R.A. DICK. EL FANTASMA Y LA SEÑORA MUIR; JAVIER MARÍAS. DONDE TODO HA SUCEDIDO
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro cierra el mes de febrero con la tercera y última entrega de una breve serie cinematográfica del espacio. A partir de una premisa algo evanescente, febrero como mes del cine, sostenida en razón de la coincidencia, a lo largo de este mes, de las ceremonias de entrega de los principales premios cinematográficos de la temporada, un fenómeno que este año, como consecuencia de la pandemia, no se ha producido, o lo ha hecho en una medida menor de los habitual, suelo traeros aquí libros que se relacionan de uno u otro modo con el séptimo arte. En semanas precedentes os he presentado títulos -El paciente inglés, El hombre que llegó a ser rey, Kim- que, aparte de constituir muestras de excelente literatura, han gozado de unas sobresalientes adaptaciones a la gran pantalla. Así ocurrirá hoy también, aunque de un modo más “moderado”, en tanto que el libro -no así la película correspondiente- siendo interesante, no puede considerarse una obra maestra en su género. Os hablo de El fantasma y la señora Muir, que yo conocí antes como film que en su versión novelística, pues la cinta dirigida por Joseph L. Mankiewicz en 1947 pudo verse en Televisión Española en los días de mi juventud (creo que se emitió por primera vez en enero de 1974… y luego en infinidad de ocasiones), mientras que el libro en que se basa solo ha sido traducido en España a finales del pasado 2020.
Empezaremos, sin embargo, por el libro, que vio la luz gracias a la iniciativa de la editorial Impedimenta, que lo ofrece en traducción de Alicia Frieyro. Escrito en 1945 por R. A. Dick, seudónimo de Josephine Aimee Campbell Leslie, una para mí desconocida autora de los géneros gótico y fantástico, que usó un recurso -el de “esconderse” tras el nombre masculino- muy común en la historia de la literatura, aun la relativamente reciente. La novelita -uso el diminutivo no de un modo descalificatorio sino, al contrario, porque parece escrita con una inocente ausencia de pretensiones- es deliciosa y entrañable. “Nuestra” señora Muir, Lucy, es una para la época ya no tan joven viuda -supera la treintena- que, con dos hijos pequeños y la insuficiente renta de la que dispone tras la repentina muerte de su marido, decide, o se ve obligada -o tal vez ambas cosas-, a replantearse su existencia. Hasta entonces, en los largos años de vida conyugal, sus días se han plegado a los designios de otros: el marido, la suegra, las cuñadas. Oprimida por las exigencias y convenciones familiares y sociales, consciente de que ha vivido conforme a pautas impuestas y no propias, hay en ella un anhelo de libertad e independencia que acaba por fraguar -y todo ello, la descripción del asfixiante entorno cotidiano, del agobio de las deudas, de la voluntad de cambio, explícito desde la primera página del libro, en un fragmento que os dejaré al cierre de este comentario- en su resolución de abandonar Whitchester -en donde ”opera” la tupida red de relaciones que la atenaza- y buscar una nueva vida en algún lugar alejado del sofocante escenario de sus insulsos años de casada. Impulsivamente se dirige a la estación del tren, impulsivamente pide un billete “al mar” (“muir” es “mar” en gaélico), impulsivamente acepta la sugerencia del taquillero (¿A Whitecliff?), e impulsiva e ilusionadamente se dirige al pueblito costero para buscar un alojamiento agradable que dé cobijo a sus difusas e idílicas ensoñaciones para el futuro (Sería toda una novedad vivir junto al mar, y buenísimo para los niños. Se divertirían de lo lindo construyendo castillos en la arena, remando, bañándose, sin niñeras ni institutrices ni tías…). Encandilada por Gull Cottage, una bonita y barata casita aislada en la cima de una colina, con un pequeño jardín y grandes ventanales que permiten ver el mar que rompe casi a los pies del edificio, se enfrenta al criterio del agente inmobiliario, inexplicablemente renuente a alquilársela, y decide trasladarse a ella de inmediato con sus hijos. Y ello a pesar de que, como podía deducirse del extraño comportamiento del empleado y de la aparición de ciertos sucesos extraños durante su visita, acaba por saber (y apenas llevamos veinte páginas del libro; no destripo nada sustancial, por tanto) que la casa está encantada y alberga al fantasma de su antiguo dueño.
