Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de junio de 2019

JOSÉ LUIS COMELLAS. LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. A lo largo del pasado mes de mayo, aprovechando la proximidad de unas vacaciones que desde hace unas semanas vienen vislumbrándose en el horizonte -hoy ya inminente-, nuestro programa ha querido invitaros a una particular vuelta al mundo literaria muy acorde a estos cercanos días de holganza y ocio tan propicios para esta doble aventura lectora y viajera. Así, en emisiones precedentes han aparecido aquí libros con los que hemos podido vivir la dramática experiencia que sufre la Venezuela actual, explorar las vastas praderas del Lejano Oeste americano, conocer las vicisitudes del convulso siglo XX en los territorios de la Unión Soviética y, en particular, de la casi desconocida Georgia, adentrarnos en las selvas de la costa occidental de África, para, por fin, hace siete días, recorrer las salvajes tierras del interior de Australia. Como sexta y última entrega de la serie quiero presentaros hoy un libro que refleja la que podríamos denominar “quintaesencia de la aventura”, el viaje por excelencia: la vuelta al mundo en sentido literal. 

El 10 de agosto de 1519 partieron de Sevilla cinco naos, llamadas Trinidad, San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago, al mando de Fernando de Magallanes y con Juan Sebastián Elcano en la tripulación, con la inicial intención de encontrar un paso por el Oeste que permitiera acceder a las “verdaderas” Indias orientales, toda vez que el descubrimiento de Colón, casi treinta años antes, exitoso por cuanto había revelado la existencia de un nuevo continente, resultó fracasado en la búsqueda de esa deseada ruta hacia las Islas de la Especiería. La expedición no sólo lograría sus fines originarios, sino que acabaría por circunnavegar el orbe entero, tras tres años de soportar duras pruebas y dificultades sin cuento, de arrostrar infinidad de peligros y sufrimientos indecibles, en una hazaña excepcional dadas las limitaciones de los medios técnicos de la época, un gran acontecimiento histórico de consecuencias trascendentales para el desarrollo de la humanidad. 

Hace ahora cinco siglos, pues, de esa epopeya memorable, razón por la que a lo largo de este 2019 se multiplican los homenajes, las publicaciones, los congresos y las exposiciones que celebran la dramática, épica, valiente y heroica gesta. Desde Todos los libros un libro queremos sumarnos a la conmemoración proponiéndoos la lectura de un apasionante ensayo divulgativo escrito por José Luis Comellas, prestigioso historiador que en su larga trayectoria académica -nació en 1928- obtuvo el doctorado en Historia en la Universidad Complutense de Madrid e impartió clases en las Universidades de Santiago de Compostela y Sevilla, siendo en la actualidad, con más de noventa años, profesor emérito de esta última institución. Con una amplia variedad de conocimientos complementarios a su magisterio universitario, es autor de decenas de libros que giran sobre muy diversos aspectos de la Historia (es responsable de algunos tratados y manuales ya clásicos en su especialidad) pero también sobre música o meteorología. Su profunda erudición, que se abre a insólitos saberes sobre navegación, oceanografía, astronomía y climatología, junto a su innegable talento didáctico afloran en este La primera vuelta al mundo que presentó en 2012 en la madrileña editorial Rialp y que hoy os recomiendo con entusiasmo. Como lo hago también con una magnífica página web, La Ruta Elcano (https://www.rutaelcano.com/), en la que Tomás Mazón Serrano, que se presenta como un mero “aficionado” -en realidad un avezado experto- en la legendaria empresa de navegación de hace quinientos años, recoge una desbordante cantidad de información -prácticamente inagotable- sobre el episodio histórico, sus hechos relevantes, las biografías de sus protagonistas, las muchas curiosidades y anécdotas ocurridas en el periplo, los mapas y la documentación que relata la aventura. No deberíais dejar de visitarla a la vez que os adentráis en las palpitantes páginas del libro del sabio profesor Comellas. 

