MICHAEL ONDAATJE. EL PACIENTE INGLÉS
Hola, buenas tardes. Saludos desde Todos los libros un libro, el programa de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Respondiendo a una inveterada tradición en nuestro espacio, entre los meses de enero y febrero, en los que se concentran -este año retrasadas, en más de un caso, a causa de la pandemia- las ceremonias de entrega de los principales premios cinematográficos del mundo, los Goya españoles y, sobre todo, los Globos de Oro norteamericanos, los Bafta ingleses, los César franceses y los Oscar hollywoodienses y universales, solemos ofreceros aquí algunas recomendaciones literarias vinculadas de algún modo al cine. Así ocurre con mi sugerencia de hoy, una novela excepcional, que ha sido objeto de traslación a la gran pantalla en una película también extraordinaria, de la cual, por cierto, se cumplen veinticinco años en este 2021.
La novela, El paciente inglés, del canadiense nacido en Colombo, capital de un Ceilán que hoy es Sri Lanka, Michael Ondaatje, ganó en 1992, año de su publicación, el prestigioso premio Man Booker, que desde 1969 se concede cada año a la mejor novela original escrita en lengua inglesa por un ciudadano de un país perteneciente a la Commonwealth o a la República de Irlanda. Además, el pasado 2018, y ante la entonces inminente celebración de los cincuenta años del galardón, se otorgó el Golden Man Booker Prize, que seleccionó entre las novelas ganadoras de los premios anuales a la más destacada de todas ellas y que fue a parar, también, al libro que esta tarde quiero presentaros con entusiasmo. De Michael Ondaatje ya os había hablado aquí hace unos años, en 2015, a propósito de El viaje de Mina, otra novela espléndida. Hace escasos meses vio la luz, también en Alfaguara, Luz de guerra, su por ahora última y también apasionante novela, que os recomiendo con entusiasmo, una historia de iniciación (El diccionario completo del amor, la guerra, la educación, el crecer y el hacerse mayor), llena de silencios y secretos, ambientada en la Inglaterra de los años posteriores a la Segunda guerra Mundial y narrada con la deslumbrante maestría literaria de su autor.
Por otro lado, mi proposición es hoy, en cierto modo, triple, pues aparte del libro mencionado, que centrará mi comentario, quiero adelantaros mi consejo de lectura de otra obra muy interesante, que indaga en los hechos reales en que aquella se basa. El oasis perdido, escrito en 2002 por Saul Kelly, profesor de Historia Internacional en el londinense King’s College y que publicó en nuestro país a finales de 2018 Desperta Ferro Ediciones con el subtítulo de Almásy, Zerzura y la guerra del desierto en traducción de Javier Romero Muñoz, es una investigación apasionante, basada en una ingente documentación, sobre el grupo de románticos aventureros (quizá no tanto, su lírico idealismo teñido en algunos casos por los intereses económicos, las inclinaciones ideológicas y la utilidad militar) de diferentes nacionalidades, sobre todo británicos -financiados por la reconocida Royal Geographic Society de Londres-, que en los años treinta del pasado siglo se lanzaron al desierto de Libia, en una aventura arqueológica y geográfica que acabó revistiendo graves connotaciones políticas y bélicas, en busca de ciudades perdidas, yacimientos inexplorados y civilizaciones desaparecidas, sus almas, y también sus pasos, guiados por el magnético influjo de las Historias de Heródoto. El libro es, sin embargo, tan atractivo y tiene tantas líneas de interés que se presta a un comentario más extenso y detallado, por lo que me limito ahora, simplemente, a dar noticia de su existencia, reservándome para más adelante, hasta dentro de tres o cuatro meses, una reseña específica centrada en sus páginas.