El misterioso espíritu se corresponde con el difunto capitán Daniel Cregg, un marino, antiguo dueño de la propiedad, que, una vez retirado de su profesión y abandonado el mar, vivió en la casa y, al parecer, se suicidó en ella, antes de haber tenido tiempo a plasmar por escrito en su testamento su voluntad de que la vivienda se convirtiera, tras su muerte, en una residencia para marinos retirados. Negándose, desde “el otro mundo”, a que la casa sea habitada por nadie que no sea hombre -y marinero-, “reaparecerá” puntualmente espantando a cualquier posible inquilino con sus gruñidos, sus carcajadas, sus voces de ultratumba, acompañados del crujir de muebles y de otros inexplicables ruidos. La no demasiado discreta presencia del fantasma no arredrará, sin embargo, a Lucy, que con una pasmosa naturalidad “admitirá” la espectral irrupción del capitán, lo incorporará a sus rutinas cotidianas, hablará con él como si de una persona viva se tratara, paliando así, a la postre, una soledad que a duras penas mitiga la compañía de sus hijos, el circunspecto Cyril y la alegre Anna, y la de su fiel cocinera Martha. El cascarrabias fantasma y la pizpireta señora Muir sellarán un pacto en virtud del cual aquél solo se manifestará en la habitación de Lucy, renunciando a sus estentóreas apariciones, y ella, a cambio, se comprometerá a llevar a cabo la última voluntad del capitán, manteniendo vivo el propósito de convertir la morada en hogar de acogida para ancianos navegantes y aceptando su nada convencional compañía.
De este modo, con el paso del tiempo, la relación entre ambos va ganando en proximidad y afecto, intercambiando confidencias (Lucy sabrá así que el capitán no se suicidó, sino que su muerte se produjo al haberse dejado abierto el gas mientras dormía, y Cregg intuirá la aburrida aventura matrimonial de la mujer, entre otros atisbos de sus intimidades respectivas), comentando las vicisitudes del día a día -los afanes domésticos de la señora Muir, las tareas escolares de los chicos o, en el caso del etéreo David, las muy peculiares circunstancias derivadas de su falta de corporeidad-, compartiendo momentos (ella cose ensimismada y cuenta, él escucha mientras fuma su pipa), “conviviendo” en silencio, sabedores de la “presencia” del otro, necesitándose el uno al otro, material (el difunto marino se aprovechará de las ventajas derivadas de su condición fantasmal para ayudar a Lucy en algunos asuntos mundanos, y ésta servirá de testaferro en las operaciones legales que aseguren el cumplimiento del testamento nunca redactado) y espiritualmente (la cercanía, la confianza creciente, el apego, el imposible pero evidente vínculo, la apacible intimidad, la amorosa costumbre), en una suerte de irrealizable vida conyugal, conscientes ambos de las muy disparejas dimensiones en las que se desarrollan sus existencias (si es que puede hablarse en estos términos con respecto al espíritu). En el curso del relato la vida avanza, se suceden los años, las vivencias, y el paso del tiempo actuará sobre ambos protagonistas de un modo que, obviamente, no quiero revelar.