La obra se organiza, tras un muy revelador prólogo de cuyas ideas principales luego os hablaré, en once capítulos que siguen cronológicamente las distintas etapas de la odisea: el estado del mundo en la época y los presupuestos geográficos, técnicos, políticos y económicos que propiciaron el viaje; las semblanzas de sus principales protagonistas; los preparativos, las gestiones e incidencias previas a la partida; el paso del Atlántico; la navegación bordeando las costas de Sudamérica; el muy dificultoso pasaje por los enrevesados y caprichosos meandros del estrecho austral; la interminable travesía del mal llamado océano Pacífico; la llegada a los primeros territorios asiáticos; los tesoros de las Molucas; la muerte de Magallanes y el ascenso de Elcano a la dirección del proyecto; el nuevo y fatigoso recorrido por el Atlántico, evitando las acogedoras costas africanas para eludir la presencia portuguesa; la arribada a Sevilla mil ciento veinticinco días después (uno menos para los expedicionarios, a cuenta de la rotación terrestre); la gloria final; y una última sección presentada a modo de conclusión, en la que se mencionan algunos destacados viajes posteriores posibles solo a partir de la gesta precedente y se da cuenta de la imperecedera huella en el mundo entero -imperecedera en sentido literal: sigue viva cinco siglos después- de la inusitada y fecunda aventura. 

En el citado preámbulo el profesor Comellas desgrana las líneas maestras que guían el libro, presentando la visión general en torno a la cual giran sus páginas. Bajo la muy descriptiva rúbrica “Por qué y para qué” podemos leer la azarosa y sorprendente causa -la inspiración- de la que nace la obra a la vez que se nos anticipan el planteamiento y el tono que nos vamos a encontrar al adentrarnos en su muy sugestivo texto. 

El autor se topa -confiesa- en la abrileña Feria de Sevilla de 2011 con la recurrente presencia de una serie de motivos iconográficos que se repiten en las inmensas construcciones del recinto ferial. Para su sorpresa constata la reiterada aparición en la muy efímera arquitectura de una serie de figuras referentes a la navegación de otros tiempos, una brújula, un cuadrante, una esfera armilar, un mapamundi, una nao navegando a toda vela. Además, en la base del plinto, se podían leer unas significativas fechas: 1519-1522. La perplejidad de Comellas, debida a la extemporánea conmemoración de un centenario que sólo iba a tener lugar ocho años después, fue, sin embargo, la chispa que encendió en él la idea dedicar un libro al acontecimiento; un libro que habría de acomodarse al modelo que el profesor ya había seguido años antes en una obra sobre el descubrimiento, El Cielo de Colón. Se trataría, en suma, de añadir a las fuentes básicas constituidas por los hechos conocidos y demostrados sin ningún género de dudas por los historiadores, el cúmulo de conocimientos que aportan otras disciplinas y otros saberes en los que el autor es también, como hemos dicho, un consumado erudito: la astronomía, la cartografía, la oceanografía, la meteorología, el régimen de vientos y de corrientes, el flujo de la convergencia intertropical y su oscilación anual, las técnicas de navegación y de la determinación de rumbos válidas en la época, el cálculo de posiciones, los riesgos, a veces mortales, provocados por la conjunción de los elementos naturales, y hasta la intervención de un factor por mucho tiempo desconocido, el fenómeno de «El Niño» (ENSO), que según los estudios de los paleoclimatólogos tuvo una de sus incidencias en los años 1519-1520