Uno de estos personajes, el conde László Almásy, será el protagonista, bien que “estilizado”, “literaturizado”, conveniente y radicalmente reinventado para la ficción, de la novela de Ondaatje e, interpretado por Ralph Fiennes, el centro de la película, del mismo título que el libro, dirigida en 1996 por Anthony Minghella; una superproducción que, con un reparto magnífico -el mencionado Fiennes, Kristin Scott-Thomas, Juliette Binoche, William Dafoe, Naveen Andrews y Colin Firth en sus papeles principales-, obtendría nueve Oscars esa temporada. De ella os hablaré brevemente al término de mi reseña.
El paciente inglés -el libro- apareció por primera vez en España en 1995, en la editorial Plaza y Janés. Recientemente, en 2017, Alfaguara lo ha reeditado, manteniendo la traducción originaria de Carlos Manzano y renunciando, sin embargo, por desgracia, a la portada primitiva para poner en su lugar una anodina, poco representativa y reduccionista imagen -aunque imagino que más “productiva” desde el punto de vista comercial- del film. En relación con la traducción quiero apuntar que siendo la misma -aparentemente- que la de la edición de Plaza y Janés, hay sin embargo pequeñas modificaciones poco relevantes, cosméticas podríamos decir, debidas quizá -de nuevo- a criterios empresariales y al margen, probablemente, de la voluntad del traductor. No se han cambiado, no obstante, algunas de las discutibles opciones elegidas por Carlos Manzano para verter al castellano el inglés de Ondaatje. Siendo yo un absoluto profano en las artes de la traducción y aceptando por lo tanto, como es obvio, el mejor criterio sobre el asunto de un experto con una larga y valiosa carrera y un reconocido prestigio en su profesión, no acabo de entender por qué se eligen siempre -de un modo que acaba, casi, por irritar- las alternativas, válidas pero algo anticuadas, de “obscuro” u “obscuridad” para dark o darkness, en vez de las más “convencionales” sin la “b”; por qué aparece “murmurio” en lugar de rumor, susurro o murmullo, para rustle; o por qué se insiste en la reiterada -y de nuevo algo incómoda, precisamente por su omnipresencia- acepción de “carmelita” (como los hábitos frailunos) para dar cuenta en nuestro idioma del color brown. Todo ello contribuye a dotar a la, es cierto, ya muy refinada prosa del autor de un cierto tono preciosista y estetizante, como de distante sofisticación académica, algo atildada, que no sé si está en el texto original. ¿Habrá en el dark inglés la doble opción obscuro/oscuro? De haberla, ¿cuál usa Ondaatje? Y si no la hay, ¿por qué preferir “obscuro”? Son, sin duda, ridículas preguntas de un ignorante en la materia.
La novela nos presenta, con una estructura compleja aunque muy bien trabada, en una narración poliédrica que se mueve atrás y adelante en el tiempo, que cambia constantemente de escenario, y que superpone voces, relatos objetivos y flujos internos de conciencia, intercalando historias diversas, saltando de una a otra perspectiva, jugando con la elipsis, dejando espacios en blanco o en suspenso que se irán “rellenando” con el avanzar de las páginas, a cuatro personajes “encerrados”, en un par de meses entre la primavera y el verano de 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial está llegando a su término, en un antiguo convento de monjas (¿carmelitas?), una espléndida pero desvencijada villa italiana -Villa San Girolamo-, primero baluarte alemán, luego hospital aliado y ahora abandonada y parcialmente destruida, plagada de minas, tras la retirada de las tropas del Reich y el avance del Ejército Britoestadounidense -fuerzas canadienses, británicas y estadounidenses, sobre todo- hacia el norte de la península Itálica. Un enfermo anónimo -el paciente inglés- de imposible identificación pues su deformado rostro -y parte de su cuerpo- está