MIKITA BROTTMAN. CONTRA LA LECTURA
Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, vuestra cita habitual con las recomendaciones de lectura para las tardes de los miércoles en la emisora universitaria salmantina.
Hace quince días, el pasado 23 de abril, con la excusa de la celebración del Día internacional del libro, os proponía una curiosa obra, Este libro te alegrará la vida, en la que su autor, el británico Daniel Gray, presentaba en cincuenta breves capítulos otras tantas razones por las que quienes amamos la lectura y los libros disfrutamos apasionadamente de ellos. El enfoque desde el que se partía en el muy entusiasta texto era, como quizá recordaréis -y como resulta por lo demás evidente-, necesariamente optimista y positivo, sin que el escritor escocés fuera capaz de ofrecernos -ni, en realidad, lo pretendiera- más que benéficos argumentos para su acercamiento al fenómeno lector.
Para equilibrar un tanto una balanza tan volcada del lado bibliófilo, mi sugerencia de hoy -que nace también condicionada por la presencia en Salamanca de la trigésimo octava edición de la Feria del libro- surge desde un planteamiento casi opuesto, pues antes que defender ciega y acríticamente el hecho de leer, Mikita Brottman sugiere en su interesante Contra la lectura que ahora os recomiendo una visión del asunto algo más matizada, que no se entrega de un modo convencional a los consabidos lugares comunes sobre la lectura ni rehúye tampoco los aspectos más discutibles o controvertidos -que los tiene- de la actividad lectora.
El libro, que en su edición española vio la luz este pasado febrero en la barcelonesa editorial Blackie Books, aparece en nuestro país diez años después de su publicación en Estados Unidos, en traducción de Lucía Barahona -que “catalaniza”, en ejemplos y expresiones, la versión original-, con una sugerente ilustración de cubierta de Cristóbal Fortúnez, y con un muy breve pero interesante prólogo de la autora, escrito expresamente para la ocasión.
La editorial define a Mikita Brottman como una académica peculiar, erudita pero personalísima. Psicoanalista, doctora en Lengua y Literatura Inglesa en Oxford y profesora en diversas universidades europeas y estadounidenses, escribe sobre distintos aspectos de la cultura contemporánea en publicaciones variopintas, tanto periódicos serios y “formales” como en otros ámbitos menos convencionales. De lo singular de sus intereses dan prueba algunos de los cursos que dicta -y que cita en su libro-: “Investigación crítica”, impartido en facultades de Arte y en el que explora, de manera creativa, las relaciones entre textos escritos y planteamientos visuales; “Entender el suicidio”, donde rastrea y analiza obras literarias centradas en el perturbador fenómeno autodestructivo; o “Cultura del apocalipsis”, cuyo objeto es la presencia del fin del mundo en la literatura y las artes.
El carácter algo excéntrico de sus preocupaciones académicas y el tono abiertamente provocador del Contra la lectura del título, podrían hacernos pensar que nos hallamos ante una “dinamitera” de la cultura, alguien que rechaza los libros y la lectura y que, consciente de sus perniciosos efectos, defiende su eliminación de nuestras vidas. Muy al contrario: resulta evidente que Mikita Brottman no solo no es una iletrada analfabeta sino que es una intelectual cuya formación universitaria y personal se ha basado, como es obvio, en los libros (basten como prueba los más de doscientos títulos que incluye como bibliografía final en la obra reseñada). No estamos, en consecuencia, ante una antisistema que odia los libros y “milita” en pro de su desaparición. Ella misma lo aclara en las primeras líneas de su preámbulo “español”: Cuando Contra la lectura se publicó por primera vez en Estados Unidos, hace diez años, nunca se me ocurrió pensar que hubiera quien se tomara el título de manera literal. Por eso, en el caso de que penséis que realmente estoy en «contra» de la lectura, signifique esto lo que signifique, permitidme dejar claro que no es así. Soy profesora de Literatura. Leo cada día, y lo hago por múltiples razones, tanto profesionales como personales, pero sobre todo por la gran satisfacción que me produce.