Con esa posición de partida, el preámbulo nos adelanta la imposibilidad de desentrañar todos los puntos oscuros -los misterios- que aún encierra la aventura para el estudioso contemporáneo, incógnitas -enigmas, si los consideramos con énfasis literario- sobre las que Comellas aportará sus fundadas hipótesis; también conocemos, en esta sección “inaugural”, algunos de los más relevantes motivos para la admiración y el encantamiento, para el reconocimiento y el asombro, para la emoción y el entusiasmo que encerraron aquellas muchas veces dramáticas experiencias, con sus incertidumbres, sus tempestades, sus océanos interminables, sus luchas con peligros desconocidos, jalonados una y otra vez con la muerte, las pasiones humanas y los contactos con otros seres de culturas hasta entonces inimaginables. La aventura de Cristóbal Colón, nos dice el catedrático, ya había supuesto unas vivencias idénticas o muy parecidas: la fascinación y el abismo del descubrimiento, la ilusión y el simultáneo temor que conlleva el adentrarse en territorios desconocidos sin saber qué podía haber “del otro lado”. Pero su viaje fue de solo treinta y tres días en alta mar y, además, desde un punto de vista técnico, relativamente fácil, atravesando un solo océano, una misma ruta, llevadas las naves por un mismo viento, el alisio. La empresa de Magallanes y Elcano es, por el contrario, mucho más extensa y compleja (nadie sabía el tamaño del mundo), repleta de vivencias apasionantes y lances extremos y atrayentes, de una formidable potencia épica, lírica, novelística en el más noble sentido del término: abarca tres años, recorre los tres grandes océanos del mundo, y toca o contornea todos los grandes continentes: atraviesa cuatro veces el ecuador, y con el cambio de hemisferios siente o sufre todos los climas, desde los calores atosigantes hasta los fríos que atieren los cuerpos; vive los episodios más variados y desconcertantes. Une a los peligros de la naturaleza los peligros de los hombres, conoce guerras y enemistades, motines y deserciones que están a punto de malograr la expedición, incluida la muerte en combate de su director indiscutible. Deja al descubierto las virtudes y el esfuerzo de unos seres humanos, también las cobardías y las envidias de otros, pone de manifiesto las más contrapuestas pasiones de los protagonistas como pocas aventuras de la historia; y está sacudida una y otra vez por el azote continuo de la muerte. De los doscientos treinta y cinco embarcados, —o doscientos cincuenta, no lo sabemos bien— solo dieciocho supervivientes lograron coronar la hazaña de regresar al punto de partida

Y la mención a lo novelesco de la proeza permite la referencia a otro de los temas que se apuntan en este apartado preliminar: el de las siempre delicadas relaciones entre literatura e historia. El profesor Comellas reivindica su condición de historiador y avisa de que su libro encara el relato de lo sucedido sin dejarse llevar por el apasionamiento o la exaltación que la propia magnitud de los hechos puede provocar en el novelista llevándolo a exagerar, a acentuar, a intensificar o enfatizar -a deformar, en suma- la recreación de lo realmente ocurrido. Así, opta por la narración objetiva, marcada por el rigor y el respeto a lo documentado y constatado. Pero acepta también -y apuesta por ello- que la fidelidad a la realidad viva y auténtica de los hechos es compatible con el dramatismo humano y natural que de su reconstrucción puede derivarse. Historia, pues, y no ficción, aunque es un tópico redomadamente repetido que hay sucedidos históricos tan apasionantes como la mejor novela

Sentado de manera clara e indiscutible el fundamento teórico de su estudio, comienza el autor su crónica con un primer capítulo -El Momento del viaje- en el que se nos muestran los, por así decirlo, desencadenantes de la expedición, la conjunción de causas, de todo tipo, que condujeron a que en 1519 un grupo de valerosos marinos se lanzaran a un proyecto desmesurado e imposible. Ante la imposibilidad de un estudio detallado por mi parte de las demás secciones de la obra, sirva este comentario sobre este primer epígrafe para dar cuenta somera de la profundidad, la erudición y la minuciosidad que impregnan el libro entero del profesor Comellas. 

Desde el primer viaje de Colón, en 1492, hasta el de Magallanes-Elcano que ahora nos ocupa apenas transcurrieron treinta años en los cuales se multiplicaron las aventuras marinas, las expediciones geográficas y los descubrimientos: Vasco de Gama, doblando el sur de África por el cabo de Buena Esperanza y abriendo una ruta de Europa hacia el Oriente entre 1497 y 1498; las muchas exploraciones de las costas del nuevo continente, desde Canadá al estuario del Plata; el avistamiento, vislumbrado desde Panamá, de un nuevo y desconocido océano del otro lado de las tierras recién halladas; las increíbles navegaciones portuguesas que habían llevado a nuestros vecinos hasta los muy lejanos territorios asiáticos propiciando el comercio con China y la actual Indonesia... Todo ello constituía un feraz caldo de cultivo para cualquier nuevo intento de ampliar los límites del mundo. 

