Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de septiembre de 2024

MICHEL DESMURGET. MÁS LIBROS Y MENOS PANTALLAS
 
Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Coincidiendo con el comienzo de cada nuevo curso académico suelo traer aquí libros relacionados, directa o indirectamente, con la enseñanza y el universo educativo, y así ocurrirá también en esta ocasión, en que voy a presentaros un título magnífico, la última publicación de su autor, el francés Michel Desmurget, doctor en neurociencia y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia. Colaborador también de reconocidos centros de investigación como el MIT o la Universidad de California, es responsable de una amplia obra científica y de divulgación, que abarca estudios sobre las neuronas espejo, la influencia de la televisión en el cerebro, los nocivos efectos de las dietas de adelgazamiento y las causas y las consecuencias de la compulsiva adicción a los dispositivos electrónicos por parte de nuestros jóvenes (y de la población en general). 

Me estoy refiriendo a Más libros y menos pantallas, una suerte de continuación de su anterior libro, el exitoso La fábrica de cretinos digitales, que yo presenté en Todos los libros un libro hace ahora cuatro años en una reseña que es, con mucha diferencia, la más visitada -¿la más leída?- de nuestro ya veterano programa. El libro, que traducido por Laura Cortés Fernández apareció en el pasado mes de marzo en el seno de la editorial Península, un sello propiedad de Planeta, lleva un subtítulo muy significativo y que evoca la publicación precedente del investigador francés: Cómo acabar con los cretinos digitales

El libro parte de una constatación inicial, que desencadena la reflexión y el estudio de Desmurget y que permite abrir su análisis a una enorme variedad de interesantes derivaciones. Tras una reunión con editores de literatura infantil y juvenil en la que los asistentes ponderaban, con pasión y entusiasmo, las muchas virtudes y potencialidades de la lectura, fue a su término cuando, tras la ilusionada, optimista, esperanzada y maravillosa magia del encuentro, afloraron las preocupaciones, las dificultades y el derrotismo de una realidad descrita, en general, como el retroceso “de” y “en” la lectura. La aprensión, la angustia incluso, de los editores, los libreros, los escritores, los ilustradores ante esa marcha atrás, ante la evidencia de un mundo -el de los libros- en peligro, se veían acrecentadas por dos fenómenos complementarios: por un lado, la desmesurada ofensiva que los responsables de la industria electrónica del ocio llevan a cabo por cualquier medio para publicitar y defender los supuestos beneficios -de toda índole- para el cerebro juvenil de sus artilugios, dispositivos, juegos y opciones de entretenimiento. Por otro lado, la ausencia de unas correlativas promoción racional, divulgación documentada y reivindicación científica de las constatables ventajas que la lectura proporciona, más allá de las bienintencionadas proclamas, de corte humanista, según las cuales los libros nos hacen mejores gracias a su capacidad para cultivar el espíritu, enriquecer el imaginario, reparar la mente, deshacer la soledad, desmoronar el oscurantismo, fecundar el lenguaje, preservar las memorias colectivas… Tesis todas basadas en experiencias personales, subjetivas, pues, y en especulaciones intelectuales y elucubraciones filosóficas difícilmente extrapolables más allá de su consideración de creencias individuales de quienes las defienden. En definitiva, Demurget llama la atención sobre la ausencia de demostraciones fácticas que acrediten fehacientemente la utilidad “objetiva” de la lectura y que permitan ahuyentar el tópico según el cual se trataría de una práctica reservada de manera exclusiva a esa restringida casta de supuestos espíritus cultivados o, peor aún, de tristes intelectuales que con énfasis a menudo antipático sostienen sus virtudes. Y, en este sentido, y situado aún en la introducción a su libro, avanza el fondo último de su argumentación, citando al lingüista Stephen Krashen: cuando los niños leen por placer, cuando se convierten en “adictos a los libros”, adquieren de manera involuntaria y sin un esfuerzo consciente casi todas esas habilidades que se conocen como competencias lingüísticas y que preocupan a tantas personas: se convierten en lectores eficaces, aprenden un amplio vocabulario, desarrollan su capacidad de comprender y utilizar estructuras gramaticales complejas, adquieren un estilo de escritura adecuado y presentan una buena (aunque no necesariamente perfecta) ortografía. Aun cuando la lectura libre y voluntaria no garantice por sí misma que se alcancen las cotas de alfabetización más elevadas, sí que proporciona, cuanto menos, un nivel aceptable en este sentido. Además, facilita las habilidades que se requieren a la hora de abordar textos exigentes. Sin ella, me temo que, sencillamente, los niños no tendrían ninguna posibilidad de hacerlo. El comentario de Desmurget a este elocuente fragmento es revelador: aquellos menores que leen por placer tienen más éxito en la vida. Es así de simple. Se sienten mucho mejor. Alcanzan logros mayores en todos los ámbitos. La lectura alimenta el conocimiento y la imaginación y desarrolla la empatía, y de ese modo ayuda a que los niños sean cada vez más humanos. Lo que está aquí en juego son las oportunidades de los menores. Nada menos que eso