Son muchos -y muy interesantes- los “ejes temáticos” que pueden apreciarse en la novela, entre ellos, la reivindicación -discreta y sin enojosos subrayados- de la libertad femenina y de la independencia de la mujer frente a los planes trazados por otros, presente, como ya se ha observado, sobre todo en las primeras páginas del libro (Y acurrucándose contra la puerta del coche, se cubrió las orejas con las manos por temor a que aquella vieja costumbre suya de plegarse a los planes de los demás fuese a imponerse de nuevo. Todas aquellas llamadas al sentido común, la idoneidad, lo correcto y a lo que hace todo el mundo, querida, dando zarpazos a su independencia en ciernes para destrozarla en mil pedazos y dispersarla a los cuatro vientos); o el rechazo, por parte de la muy desenvuelta y desprejuiciada Lucy, del rígido mundo convencional (A lo mejor me pasa algo raro porque toda mi alegría me viene en realidad de no hacer según qué cosas: de no pasar las tardes de verano en salones cargantes escuchando a mujeres fortaleciendo la moral de sus vecinos a la mesa de bridge, de no pasar las noches de estío escuchando a hombres y mujeres arreglando los problemas del mundo delante de una cena de cinco servicios, de no coser en círculos de costura, ni leer en grupos de lectura. Debo ser muy egoísta, pensó, porque no quiero enderezar nada ni tampoco a nadie; lo único que deseo es que me dejen en paz para lidiar como pueda con este problema que llaman vida, por mí y por mis hijos), una idea que la señora Muir llevará al extremo, atreviéndose a su “relación” con el fantasma, lo cual, como es evidente, desafía hasta las más extremas reglas de comportamiento aceptadas…
Pero en donde El fantasma y la señora Muir revela la originalidad de su planteamiento es al mostrar esa tan evidente dimensión de nuestras vidas -pese a que no siempre seamos muy conscientes o reflexionemos sobre ella- que tiene que ver con el hecho de que lo que nos constituye no es solo lo que sucede, lo que “realmente” vivimos, sino también todo lo que pudo suceder y nunca ha tenido lugar, lo que sí sucedió y ha terminado y deja un rastro evanescente y difuso, aunque consistente, perceptible, en nuestras vidas. Cómo somos -también- los recuerdos, los anhelos, los deseos, los sueños, las ilusiones, la vida espiritual (Solo son las personas de ideas fijas, incapaces de captar o comprender otro punto de vista que no sea el suyo, las que están sordas espiritualmente), la vida de nuestra alma, la vida solo interior, y por ello algo irreal, “afantasmada”. Y el libro es también -y sobre todo-, cómo no, una historia de amor, ese amor que no respeta barreras, que ignora los obstáculos, que salta y desprecia los límites, incluso cuando son tan notables como las fronteras que separan la vida y la muerte.
La película de 1947, que dirigió uno de los grandes nombres de Hollywood, Joseph L. Mankiewicz (con algunos títulos de leyenda en su haber: Eva al desnudo, con Bette Davis; Cleopatra, con los turbulentos Burton y Taylor; La condesa descalza, y la bellísima Ava Gardner; Carta a tres esposas, también magnífica, con Kirk Douglas; la historia de espionaje de Operación Cicerón; el estupendo musical Ellos y ellas, o su despedida del cine, La huella, con Michael Caine y Sir Laurence Olivier), es también espléndida. Con las estupendas interpretaciones de la muy bella Gene Tierney (quién no la recuerda en Laura), de Rex Harrison en el papel del algo vociferante fantasma, de George Sanders como frívolo galán (un rol en el que lo hemos visto tantas veces), y de una niñita Natalie Wood interpretando a la pequeña Anna (Cyril ha desaparecido en el paso a la pantalla, una de las pocas infidelidades de la película con respecto a la novela); con la música, muy “hitchcockiana”, de otro nombre mayor de la historia del cine, Bernard Herrmann; con una fotografía, de Charles Lang, que acentúa los aspectos sombríos de la aparición del espectro, frente a la luminosidad de espíritu de Lucy, la película es una delicia, sensible y enternecedora, que nos hace disfrutar de una hora y media inolvidable, melancólica, algo triste incluso, pero muy agradable y llena de encanto.