Por otro lado, cita Comellas como causa coadyuvante al impulso de la expedición el importante desarrollo, desde la baja edad media, de los medios de navegación, con barcos -carabelas, naos- cada vez más resistentes y capaces de enfrentarse a largas travesías, pero también más ágiles y rápidos. Resultaban igualmente fundamentales tanto el perfeccionamiento de mapas y portulanos que facilitaban la correcta ubicación -sujeta, sin embargo, a notables imprecisiones- como, sobre todo, la progresiva proliferación de invenciones técnicas y aparatos náuticos como la brújula y la rosa de los vientos que permitían una adecuada orientación y por consiguiente la deducción del rumbo con ayuda del mapa, o el astrolabio y el cuadrante y las tablas ingeniadas por los astrónomos que daban la posición exacta de las estrellas o la altura del sol cada día del año, elementos todos que propiciaban las travesías. 

Del mismo modo, las crónicas viajeras, en particular el relato de Marco Polo que, como es sabido, atravesó Asia hasta llegar a China en un recorrido de tres años a finales del siglo XIII, operaron en muchas almas inquietas como estímulo para echarse a la mar, con sus historias repletas de noticias maravillosas, de países riquísimos, de tierras de una insólita exuberancia, desbordantes de oro y metales preciosos, de perlas, especias, sedas, porcelanas y otros objetos exquisitos. Además, el sustrato mitológico que rodeaba a esas tierras -los reinos del Preste Juan, monarca cristiano supuestamente rodeado de enemigos musulmanes- despertó también el ansia conquistadora, esta vez con un motivo evangelizador. Al ser estos mundos de fábula inaccesibles por tierra a causa del dominio del imperio turco sobre las fronteras y los países del Oriente Próximo no quedaba otro remedio que encontrar un camino por el mar. 

Apunta también nuestro sabio profesor a otras causas tanto económicas como las que hoy llamaríamos geopolíticas: el progreso del cada vez más complejo Estado Moderno: el avance de las comunicaciones, la posibilidad de intercambios, la producción de bienes, y la mejora de las técnicas para obtenerlos, el comercio y las grandes ferias periódicas a que concurrían mercaderes de toda Europa, los sistemas de préstamo, de cambio y de giro exigían oro, la base de ese incipiente pero aun así indispensable sistema monetario. La imposibilidad de encontrar nuevas vetas no agotadas en Europa reclamaba la necesidad de aventurarse por vías inexploradas. 

Todo este primer capítulo está repleto de jugosas informaciones que ayudan al lector a situarse en la época y las circunstancias que desencadenaron el inicio de la aventura: las muchas intuiciones que en muy diversos ámbitos se tenían acerca de la redondez del mundo; la enloquecida carrera de viajes que disparó la aprobación en 1497 del Tratado de Tordesillas por el que España y Portugal se repartían la propiedad de los territorios por descubrir a partir de una línea imaginaria situada a 370 leguas al oeste de Cabo Verde: de ahí hacia occidente todo lo conquistado sería para España, hacia oriente para Portugal; el altísimo valor -y más aún, la necesidad- de las especias, indispensables para “esconder” el mal sabor de unos alimentos que sin medios adecuados de refrigeración se pudrían sin remedio y con prontitud; y tantas otras curiosas -y muy significativas- indicaciones. Hay también algunas sugestivas páginas en las que se nos presenta a los principales protagonistas de la expedición, con breves semblanzas de sus inquietas personalidades. 

Una vez desarrolladas estas muy enjundiosas premisas, el profesor Comellas enhebra su apasionante relato partiendo de su exhaustivo conocimiento de las fuentes que sobre la expedición se conservan, en especial las originarias, escritas por quienes participaron en el viaje. Son dos las más destacadas, la “Relación” o el Primer Viaje en Torno del Globo, de Antonio Pigafetta, un hombre culto y curioso, con notable don de lenguas e interesado por todo lo que ve -gentes y lugares, flora y fauna, costumbres, cultura y formas de vida-, aunque dado a la exageración (un impulso que el autor del libro “reconducirá” con sus atinadas glosas, más sólidas y realistas), y el Derrotero del viage de Fernando de Magallanes en demanda del Estrecho. Desde el parage del Cabo de San Agustín, escrito por el piloto Francisco Albo, plagado de silencios y omisiones, lacónico en su estilo y escaso en sus detalles, pero interesante por cuanto permite complementar el anterior con datos más ajustados a lo que realmente pudo ocurrir. Se citan también en el libro otros documentos reveladores, como una carta de Elcano a Carlos V dándole cuenta, tras su arribada a Sanlúcar, de las circunstancias de su periplo u otras cartas y documentos de interés. 

