Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de junio de 2019

ANDRÉS OPPENHEIMER. ¡SÁLVESE QUIEN PUEDA!

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde cerramos nuestras emisiones por el presente curso 2018/2019 con una estimulante publicación, no estrictamente literaria, un libro a mitad de camino entre el ensayo de divulgación y el reportaje periodístico que suscita en el lector infinidad de interesantes reflexiones acerca de un fenómeno de indudable interés para cualquier ciudadano: las perspectivas sombrías y a la vez alentadoras, amenazantes pero también sugestivas, que nos va a deparar la evolución del trabajo en las próximas décadas, marcadas por el inexorable desarrollo tecnológico. Precisamente hoy, cuando las largas vacaciones estivales llaman ya a nuestras puertas y los plácidos días de descanso constituyen el agradable horizonte de estas postreras jornadas laborales, la lectura de un libro que nos “obligue” a pensar sobre esta como digo incierta pero apasionante realidad profesional que viene -una auténtica “revolución” del mercado laboral- puede resultar, paradójicamente, oportuna y hasta conveniente. 

Estoy hablando de ¡Sálvese quien pueda!, el extenso estudio -más de trescientas páginas acompañadas de centenares de notas y referencias- que el prestigioso, reconocido y cosmopolita periodista de origen argentino Andrés Oppenheimer presentó a principios de este año en la editorial Debate. Colaborador de algunos de los más destacados periódicos y medios de comunicación del mundo -The New York Times, The Washington Post, CBS News, la BBC o El País, entre otros-, Oppenheimer tiene a sus espaldas una amplia trayectoria profesional, en la que se cuentan numerosos premios, un puñado de doctorados honoris causa y una larga decena de libros que lo han convertido en un personaje de una extraordinaria influencia en la “creación de pensamiento” en el mundo entero. 

Antes de comenzar mi comentario y a propósito de la edición, cabe un breve apunte sobre el “idioma” en el que la obra está escrita. No sé si el hecho de que el autor viva y desarrolle su multifacética carrera en Estados Unidos o el que haya escrito su libro originariamente en inglés para ser luego traducido a nuestro idioma (el título primitivo, más amenazante, si cabe, que el que aparece en España, es The robots are coming!), son circunstancias que influyen en el resultado final que se presenta al público; el caso es que el texto al que se enfrenta el lector no sólo está repleto de infinidad de términos pertenecientes a “otro” español -latino, por resumir; nada argentino, por otra parte, como quizá pudiera esperarse dada la nacionalidad de su responsable-, lo cual no debiera admitir objeción alguna considerando la aquí ya tantas veces reseñada riqueza lingüística de una lengua plural y diversa que hablan -con diferentes acentos y con opciones léxicas muy variopintas- quinientos cincuenta millones de personas en todo el mundo, sino que en muchos de sus pasajes parece que, en efecto, un traductor desaseado -que no se cita en los “créditos” del libro- hubiera resuelto a la ligera la versión última de las interesantes ideas de Oppenheimer. A la abundancia de “carros” (por coches), “mercadeo” (por mercadotecnia), “grupos de cabildeo” (por grupos de influencia o, en inglés, lobbies), “meseros” (por camareros), “casillas de cobranza” (por cajeros), “bancas” (por escaños), “video” (por vídeo), “ícono” (por icono), “chavo” (por muchacho o chico), “contadores” (por contables), y tantos otras decenas de vocablos y expresiones ajenos al castellano -aunque, como no puede ser de otro modo, admitidas por la Real Academia en tanto comunes en ese igualmente legítimo español del otro lado del Atlántico-, se añaden disparates -a mi juicio- como, a modo de único pero significativo ejemplo, la reiteración de “al final del día”, una probable traslación -sin duda descabellada e incorrecta, un “falso amigo”- de “at the end of the day” (“a fin de cuentas”, en su apropiada traducción a nuestro idioma). El resultado convierte la lectura, en ocasiones, en un ligero engorro, pues obliga a detenerse, siquiera brevemente, en el natural seguimiento del fluir del magnético discurso de su autor. 