En la historia “fílmica” de la señora Muir y su fantasma, abierta a múltiples sugerencias, está el cruel paso del tiempo (el tablón con el nombre de la niña, deteriorándose con los años, en un recurso cinematográfico eficaz y elegante para representar los días que corren); está la nebulosa, la sombría intuición de la muerte; está el miedo a la soledad y a la vejez desamparada; está la necesidad de trascender y de dejar huella de nuestro paso por la vida; está la búsqueda de la felicidad, que siempre exige coraje, valentía, atreverse a adentrarse en lo no consabido, ni esperado, ni aconsejable, ni adecuado, que siempre exige correr riesgos (para ser feliz hay que arriesgarse mucho, dirá el espíritu); está, claro, el amor imposible -en cierto modo, todos lo son, siempre nos enamoramos de una quimera- y su paradigma, la imposibilidad “por excelencia”: el enamoramiento de un fantasma (Daniel, dirá Lucy al reconocerse enamorada, me parece que nos hemos metido en un lío tremendo); está la importancia del pasado y de los recuerdos en la construcción de nuestra vaporosa identidad; y está, una vez más, ese mismo insensato, imprudente, poco razonable amor como principal -como único- antídoto frente al tedio y el absurdo de una existencia sin sentido.
Y con una intensidad quizá menor que en el libro, pero aún así ostensible, está el enorme peso de lo no vivido, lo solo deseado, los sueños, los anhelos, lo imaginado: ¡Cómo te habría gustado el Cabo Norte, y los fiordos bajo el sol de medianoche, y navegar junto al arrecife en Barbados donde el agua azul se torna verde, y hacia las Falkland donde la galerna del sur desgarra el mar entero y lo vuelve blanco! Lo que nos perdimos, Lucía, lo que nos hemos perdido ambos (cito a partir de la traducción de Javier Marías, del que a continuación os hablaré). Hay dramatismo, claro, en la película, hay melancolía (es un buen recuerdo, aunque solo fuera un sueño), hay desolación y pesar y emotividad y tristeza y aflicción. Y hay también ilusión, esperanza, serenidad, entusiasta voluntad de trascendencia y la alegre -agridulce, más bien- aceptación de nuestros pobres límites. Hay ansias de vida, hay, sobre todo, mucha belleza.
El mencionado Javier Marías, que escribió en 1995 un esclarecedor artículo sobre la película para el libro Écrire le cinema, en la editorial francesa Cahiers du Cinema añade otra sugestiva dimensión a la cinta: su condición de película sobre las palabras, sobre su fuerza, su capacidad de encantamiento, de persuasión, también de instigación, de seducción y de enamoramiento. Su artículo, como siempre rebosante de inteligencia, agudeza, talento para la observación y una soberbia capacidad de “penetración”, de ver más allá de lo que los demás, con nuestra torpeza, con nuestra superficialidad, apenas intuimos, se recoge, junto con otros sesenta y dos, todos de temática cinematográfica, en Donde todo ha sucedido. Al salir del cine, un libro muy interesante que aprovecho también para recomendaros.
Presentado en 2005 por la editorial Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, en el volumen (en cuya portada vemos, precisamente, a Lucy Muir bajo la forma de Gene Tierney) aparecen los principales artículos sobre cine de Javier Marías publicados con anterioridad en Nosferatu, Nickel Odeon, El Semanal, El País y otras publicaciones, entre 1992 y 2004. Su hermano, Miguel Marías, crítico de cine, introduce la obra con un prólogo, El arte de recordar, en el que defiende la necesidad de pensar -también las películas-, pues, el que piensa acerca de lo que ha contemplado lo recuerda, a menudo tan nítidamente que lo ve de nuevo, y no sólo una vez más, sino de otra manera. Con mayor libertad, porque al sustraerse al poder hipnótico del flujo imparable de las imágenes en una pantalla, y al “suspense” intrínseco de toda narración, lo puede mirar -aunque sea mentalmente- a otro ritmo, con holgura para establecer conexiones y asociaciones, para comparar y no quedarse encerrado -como les sucede cada vez más a muchos cineastas- dentro del propio cine. La realidad y las demás artes, narraciones antiguas o posteriores, otros momentos, visiones previas repartidas a lo largo de la propia biografía... arrojan nueva luz, casi sin proponérselo e incluso si uno se resiste a su asalto, sobre las películas, sean recientes (nuevas, al menos, para nosotros) o viejas conocidas de la infancia. Eso es, precisamente, lo que hace Javier Marías en esta muy iluminadora colección de artículos, en los que nos adentramos en su manera de pensar el cine, de interrogarse, de dudar, de hacer hipótesis, de tener ocurrencias, de gastar bromas, de «leer» en las caras y en los gestos, de rememorar y especular, de extrapolar, de tener presente lo que no lo está ya o no se percibe todavía, sólo se intuye, un modo de proceder definitorio, por otro lado, de su literatura entera.
