GREGORIO LURI. LA ESCUELA NO ES UN PARQUE DE ATRACCIONES
Buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el modesto reducto de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Esta tarde, tras las muy “ecológicas” emisiones de las semanas precedentes, quiero proponeros un libro que más allá de su interés, que sin duda lo tiene, resulta apreciable pues induce en el lector la reflexión sobre infinidad de sugerentes temas relacionados con la educación, uno de los asuntos clave, a mi juicio, del devenir del mundo en las próximas décadas. La propuesta resulta especialmente oportuna en estos días en los que acaban de comenzar las clases en los diferentes niveles educativos, en nuestra universidad y también en secundaria, un inicio de curso condicionado, como lo fue el final del pasado, por los efectos sobre la enseñanza de la pandemia del coronavirus, un fenómeno que al margen de su triste y dolorosa repercusión sanitaria parece haber “convulsionado” y obligado a reconsiderar las estructuras sobre las que se construían hasta ahora aspectos determinantes de nuestra vida como el trabajo, los viajes, el turismo, el comercio, las relaciones personales y, por supuesto, la enseñanza.
La escuela no es un parque de atracciones es el por ahora último título de un escritor bastante prolífico, Gregorio Luri, que lo ha dado a la luz en marzo de este mismo año en el seno de la editorial Ariel, bajo un subtítulo muy revelador, Una defensa del conocimiento poderoso, toda una declaración de principios. He de advertir, como lo hace el autor, que su análisis se centra, de manera primordial, en la enseñanza obligatoria, pero gran parte de las cuestiones que plantea pueden extrapolarse, con las debidas puntualizaciones, a otros niveles educativos.
Gregorio Luri, un nombre bien conocido en el mundo del pensamiento pedagógico, presente, de manera combativa aunque ilustrada (un aparente oxímoron en un ámbito en el que proliferan exacerbados y vociferantes “opinadores” sin poso intelectual alguno), en cuanto debate sobre educación ha surgido en la última década en nuestro país, es maestro de profesión, aunque su carrera académica cuenta con una licenciatura en Ciencias de la Educación y un doctorado en Filosofía en la Universidad de Barcelona, titulaciones ambas en las que obtuvo sendos Premios extraordinarios. Ha escrito libros de filosofía e historia, y en su currículo destaca una interesante, controvertida y a veces hasta polémica serie de publicaciones sobre temas de educación, un mundo que conoce bien pues además de ejercer como maestro fue profesor de secundaria y también de la Universidad de Barcelona. Algunos de sus títulos más destacados en este dominio son La escuela contra el mundo, El valor del esfuerzo o Mejor educados, editados, casi todos, en Ariel.
La primera razón por la que merece la pena leer La escuela no es un parque de atracciones es porque, al margen de la posición teórica -casi me atrevería a decir ideológica, aunque el término está muy contaminado en el universo educativo, como luego veremos- que sustenta en él su autor, discutible, obviamente, en algunos de sus postulados, su planteamiento está sólidamente argumentado y respaldado por una consistente y copiosa bibliografía que ocupa las veinticinco páginas de notas que se incorporan al final del libro. En otras reseñas de textos sobre educación que he presentado en estos años he criticado el hecho de que, con frecuencia, la toma de posición en el debate educativo, a menudo furibunda y agresiva, se haga sin fundamento académico y científico alguno, y el que algunos autores, críticos como lo es Luri con la “ideología dominante” en educación -la de la innovación como dogma, la tecnología como panacea, y la “nueva pedagogía” como leitmotiv-, esgriman sus objeciones (que yo no pocas veces comparto) sin más apoyo que el de su propia experiencia y sus particulares opiniones, obviamente respetables en sí mismas como reflejo de una singular subjetividad, pero pobres si se pretende levantar principios de validez universal sobre tan endeble base. Nada de esto hay en las tesis de Gregorio Luri y sí, por el contrario, un soporte sólido apoyado en ideas, análisis, juicios, experiencias y modelos de consolidada trayectoria doctrinal (lo que no quiere decir, insisto, que ellas constituyan la irrebatible “verdad” sobre tan, a lo que parece, evanescente asunto, la educación). Su consistencia intelectual, no obstante, no le impide incurrir en un desliz menor pero que a mí me resulta lamentablemente significativo, Luri utiliza más de una vez en su texto el neologismo “viejuno” (aprendizaje viejuno, profesores viejunos), tan absurdamente de moda a partir de su “invención” por algunos destacados miembros del humor manchego. Que en un libro de estas características, un ensayo divulgativo en el que se quiere defender y reivindicar, de manera asequible pero con pretensiones más o menos “científicas”, un determinado modelo de educación, se incurra en una “ligereza” de este calibre (aunque sea en tono irónico), una insólita concesión a la jerga televisiva (y por tanto popular y callejera; y uso aquí ambos términos con connotaciones negativas), rebaja, desde mi punto de vista, la fiabilidad de la propuesta entera (si exagero un poco).
