Gosse, el ladrón de Sainte-Odile, que robó decenas de valiosos libros en el convento alsaciano del mismo nombre, usando un pasadizo secreto y una puerta oculta -¡cómo no!- en una biblioteca; también nos suscita curiosidad la historia de Bartolomé Gallardo, quien fuera diputado por Badajoz en el Congreso, en 1834, un ladrón que no lo fue y que mereció la atención de Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles; y, sobresaliendo por encima de todos ellos, Guglielmo Brutus Icilius Timoleone Libri-Carucci dalla Sommaja, el Conde Libri, el más fascinante, más completo y más inverosímil ladrón de libros, que, quizá predestinado por su apellido, llego a robar, refinado y genial, más de 30.000 libros.
Hay también un espacio en el ensayo, presentado bajo la rúbrica Yo robo para comerciar, en el que se detallan distintos supuestos de ladrones “emprendedores”, quienes se apropian por encargo o, más habitualmente, por negocio, de libros valiosos custodiados (¿?) en instituciones privadas o públicas: universidades, monasterios, iglesias, bibliotecas, museos... No podía faltar la mención al electricista de la catedral de Santiago de Compostela, que, de modo chapucero y carente del glamur que el cine ha asociado a este tipo de “operaciones”, robó en 2011 el Códice Calixtino, el libro más valioso de la Historia de España, en opinión del catedrático García de Cortázar, gran autoridad en la materia. En el mismo capítulo se describen el robo más hermoso, una obra de arte del latrocinio, con “ambientación” veneciana, y el más “tonto”, un disparate perpetrado por cuatro universitarios norteamericanos, “inspirados”, para llevar a cabo su desatino, en la visión reiterada -y estéril, como demostrará el fracaso de su intento- de Ocean’s eleven, el éxito cinematográfico de Steven Soderbergh. Conocemos aquí también a Daniel Spiegelman, al que su desmesura delictiva lleva a una condena ejemplar y permite a la justicia estadounidense sentar jurisprudencia, pues por primera vez se determina que el valor del robo en estos casos no es la mera suma de las cantidades que puedan obtenerse en una subasta por cada uno de los libros sustraídos, sino mucho más, un valor incalculable, si se considera el daño irreparable que se hace a la Humanidad, al privarla de valiosos tesoros, impedir el desarrollo del conocimiento o imposibilitar la consulta y estudio por los investigadores de los volúmenes robados.
El análisis específico de la bibliocleptomanía en su sentido literal se aborda en Yo robo porque no puedo dejar de robar, otro de los desopilantes epígrafes de la obra. Partiendo del ejemplo de Winona Ryder -meramente ilustrativo, pues, que se sepa, la “pulsión” de la actriz se circunscribía a las joyas y la ropa-, se nos narran las entretenidas historias de Edward Fitzgerald, sobrino del primer ministro británico en la época y pillado en París robando… ¡¡una Biblia políglota!!; de Duncan Jevons, cuarenta mil libros en su haber en solo quince años; de John Gilkey, que ni siquiera sabe por qué roba y cuya singularidad lo llevará a protagonizar una especie de biografía novelada de un cierto éxito, El hombre que amaba los libros demasiado, título genial; y, por fin, Stephen C. Blumberg, obsesionado por robar para batir récords y salir en el Guinness, lo cual logró gracias al ilegal acopio de ingentes cantidades de libros cuya auténtica magnitud podréis comprobar en el fragmento que os dejo al término de esta reseña, muy significativo, también, del “tono” jocoso de la obra.
Hay, para finalizar esta vertiente taxonómica del libro, una interesante aproximación al muy frecuente caso de los bibliotecarios ladrones. En Yo robo por proximidad se nos dan a conocer muchos de estos supuestos, ladrones cautos, ladrones imprudentes, ladrones impunes, ladrones torpes que, cinco minutos después de perpetrarlo, venden el fruto de su robo en eBay; con la mención final de Massimo de Caro, genio falsificador, ladrón innoble, mentiroso compulsivo y bibliotecario a nuestro pesar, como lo califica el autor, capaz de robar un opúsculo de Galileo, de 1610, Sidereus Nuncius, reproducirlo a la perfección con minuciosa pulcritud técnica -en tintas, papel, impresión y encuadernación- e incorporarle unas acuarelas, que encarga a un pintor argentino, para devolverlo, embellecido, guardándose algunas copias para su enriquecimiento.
Los dos capítulos finales, Intrabibliocleptomanía y Mecanismos para evitar el robo, recogen, respectivamente, el robo de libros dentro de los libros y las estrategias para proteger los libros y prevenir su hurto. En el primero de ellos nos encontramos con la mención de episodios bibliocleptómanos en tramas de ficción (El Quijote, Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow, Los detectives salvajes, del ya citado Bolaño, El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte, o El nombre de la rosa, de Umberto Eco, entre los ejemplos más conocidos) o con la apasionante leyenda del librero asesino, una ficción periodística ambientada en Barcelona y difundida en la francesa Gazette des Tribunaux en octubre de 1836, y que alcanzó una notable difusión durante décadas como si de un hecho real se tratara. El apartado “preventivo” final incluye -tras aceptar la imposibilidad de ponerle puertas al campo- las prevenciones consistentes en amenazas (maldiciones, excomuniones y anatemas, trabajos forzados, amputaciones, horcas y castigos varios, previsiones de males y enfermedades sin cuento), las físicas (cadenas, “jaulas” protectoras, arcones más o menos blindados, grilletes y barrotes) y también los muy eficaces bibliopolicías, los guardianes del libro, celadores puntillosos, bibliotecarios concienzudos, perseguidores profesionales -auténticos sabuesos- de los ladrones de libros.