Organizada en ocho bloques temáticos, la antología se cierra con un índice de procedencias, en el que se indican las ediciones originales de los artículos, con mención de las cabeceras de las revistas en las que vieron la luz, junto a la fecha de su primera publicación, y con un muy jugoso Apéndice, con las respuestas de Javier Marías a las encuestas de Nickelodeon sobre mejores películas del cine español, diez películas románticas -que encabeza, cómo no, la que hoy os he comentado-, diez westerns, diez comedias españolas, diez screwball comedies, tres películas sobre Madrid, las diez mejores películas de Billy Wilder, sobre el mundo del cine, del cine francés, de John Ford, de Woody Allen, de la historia del cine (cuatro de ellas han aparecido aquí, en diferentes reseñas, o en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes: El río, de Jean Renoir; El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford; Dublineses, de James Joyce; y, claro está, “nuestro” El fantasma y la señora Muir), las seis mejores películas de Luis Buñuel, las de Nicholas Ray, los mejores actores de Europa, las tres mejores películas de Orson Welles, lo mejor de la obra de Lubitsch, de Chaplin, lo más destacado del cine sobre el deporte, las cinco mejores actrices y los cinco mejores actores que han fumado en una película, y, por fin, las veinticinco películas de nuestra vida.
Muchas de las “nominadas” por Marías en la excepcional revista de José Luis Garci están también entre las comentadas en Donde todo ha sucedido. En la primera sección del libro -El novelista que se fue al cine- el escritor expone la relación, muy estrecha, entre su literatura y su afición al cine (en Los dominios del lobo, su primera novela, “están” El buscavidas y Dulce pájaro de juventud, Desde la terraza y Con la muerte en los talones, Lo que el viento se llevó y Pasión bajo la niebla, Un magnífico bribón y Esplendor en la hierba y mil más; en Todas las almas, El río, de Jean Renoir; en Corazón tan blanco, Macbeth; en Mañana en la batalla piensa en mí, Ricardo III, en su versión de Laurence Olivier; y Recuerdo de una noche, Perdición o Campanadas a medianoche tienen también una presencia significativa en algún otro de sus libros).
Películas con música e insomnio incluidos, recoge sus artículos sobre películas queridas -casi todas clásicos indiscutibles- y alguna aborrecida, la aclamada Dancing in the dark, de Lars von Trier (Qué timo, qué estafa, escribe). En Dos maestros y dos parientes, las reseñas se centran en Ford y Welles, los maestros, y en Jess Frank y Ricardo Franco, cineastas con un vínculo familiar con Marías). Este don tan raro repasa sus preferencias en el estelar universo de actores y actrices, en un listado extenso, inigualable y ejemplar. Las conexiones entre fútbol y cine, dos de las pasiones del escritor, se rastrean en El balón en la sala, quinta sección del libro. La que le sigue, De buena ley, recoge reflexiones generales sobre el cine, incluyendo una sustanciosa polémica con Antonio Muñoz Molina a propósito de Tarantino y la risa en pantalla. En La rueda del mundo se estudia la imagen de ciertas figuras o personajes históricos en sus representaciones cinematográficas, en unos comentarios con una especial presencia de la política. Por fin, en La tentación de salirse se refiere a aspectos “externos” a las películas en sí mismas, premios, productores, doblaje -dos de los artículos, hilarantes, ¿Es usted el Santo Fantasma? y Por la felicidad de los lectores, recogen disparates en las traducciones-, estrategias comerciales, con inclusión de varios apuntes en los que el proverbial -y muy apreciado por mí, quizá por afinidad- carácter maniático del escritor campa a sus anchas.