Y es que La escuela no es un parque de atracciones no puede dejar de ser, como casi cualquier libro, artículo, opinión o planteamiento que se refiera en España a la educación, una obra controvertida. En nuestro país, sobre todo en los últimos treinta años, el mundo de la enseñanza -incluso en su dimensión académica; sobre todo en su dimensión académica- está fuertemente ideologizado. El “gran debate educativo”, ese constructo quimérico al que se refieren de continuo políticos y periodistas, profesores e intelectuales, es un imposible ontológico, dada la radicalización de los argumentos enfrentados y lo irreductible de las diversas posiciones sustentadas. A este respecto, resulta muy útil y clarificadora la Cronología de las ideas pedagógicas que incorpora Luri al término de su ensayo, en la que se recogen las distintas tesis, leyes y experiencias relevantes surgidas en el dominio de la pedagogía dese 1806 hasta nuestros días, en una muestra muy elocuente de la heteróclita proliferación de enfoques contradictorios, programas valiosos y ocurrencias disparatadas en que ha consistido la fundamentación teórica de los muchos, cambiantes y en ocasiones delirantes planes educativos que se han ido sucediendo en España y de los que son reflejo las numerosas -y efímeras- leyes de educación con las que los políticos iluminados -valga el pleonasmo- ansían dejar su imperecedera huella -cada diez años, más o menos- en nuestra sociedad. Solo desde la Transición se han sucedido (algunas prácticamente nonatas) la LOECE, LODE, la LOGSE, la LOPEG, la LOCE, la LOE, la LOMCE y ahora, a la vuelta de la esquina, nos espera la LOMLOE, gestada en plena pandemia, en un cóctel de siglas solo equiparable en su confusión al caos pedagógico y organizativo que conlleva.
Por resumir brevemente, antes de entrar a comentar la visión de los hechos que defiende Gregorio Luri, los dos grandes ejes, las dos grandes líneas de pensamiento en el discurrir sobre el hecho educativo en el mundo entero y, en particular, en los claustros de profesores y en los departamentos universitarios de nuestro país, podríamos hablar de una corriente conservadora y otra progresista, en una dicotomía forzosamente reduccionista y errónea ya desde su denominación, sesgada por cuanto supone, por desgracia, una toma de posición apriorística sobre el objeto del debate. De ambas, la tendencia “de izquierdas” (causa sonrojo escribir esto: ¿hay una pedagogía de izquierdas y otra de derechas?, ¿no cabe una cierta “objetividad” o consenso imparcial, un acuerdo ecuánime, una visión desapasionada y neutral sobre la educación que necesitamos en el siglo XXI?, ¿hasta tal punto la ideología condiciona nuestra percepción de la realidad?, ¿caeremos -caemos- como en la Alemania nazi en el disparate de una “Física aria”?... en fin…), sostendría que en un mundo cambiante y complejo, incierto e imprevisible, volátil y ambiguo como se nos presenta el del siglo XXI, seguir manteniendo prácticas de enseñanza que pueden retrotraerse a Fray Luis de León y su “decíamos ayer” -el dictado, la clase magistral, la escucha pasiva, la repetición memorística, los exámenes, el tedio- resulta un anacronismo culpable pues imposibilita el adecuado desarrollo de la personalidad de los jóvenes y su correcta incorporación a un mercado de trabajo que los excluirá irremisiblemente al no estar dotados de las habilidades y destrezas -trabajo en equipo, resiliencia, inteligencia emocional, creatividad, etc.- que nuestra sociedad y nuestro universo laboral hoy reclaman. Asociados a esta facción “progresista”, y como corolario del antedicho enfoque de partida, aparecen los principales “mantras” que hoy “colonizan” los centros educativos: innovación, énfasis en el aprendizaje y no tanto en la enseñanza, el profesor como guía y facilitador, proscripción de la memoria, subordinación de los contenidos a las competencias, eliminación de las asignaturas, defensa a ultranza de las “nuevas” metodologías (aprendizaje basado en proyectos, clases invertidas, gamificación…), papel central de la tecnología en el aula, flexibilización