En fin, una delicia este estupendo Roba este libro, de Miguel Albero -que con su otra personalidad, Gabriel Lumeo, aporta unas cuantas citas al amplio conjunto de las que recoge en su obra-. Compradlo y leedlo, os aseguro unas cuantas horas de lectura entretenida y feliz.
De una de las referencias mencionadas en el libro, la película La ladrona de libros, dirigida por Brian Percival sobre la base de la novela del mismo título de Marcus Zusak, os dejo el tema principal de su banda sonora, creada por el maestro John Williams: The book thief.
Stephen C. Blumberg es considerado por muchos como el gran ladrón de libros del siglo XX, y es sin duda el primero del escalafón en cuanto al número de libros robados se refiere. Habrá pues que estudiarlo con algo de detalle, y veremos primero las magnitudes de su gesta, para luego analizar su condición de bibliocleptómano, su manera de actuar, y dejar para el final, para introducir algo de suspense, las vicisitudes de su detención y juicio, aunque el suspense se limite al cómo, ya saben quién es el asesino, perdón, el ladrón de libros, de no haberlo pillado no sabríamos ni su nombre.
Blumberg fue detenido en 1990 y condenado a 7 meses de cárcel en 1991, además de a pagar la suma de 200.000 dólares. Pero estos datos pueden no impresionar al lector, acostumbrado ya a estas alturas a ladrones de peso. Habrá pues que poner encima de la mesa sus atributos, las cifras que lo acreditan como el número uno, algo que les encanta a los americanos, los reyes de la estadística. Porque para ser el número uno necesitas destacar en todos los aspectos de la actividad en cuestión, no vale con ser el mejor en algo. Si fuera un jugador de baloncesto, Blumberg sería un extraterrestre, estará en la misma puerta del Hall of Fame, porque lideraría los registros históricos en todas las facetas del juego. Sería el número uno en rebotes, lo que suele ser patrimonio de los pívots, en puntos, donde mandan los aleros, y en robos de balón y asistencias, el territorio reservado a los bases. Y es que el amigo Blumberg robó al menos 19 toneladas de material, la friolera de 20.000 libros y 10.000 manuscritos, todo ello por un valor de 20 millones de dólares, en 45 estados de EE.UU. y dos provincias de Canadá, y en un total de 327 instituciones, entre bibliotecas y museos. Como se lo cuento. Nadie ha robado tantos libros que valgan tanto, en tantos lugares y en tantas instituciones. Si le hubieran dado un poco más de tiempo, se habría ido a Alaska a robar algo para poner allí una chincheta, o más bien en su mapa mental, y habría acabado en Puerto Rico, para que ni los estados libres asociados quedaran sin robo.
Se trata, sin duda, de un bibliocleptómano, porque hablamos de una persona que no puede parar de robar, y se trata sin duda de un bibliótafo, porque escondió todos sus libros, guardados en su casa los encontró el FBI y no en una subasta en Sotheby’s. Pero a esas dos patologías, que suelen venir juntas como las malas noticias, Blumberg suma una tercera, y es esa ambición por ser el primero, esa voluntad decidida de convertirse en el campeón de la especialidad. Estaríamos aquí ante una variante de la bibliocleptomanía, de una versión agravada de la misma, donde a la pulsión de robar se une la de ser el que más roba, como si un asesino en serie, además de asesinar a pelirrojas, ése es el patrón de la serie, quisiera batir el récord y ser el mayor asesino de pelirrojas de la Historia, superando así a un colega hoy felizmente retirado. Y es que vivimos en un mundo donde, desgraciadamente, ésa no es una pulsión menor: el mal del Guinness podríamos llamarlo, que conduce a gente aparentemente cuerda a invertir su tiempo en ser el número uno en escribir la Biblia en una lenteja, en hornear la empanada más grande, en ser, por qué no, el mayor ladrón de libros de la Historia. Destacar, de eso se trata, conseguir ser el primero en algo, y si no soy el más dotado para los estudios, ni el capitán del equipo de baloncesto, me entrego al mundo Guinness, mis hijos podrán estar orgullosos de mí, el apartado relativo al puzle con nubes de más piezas es patrimonio familiar, aunque me cueste mi empleo, aunque tengamos que sacrificar vacaciones, nadie dijo que fuera fácil.
Y, en efecto, eso le contó Blumberg al FBI, que quería ser el más grande, superar el récord de David Shin, ésa era su referencia, ser el mejor; luego en su manía hay una cierta megalomanía, la hybris, la desmesura, esa idea de ser el mejor en algo, y está claro que lo consiguió. Y entiendo que dentro de este esquema, y como sucede con los asesinos en serie, también de alguna manera él quería al final ser detenido, porque, quien elabora esa empanada gigante lo hace para salir en el Guinness, para tener su cachito de gloria, si nadie se entera me quedo con la empanada y con su muy difícil digestión, de nada me sirve. Igual esperaba en efecto a cubrir todos los Estados de la Unión para entregarse, y convocar a la prensa y anunciarles dichoso las muy federales dimensiones de su hazaña.
Miguel Albero. Roba este libro
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