Con un muy esclarecedor subtítulo, El futuro del trabajo en la era de la automatización, el libro aborda, en diez capítulos y un epílogo de lectura apasionante, las múltiples dimensiones de un acontecimiento de enorme trascendencia para la vida humana tal y como la conocemos hasta el momento, en un controvertido análisis que se nutre de infinidad de entrevistas y conversaciones con decenas de expertos, de muy distintos ámbitos: académico, científico, investigador, tecnológico, empresarial o profesional. En su muy documentada indagación, Oppenheimer recorre el mundo -Oxford y Silicon Valley, Nueva York y Japón, Israel y Corea del sur, Europa e Hispanoamérica- estudiando las importantes repercusiones -repletas de claroscuros, que el periodista no oculta- que el progresivo, acelerado y exponencial desarrollo de la tecnología va a provocar en las próximas décadas en las respectivas áreas de actuación de los distintos interlocutores: las tiendas y el comercio, la banca, la abogacía, los seguros, la medicina y la docencia, las manufacturas, la industria y el transporte, y hasta la cultura o el deporte. 

El desencadenante último del libro reside en la constatación -admitida e indiscutible ya desde muy distintos frentes, teóricos y prácticos- de que la sociedad actual (y con más razón la que se avecina) está viviendo un volumen de cambios de una magnitud -en cantidad y, sobre todo, en calidad- nunca experimentados antes por las civilizaciones humanas. Es un hecho conocido el que en cualquier generación de las que nos han antecedido es posible encontrar idénticos postulados, que se expresan siempre como lamentos, acerca de la rapidez de los cambios, un permanente y nostálgico “cualquier tiempo pasado fue mejor”; siendo ese tiempo -que existe sólo en la idílica construcción mental del quejumbroso “abuelete”- uno “mitológico” e irreal en el que la vida era más auténtica, las relaciones sociales más sinceras, los afectos más genuinos y la sociedad más humana, a diferencia de un presente -cualquier presente, dependiendo de la época en que se sitúe la persona que hable- que es justo lo contrario, aceleración y locura, deshumanización y falta de valores, voraz progreso y absoluta destrucción de todo cuanto merece la pena conservar. En definitiva, las consabidas manifestaciones, que se repiten cada tanto, del ya clásico debate entre apocalípticos (todo va a peor) e integrados (nunca se ha vivido mejor). 

Pero lo cierto es que, en nuestros días, ese discurso algo catastrofista puede verse reforzado por las múltiples evidencias que proporcionan los estudios que dan cuenta de la intensidad y el sorprendente -y preocupante- alcance de la evolución tecnológica. Dos expertos con una amplia trayectoria en prospección de escenarios futuros, Kurzweil y Moore, han sostenido desde hace décadas -y demostrado- que el crecimiento de las tecnologías de la información y la comunicación es exponencial, esto es progresa geométricamente. Los deslumbrantes avances en las ciencias de la computación permiten vislumbrar un futuro de perfiles sobrecogedores (y no sólo en la acepción más oscura del término). Gordon Moore, ya en 1965, formuló la conocida ley que lleva su nombre, en virtud de la cual la potencia de los microprocesadores se duplicaría cada dos años. Así, de seguir esta deriva, un ordenador “convencional”, equivalente a los de uso cotidiano en nuestros trabajos y nuestros hogares, estaría a punto de alcanzar, en pocos años, el potencial de cálculo del cerebro de un ratón. Y si la evolución se proyecta a treinta o cuarenta años, la capacidad, la velocidad y las posibilidades de estos computadores caseros -no se hable ya de los grandes ingenios informáticos mundiales- llegarían a superar la “inteligencia” no sólo de un ser humano sino la de la totalidad de la población del mundo junta. Como ejemplo revelador de la pertinencia de esta tesis baste con pensar que cualquier dispositivo móvil de los que llevan nuestros jóvenes en sus bolsillos, es más “poderoso” que el primer ordenador con el que cualquier profesor preparaba sus clases hace treinta años. 