de los espacios y los tiempos escolares, apuesta por la diversión, el bienestar y la felicidad del alumno, por su soberana libertad, y consiguiente rechazo a la autoridad, la exigencia, el rigor, la “represión” que lleva consigo la escuela tradicional (viejuna, como la calificaría, con socarronería, Luri). Como es obvio, todas estas opciones puramente “técnicas” (soluciones prácticas a estrictos problemas cotidianos de la profesión docente, de índole similar a los que se les plantearían, por ejemplo, a los médicos acerca del mejor modo de llevar a cabo una operación… sin absurdas disquisiciones entre bisturíes de izquierdas o de derechas) se presentan como emblema universal de una determinada interpretación avanzada y moderna de la historia, de una verdad irrefutable que explicaría nuestra posición en el mundo: quien defiende una alternativa democrática, feminista, justa, ecologista, igualitaria, equitativa, comprometida, “rebelde”, y, en definitiva, progresista de la realidad -¿cómo negarse a tal elenco de bondades políticamente correctas?- no puede dejar de “posicionarse” en el lado que, de partida, se define como “ortodoxo”. Lo dicho, la Física aria, la Cirugía de izquierdas, la Filología democrática, la Arquitectura LGTBI, la Gastronomía de progreso. En muchos casos, y hablo desde la trinchera de mis clases en secundaria, enfrentarse a esta que hoy es, sin duda, la ideología preponderante en los centros (otra cosa, bien distinta, son las prácticas cotidianas), sostener que el profesor experto que sabe mucho y es capaz de transmitir aquello que sabe con entusiasmo y pasión sigue siendo una de las más formidables “armas” para el aprendizaje es exponerse al irremisible descrédito profesional.
Por el contrario, los ciegos defensores -pues de ceguera hablamos, en uno y otro bando, desde mi punto de vista- de la pedagogía conservadora (“de derechas”) enfatizan la importancia del saber, la memoria y los contenidos, abogan por la enseñanza exigente, valoran el esfuerzo y la disciplina, sostienen la relevancia fundamental del papel del profesor y reivindican su autoridad, relativizan la presencia de los artefactos tecnológicos en las clases, apoyan los exámenes y las evaluaciones, aborrecen la evidente rebaja del nivel educativo de los alumnos en aras de una nunca conseguida igualdad, defienden la profundidad y el rigor, el estudio y la laboriosidad en contra de la superficialidad y la ligereza, de la facilidad y el juego que la “nueva pedagogía” ha instaurado en las aulas. Y lo hacen -he aquí una de las grandes paradojas del asunto- por idénticos bienintencionados motivos que los que esgrimen las “huestes” contrarias para sostener su discurso antitético: con la escuela convertida en la apoteosis de lo lúdico (un parque de atracciones) y la depreciación de los conocimientos que conlleva, nuestros estudiantes no podrán crecer plenamente como personas y se verán indignamente explotados -o peor aún, inevitablemente preteridos- en un mercado laboral que contrariamente a los lemas de facilidad y placer que les han inculcado en la escuela sigue rigiéndose por principios de trabajo y esfuerzo, compromiso y diligencia, dedicación y empeño, exigencia y dificultad. Además, y en un efecto también simétrico con la posición enfrentada, desde este enclave ideológico se cree estar en posesión de la verdad indiscutible: la libertad, la justicia, la igualdad, la verdadera democracia, son valores que solo encarnarían quienes consideran que los problemas de la escuela deben resolverse de acuerdo a esos determinados parámetros -precisamente los que se sostienen desde la propia perspectiva-, mientras que quienes defienden tesis contrarias serían pedagogos indocumentados, iluminados sin fundamento, ignaros perpetradores de ocurrencias sin respaldo científico, irresponsables entregados a experimentar disparates usando a los niños como cobayas y, en definitiva, anacrónicos izquierdistas de salón, intelectualmente endebles, deseosos de perpetuar sus provechosas sinecuras subidos a la ola de la innovación subvencionada con cargo al Estado.