El enfoque del que el libro parte no es, pues, el de una supuesta impugnación de la lectura, sino, sobre todo, el de una lúcida oposición a su sacralización, el de la inteligente refutación de esas ideas, hoy imperantes por doquier, según las cuales el acto de leer, por sí mismo, aparece revestido de un cierto misticismo “noble” y exento de cualquier posibilidad de cuestionamiento, el del clarividente rechazo a la prejuiciosa consideración de las bondades de la lectura como una suerte de dogma, en virtud del cual leer nos haría a todos brillantes, inteligentes, sensibles, atractivos, buenas personas, ciudadanos ejemplares, en definitiva, cómodamente instalados, satisfechos y complacidos, en el lado “correcto” de la vida (quienes no leen -siempre los “otros”: veinteañeros, nativos digitales, personas sin estudios universitarios, con ingresos bajos o que viven fuera de las ciudades- representarían así la desacreditada “escoria” intelectual, la incultura, la sociedad deshumanizada, el germen del apocalipsis). Brottman contradice esa visión de las cosas, con rigor y profundidad y también con un acerado sentido del humor: En lo que a los hábitos respecta [leer] es mejor que fumar, comprar zapatos o consumir metanfetaminas. Supongo que la principal diferencia consiste en que no suele asumirse que alguien que colecciona zapatos sea necesariamente un gran caminante, pero algunos sí que tenemos la concepción equivocada de que poseer gran cantidad de libros equivale a ser un gran lector o tener grandes conocimientos, cuando la realidad, claro está, es que el amor por la presencia física de los libros no constituye en sí mismo ninguna forma de perspicacia cultural, de la misma manera que llevar una bata blanca no proporciona conocimientos de medicina.
En definitiva, los libros, sus supuestas bondades, no son intocables (Un ensayo dedicado a los lectores que no creen que los libros sean intocables, reza el subtítulo de la obra) y lo importante no es en sí mismo el hecho de leer como la relevancia que tiene el qué, el cómo y el por qué se lee. Más allá de apriorismos vacuos y bienintencionados lemas preconcebidos (¡¡leer es sexy!!) -casi todos, no obstante, ciertos en una u otra medida (consúltese, por si se dudara, Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca, el libro de Bart Van Aken publicado por la editorial Gustavo Gili al que estoy dedicando en las últimas semanas varios programas en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca)- la pregunta clave que deberíamos hacernos antes de formular cualquier juicio de valor sobre el asunto es “qué significa [realmente] leer un libro”.
Partiendo de esa premisa, la autora indaga en el objeto de su estudio en tres grandes capítulos -más una introducción y una conclusión- organizados en secciones más breves, todas encabezadas por el título de alguna obra literaria. En ellos, de un modo mixto, a caballo del ensayo académico y el relato autobiográfico, interpelando al lector, al que siempre tutea, cercana y amigable, hilando sus argumentos a través de su propia experiencia lectora desde la infancia hasta la edad adulta, y dejando claro desde el inicio su indudable reconocimiento de la lectura, que claramente aprecia y valora, se ocupa de cuestionar los principios establecidos acerca de los libros, que en nuestros días se repiten como mantras irrefutables, de rebatir los prejuicios presumiblemente incontestables sobre la lectura y de mostrar, de manera convincente aunque discutible, polémica y atrevida, los principales riesgos que entraña la entrega excesiva y ciega a los encantos de la letra impresa.
Por de pronto, y en contra de la recurrente denuncia sobre el “descenso de la lectura”, Brottman opone datos contundentes. Más allá de que, hoy en día, no sólo se leen libros (Lo cierto es que la gente sigue leyendo, y siempre lo hará. Leer puede adoptar diversas formas, y éstas pueden diferir de aquellas con las que nos encontramos más cómodos; el hecho de que la gente lo haga en el teléfono móvil o en la pantalla del ordenador más que en hojas de papel no augura la llegada del apocalipsis), el supuesto declive en la lectura y la alfabetización es falso de toda falsedad. En el año 2002, en Estados Unidos se publicaron cerca de ciento cincuenta mil libros, de los cuales unos cien mil (¡¡100.000!!) fueron novelas. En España, las cifras más recientes -2016- hablan de cerca de noventa mil publicaciones al año. Ello hace unos cuatrocientos nuevos títulos al día en el país americano y algo menos de trescientos en el nuestro. Tomando como referencia una semana con cuarenta horas de lectura -cita Brottman al crítico John Sutherland-, cuarenta y seis semanas por año de actividad y tres horas por novela, necesitaríamos 163 vidas para leerlas todas.