Las consecuencias que este escenario de irrefrenable evolución tecnológica tendrá -y está teniendo ya- en el específico ámbito del trabajo son igualmente radicales e imprevisibles, excitantes y, quizá, poco tranquilizadoras, y en ellas se centra el estudio de Oppenheimer, teñido de un cierto tono apocalíptico, presente ya en el título: ¡Sálvese quien pueda! La automatización, la robotización de los trabajos, la inteligencia artificial puesta al servicio de los procesos productivos, van a poner en peligro -ese el argumento principal de la tesis del autor- un porcentaje altísimo de trabajos en todo el mundo. Los más recientes informes de la OCDE hablan, en el caso de España, de más del veinte por ciento de ocupaciones en riesgo significativo de desaparición, para llegar a un cincuenta y dos por ciento en riesgo total, y en ambas cifras se trata de estimaciones para un futuro inmediato o muy cercano. 

Desde esas premisas, el exhaustivo análisis del libro repasa, en capítulos con títulos inquietantes que aluden a las diferentes profesiones en peligro (¡Infórmese, sírvase, cóbrese, defiéndase, cúrese, edúquese, fabrique o diviértase… quien pueda!), las distintas áreas de actividad humana que son susceptibles de extinción o, al menos de una sustancial transformación, en los próximos lustros. Por poner un único ejemplo de los innumerables que, en este sentido, pueblan el libro, baste mencionar que AT & T, la empresa de mayor valor de Estados Unidos en 1964, empleaba entonces a más de 750.000 trabajadores. Un equivalente actual en magnitud, Google, apenas da trabajo hoy a 75.000, consecuencia evidente de los drásticos efectos que la innovación produce sobre la mano de obra. 

El carácter alarmante de los presagios de Oppenheimer aflora todavía de un modo más intranquilizador en las rúbricas originales de la publicación norteamericana: ¡Qué vienen los robots! -traducción del título del libro- y sus corolarios: ¡Vienen a por los banqueros… los abogados… los médicos… los artistas! Porque este es otro de los interesantes rasgos de la investigación que nutre el libro: la cada vez mayor complejidad técnica de los trabajos sobre los que pende la funesta advertencia sobre su probable inutilidad. Si hasta hace unos -pocos- años, eran las actividades más simples y repetitivas, más maquinales y, por tanto, menos necesitadas de cualificación, las que sucumbían al poderoso avance de los sofisticados artefactos tecnológicos (cajeros, obreros sin cualificar, trabajadores manuales en tareas rutinarias, camareros, cocineros, guardias y vigilantes de seguridad), la desmesurada capacidad, la en la actualidad descomunal complejidad de los dispositivos electrónicos está poniendo en alerta a ámbitos profesionales de cada vez más alto nivel y refinada especialización. 