Y lo más sorprendente de esta radicalizada división de posturas con respecto a la enseñanza es que, en cada caso, los argumentos propios se defienden con una en apariencia solvente fundamentación científica (excluyo, claro está, como ya he comentado, las manifestaciones meramente viscerales del debate, aquellas en que se “levantan” principios universales a partir de muy parciales y limitadas experiencias personales, sin análisis ni lecturas ni peso intelectual alguno, en un fenómeno equivalente -la ofuscación acrítica, la vacua repetición de los insulsos lemas de la propia bandería, el desprecio a la razón, el obtuso sostenimiento de los argumentos propios y la correlativa falta de consideración de los ajenos- al que con desgraciada profusión contemplamos de continuo en las sesgadas tribunas periodísticas, en las vociferantes tertulias televisivas y, lo que es más lamentable, en los cada vez más inconsistentes y cerriles escaños parlamentarios), de tal manera que leyendo la bibliografía aportada por el autor del libro al que nos acerquemos en cada caso sabremos de antemano cuáles son las “indiscutibles” verdades científicas en las que se basa y podremos adelantar también la “fragilidad” teórica de las propuestas que se le oponen.
Gregorio Luri es bien consciente de este pernicioso fenómeno (La ideología tiene en educación más peso que el soporte empírico de las diferentes metodologías, escribe) e intenta superarlo con, como ya he señalado, una argumentación fundamentada e intelectualmente robusta. No lo logra, sin embargo, de manera completa, a mi juicio, pues pese a que es capaz -a diferencia de tantos otros notorios, populares y viscerales combatientes en pro de la escuela “clásica” (Moreno Castillo, Alberto Royo, entre otros de menor fuste)- de entender y hasta, en ocasiones, compartir, los postulados que se le enfrentan, no deja de incurrir en algunos de los más burdos tics recurrentes en este debate. Y no solo porque desde el título mismo de la obra ya está predeterminando su posición -recuérdese: la escuela no es un parque de atracciones-, lo cual resulta obviamente legítimo y hasta necesario, sino porque a lo largo del texto hay más de una alusión despectiva y descalificatoria a los estudios, las investigaciones, las ideas y los razonamientos de quienes sostienen tesis opuestas. Así, se nos habla, algo caricaturescamente, de grupos de padres de izquierda que revientan las reuniones en los centros en que se defiende la disciplina estricta y el alto rendimiento de los alumnos; hay constantes referencias, sesgadas ya desde su misma formulación (la adjetivación es, en Luri, muy elocuente), a los modernos pedagogos despectivos con el conocimiento, a los clarividentes críticos educativos de la escolarización; y es igualmente ostensible el subrayado irónico de las propuestas más disparatadas de los neopedagogos, de los nuevos visionarios y gurús educativos, etc.