carbonizado tras sufrir gravísimas quemaduras, espera la muerte, al no poder sumarse, por la gravedad de sus lesiones y los dolores atroces que lo asaltan, inmovilizado en su camilla, ni a los convoyes que dejando atrás la Toscana liberada prosiguen su marcha victoriosa, ni a otros pacientes y sanitarios que buscan un lugar seguro en zonas más meridionales. Junto a él, seducida por el enigma que encierra el hermético personaje y progresivamente interesada en cuanto, muy tímidamente, empieza a contar los intensos avatares de lo que fue su vida, se quedará Hana, una enfermera canadiense de apenas veinte años, que lo cuidará con creciente atracción. En el -pese a lo ruinoso de su estado- idílico paraje comparecerá al poco tiempo Caravaggio, un hombre torturado, de pasado difuso, ladrón “por naturaleza” y espía sobrevenido, antiguo amigo de la familia de Hana a la que conoció con solo dieciséis años en Canadá. Semanas más tarde, arribará a la villa Kip, un zapador sij, que llega a la zona rastreando explosivos y desactivando minas, y que instalará su tienda de campaña en los ahora salvajes jardines de la mansión. Los cuatro suman a las heridas, no solo físicas, de la guerra sus propios conflictos internos, la agitación, las turbulencias y la conmoción que perturban sus sueños. El paciente inglés nos mostrará a esos seres golpeados, desvalidos, perturbados, confusos y desconcertados -en mayor o menor medida-, nos permitirá conocer sus oscuros (¿obscuros?) pasados, adentrarnos en sus recuerdos, atisbar sus secretos y asistir emocionados a las relaciones -de amistad, de fraternidad, de amor- que acaban por entablar en ese microcosmos excepcional que se crea en el, por lo demás, casi paradisíaco entorno.
Villa San Girolamo es un espacio fuera de la realidad, sin electricidad, con gran parte de los muebles destrozados -y los que no lo están convertidos en leña para alimentar el fuego con el que calentar aquel inmenso palacio venido a menos-, con las paredes de muchas de sus habitaciones y aun los muros de la casa derruidos, con los techos agujereados por el impacto de los proyectiles, con la capilla incendiada, con la vasta biblioteca desventrada (¿por qué el Diccionario de la Real Academia no recoge “desventrar”?) por los bombardeos, con los ecos de las explosiones aún cercanas, los libros cuarteados por la humedad y las tormentas nocturnas, con los aposentos convertidos en pajareras, con la presencia constante en las salas magníficas de hojas, excrementos, orina y restos varios de los antiguos ocupantes, con una pila en el huerto anejo por toda fuente de agua. El recinto es un universo ajeno al mundo civilizado, en el que nada hay que perteneciera al mundo exterior. Un ámbito propicio, pues, para que esos cuatro desarraigados (de un modo u otro, y en diferente medida según los casos: El problema de todos nosotros es que estamos donde no debemos. ¿Qué estamos haciendo en África, en Italia?), se entreguen a la remembranza y el olvido, a tirar del hilo de sus propias vidas, a despojarse de la propia piel, a buscar su verdad en los otros, a dar melancólica cuenta de sus sueños insatisfechos, de sus esperanzas frustradas, de su odio y su desesperación, de los perdidos días felices, de sus proyectos truncados, de sus heridas, del impacto de la terrible guerra en sus almas sensibles, del recuerdo del amor exaltado que da sentido a la vida, también del amor que se malogra, del imposible, del que arrasa y desarbola y destruye todo cuanto toca, de los celos y el deseo, de la pasión que ilumina un fugaz instante de la existencia y cuyo tenue y declinante fulgor, apenas un pálido y minúsculo destello, servirá para soportar levemente el dolor, la soledad, el sufrimiento, la desolación y el absurdo de sus días presentes, ya menguantes en el caso del protagonista principal.