Apuntado así el detallado y minucioso modus operandi del autor -¡¡y eso que tan sólo he dado cuenta del capítulo dedicado a los presupuestos sociales, geográficos, económicos, políticos y culturales del viaje, cuarenta escasas páginas de las más de doscientas del libro!!-, parece evidente, como ya he señalado, que resulta de todo punto imposible comentar aquí con siquiera un mínimo detalle la ingente cantidad de informaciones, datos, anécdotas, curiosidades, detalles, digresiones, circunstancias, vicisitudes, sucesos, gestiones, enfrentamientos, alternativas, hipótesis, incidencias, discusiones, enfermedades, penalidades, muertes, azares, dilemas, hallazgos, esperanzas y emociones de una historia como la que vivieron los casi doscientos cincuenta arriesgados marinos que partieron de Sevilla, Guadalquivir abajo, el 10 de agosto de 1519, para echarse a la mar definitivamente en Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de ese mismo año (¿Por qué la expedición se detuvo en Sanlúcar durante un mes? He aquí el primer misterio del viaje, interviene el autor), en el inicio de su gloriosa y arriesgada proeza. Baste decir, pues, a modo de un, después de todo, no muy sintético resumen, que los capítulos se suceden en el libro y con ellos las peripecias, a cual más asombrosa, llevado siempre el lector por la ágil narración y el muy documentado relato del profesor Comellas. Un lector que conocerá así, curioso, el pormenorizado elenco de los participantes, con una importante presencia de marinos extranjeros; que se asombrará con la exhaustiva lista de pertrechos con los que se cargan los buques (235 toneles de vino, 21.000 libras de galleta, 112 arrobas de queso, siete vacas, entre una muy larga lista de artículos); que tendrá noticia, admirado, del increíble “aparataje” técnico y el vasto instrumental de navegación del que se dotaron los expedicionarios; que sonreirá -en un gesto hoy políticamente incorrecto- ante la enumeración de baratijas (cuentas de vidrio, peines, espejos, tijeras, en una muestra somera) con las que cerrar los prósperos negocios que se preveían frente a la despreocupada inocencia de los “aborígenes”; que se estremecerá ante las estrictas instrucciones y los severos códigos de conducta impuestos por la férrea autoridad de Magallanes a sus subordinados; que acompañará a los viajeros en su plácida primera etapa, atravesando el atlántico Mar de las Yeguas (en el que los animales solían marearse y causar problemas), con breve parada en Tenerife; que asistirá perplejo al sorprendente y errático comportamiento de Magallanes (otro de los misterios irresueltos del viaje), cuando en lugar de dirigirse directamente hacia América pone rumbo al sur bordeando las costas africanas para, solo a la altura de Guinea, tomar la dirección oeste hacia un subcontinente americano al que llegará la expedición tras dos meses y medio de viaje; que presenciará, extrañado, el primer enfrentamiento entre el muy autoritario capitán general y otro de los directores de la empresa, Juan de Cartagena, a propósito de un “salve” en el que se omitió el tratamiento debido al superior, episodio que se cerrará con el segundo de a bordo detenido con un cepo en los pies y grilletes en las manos; que se recreará en las sosegadas y paradisiacas aguas de Guanabara, que recalará en un extraño Mar Dulce, que avistará desde las naves el pequeño Monte Vidi, lugares que hoy conocemos como Río de Janeiro, Río de la Plata y Montevideo, respectivamente; que se desesperará, ilusionado y confundido, ante los vanos intentos de los viajeros (en algún caso, tras un error inconcebible de Magallanes) de encontrar, a cada nuevo entrante en la costa de lo que en la actualidad es Argentina, un estrecho o paso que se abriera al otro océano; que se recogerá con los expedicionarios, durante un largo período de ciento cuarenta y ocho días, en una inexplicable parálisis fruto también de la decisión -difícil de entender- de Magallanes, en el puerto de San Julián, un lugar que nunca nadie había hollado hasta entonces, en una estancia que acrecentará el descontento de los hombres; que se sobrecogerá ante la inopinada aparición, procedente de las tierras del interior de la bahía, de un hombre de estatura gigantesca, y días después de algunos más, todos “indios patagones”, uno de los cuales será apresado y los acompañará en el resto de la travesía; que conocerá, espantado, el intento de sublevación contra la despótica autoridad del portugués de un gran número de oficiales españoles, revuelta que acabará con alguna cabeza cortada y con el destierro y abandono en una isla perdida de los rebeldes más conspicuos; que sufrirá con los aventureros el naufragio de la nao Santiago, que dejó tan sólo dos supervivientes; que volverá a inquietarse tras una nueva recalada, ahora de cincuenta y tres días, en un puerto más al sur, el de Santa Cruz, cumpliendo allí catorce meses de infecunda travesía, de los cuales siete se habían perdido agazapados en aquel rincón del mundo; que se adentrará por fin, simultáneamente temeroso y fascinado por el muy dificultoso pasaje, por los enrevesados y caprichosos meandros del estrecho austral, un demoníaco laberinto -¡¡¡565 kilómetros de longitud!!!