En mi opinión, si ambas partes contendientes defienden de un modo tan apasionado y categórico la verdad de las bases científicas sobre las que construyen sus tesis, y si la necesaria humildad de pensamiento del observador interesado (en este caso -el mío- también actor, pues conozco de primera mano la realidad de la que se me habla) debe llevar al respeto y la valoración de las trayectorias académicas e intelectuales de quienes de un modo tan fervoroso las sostienen, el corolario natural ha de ser, sin duda, la forzosa relativización de las posturas taxativas y excluyentes y la aceptación de que, necesariamente, ambas lecturas de la realidad escolar tienen parte de razón y explican de modo pertinente diversos aspectos de la compleja enseñanza en el siglo XXI; por lo que lo inteligente, a mi juicio, es sostener una visión integradora que recoja, incorpore y opere con “lo mejor de ambos mundos”.
Gregorio Luri está muy cerca de esa posición pues acepta -como no puede ser de otra manera- que el mundo cambia de un modo progresivamente acelerado y que vivimos en una realidad tecnológica que ha revolucionado los modos de trabajar, producir, viajar, comerciar, relacionarnos, amar, comunicarnos y, claro está, educarnos. Nuestra situación histórica -resume- es la del capitalismo cognitivo. Es decir, una situación en la que el conocimiento valioso es el capital más preciado. La escuela debe ser, por ello, sensible a esa sociedad del conocimiento, por lo que no cabe un anclaje férreo en postulados anacrónicos, en la defensa acrítica (sostenella y no enmendalla) de una tediosa, pasiva y rígida y absurdamente memorística lección magistral (que en esos términos pocos profesores mantienen en la actualidad, todo sea dicho). Muy al contrario, Luri afirma sin reparo la necesidad de variar las estrategias de aprendizaje en el aula, defiende la importancia de desarrollar la inteligencia y alerta del riesgo de tomarse a broma las STEM (el acrónimo con que se designan las materias vinculadas a las Ciencias, la Tecnología, la Ingeniería y las Matemáticas, por sus siglas en inglés). Pero el reconocimiento, aceptado, de que el escenario en que se desenvuelve la educación sea hoy muy distinto al de hace solo unas décadas, no lleva al autor a lanzarse a los brazos de quienes, con, a su juicio, inconsistencia teórica y endeblez intelectual, sostienen la escuela de las buenas intenciones, esa escuela de las innovaciones disruptivas, de la creatividad y de la revolución educativa, del aprender a aprender y de la resolución de problemas, de las inteligencias múltiples, del pensamiento crítico y de la incontinencia emocional, que cree que hay que llenar el corazón en vez de la cabeza.
En este sentido, La escuela no es un parque de atracciones presenta otro de sus fuertes motivos de interés en el implacable análisis que incluye de los principales dogmas de esa pedagogía “moderna” que hoy prolifera en los centros de enseñanza de nuestro país. No hay tiempo aquí para desmenuzar las argumentaciones que desvelan las falacias científicas con las que se da pábulo a los peligrosos experimentos pedagógicos que con culpable inconsciencia se ponen en práctica actualmente en las aulas de secundaria, aunque sí merece la pena una somera enumeración de los principales mitos que, carentes de toda evidencia que los sostenga, impregnan el pensamiento de gran parte del profesorado y subyacen a los planteamientos de las instituciones y autoridades educativas, empezando por una Ministra de Educación a la que en el libro no se ahorran críticas. A este respecto, Gregorio Luri no deja títere con cabeza: en su diatriba comparecen -para ser convenientemente demolidas- ideas como la importancia del “desaprender”, la irrelevancia de los contenidos, la educación como juego, la anatemización del aburrimiento, el descrédito de la palabra, el papel subordinado del profesor, lo relevante de las emociones, la atención a las inteligencias múltiples, la obligatoriedad de la innovación, el respeto a la “naturaleza” del niño, el carácter frustrante de los deberes, la innecesariedad de exámenes y evaluaciones y tantas otras. Y lo mismo ocurre con la mayor parte de los “nuevos paradigmas” de la educación que, bajo la aguda lupa del autor se revelan huecos y engañosos: Los niños tienen que desarrollar competencias para la vida; en la era de las inteligencias múltiples no tiene sentido examinar, “medir” y evaluar los conocimientos; memorizar es un anacronismo; la escuela debe enseñar a controlar las emociones; la enseñanza no puede ir asociada al esfuerzo, el dolor y el sufrimiento, al malestar o el tedio, ha de ser, por el contrario, fuente de placer; la distribución del espacio del aula, la rígida división en asignaturas, la inflexible ordenación de los tiempos escolares son antipedagógicos; una escuela moderna debe sustituir los libros de texto por pantallas; en el siglo XXI es el alumno el que debe construir su propio conocimiento, adaptado a sus intereses y motivaciones, a su particular “estilo de aprendizaje”; la enseñanza tradicional estresa a los estudiantes; no importan los contenidos, lo relevante es que el alumno tenga pensamiento crítico; en una realidad en la que toda la información está en Google sobra el profesor tradicional transmisor de contenidos...