¿De verdad hoy día se lee menos que nunca? No parece ser así, y otra buena muestra de ello es la proliferación en los anaqueles de las librerías -un hecho que la autora destaca con profusión de ejemplos del ámbito anglófono- de volúmenes que tienen a los libros como núcleo central (un nuevo género, cuyas enfáticas propuestas empiezan a resultar tediosas: los libros sobre libros), obras -de toda índole, muchas estimables, otras rozando peligrosamente la autoayuda- que ponderan las virtudes de la lectura y la presentan como una suerte de panacea universal. 1001 libros que hay leer antes de morir, de Peter Boxall; Una historia de la lectura, de Alberto Manguel; Nadie acabará con los libros, colaboración entre Umberto Eco y Jean-Claude Carriére; o el ya referido Este libro te alegrará la vida, de Daniel Gray, entre decenas de otros parecidos, forman parte -a menudo de manera no pretendida- de una benevolente aunque fatigosa cruzada de fomento del hábito lector (en la que yo mismo participo de buena gana: tres de los libros citados han sido recomendados por mí, junto a otros muchos similares, en estas ocho temporadas de Todos los libros un libro). Si la lectura fuera tan fundamental como les gusta afirmar a sus partidarios, señala, provocadora, Mikita Brottman, ¿por qué necesitamos toda esta presión organizada para animarnos a coger un libro?
En esta lógica de rechazo a la sospechosa y casi unánime “consagración” de la lectura, en las primeras páginas de la obra se documentan las críticas que, en todos los tiempos, se han vertido sobre los libros, desde Sócrates o Platón, hasta Jane Austen, Jeremy Bentham, William Morris o Stuart Mill, autores todos que, desde una perspectiva ilustrada y sabia, afecta sin duda a la literatura, han denostado los usos espurios de los libros. Y precisamente por ello, a modo de aviso para navegantes, Contra la lectura nos previene frente a algunos de esos perniciosos efectos.
Y es que son muchos los “riesgos” a los que se someten los lectores, ya que la lectura -escribe Mikita Brottman- no conduce más que a problemas. El principal de ellos lo constituyen las muy diversas variantes en que se manifiesta el conflicto entre literatura y realidad. Están, por un lado, las decepciones que experimenta quien vive absorto en las páginas de un libro cuando contrasta el correlato “real” de las maravillas representadas en los textos. Es el caso, que recoge la profesora británica, de Jean-Paul Sartre y el desengaño sufrido de niño al visitar los Jardines de Luxemburgo, un pálido reflejo del asombroso universo con el que estaba familiarizado tras “frecuentarlo” en la Enciclopedia Larousse. Igualmente, puede resultar traumático constatar la imposibilidad de sentir en la vida cotidiana emociones -sobre todo las vinculadas al amor romántico, a las pasiones sentimentales- de tal calibre como las reflejadas en los libros. Afirma Brottman, con su humor cáustico, a propósito del ardoroso enamoramiento de Catherine y Heathcliff en Cumbres borrascosas: Yo ni siquiera había conocido a nadie por quien mereciera la pena bajar las escaleras (así que olvidaos de lo de morir por). También es reseñable el efecto “bucle” que se produce cuando, por ahuyentar los males del mundo, nos recluimos entre libros, pues esa clausura, de prolongarse, acabará por inhabilitarnos para una existencia normalizada y ello volverá a arrojarnos a los acogedores “abismos” de la ficción, perpetuando el sufrimiento: Cuanto más me decepcionaba la vida real, más me sepultaba entre libros; y cuanto más tiempo pasaba leyendo, más remota se volvía la posibilidad real de escapar. Por otro lado, tomar como modelos de referencia -sobre todo en la adolescencia y primera juventud- los libros inadecuados puede ocasionar daños irreparables, pues el desajuste entre una existencia magnífica en la ficción, y por tanto de imposible cumplimiento, y un día a día convencional y mediocre, pero tremendamente “real” y constatable, resulta difícil de superar. Debería haber leído libros sobre los peligrosos efectos de una educación inadecuada en una mente impresionable, sobre las confusiones y las predilecciones adquiridas por una lectura excesiva. Pero no los leí, dice nuestra algo heterodoxa autora, para, a continuación, pasar a referirnos los clásicos que sí leyó y los muchos males que de ello se derivaron. Ninguno se resiste a su incisivo y demoledor análisis: ni los aburridos “ancianos” greco-latinos, ni los tediosos y “vetustos” autores anglosajones medievales, ni -aún en la tradición británica- Tom Jones o Tristram Shandy, ni -y los “zarpazos” saltan ahora las fronteras- el mismísimo Quijote, ni Tolstói, Chejov o Dostoievski, ni Jane Austen o las Brönte o George Eliot, ni Dickens o Virginia Woolf, ni Henry James ni, por supuesto James Joyce. De todos ellos -lecturas más o menos obligadas en la formación de cualquier estudiante medianamente culto- hace una despiadada -aunque en el fondo irónica- interpretación pro domo sua.