- hecho de bahías y canales, de angostas aberturas y tortuosos corredores, una peripecia fatigosa e interminable que se resolverá en la pérdida de otra nave, la San Antonio, que desertará volviendo a España; que observará con interés y temor, con curiosidad e inquietud, las hogueras que brillaban desde tierra, con las que los nativos se calentaban y en las que asaban sus alimentos cuatrocientos años antes de que los occidentales aprendieran a utilizar el carbón de piedra, sucesos que dieron nombre a la región, la Tierra del Fuego; que compartirá el júbilo y las esperanzas de los arriscados marinos al adentrarse en el desconocido océano nunca surcado tras encontrar por fin un paso (no el más cómodo; el del cabo de Hornos, más al sur, sólo será “descubierto” años después, en 1525); que se sorprenderá con los protagonistas de la hazaña al contemplar un cielo ignoto, poblado de estrellas, constelaciones y galaxias inéditas en el hemisferio norte y del que dará cuenta, entusiasmado, el cronista Pigafetta; que soportará con los exploradores la angustiosa travesía de ese Pacífico recién bautizado de dimensiones ni siquiera imaginadas (pienso que nadie más se atreverá nunca a cruzar este Océano, en palabras del propio Pigafetta), en una insufrible sucesión de padecimientos, hambre y sed, penuria, enfermedades y muertes, causados en su mayor parte por la imprevisión, la falta de avituallamiento y las deficiencias alimentarias consiguientes; que compartirá con los expedicionarios en su penoso periplo oceánico la esperanza tras el avistamiento de unas nubes indicadoras de tierra, de un promontorio isleño engañoso, con su falsa promesa de refugio acogedor entre abruptos farallones inaccesibles; que, una vez más, no podrá entender el insólito rumbo impuesto por Magallanes, en una extraña derrota hacia el norte que alejaba a las naves de las deseadas islas Molucas; que se maravillará al conocer la deslumbrante hipótesis del autor sobre la influencia de la corriente de El Niño en el éxito final de la travesía oceánica (lo esencial de cuyo planteamiento puede apreciarse en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña); que respirará aliviado cuando, año y medio después de su partida, logren tomar tierra en la actual isla de Guam, entonces llamada por los aventureros Isla de los Ladrones, a causa de la desgraciada experiencia vivida con los lugareños; que sufrirá lo indecible al contemplar cómo, en los diez meses que transcurrirán entre la llegada a ese primer territorio asiático y la arribada al inicial objetivo de la empresa, las moluqueñas islas de la Especiería, la expedición deambulará errática, como desorientada, rodeada de tragedias y divisiones, dando idas y vueltas por ese lejano rincón del mundo, en una sucesión de decisiones desconcertantes, recaladas en diversas islas, riquezas ingentes al alcance de la mano, negociaciones amistosas y sangrientos enfrentamientos con unos indígenas que se revelan tanto amistosos como hostiles, batallas, revueltas, daños en las naves con sus consiguientes paradas para las reparaciones, la quema de la Concepción al no poder gobernar tres barcos los apenas ciento veinte hombres que quedan, numerosas pérdidas humanas -la sustancial, la del propio Magallanes, que morirá alanceado mientras defiende la retirada de sus hombres en la playa de Mactán, en Filipinas-, disensiones internas y cambios en la jerarquía del viaje, con el “ascenso” de Elcano, que tomará el mando de la exploración tras un breve “interregno” de un desconcertado López Carvalho; que participará, cómodamente sentado en su sillón de lectura favorito, de las muchas vicisitudes vividas por los expedicionarios tras su llegada a las Molucas y la avariciosa contemplación de unos tesoros -sobre todo la desbordante abundancia de árboles de clavo- que los harían ricos el resto de sus vidas; que volverá a tener su alma en vilo ante el intento frustrado de la nao Trinidad de zarpar con sus bodegas repletas de un excesivo cargamento de la codiciada especie, lo que la hará regresar a puerto para ser reparada y, ante la imposibilidad de continuar viaje, intentar volver a España, un “tornaviaje” en el que se hundiría en las islas Marianas, apresados sus escasos supervivientes -y fallecidos después salvo apenas tres excepciones- por los portugueses; que reanudará la travesía, partiendo con la Victoria, ya en solitario, portando su cargamento de clavo, canela, pimienta y nuez moscada, entre otras mercancías, a través de mares desconocidos, obligado Elcano a rehuir las costas del Índico sur para esquivar así las rutas frecuentadas por los portugueses, en un insólito recorrido de veintitantos mil kilómetros sin tocar tierra; que avanzará en los secretos de la aventura a partir de las atinadas hipótesis de Comellas, toda vez que Pigafetta dedica pocas -y demasiado imaginativas- páginas de su crónica a esta fase del viaje, y Francisco Albo, buen piloto pero parco en sus descripciones, dejará en su narración muchos espacios en blanco; que perseverará con los esforzados supervivientes -una nao maltrecha y menos de cuarenta hombres, hambrientos y agotados que sufrirían nuevas bajas por el camino-, tras voltear al cabo de Buena Esperanza, en una navegación que se alejaba de las riberas del África occidental (de nuevo el temor a encontrarse con los competidores lusos), en un periplo lento y extenuante, cincuenta y tres días de frío y hambre, de amenazantes vías de agua, de un inexorable goteo de constantes fallecimientos; que arribará con los desesperados marinos a las islas de Cabo Verde, en las que, pese a ocultar la verdadera naturaleza de su viaje, despiertan las sospechas de las autoridades portuguesas, lo que les llevará a zarpar de nuevo dejando a parte de los tripulantes en tierra; que se encaminará en su etapa definitiva que tras atravesar las Azores y, en su huida, alcanzar la altura de Finisterre, los hará descender para arribar, el 8 de septiembre de 1522, a Sanlúcar de Barrameda. 