Hana ha perdido a su padre, muerto en la guerra, y está lejos de Clara, su madrastra, con la que tiene una buena relación. Ha perdido también un hijo, muerto antes de nacer (Salí con un hombre que murió [también en la guerra] y el niño murió. La verdad es que el niño no murió precisamente, sino que acabé yo con él). De la chiquilla confiada y llena de ilusión que había sido hasta solo cinco años antes ya no queda apenas nada (aunque en una escena entrañable, que mantiene la película, la vemos jugar a la rayuela, en la tibia oscuridad de la noche, en las inmensas estancias del caserón, apenas iluminadas por las velas). La guerra acabó con la pasión, con la esperanza, ella es ahora una mujer triste, lastimada, vulnerable: Había quedado alterada por los cinco años que habían precedido a aquella noche de su vigésimo primer cumpleaños en el cuadragésimo quinto año del siglo XX. Sin embargo, en San Girolamo construirá un apacible mundo en miniatura: la entrega al enfermo, la búsqueda, entre los restos de la desbaratada biblioteca, de los libros que le leerá para apaciguar su sufriente tortura, el trabajo en el huerto, la preparación de la comida, el deambular por los aposentos, la súbita irrupción de Caravaggio y Kip, mitigarán en parte su dolor y acabarán por curarla. Ella se sentía segura allí, a medias adulta y a medias niña. Después de lo que le había ocurrido durante la guerra, se había trazado sus propias reglas mínimas de conducta. No volvería a acatar órdenes ni cumpliría tareas por el bien general. Iba a ocuparse sólo del paciente quemado. Le leería, lo bañaría y le daría sus dosis de morfina.
El paciente inglés parece ser muy probablemente -pero eso solo se desvelará, en un sentido u otro, en el curso de la novela, y yo no quiero destriparla-, bajo el atroz anonimato que le impone su rostro deformado y la ausencia de identificación documental, el conde László Almásy. Por su propio relato, que unas veces aparece como tal, narrando su historia a Hana o a Caravaggio, y otras como una suerte de confusas ensoñaciones que arrebatan su cerebro, sabremos que ha sobrevivido -su cuerpo desgarrado- a un accidente de avión en el desierto libio, de donde fue rescatado, con la cabeza en llamas, por unos beduinos que mitigaron su dolor con ancestrales pócimas, lo mantuvieron con vida con ungüentos y cuidados, y lo trasladaron al oasis de Siwa, en el norte de Egipto. Después aparece en un hospital en Italia, en Pisa, y ahora balbucea sus recuerdos frente a Hana en un duermevela delirante inducido por la morfina que calma sus padecimientos mientras se acerca la inevitable muerte. Unos recuerdos en los que se mezclan las pasadas aventuras, las expediciones del grupo de amigos, alemanes, ingleses, húngaros, italianos, egipcios, que a partir de 1930 buscan apasionadamente, en un territorio en las lindes de Egipto, Libia y Sudán, el mítico oasis de Zerzura (sólo nos interesaban cosas que no podían comprarse ni venderse, carentes de interés para el mundo exterior. Debatíamos sobre latitudes o sobre un acontecimiento sucedido setecientos años atrás), las páginas de Heródoto, los lances de la guerra, el espionaje, la inesperada llegada al campamento en el desierto, en 1936, del aeroplano del joven Geoffrey Clifton, que se suma al proyecto con su bellísima esposa, Katherine, una mujer inteligente, fascinante, el imprevisto e irrefrenable amor, siempre el amor, que refulge entre los jirones de la memoria, las oleadas del dolor y la irreductible soledad. Las páginas que recrean las campañas en el desierto, el ambiente cosmopolita de El Cairo de finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta -las fiestas, los clubes nocturnos, los bailes, la música, el tráfago de los diplomáticos, arqueólogos, buscavidas y espías- y la poderosa, irrefrenable, turbulenta historia de amor adúltero, son memorables, de una profunda belleza que conmueve al lector y lo emociona, lo exalta y lo entristece, como solo lo logra la excelente literatura.