Las principales secciones de ¡Sálvese quien pueda! se detienen en el estudio de la evolución de los trabajos de mayor cualificación en sectores muy variados. Es el caso del periodismo, que tras la introducción previa en la que se establece el marco general del análisis, comparece en el segundo capítulo del libro, con previsiones, datos y ejemplos no por conocidos menos escalofriantes. La proliferación de redes sociales ha cambiado los hábitos por los que los ciudadanos acceden a la información, ahora más dispersa y plural, menos centralizada y más espontánea. Los periódicos convencionales -en papel- son, en gran medida, un resto del pasado (prácticamente ningún menor de cuarenta años entra a un kiosco a comprar prensa escrita, y la imagen de gente por las calles con un diario bajo el brazo ha desaparecido del panorama de nuestras ciudades). Los periódicos digitales compiten por la publicidad con Twitter y Facebook, que cada vez acaparan más cuota de mercado, dadas las preferencias lectoras de la gente. Todo ello, unido a la mayor capacidad de la tecnología, provoca que, en consecuencia, las plantillas de las redacciones se despueblen: desaparecen los diagramadores, editores y traductores; también los intermediarios que transcriben noticias y reportajes, sustituidos por sofisticados programas de reconocimiento de voz; en The Washington Post hay ya robots redactando crónicas políticas; los reporteros ceden su puesto a elaborados algoritmos capaces de escribir solos notas de prensa sencillas -por el momento- sobre asuntos locales; hay máquinas que verifican hechos y aportan datos con una mayor celeridad y eficacia que las que proporcionarían decenas de humanos juntos; no será necesaria, por tanto, la presencia humana en la tediosa tarea de rastrear en archivos o hemerotecas; y tantos otros cambios entre una infinidad de novedades de casi imposible predictibilidad. En paralelo, se resaltan los más que probables riesgos de estos novedosos procesos, más allá del desempleo profesional: el direccionamiento en la información, que hará -ocurre ya en la actualidad- que cada cliente reciba exclusivamente el “material” que encaje en sus gustos personales, unos gustos previamente conocidos por las máquinas, que tenderán a confirmar los estereotipos y alimentar los prejuicios de los lectores; la imparable proliferación de noticias falsas; las tentadoras oportunidades de dirigismo y manipulación para entidades y gobiernos poco escrupulosos con la verdad (cuando hay tantos caramelos disponibles en internet, la gente quiere caramelos). El optimismo visceral del autor encuentra en cambio en las innovaciones un fecundo campo para la apertura a nuevos perfiles en la profesión periodística: analistas de datos, ingenieros y matemáticos capaces de programar los nuevos artefactos técnicos necesarios para la creación y difusión de noticias, cronistas inteligentes capaz de dotar de sentido a la información transmitida… 

El capítulo tercero se centra en restaurantes, supermercados y tiendas, espacios todos en los que la “revolución” forma parte ya de nuestra actual vida cotidiana. A lo largo de sus páginas se suceden establecimientos de hostelería y restauración sin cocineros ni camareros, en realidad sin ser humano alguno; robots capaces de hacer cuatrocientas hamburguesas por hora (uno de los grandes retos que conlleva la automatización es que, frente a las limitaciones de los humanos, las máquinas no se cansan, no tienen vacaciones, no reclaman mejoras salariales, no libran los domingos ni los festivos); pizzas “fabricadas” y distribuidas por autómatas; campañas publicitarias de restaurantes dirigidas directamente a los potenciales clientes, a partir del rastro -en apariencia incontrovertible- que dejan nuestras preferencias culinarias en visitas anteriores; tiendas -el caso de Amazon Go, tan publicitado, es paradigmático- en las que los consumidores entran y salen a su antojo, libremente, tras adquirir sus productos sin más control que el de la tarjeta magnética con la que se han identificado al acceder al local; compras a distancia, que se llevarán a cabo en dimensiones de mayor magnitud de las que actualmente se conocen; maximización de las ventas gracias a la hiperlocalización de los compradores en los centros comerciales. Los vendedores, dependientes de comercio, recepcionistas -el robot Pepper es un llamativo ejemplo de lo innecesario de las tareas de estos empleados- y camareros estarán, pues, en la previsión de Oppenheimer, “muertos” laboralmente en pocos años, y con escasas posibilidades de encontrar acomodo en un entorno profesional que no necesitará trabajadores tan escasamente cualificados. Pero las muestras del ya inminente cambio se extienden a más ocupaciones. Es el caso de la banca, sector en el que, sólo en 2015, las entidades despidieron, en EEUU y Europa, a casi cien mil trabajadores; y la cifra irá en aumento porque entre el 60 y el 70 por ciento de estos asalariados realizan tareas exclusivamente manuales, prescindibles, pues, a corto plazo. Además, se suprimen sucursales; el dinero en efectivo tiende a desaparecer (en Dinamarca los ladrones de bancos se van con las manos vacías por falta de líquido en las oficinas); surgen bancos virtuales; los asesores financieros se sustituyen por algoritmos capaces de analizar millones de datos y formular previsiones a partir de ellos; la uberización de la economía propiciará los préstamos entre personas, provocando un maremoto en los empleos conocidos en el sector y ofreciendo un tímido recambio aunque en labores progresivamente tecnologizadas, centradas en las tareas de configuración y mantenimiento de robots y en la atención especializada a clientes de mayor poder adquisitivo. 