A estas alturas del relato, al lector ya sólo le queda disfrutar con la alegría del recibimiento; comprobar con los sorprendidos viajeros que al viajar siempre hacia el oeste habían “perdido” un día; valorar los logros -geográficos, históricos, económicos, científicos, culturales y hasta filosóficos- que aportó la expedición; conocer la relación minuciosa de los únicos dieciocho marinos “transnacionales” -españoles, portugueses, franceses, italianos, griegos, un alemán- que lograron finalizar la aventura; identificar también a otros participantes que habían ido quedando en etapas previas del periplo y que acabarían también, meses más tarde, por integrar la nómina de quienes dieron la primera vuelta al mundo; informarse de las rentas, compensaciones y prebendas, de las celebraciones y los homenajes, también de los procesos judiciales a cuenta de los episodios oscuros del viaje, que hubieron de recibir y experimentar los valientes héroes; y de conocer, en un capítulo postrero, algunos destacados viajes posteriores, posibles solo tras la heroica proeza de Magallanes y Elcano, y valorar, como lo hace el profesor Comellas en sus últimas palabras del libro, la importante presencia de España en el mundo, todavía hoy viva en los cinco continentes, a partir de los descubrimientos geográficos del ese muy fecundo siglo XVI. 

En fin, leed este La primera vuelta al mundo de José Luis Comellas, os aseguro muchas horas de interesante y placentera experiencia. Os dejo ahora con música, cómo no, de la época de la hazaña relatada en el libro. “Nuestro” Juan del Enzina, nacido en 1468 y muerto en 1529 compuso Todos los bienes del mundo, una obra bellísima que ahora podéis escuchar en la versión de Jordi Savall con la Capella Reial de Catalunya y el conjunto Hespèrion XXI. 