Otro personaje enigmático, con un pasado en sombras, es Caravaggio. De unos cuarenta y cinco años, nacionalidad desconocida, amigo gregario del padre de Hana en el Canadá, desde mucho antes de la guerra, entonces ladrón y siempre mujeriego, feliz y permanentemente enamorado, curioso y reservado, había trabajado para los servicios de inteligencia británicos en El Cairo y en Italia, elaborando mentiras, propalando rumores falsos ente el enemigo, corriendo arriesgadas y secretas aventuras, inventando agentes dobles, hasta que fue capturado por la Gestapo. Cuando lo conocemos, con terribles secuelas físicas del paso por los calabozos nazis, en donde en un cruel interrogatorio se le amputarán los pulgares, yace ahora en su oscuridad, sumido, como el paciente inglés, en las tinieblas de la morfina, vagando por el caserón, cuidando de Hana e intentando confirmar sus sospechas sobre el anónimo enfermo.
Y por último está Kip, el zapador sij, que se juega la vida de continuo desactivando bombas. Es un hombre muy joven, tranquilo, introvertido y despreocupado de sí mismo, aparentemente conforme con el mundo, concentrado, responsable y comprometido, sumido en sus rituales aunque racional -en sus venas la espiritualidad de la India-, y que, pese a las aflicciones de la guerra -algunos de sus amigos, de sus compañeros, de sus subordinados, volarán por los aires al detonar una mina o un explosivo trampa-, será siempre fuente de sosiego y de luz, sobre todo para Hana, que encontrará en él algo de paz, un ámbito de quietud y placidez en el horror circundante.
Ondaatje va variando el foco de atención de la narración de uno a otro de los cuatro personajes principales, y mientras fluyen sus historias y se van enlazando, en una arriesgada y deslumbrante sucesión de flashbacks sobre las vidas de cada uno de ellos, aparecen los grandes temas del libro: los pavorosos efectos de la guerra, la muerte, la fraternidad, el amor, la pasión, su verdad y su belleza, también su crueldad y su violencia, el deseo, la amistad, la fuerza y el impulso vitales, las ambiciones, la lealtad y la traición, los sueños, la nostalgia de la felicidad vivida, el peso del pasado y el sostén de los recuerdos, el perdón y las posibilidades de redención, el desarraigo y la búsqueda de identidad, (international bastards, “nómadas del espíritu”, llama en la novela a sus “criaturas”), el absurdo de las patrias, las naciones y las fronteras, la reivindicación de lo híbrido frente a lo supuestamente incontaminado y puro (siendo el propio Ondaatje, nacido en Sri Lanka, educado en Gran Bretaña, viviendo en Canadá, una buena muestra de ello), la atracción del desierto y el ansia romántica de aventura, el colonialismo y las reacciones frente a la opresión que supone (que conocemos a través del pasado de Kip), el espionaje, el rechazo al poder financiero y militar que gobierna el mundo.
Pero lo que hace ciertamente memorable el libro es su valor literario, lo singular de su estilo, la experimentación, los cambios en la voz del narrador (¿Quién hablaba, entonces?), el lenguaje, el valor de las palabras (Las palabras son, como le dijo un amigo, delicadas, mucho más delicadas que violines), la poesía, la estructura intrincada, la multiplicación de historias subyugantes que brotan desde el núcleo central de la Villa, las oportunas digresiones, los relatos dentro de la novela, el bien afinado cruce de las cuatro vidas, el progresivo desvelamiento de los secretos ocultos, las ya reseñadas -y abismales- vueltas atrás en el tiempo, la sutileza de la escritura, la elegancia, la rica prosa, muy lírica, el ritmo moroso, la envolvente y cautivadora lentitud del relato, la atmósfera densa, de una seductora intensidad. También la infinidad de alusiones literarias, empezando por el ya mencionado Heródoto, uno de cuyos textos, que os dejo en el conmovedor fragmento final, protagoniza el instante clave en que germina la historia de amor, y siguiendo por los distintos títulos que escoge Hana -sin aparentemente ningún criterio premeditado- para leerle al paciente inglés, el Kim de Kipling, El último mohicano, de Fenimore Cooper, Ana Karenina de Tolstói, La cartuja de Parma, de Stendhal, Los Anales de Tácito. También las menciones al arte, con múltiples referencias, muy bien imbricadas en la trama, al humanista Poliziano, a los frescos de Arezzo, a Simonetta Vespucci, a obras de Piero de la Francesca, Botticelli, Leonardo y otros artistas del Renacimiento. En fin, como se puede apreciar estamos ante una maravilla abierta a múltiples y muy fecundas sugestiones de lectura.