En este sentido, Más libros y menos pantallas constituye una declaración de utilidad pública de los beneficios de la lectura por placer. Sin desmerecer, por tanto, la lectura placentera, gratuita, no utilitaria -antes al contrario, en el libro se menciona con entusiasmo a Nuccio Ordine y su utilidad de lo inútil-, Desmurget explicará qué provoca el libro en el cerebro de los niños y por qué es fundamental que los menores lean desde su más tierna infancia. Dos cuestiones cuya respuesta se avanza ya desde las primeras páginas del prólogo a la obra: Es así como llegaremos a una conclusión clara, cuyo mensaje puede sintetizarse de la siguiente forma: desde que surgió el lenguaje, la humanidad no ha inventado una herramienta mejor que la lectura para estructurar el pensamiento, organizar el desarrollo del cerebro y civilizar nuestra relación con el mundo; el libro construye al niño literalmente en su triple dimensión (intelectual, emocional y social). Por tanto, la brutal reducción de esta actividad que se está observando entre las nuevas generaciones representa un verdadero desastre para la riqueza colectiva de nuestra sociedad, sobre todo porque la lectura está cediendo terreno a una cultura digital lúdica, que, aunque aporte ingentes beneficios económicos a los diferentes actores de su industria, también provoca un efecto idiotizante —como han demostrado ya de manera irrefutable numerosos estudios científicos— y genera consecuencias negativas probadas, por ejemplo para el lenguaje, la concentración, la impulsividad, la obesidad, el sueño, la ansiedad o los resultados académicos. Y de manera aún más tajante: He rastreado la literatura científica de arriba abajo y en ella no he encontrado mejor antídoto contra la idiotización de las mentes que la lectura: se trata de una verdadera máquina de configuración de la inteligencia en su dimensión cognitiva (que nos permite pensar, reflexionar y razonar) y también, y sobre todo, en su dimensión socioemocional (que nos permite comprendernos a nosotros mismos y a los demás, lo que facilita las relaciones sociales)

Para llevar a cabo su vigorosa defensa de la lectura, el autor organiza su libro en cinco grandes apartados, sostenidos en una extraordinaria abundancia de aparato teórico -el libro tiene casi un centenar de páginas de notas-: La lenta agonía de la lectura, en la que se describe el actual declive del libro entre las nuevas generaciones y sus nocivos efectos sobre su rendimiento académico; El arte de leer, que examina la complejidad de la lectura, una competencia que hay que adquirir y construir de manera lenta y progresiva, incompatible con la celeridad que imponen nuestros vertiginosos días; Las raíces de la lectura, en el que se demuestra la importancia fundamental de la exposición temprana a la lectura para lograr el dominio de esta competencia, y sus dos consecuencias inevitables: el papel insustituible del entorno familiar en el proceso, y la dificultad de la escuela, por su ambiente poco estimulante, para compensar las carencias de origen en relación al asunto; Un mundo sin libros, que muestra la enorme potencialidad de los libros para estructurar el pensamiento, desarrollar la memoria y favorecer la asimilación de conocimientos complejos; y Unos beneficios múltiples y duraderos, en el que se recogen las ventajas —científicamente demostradas— de la lectura para el desarrollo intelectual, emocional y social, así como para el éxito académico de adolescentes y jóvenes. Hay también un epílogo, Convertir al niño en un lector, de índole más práctica, en el que se proporcionan técnicas, herramientas y consejos para desarrollar el hábito lector en los chicos. 