Y qué decir de los abogados, desbordados por una tecnología que hará innecesarias sus rutinas más simples. El robot Ross localiza y estudia jurisprudencia entre miles de bancos de datos a una velocidad y con una eficacia inalcanzable para los humanos. Plataformas virtuales de abogados independientes y autónomos ofrecerán sus servicios, de nuevo con el referente de Uber, a los clientes necesitados de asesoramiento (Donotpay, creado por un joven estudiante de 19 años, ya proporciona orientación legal gratuita por internet). Existen en la actualidad espacios en la red que hacen la labor de jueces y mediadores -Modria es el más conocido-, dirimiendo conflictos y resolviendo pleitos mediante la enorme potencia de cálculo derivada del Big data, trabajando de un modo particular, ajeno a los canales oficiales de juzgados y tribunales, eliminando así el carácter monopolístico y elitista de la abogacía y abriéndose -en un fenómeno común a muchas otras ocupaciones- a lo que Oppenhemier denomina “sociedad posprofesional”. Un cambio al que tampoco escapan los contables, los notarios o los agentes de seguros, para los que el autor augura un futuro hecho de la conjunción de servicios mixtos, con abogados, analistas de datos, informáticos y hasta psicólogos o médicos (que sacarán conclusiones acerca de la conveniencia de firmar una póliza de seguros a un cliente a partir de los millones de datos que sobre él, su personalidad y sus hábitos de vida proporcionará la red), integrando las plantillas de bufetes, compañías aseguradoras, despachos y gestorías. 

No menos estupefacientes resultan las predicciones relativas al dominio de la medicina y la salud. Ya hoy es conocido el hecho de que Google “sabe” antes que las autoridades sanitarias si en una determinada región del mundo se está produciendo una epidemia de, por ejemplo, gripe, pues el buscador puede detectar la coincidencia de millones de consultas rastreando a la vez “qué tomar si me duele la cabeza, tengo fiebre y moqueo”. Piénsese también que el “tino” de un modesto médico de cabecera que examina una radiografía con el solo -aunque con frecuencia muy valioso- bagaje de sus estudios y su experiencia (que puede cifrarse, en el mejor de los casos en el conocimiento de unos miles de placas y unos centenares de estudios) palidece ante la potencia de un algoritmo que en cuestión de segundos procesa millones de imágenes siendo capaz de precisar, con más pericia técnica y menos margen de error, cuantas de las que presentan una ligera y mínima sombra en una diminuta esquina de un determinado órgano coinciden con pacientes que han desarrollado un cáncer y con las experiencias relatadas en cientos de miles de artículos científicos. Y hay computadoras -en el libro conocemos a Watson- que suplen las muchas carencias de los doctores humanos, que se ven incapaces hoy día de mantener una mínima actualización permanente en un universo casi infinito de publicaciones, ensayos e innovaciones. Y hay minirrobots -ViRob es una de los más conocidos- que limpian las arterias al modo en el que una maquinaria convencional desatasca las tuberías, en una escalofriante actualización de lo que anticipaba aquel clásico de la ciencia ficción de Richard Fleischer, Viaje alucinante, que yo vi de niño ¡¡en 1966!! tan fascinado por los maravillosos adelantos científicos como -todo hay que decirlo- por ese otro prodigio de dimensión casi post-humana que era Raquel Welch, la principal intérprete femenina de la película (y siento la posible incorrección política de mi aserto; no, en realidad no lo siento en absoluto). Y proliferan -y aún lo harán de modo más acusado en los próximo años- decenas de sensores, prótesis, píldoras con cámaras, lentes de contacto y audífonos inteligentes, chips subcutáneos, tecnología puntera, en suma, que de continuo enviará información a un ordenador central, que conocerá al instante nuestro estado de salud, diagnosticando y anticipando nuestros males y prescribiendo un tratamiento en cuestión de segundos, pues estaremos conectados con nuestro médico las veinticuatro horas del día. Y ya se opera a distancia -desde Singapur y con el paciente hospitalizado en Madrid- gracias al rigor y la exactitud, la “limpieza” y el acierto microscópico de los cirujanos robóticos, la medicina convertida cada vez más en una “ciencia exacta”, pues la tecnología reemplazará, así se recoge en el libro, a más del ochenta por ciento del trabajo de los doctores, necesariamente reconvertidos en meros intérpretes de datos y en una suerte de consejeros personales, con los ciudadanos cableados, recubiertos de wearables, insideables, shockables y trainables, modernos Frankenstein, como de algún modo ya anticipó la ciencia ficción. 