Como lo es también, maravillosa y admirable, la película de Minghella. Con sus ya reseñados nueve Oscars, entre ellos los de Mejor película, Mejor director, Mejor actriz de reparto (para Juliette Binoche), Mejor montaje (excepcional y de una dificultad extrema, en una cinta hecha de constantes flashbacks), más todos los premios “artísticos” relevantes -fotografía, sonido, dirección artística, vestuario, banda sonora-, el film, formalmente irreprochable, de una elegancia, una delicadeza y una pulcritud estética exquisitas, rodado en unos parajes de una belleza deslumbrante, gira, principalmente, en torno a la historia de amor -intensa, arrebatada, convulsa, impetuosa, ardiente, dolorosa, trágica- entre Almásy y la atractiva y seductora Katherine, y aunque los “dramas” de los demás personajes se apuntan y se entreveran con eficacia en la trama principal no alcanzan el grado de desarrollo que se despliega en la novela. Además, por citar otra diferencia sustancial entre ambos medios, el mosaico poliédrico que es el libro, de imposible traslación a la pantalla, se “simplifica” aquí -pese al constante recurso a la mirada retrospectiva- en una narración algo más convencional. En cualquier caso, una obra maestra indiscutible que, como el libro, exige más de una “visita”.
Entre la mucha música que “suena” en la novela y en la película -tanta como para que, desde el lunes próximo y durante un mes entero, le dedique cuatro programas de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes- os dejo ahora con How Long Has This Been Going On?, un clásico de 1927, compuesto por los hermanos Gershwin y que ahora os ofrezco, ante la imposibilidad de localizar la versión exacta que se menciona en el libro, de la que solo tenemos un dato (Hana y él se deslizaban hacia la tristeza del saxo. Tenía razón Caravaggio. Un fraseo tan lento, tan prolongado, que Hana tenía la sensación de que el músico no deseaba salir del diminuto vestíbulo de la introducción y entrar en la melodía, quería permanecer y permanecer allí, donde aún no había empezado la historia, como enamorado de una criada en el prólogo), en la interpretación, magistral, pero posterior a la fecha en la que aparece en el texto, de Ben Webster.
Regresamos una semana después. Habíamos hecho muchos descubrimientos y habíamos atado muchos cabos. Estábamos de buen humor e hicimos una pequeña celebración en el campamento. Clifton siempre estaba dispuesto para celebrar a los demás. Era contagioso.
Ella se acercó con un vaso de agua. «Enhorabuena, ya he sabido por Geoffrey...» «¡Sí!» «Tenga, beba esto.» Extendí la mano y ella me dejó la taza en la palma. El agua estaba muy fría en comparación con la que habíamos estado bebiendo de nuestras cantimploras. «Geoffrey ha preparado una fiesta en su honor. Está escribiendo una canción y quiere que yo lea un poema, pero a mí me gustaría hacer otra cosa.» «Mire, tenga el libro y échele un vistazo.» Lo saqué de la mochila y se lo entregué.
Después de la comida y el té de hierbas, Clifton sacó una botella de coñac que había mantenido oculta hasta aquel momento. Había que beber toda la botella aquella noche durante el relato de Madox y la interpretación de la chistosa canción de Clifton. Después ella se puso a leer un pasaje de las Historias: el de Candaulo y su reina. Yo siempre me salto esa historia. Está al principio del libro y tiene poco que ver con los lugares y la época que me interesan, pero es, desde luego, una historia famosa. También era el tema del que ella había decidido hablar.
Aquel Candaulo se había enamorado apasionadamente de su esposa, por lo que la consideraba más bella, con mucha diferencia, que ninguna otra mujer. Solía describir a Giges, hijo de Daskilo (pues de todos sus lanceros era el que más apreciaba), la belleza de su esposa y la elogiaba sobremanera.