La primera sección del libro, La lenta agonía de la lectura, plagada, como el resto de la obra, de abundantes datos, cifras y apuntes estadísticos, resulta de lectura aterradora y preocupante, dado el desazonador panorama que describe. A partir de algunas preguntas que operan como desencadenantes de su investigación -¿a los niños les gusta leer? ¿Leen? ¿Qué leen? ¿Es cierto que cada vez leen menos? ¿De verdad aumenta el número de lectores «frágiles»?- Desmurget analiza tres grandes cuestiones: el modo en que los niños se “aculturan” con respecto al libro mucho antes de que aprendan a leer, las cada vez más declinantes prácticas de lectura autónoma por parte de niños y adolescentes, constatables en los últimos decenios, y los perniciosos y demostrables efectos que esta reducción de la práctica lectora provoca en la calidad del lenguaje, el dominio de la ortografía, la comprensión de los textos escritos y, como consecuencia evidente, el rendimiento académico de las nuevas generaciones. Así, en este apartado del libro comparecen asuntos de extraordinaria importancia como lo decisivo del acercamiento temprano a los libros por parte de los niños que aún no saben leer, fruto de la lectura compartida por parte de sus padres; el amor -rotundo término que utiliza el autor- que el ser humano manifiesta por las historias, las narraciones, los relatos; la progresiva disminución de este hábito -los padres que leen a sus hijos- a medida que los menores cumplen años; la repercusión que sobre estos hechos tiene el nivel socioeconómico (se lee más en familias en situación desahogada), el sexo y la edad de los padres (más las mujeres y los adultos de más edad), las características de los hermanos (la lectura es más frecuente en el caso de los hijos únicos y los primogénitos) y también el sexo del menor (las niñas son más receptoras de estas lecturas precoces: Una amplia investigación incluso ha demostrado que el hecho de ser varón resta en un tercio la probabilidad de beneficiarse a diario de esta práctica; ayudando a consolidar un estereotipo de género -la lectura como actividad femenina- que, a mi juicio, está lejos de perjudicar a las mujeres, si bien puede explicar las diferencias en el rendimiento académico de niños y niñas en lectura y matemáticas); el fenómeno de la sobreexposición a las pantallas como causa obvia de la disminución de ese tiempo de lectura), con un corolario por lo demás evidente: la trascendencia de la lectura compartida para poder desarrollar las destrezas necesarias para un lectura individual competente (si quieres que tus hijos lean solos, léeles libros, sea cual sea su edad, ¡incluso cuando ya se estén acercando a la adolescencia!). 

Consciente, a partir de las conclusiones de la mejor ciencia existente sobre el asunto, de la importancia de la lectura en la infancia de cara a hacer del niño un lector adulto, el libro explora a continuación los hábitos lectores -en general decepcionantes- de los menores en edad escolar. Desmurget constata -de nuevo con apoyo en investigaciones rigurosas y variadas- que a los niños y los adolescentes les gusta leer, aunque, en contra de los optimistas e irredentos defensores a ultranza de los beneficios de la tecnología, que “contabilizan” la inmersión digital como tiempo de lectura, cada vez leen menos debido, fundamentalmente, a la competencia que representan otras actividades y a la falta de tiempo que ellas generan (el libro ha perdido la batalla del ocio). Los muchos cuadros estadísticos comparados que se nos ofrecen son categóricos al respecto: De media, el porcentaje de «lectores» (que practican esta actividad a diario o casi a diario) se mueve penosamente entre un cuarto y un tercio del total, lo cual significa que la mayoría de los niños a los que les gusta leer... no leen. La única excepción en este sentido es China, que presenta un nivel de «lectores» cercano al 50%. También aquí son relevantes el sexo y la edad del menor y el nivel cultural de su familia. No me resisto a transcribir un fragmento del libro que evidencia la envergadura de este desastre, en palabras del autor: 