En fin, tres propuestas muy interesantes, El fantasma y la señora Muir, en su doble versión, literaria y cinematográfica, y Donde todo ha sucedido, el libro de críticas de cine del siempre estimulante Javier Marías. Os dejo ahora con un fragmento de la novela y con una canción, On A Bicycle Built For Two, que suena en la radio en un pasaje del libro. Aquí la podemos oír en la interpretación de Dinah Shore.
—Me iré de Whitchester —sentenció en voz alta y, sentándose en la cama y apartando las sábanas de forma repentina, se dijo de nuevo—: ¡me iré de Whitchester, vaya que sí! ¡Cómo no se me ha ocurrido antes! Es la única solución.
La sensación de libertad que la poseyó fue tal que también ella se puso a cantar mientras se vestía; trozos de melodías que no había entonado desde que era una jovencita de diecisiete años y Edwin Muir se presentó en la casa campestre de su padre para reconstruir el ala de la biblioteca y se quedó para cortejarla. En Nether-Whitley no había jóvenes casaderos que le convinieran, y ella se encontraba leyendo por entonces una novela en la que el héroe lucía un bonito rizo de pelo sobre la frente. A Edwin el cabello le crecía de la misma manera, y su padre, siempre abstraído e instalado en el pasado, mayoritariamente entre los poetas griegos, no era hombre versado en cortes de pelo. La novela terminaba con un beso en el jardín de rosas y con las palabras mágicas «y vivieron felices para siempre», y Lucy Muir, habiendo sido besada en el huerto, no pudo contemplar otro final para su propio romance. Pero el héroe de aquel libro no había sido un hijo único con una madre viuda y dos hermanas de armas tomar que vivieran casi casi en el umbral de casa. No es que su vida hubiese sido infeliz, es que sencillamente no había sido suya en modo alguno. Había sido la vida de la vieja señora Muir, repleta de armarios de medicamentos, y emulsiones con las que frotar el pecho de Edwin por si este carraspeara aclarándose la garganta, y tónicos que debían dispensarse tres veces al día después de las comidas por si él pareciera un poco pálido, y camisetas interiores de franela roja y calcetines de lana rosas para llevar en la cama. Había sido la vida de Helen Gould, y Helen, la hermana pequeña de Edwin, la arrastró para que se uniera a todos los clubes de la ciudad; clubes de bádminton, clubes de cróquet, clubes de arco, clubes de cartas; y había sido la vida de Eva Muir, con grupos de coro, sociedades de teatro y círculos literarios. Lo que quedaba después de todas estas actividades y sus obligaciones caseras le había pertenecido a Edwin. Incluso sus noches habían sido todas de él, y no suyas, en la enorme cama de matrimonio donde el desafortunado hábito que tenía su marido de roncar había sometido los sueños de ella al ritmo de la respiración de él. No le habían dejado nada propio. Le escogían los sirvientes, los vestidos, los sombreros, las lecturas, los placeres, hasta las enfermedades. «Nuestra querida pequeña Lucy parece un poco pálida, que beba una copita de borgoña» y «Nuestra pequeña Lucy, pobrecita, parece que está perdiendo peso, que tome aceite de ricino». Lucy, que detestaba los ruidos, las discusiones y la violencia, les dejaba hacer las cosas a su manera, incluso cuando se trataba de sus hijos, Cyril y Anna. Claro que tampoco es que hubiera tenido hasta entonces tiempo para pensar en que no era así como ella haría las cosas; solo ahora, en la soledad que le brindaba el alejamiento de toda actividad social, y que sus cuñadas le consentían por razón del duelo, empezaba a darse cuenta de que existían otras maneras de vivir que quizá se acomodaran mejor a su forma de ser.
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R.A.Dick. El fantasma y la señora Muir
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