«¿Oyes, Geoffrey?»
«Sí, cariño.»
Dijo a Giges: «Giges, me parece que no me crees, cuando te hablo de la belleza de mi esposa, ya que los oídos de los hombres son menos aptos para creer que sus ojos. Así, pues, idea algún medio para verla desnuda.»
Se pueden hacer varias observaciones, sabiendo que con el tiempo yo llegaría a ser su amante, de igual modo que Giges sería el amante de la reina y el asesino de Candaulo. Con frecuencia abría yo el libro de Heródoto para aclarar una duda geográfica, pero, al hacer eso mismo, Katharine había abierto una ventana por la que asomarse a su vida. Leía con voz cautelosa. Tenía los ojos clavados en la página, como si, mientras hablaba, estuviera hundiéndose en arenas movedizas.
«Creo que es, en verdad, la más hermosa de todas las mujeres y te ruego que no me pidas que haga algo ilícito.» Pero el Rey le contestó así: «Ten valor, Giges, y no temas que yo diga estas palabras para ponerte aprueba ni que mi esposa pueda causarte daño alguno, pues idearé de antemano un medio para que no se dé cuenta de que has estado viéndola.»
Ésta es la historia de cómo me enamoré de una mujer que me leyó determinada historia de Heródoto. Oí las palabras que ella pronunciaba al otro lado del fuego y en ningún momento levanté la vista, ni siquiera cuando importunaba a su marido. Tal vez estuviera leyéndola sólo para él. Tal vez no hubiese un motivo oculto en la selección de aquel pasaje, salvo para ellos. Era simplemente una historia que le había chocado por la similitud con su situación, pero de repente se le reveló una senda en la vida real, aun cuando no lo hubiera concebido —estoy seguro— como un primer paso al azar.
«Te llevaré a la alcoba en que dormimos, detrás de la puerta abierta, y, después de que entre yo, llegará también mi esposa. Junto a la entrada de la alcoba, hay una silla, sobre la cual deja sus vestiduras, a medida que se las va quitando, una tras otra; de modo que podrás contemplarla con toda tranquilidad.»
Pero la Reina vio a Giges, cuando abandonaba la alcoba. Entonces entendió lo que había hecho su marido y, pese a sentirse avergonzada, no puso el grito en el cielo... mantuvo la calma.
Es una historia extraña. ¿No te parece, Caravaggio? La vanidad de un hombre que lo mueve a desear ser envidiado o a ser creído, porque no le parece que le crean. En modo alguno era un retrato de Clifton, pero éste pasó a ser parte de esta historia. El acto del marido resulta muy escandaloso, humano. Nos sentimos movidos a creerlo.
El día siguiente, la esposa llamó a Giges y lo colocó ante una disyuntiva.
«Tienes dos opciones y te voy a dejar elegir la que prefieras: o bien matas a Candaulo y tomas posesión de mí y del reino de Lidia o bien recibirás muerte inmediata aquí mismo para que en el futuro no puedas ver, obedeciendo a Candaulo ciegamente, lo que no debes. Ha de morir o quien concebía ese plan o tú, que me has visto desnuda.»
Conque el rey es asesinado. Comienza una nueva era. Hay poemas sobre Giges escritos en trímetros yámbicos. Fue el primero de los bárbaros que consagró ofrendas en Delfos. Reinó en Lidia durante veintiocho años, pero aún lo recordamos como un simple eslabón en una historia de amor inhabitual.
Cesó de leer y levantó la vista, fuera de las arenas movedizas. Estaba evolucionando. Conque el poder cambió de manos. Entretanto, con la ayuda de una anécdota, yo me enamoré.
Así son las palabras, Caravaggio. Tienen poder.
Videoconferencia (lamentable sonido)
Michael Ondaatje. El paciente inglés
No hay comentarios:
Publicar un comentario