¡Sálvese quien pueda! registra también el advenimiento de una nueva era para la docencia, con unos profesores superfluos a la hora de transmitir unos conocimientos accesibles por internet para cualquiera, en cualquier parte del mundo, a cualquier hora y en cualquier situación. Augura Oppenheimer un cambio de paradigma en la enseñanza, con las aulas repletas de robots y tecnología, realidad virtual, videojuegos y móviles inteligentes, en un modelo de clases invertidas, cursos en línea, estudios bajo suscripción, formación a distancia, en el que los docentes serán objeto de reconversión, redefinidos no como expertos en una materia determinada -para expertos los ordenadores- sino como motivadores, consejeros y terapeutas personales, una especie de entrenadores emocionales, avivadores de la pasión y la curiosidad, la perseverancia y la ética, la capacidad para trabajar en equipo y la empatía en sus alumnos; unos docentes desprovistos, pues, de su tradicional misión de enseñanza “hard” -la “explicación” de las materias de toda la vida- y convertidos en suministradores de competencias “soft”, habilidades blandas lindantes con la inteligencia emocional. 

Y hay un capítulo -cuya glosa por extenso resulta imposible por falta de tiempo- en el que el estudio se centra en los obreros en las fábricas -principal carne de cañón de la galopante robotización, dada la cualidad “maquinal” de sus tareas (China hará robots hasta que no quede más gente en las fábricas, como afirma uno de los más destacados dirigentes empresariales del país asiático)-, en los robots panaderos, en las zapatillas y los botones y las camisas personalizadas y las piezas de recambio de los electrodomésticos e infinidad de objetos fabricados en nuestras casas, de manera individualizada y sin concurso de trabajadores, con impresoras 3D, y de tantos otros empleos que desaparecerán al “extinguirse” el trabajo manual en beneficio del “mental”... En el mismo sentido, estamos quizá -el inminente auge de los coches automáticos- ante el adiós a taxistas, camioneros, conductores de autobús, repartidores (los drones ya están ahí, y Amazon ya los utiliza de modo experimental para alguno de sus envíos). Como ocurrirá con actores, músicos, deportistas, gentes pertenecientes al negocio del turismo, obligados todos, como arguye el autor, a un drástico reciclaje de sus ocupaciones. 