Los adolescentes dedican catorce veces más tiempo a sus juguetitos digitales que a la lectura; los preadolescentes, casi diez veces más. Los chicos de entre ocho y doce años que se exponen a diario a los contenidos audiovisuales (telerrealidad, videoclips, series, películas, vídeos...) son dos veces más que los que se exponen a la lectura (un 84% frente a un 44%). En la franja de edad de entre trece y diecisiete años, son incluso casi tres veces más (un 86% frente a un 30 %). Cada año, el consumo lúdico de pantallas devora 112 días de la vida de un alumno de segundo de educación secundaria obligatoria, es decir, 3,7 meses o casi 2.690 horas, el equivalente a tres cursos escolares. En cambio, la lectura solo ocupa siete días, esto es, 168 horas, el equivalente a 0,2 cursos escolares. 

El capítulo recoge muchos más estudios y muchos más datos del mismo tenor, decepcionante y perturbador, sobre todo si se tiene en cuenta que las estadísticas manejadas aceptan un concepto sorprendentemente benevolente de la lectura, que incluye libros, claro está, pero también cómics, periódicos, revistas, blogs, manga, diccionarios, recetas de cocina, obras sobre bricolaje o turismo, y cualquier tipo de acercamiento lector sea cual sea el soporte: papel, electrónico e incluso sonoro, en ordenadores, smartphones, tabletas y lectores digitales. Ello es especialmente alarmante cuando hay numerosos estudios que demuestran que los libros (singularmente los de ficción) influyen en el desarrollo intelectual y lingüístico del niño de una forma mucho más profunda y positiva que los demás tipos de contenidos. En este sentido, Desmurget reacciona de modo airado ante el entusiasmo mediático que, amparado por estadísticas mal entendidas -según las cuales en Francia hay un 86% de lectores-, critica el tufo rancio y la cantinela catastrofista de quienes, como el propio autor, alertan de los peligros de la preterición de la lectura frente a las modernas e invasivas formas de entretenimiento. Si, afirma, nos apartamos del escaparate del marketing y nos centramos en los detalles de la investigación (…) descubrimos entonces que la proporción de personas que leen «a diario o casi a diario en su tiempo de ocio» es del 18%, una cantidad reveladoramente famélica. Y ello, la reducción del tiempo lector, es un proceso en declive permanente constatado en estudios realizados en el mundo entero a lo largo de los últimos cincuenta años. Por citar solo los datos, absolutamente pavorosos, afirma Desmurget, del programa PISA: En 2018, el 49% de los estudiantes del primer ciclo de secundaria de la OCDE aseguraban que solo leían si se los obligaba, un porcentaje ocho puntos superior al obtenido en 2009. Y algo aún peor: más de una cuarta parte de ellos (el 28%) estaban convencidos de que leer es una pérdida de tiempo, lo que supone cinco puntos más que en 2009. No podría haber sido de otra forma, lo milagroso habría sido que [la lectura] hubiese salido indemne de la centrifugadora digital que desde hace treinta años erosiona cada vez en mayor medida la vida de nuestros hijos

Y aquí el libro se abre a un excurso muy lúcido y probablemente también muy polémico, pero que coincide de modo extremadamente fiel con mi propia experiencia profesional, la repercusión de este declive lector en la comunidad docente: Nada evidencia de una forma más clara el retroceso generalizado de la lectura que el mundo universitario. En un capítulo demoledor, en el que se intercalan cifras estremecedoras (entre 1994 y 2015, la proporción de alumnos que accedían a la educación superior sin haber leído «por placer» absolutamente nada en el último año subió del 22 al 33 %. Al mismo tiempo, el número de grandes lectores (aquellos que dedican más de seis horas semanales a esta actividad) cayó del 12 al 8%), se examinan las conductas académicas que resultan del intento de adaptarse a este desplome: la reducción del volumen de lecturas obligatorias prescritas por los profesores, y la disminución de su complejidad o su sustitución por vídeos. En un alarmante bucle, una espiral aciaga, estos actuales universitarios no lectores serán los profesores de mañana, que lucharán por despertar en sus estudiantes un amor por la lectura que ellos mismos no han experimentado jamás, un hecho claramente perceptible en distintos estudios a la par que reconocible en mi ámbito subjetivo, en mi propia trayectoria como profesor en un Máster de formación del profesorado, vinculado, además, a la preparación de oposiciones a los cuerpos docentes (el inciso del libro en el que se glosan los resultados de los candidatos franceses que se presentan a las oposiciones de educación primaria confirma estas inquietantes tendencias). 