Pero, más allá de esta vertiente crítica -ciertamente demoledora-, hay en La escuela no es un parque de atracciones una dimensión propositiva, que constituye su eje principal y es otro de los evidentes motivos de interés del libro, que se manifiesta en las abundantes sugerencias, ideas o prescripciones que se aportan para una educación acorde con el conocimiento poderoso que nuestro mundo, más que nunca en la Historia, requiere.
Parte el autor de la base, que comparte con sus oponentes, de que la escuela debe constituir una experiencia educativa. Aunque, a diferencia de los pedagogos antagónicos, Luri no cree que esa experiencia sea válida en sí misma, subrayando las premisas que convierten lo que se vive en los centros de enseñanza en una experiencia auténticamente valiosa. Así, la escuela debe ayudar al alumno a trascender los límites de nuestra experiencia natural del mundo; no puede ser un mero entretenimiento, sino que ha de proporcionar conocimientos; y debe ampliar el contexto de la comprensión, abriéndose a distintas dimensiones: el estímulo del saber por el saber; el fortalecimiento de la autodisciplina; la educación de la atención; la concepción diagnóstica del error, y el desarrollo de las virtudes morales asociadas al aprendizaje. A cada una de ella dedicará interesantes reflexiones en su libro.
Por resumir ahora en una sola idea, habiendo sobrepasado con creces los límites de esta reseña, el núcleo central de las tesis que se proponen en La escuela no es un parte de atracciones, me quedaría con la reivindicación (que yo defiendo al cien por cien, en mi pensamiento y en mi práctica diaria) de la enseñanza explícita, es decir, la explicación directa, clara, bien secuenciada y que tiene continuamente en cuenta el progreso de la comprensión del alumno, enfoque pedagógico que se postula como el método de instrucción más efectivo.
Os dejo al final de este comentario con un fragmento del libro en el que se detallan los elementos concretos que definen una valiosa instrucción explícita. Ahora ya solo resta recomendaros la lectura atenta de La escuela no es un parque de atracciones, un muy sugestivo libro en el que, además de las cuestiones ya referidas, podréis encontrar también, interesantes calas en otros asuntos y experiencias relativos a la educación: la exitosa experiencia de las escuelas incluidas en la Success Academy, las virtudes de la vieja escuela republicana francesa, los controvertidos pero eficaces paradigmas educativos asiáticos, con una especial mención al libro de la abogada y escritora Amy Chua Battle Hymn of the Tiger Mother (traducido en España como Madre tigre, hijos leones), la reivindicación de figuras señeras de la pedagogía como Daisy Christodoulou, Doug Lemov, Tom Bennett, Katharine Birbalsingh, Michael Young, E. D. Hirsch o Daniel Willingham, cuyas tesis contrarias a las corrientes hegemónicas los hacen no tan conocidos, empero, como los “beatificados” Ken Robinson (lamentablemente fallecido hace solo unas semanas), Mark Prensky, John Holt o Roger Schank; la importancia de la atención, que hoy puede ser considerada como el nuevo cociente intelectual; la radical divergencia entre los discursos teóricos “revolucionarios” y la práctica diaria en los centros de enseñanza, más convencional (afortunadamente, a juicio de Luri); el sorprendente y peligroso absentismo escolar (en las dos semanas previas a las últimas pruebas de PISA el 30% de los alumnos españoles faltó a clase al menos un día completo, y el 42% llegó tarde a alguna clase, en ambos casos por encima de la media de la OCDE); la imperiosa necesidad de cultivar la inteligencia de los alumnos, para lograr su inserción en un mundo cada vez más difícil y exigente y para -el gran valor