Todos los bienes del mundo

Todos los bienes del mundo 
pasan presto y su memoria, 
salvo la fama y la gloria. 

El tiempo lleva los unos, 
a otros fortuna y suerte, y al cabo 
viene la muerte, 
que no nos dexa ningunos. 

Todos son bienes fortunos 
y de muy poca memoria, 
salvo la fama y la gloria. 

La fama bive segura 
aunque se muera su dueño; 
los otros bienes son sueño 
y una cierta sepoltura. 

La mejor y más ventura 
pasa presto y su memoria, 
salvo la fama y la gloria. 

Procuremos buena fama, 
que jamás nunca se pierde, 
árbol que siempre está verde 
y con el fruto en la rama. 

Todo bien que bien se llama 
pasa presto y su memoria, 
salvo la fama y la gloria. 


Las travesuras de El Niño 

Es preciso volver a la denominación del nuevo «mar» para tratar de entender algunas cosas. Estamos todos de acuerdo, y ya lo hemos dicho: el mayor océano del mundo no merece el título de mar, ni tampoco los nombres que se le pusieron al principio, porque no está al sur del mundo, ni es pacífico. Tampoco podemos criticar a los bautistas porque tuvieron razones objetivas, bien que coyunturales, para llamarlos con los nombres que le dieron: Balboa vio el gran mar tendido hacia el sur, y Magallanes lo atravesó con vientos apacibles. Este último hecho es bien extraño, aunque obedezca a una momentánea realidad histórica. Es una casualidad que Magallanes no se haya tropezado con grandes tormentas en el tramo final del Estrecho, donde son enormemente frecuentes; ni una tempestad del Oeste en el largo trayecto frente a la costa austral de Chile, cuando allí lo normal es que las tempestades lleguen una y otra vez del lado del mar; fue otra casualidad que la corriente de Humboldt le haya llevado tan tempranamente hacia el centro del océano, en lugar de empujarle hacia Perú o las Galápagos, pero así ocurrió. También fue una casualidad que al atravesar la línea equinoccial no se haya eternizado en las calmas ecuatoriales, pero no se encontró con las calmas. Fue una casualidad que el desplazamiento de la línea de convergencia intertropical no le haya sorprendido con lluvias y tormentas eléctricas, pero la verdad es que no ocurrió así. Como también es una casualidad que el error difícilmente explicable de pasarse al hemisferio norte le haya premiado con unos alisios más intensos que los del sur, que le permitieron navegar a casi doble velocidad que en el otro hemisferio. Cualquiera de estas casualidades es perfectamente posible. Pero que se hayan registrado todas ellas a la vez resulta sorprendentemente inverosímil. La coincidencia nos obliga a buscar una explicación, que aunque tal vez esté de momento insuficientemente estudiada, y parezca en ocasiones un poco tomada por los pelos, podría contribuir a explicarnos las cosas. 

Scott Fitzpatrick es un arqueólogo e historiador norteamericano, experto en el estudio de grandes viajes históricos; para el caso de Magallanes se valió de la colaboración de Richard Callaghan, de la universidad de Calgary, experto en modelos informáticos. Entre los dos publicaron un artículo en la revista Science, en 2006, y lo ampliaron en 2008 en el «Journal of Pacific History». El trabajo se titula Magellan’s crossing of the Pacific y es un artículo no muy extenso, basado en fuentes ya conocidas, cuyo único pero nada despreciable mérito es haber determinado mediante simulaciones por ordenador que el viaje de Magallanes por el Pacífico, al menos desde enero hasta marzo de 1521, estuvo condicionado, ¡y más favorecido que perjudicado!, por el fenómeno de «El Niño». Quizá no todas las explicaciones son por un igual convincentes, pero en sus términos generales la tesis de Fitzpatrick-Callaghan es digna de tenerse en cuenta. 


José Luis Comellas. La primera vuelta al mundo

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