La última sección del libro incluye un listado de las profesiones que, sobreponiéndose al tenebroso derrotismo que subyace a la fotografía reflejada en las restantes secciones del libro, pueden experimentar un avance en el futuro, con oportunidades significativas para sus profesionales, como jardinero en Marte, en chiste -quizá a la postre no tan descabellado- incluido en el texto. En un elenco apresurado: asistentes de salud, analistas de datos, ingenieros de datos y programadores, policías digitales, asesores de ventas, cuidadores y programadores de robots, profesores y maestros (convenientemente reciclados), especialistas en energías alternativas, creadores y diseñadores de contenidos comerciales, entre otros ejemplos de actividades muy “capitalistas”, centradas en la producción, los negocios y, en general, un universo movido por el dinero y el rendimiento económico, y en las que se percibe una significativa carencia de muestras de un enfoque o unos valores “humanísticos” (una de los más importantes fallos del libro).

Para terminar, un breve apunte sobre la escasa dimensión “propositiva” del libro. Su mayor parte se centra, como se ha visto, en la muy detallada descripción de las profesiones en peligro y, muy tímidamente, en las posibles benéficas alternativas a la previsible y generalizada devastación. Hay, sin embargo, algunas pinceladas, dispersas aquí y allá, en que se apuntan, de un modo muy somero y subsidiario -en otra de las principales carencias del planteamiento de Oppenheimer, a mi juicio-, algunas otras derivaciones, de mayor alcance social, filosófico, humanístico o cultural, del imparable fenómeno de la automatización. Es el caso, entre otros, de las cuestiones relativas a la educación y el ocio, dos dimensiones de nuestra vida social que se verán convulsionadas y radicalmente alteradas por la tecnologización rampante; de la situación laboral y vital de los desplazados, el nuevo proletariado digital, gentes a las que, previsiblemente, el “fin del trabajo” deje sin recursos ni expectativas reales de obtenerlos; el consiguiente debate acerca de la pertinencia y la sostenibilidad de una renta básica universal para subvenir las necesidades de esos amplios sectores de la población desguarnecidos frente a los cambios; la polémica acerca del cobro de impuestos y cotizaciones sociales a los robots; la acuciante reflexión ética sobre quiénes y cómo se llevarán las riendas de todos estos complicados procesos; cuestiones todas que exigían un mayor desarrollo por parte del autor (o quizá no, quizá el propósito del libro se colme con la mera fotografía del escenario, no exento de dimensiones preocupantes, que nos espera en las próximas décadas). 

En fin, leed este estimulante y también poco tranquilizador ensayo de Andrés Oppenheimer. Os aseguro horas de amena lectura y fecunda reflexión posterior. Como complemento musical a mis comentarios, música obviamente relativa a los robots. Un clásico, además, The Robots, uno de los temas de The Man Machine, el anticipador álbum -es de 1978- de Kraftwerk, el grupo alemán, gran precursor de la música electrónica. 



Desde que un estudio de la Universidad de Oxford pronosticó que 47% de los empleos corren el riesgo de ser reemplazados por robots y computadoras con inteligencia artificial en Estados Unidos durante los próximos 15 o 20 años, no he podido dejar de pensar en el futuro de los trabajos. ¿Cuánta gente perderá su empleo por la creciente automatización del trabajo en el futuro inmediato? El fenómeno no es nuevo, pero nunca antes se había dado tan aceleradamente. La tecnología ha venido destruyendo empleos desde la Revolución industrial de fines del siglo XVIII, pero hasta ahora los seres humanos siempre habíamos logrado crear muchas más fuentes de trabajo que los que habíamos aniquilado con la tecnología. ¿Podremos seguir creando más oportunidades de las que eliminamos? 