democrático de la escuela- paliar las desigualdades sociales y económicas con las que los niños llegan a los centros; el énfasis indispensable en la lectura y la escritura, en lograr que los chicos lean y aumenten su léxico (Parece que los hijos de familias con un nivel cultural alto, escuchan en torno a 2.150 palabras por hora, de las cuales treinta y dos son afirmaciones y cinco, negaciones; los de familias con un nivel cultural medio, en torno a 1.250, con doce afirmaciones y siete negaciones; en el caso de los niños que viven en familias dependientes de la asistencia social, la media de palabras oídas por hora se sitúa en torno a las 620. A medida que se reduce el caudal lingüístico, aumentan los adverbios de negación y disminuyen los de afirmación) y hablen y escriban -y por tanto piensen- bien; y tantos otros apasionantes hilos por los que discurre el inagotable ensayo de Gregorio Luri.
Como cierre musical a mi reseña os ofrezco (y es la segunda vez que lo hago en estas páginas, pero la referencia explícita -y crítica- en el libro hace obligada mi elección) Another brick on the Wall, del grupo Pink Floyd, cuyo reduccionista mensaje último (we don’t need no education) Luri rechaza de plano.
Las principales características de la instrucción explícita son las siguientes:
1. Está dirigida por un profesor que decide los objetivos y la estructura del currículo, asumiendo su responsabilidad sobre el aprendizaje de los alumnos. Sabe exactamente por qué hace lo que hace en cada momento. Conoce de dónde viene y hacia dónde va. Tiene claramente definidos los objetivos de la instrucción para cada clase y la manera de alcanzarlos. Está convencido de que su responsabilidad es hallar el camino más corto entre la falta de conocimiento y el conocimiento duradero. La eficiencia, para él, es un deber deontológico.
2. Al planificar la lección, el profesor comienza preguntándose: ¿qué aprenderán los alumnos con esta lección particular? Este es el principio conocido como backward design (diseño inverso o planificación inversa). Comenzar con el final ayuda a organizar la tarea. Si la clase se inicia con una idea clara de lo que se ha de aprender, se cierra con una idea clara que sintetiza lo aprendido.
3. Los aprendizajes complejos están descompuestos en sus elementos constituyentes, de esta manera se puede avanzar paso a paso reconstruyendo el todo desde sus partes.
4. El profesor tiene muy en cuenta la carga cognitiva de cada aprendizaje. Sabe que si no logra que un alumno asimile los contenidos de las clases 1-5, tendrá problemas en la 6. Provoca constantemente respuestas para sopesar la carga cognitiva. El feedback es una evaluación en tiempo real.
5. Maximiza el tiempo de trabajo escolar. No estamos hablando del número de horas de clase, sino del aprovechamiento eficiente de cada momento. La gestión del tiempo es un criterio de profesionalidad. Hay que cuidar las rutinas que permiten ponerse a trabajar en cuanto comienza la clase.
6. Considera que el error del alumno es siempre una ocasión de aprendizaje.
7. Identifica con claridad el vocabulario nuevo que ha de aprender el alumno en cada clase. Posee una conciencia clara de la relevancia lingüística del currículo.
8. Sabe que la mejor manera de prevenir el comportamiento inadecuado es proporcionar actividades estimulantes.
9. Reduce los focos de distracción externa, reforzando la presencia referencial del maestro.
10. Los profesores hablan mucho y, sobre todo, hablan bien.
11. Proporciona conocimientos consistentes que hacen posible otras formas de instrucción (debates, trabajos en grupo, etcétera).
Videoconferencia
Gregorio Luri. La escuela no es un parque de atracciones
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