Por el desafiante ensayo vemos discurrir también otros padecimientos a los que condena la lectura: los numerosísimos suicidios en bibliotecas, la ruina a la que tienden a condenar su vida los bibliómanos y bibliófilos, con constatables pérdidas de salud, hacienda, familia y amigos (hilarante el caso de Art Garfunkel, cuyos disparatados hábitos lectores Brottman despelleja sin contemplaciones), los delirantes rituales asociados al amor por los libros (en los que caben tanto los de quienes exhiben sus voluminosas bibliotecas como signo de estatus y autoridad como los de los que compran los libros como meros elementos decorativos para rellenar estanterías: todos son machacados por el inexorable martillo pilón de la crítica profesora).
Los libros, en fin, nos llevan fuera del mundo, y si bien nos enseñan a apreciar los sutiles matices del pensamiento, la emoción y el lenguaje, también -por ello mismo- hacen que nos alejemos de nuestras planas y vacías circunstancias, lo que acabará por hacernos deambular por nuestras tristes existencias llevando siempre un libro con nosotros, para poder escaparnos a él cuando las cosas pinten mal. He ahí la rotunda moraleja que concentra todos los padecimientos que la lectura puede ocasionarnos: Los libros pueden llevarnos a lugares maravillosos, pero también pueden dejarnos allí varados, alienados e inútiles, solos y desclasados, aislados de otros seres humanos, incluso de nuestros propios recuerdos, de nuestra propia experiencia de nosotros mismos.
Y es por ello que el “ejemplo” crítico de los clásicos, junto a la dramática enumeración de los perjuicios que acarrean los libros, parecen dar fuerza a la autora para atreverse, sin temor alguno, a romper prejuicios, comportamientos intelectuales heredados y lugares comunes sobre la lectura, con una serie de desinhibidos consejos. Para ello, ofrece un cuestionario con once preguntas básicas -¿cómo decides qué libro vas a leer?, ¿siempre terminas los libros?, ¿relees libros que te encantan?, ¿puedes leer en algún lugar con ruido?, ¿cuánto gastas anualmente en libros?, y otras de este tenor- para objetar algunos de los más comunes hábitos lectores. Así, y en contra de las corrientes cultas dominantes, aboga por abandonar un libro si os aburre, no lo pilláis, os resulta soporífero u os provoca dolor de cabeza, para concluir: ¡dejadlo y pasar a leer otra cosa!, llegando incluso a aconsejar crearse una regla personal, una cifra, que mida el número máximo de páginas que conviene leer antes de “desembarazarse” de un libro -en su propio caso son sesenta-; ver las películas antes -¿por qué no “en vez”?- de leer las tediosas obras literarias en que se basan; romper con la idea -que se nos inculca desde la escuela- de que hay libros que se deben leer, y, por el contrario dejarse llevar por su opuesta: Sólo deberíais leer libros con los que disfrutéis.
Y sin embargo, y algo contradictoriamente con esta defensa a ultranza del disfrute y del placer lectores (pero ya se ha dicho que uno de los elementos de interés de Contra la lectura es su carácter controvertido y polémico, su provocadora capacidad para suscitar el debate y la discusión), en sus conclusiones finales, la aparente iconoclastia de la autora se complace en detenerse en glosar las virtudes que sí acompañan a la lectura, entre las cuales muchas de ellas tienen que ver con alguna forma de esfuerzo o disciplina, de sufrimiento, inquietud o perturbación, exigencias opuestas, a priori, a las que conlleva la gratificación inmediata, la fácil satisfacción por las que se abogaba en los capítulos precedentes. Hacernos acceder a los aspectos más graves de la existencia; cuestionar las ideas preconcebidas sobre el mundo; mostrar los rincones ocultos de la vida; iluminar nuestra desdicha real o potencial; indagar en las grandes claves de la experiencia humana -la inevitabilidad de la muerte, la definitiva soledad, la ausencia de cualquier sentido obvio de la vida-; pensar en las consecuencias éticas y morales de nuestro comportamiento; entender y transformar nuestra identidad, nuestra personalidad y nuestro espíritu; profundizar, en definitiva, en los insondables abismos del alma humana como pretende -y logra- la buena literatura, son fines muy alejados de esa lectura divertida, confortable, agradable, sencilla y amena a la que parecía aludir la tesis básica de Contra la lectura. De este modo, Brottman hace suya la convicción expresada por Franz Kafka en una cita clásica, tantas veces repetida: En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta como un golpe en el cráneo, ¿para qué nos molestamos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques lejanos, lejos de toda presencia humana, como un suicidio.
Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado de nuestro interior. Eso es lo que creo.
Esa lectura exigente es, pues, el horizonte último hacia el que apunta este estimulante alegato de Mikita Brottman, Contra la lectura, en el que deplora la interpretación superficial de la lectura que hoy constituye el recurrente leitmotiv de quienes abogan por leer a cualquier precio, ponderando unas bondades de los libros que no existen por sí mismas, por el solo hecho de leer, sino en la medida en que la profundidad, el rigor, la seriedad, la disciplina, la atención, el discernimiento, la reflexión y el criterio formen parte de nuestro acercamiento a los muy preciados tesoros que albergan.
Para ilustrar el conflicto entre los libros y la realidad al que se refiere Brottman en su obra, aunque resuelta esta vez de un modo radicalmente opuesto al planteado por la profesora de Sheffield, os dejo con un muy breve tema de Vincent Delerm, Dans tes bras, en el que, entre el aburrimiento de los libros (y del cine y la televisión y el deporte…) y el confort de los brazos de la amada, el narrador elige, sin dudarlo, el amor.
Lo cierto es que la lectura desempeña un papel muy reducido en el modelo capitalista; casi podría decirse que es opuesta al consumo capitalista, en cuanto a que no produce nada, no genera ningún dinero ni tampoco nos hace parecer más jóvenes, sentirnos mejor o ser más rápidos. Quienes promueven campañas de que la lectura es “buena para ti” y algo “básico y divertido” necesitan, si de verdad quieren tener algún éxito, dar forma a una idea de “bueno” y “genial” que no esté ligada a lo que la mayoría considera como los logros más importantes de su vida -ganar dinero, ser atractivo y popular, tener buena salud y una familia feliz y amorosa-, puesto que ninguno de éstos nos exige leer, al menos no de una manera reflexiva y seria.
¿Puedo incluso atreverme a sugerir, queridos lectores, que lo contrario podría ser cierto: que, dejando a un lado la alfabetización básica, cuanto más tiempo dediquemos a la lectura menos probable es que alcancemos alguna de estas cosas?
¿Y si la lectura no nos hiciese sentir mejor?
¿Y si fuera más probable que nos INDUJERA a la depresión en lugar de al alivio?
Como pronto descubriréis, en realidad NO voy a ofreceros una “cruzada contra la lectura” (esto no era más que para llamar vuestra atención). Tengo que decir que los libros me han ofrecido un placer más consistente y puro que casi cualquier otra cosa en mi vida, y estoy segura de que cualquiera que hay comprado este libro, o que lo haya recibido como regalo, ya es de entrada un lector bien informado y reflexivo. Simplemente quiero sugerir que no hay nada digno o respetable de manera intrínseca en el acto de leer en sí. Simplemente me pregunto si en realidad leer podría no ser todo lo que se anuncia que es. Si lleváis toda la vida leyendo, podéis haceros las siguientes preguntas:
¿Os ha llevado a ser los primeros de la clase?
¿Os ha hecho felices?
¿Os ha hecho “mejores personas”?
¿Os ha llevado a “lugares maravillosos”?
¿Os ha llevado a algún sitio?
En este libro recomiendo que, si tenéis que leer, o seguir leyendo, deberíais hacerlo reflexivamente, con cuidado y criterio. No os dejéis guiar por vuestros prejuicios. No leáis libros solo porque sintáis que “debéis hacerlo”, porque puedan ser “buenos para ti”. Hacedlo solo porque no podéis evitarlo.
Leed con atención y notaréis la diferencia.
Mikita Brottman. Contra la lectura
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