Las noticias nos ofrecen un ejemplo tras otro de cómo el proceso de destrucción creativa de la tecnología está logrando crear nuevas empresas, pero a costa de terminar con otras que empleaban a mucha más gente. Kodak, un ícono de la industria fotográfica que tenía 140 000 empleados, fue empujada a la bancarrota en 2012 por Instagram, una empresita de apenas 13 empleados que supo anticiparse a Kodak en la fotografía digital. Blockbuster, la cadena de tiendas de alquiler de películas que llegó a tener 60 000 empleados en todo el mundo, se había ido a la quiebra poco antes por no poder competir con Netflix, otra pequeña empresa que empezó mandando películas a domicilio con apenas 30 empleados. General Motors, que en su época de oro llegó a tener 618 000 empleados y hoy día tiene 202 000, se ve amenazada por Tesla y Google, que están desarrollando a pasos acelerados el auto que se maneja solo y que tienen respectivamente 30 000 y 55 000 empleados. ¿Les pasará a los empleados de General Motors lo que les pasó a los empleados de Kodak y Blockbuster? 

La desaparición de empleos está aumentando de forma exponencial, o sea, a pasos cada vez más acelerados. Lo vemos todos los días a nuestro alrededor. En años no muy lejanos hemos constatado la gradual extinción de los ascensoristas, las operadoras telefónicas, los barrenderos que limpiaban las calles con un rastrillo, y muchos obreros de fábricas manufactureras, que están siendo reemplazados por robots. En Estados Unidos están desapareciendo los cajeros de las casillas de cobranza de los estacionamientos y los empleados de las aerolíneas que atienden al público en los aeropuertos. En Japón, los meseros de muchos restaurantes ya están siendo reemplazados por cintas movedizas y hasta los chefs de varios restaurantes de sushi están siendo sustituidos por robots. Ahora están viendo amenazados sus trabajos no sólo los trabajadores manuales, sino también quienes realizamos tareas de cuello blanco, como los periodistas, los agentes de viajes, los vendedores de bienes raíces, los banqueros, los agentes de seguros, los contadores, los abogados y los médicos. Prácticamente no hay profesión que se salve. Todas están siendo impactadas —al menos parcialmente— por la automatización del trabajo. 

Mi propia profesión, el periodismo, está entre las más amenazadas. The Washington Post ya está publicando noticias políticas escritas por robots, y casi todos los diarios estadounidenses publican resultados deportivos y noticias bursátiles redactados por máquinas inteligentes. Los periodistas tendremos que admitir la nueva realidad y reinventarnos o nos quedaremos fuera de juego. Y lo mismo ocurrirá con prácticamente todas las demás ocupaciones. 

Hasta los propios responsables de la revolución tecnológica —figuras como el fundador de Microsoft, Bill Gates, y el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg— están admitiendo por primera vez que el desempleo causado por la tecnología, el así llamado desempleo tecnológico, podría convertirse en el gran conflicto mundial del siglo XXI. Zuckerberg ha dicho que “la tecnología y la automatización están eliminando muchos trabajos” y que “nuestra generación va a tener que lidiar con decenas de millones de empleos que van a ser reemplazados por la automatización, como los autos que se manejan solos”. Y Gates ya había admitido en 2014, cuando pocos hablaban sobre el tema, que “la tecnología, con el correr del tiempo, va a reducir la demanda de empleos, especialmente en los empleos que requieren menos habilidades... Dentro de 20 años, la demanda para varios trabajos va a ser significativamente más baja”. 

¿Que responden las grandes empresas a todo esto? La respuesta de la gran mayoría de las empresas que están automatizando sus operaciones es que —lejos de reducir empleos— están aumentando la productividad y creando nuevos trabajos para sus empleados. ¿Deberíamos creerles? ¿O nos están contando cuentos de hadas, o una media verdad que puede ser cierta en el momento en que se dijo, pero que no es sostenible en el tiempo? Y si lo que dicen no es cierto, ¿cuáles serán los trabajos que desaparecerán y cuáles los que los reemplazarán? ¿Dónde se sentirá más el impacto de la automatización en los países ricos o en los países emergentes de Asia, Europa del Este y Latinoamérica? Y lo más importante: ¿qué deberíamos hacer nosotros para prepararnos para el tsunami de automatización laboral que viene, en mayor o menor medida, en todo el mundo?



Andrés Oppenheimer. ¡Sálvese quien pueda!

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