Pero es que aparte de leer menos, los niños, adolescentes y jóvenes actuales leen cada vez peor, y Más libros y menos pantallas analiza ese hecho incontestable, estudiando la reducción de las expectativas académicas, con una sorprendente condescendencia con los errores ortográficos, especialmente sangrante por cuanto muchos estudios demuestran que existe una importante correlación entre las competencias en ortografía y las competencias de comprensión del texto; la inexplicable inflación de las notas (los datos de nuestra selectividad así lo corroboran); la disminución del tiempo dedicado al estudio; el empeoramiento del rendimiento intelectual efectivo de los estudiantes; la ostensible mengua de la fluidez de lectura, un marcador muy elocuente de la comprensión de los textos, del éxito académico y del nivel; la simplificación del nivel de complejidad de los manuales y libros de texto; el empobrecimiento léxico de las obras de la literatura infantil y juvenil; la depauperación de la ficción para adultos; la, en referencia llamativa, trivialización que se registra también en el terreno musical, en un fenómeno extrapolable al discurso político. A ello se añade, en paralelo, el disimulo y la ocultación del fracaso a través de métodos que califican como lectores “eficaces” -en todas las etapas educativas- a quienes no son más que analfabetos funcionales. En datos del Ministerio de Educación de Francia (como resulta obvio, dada la nacionalidad del autor, la mayor parte de referentes estadísticos se refieren a dicho país, aunque no parecen de difícil extrapolación -incluso en términos más graves- al nuestro) el 21% de los jóvenes franceses (de entre dieciséis y veinticinco años) presentan dificultades a la hora de leer, y el 10% de ellos son analfabetos funcionales. Este último valor se eleva al 44% en el caso de los estudiantes que han superado la educación secundaria obligatoria (en Francia, una vez cumplidos los dieciséis años) y deciden no seguir estudiando. El saber y la educación, afirma Desmurget, están hoy desconectados, proliferan los titulados carentes de competencias básicas, en particular las lingüísticas (actualmente asistimos a una verdadera disociación entre el título y las competencias intelectuales, en cita del antropólogo Emmanuel Todd). Las cifras que apuntalan estas tesis son abrumadoras: en 1950 se necesitaba un cociente intelectual (CI) superior a 125 para conseguir el título de bachillerato. Hoy en día, en cambio, es posible hacerlo con un CI de 80, cociente con el que no es posible controlar el razonamiento hipotético-deductivo. Todo ello está provocando que para las tres cuartas partes de los adolescentes leer no [sea] más que un ejercicio de comunicación pragmática; esto es: pueden intervenir indignados en X con sus elementales doscientos ochenta caracteres, pueden leer el menú de una hamburguesería o incorporar comentarios triviales a sus vídeos de TikTok, pero son incapaces de acceder a la complejidad de los contenidos más ricos que conlleva la lectura, es decir de leer para pensar y reflexionar, para descubrir e imaginar, para comprender y explicar. Este ya dilatado proceso de empobrecimiento del lenguaje, singular manifestación de la mediocridad de los estudiantes del primer ciclo de secundaria de la OCDE, resulta todavía más “peligroso” si se compara con las evidencias que dan cuenta de los logros de los estudiantes orientales, en particular los chinos. Desmurget cierra esta sección subrayando que frente a las peculiaridades de las sociedades occidentales, que han ido orientando su organización social hacia una economía basada en el consumo, el ocio y el bienestar, con sus inevitables consecuencias (nuestros hijos cada vez leen menos y cada vez pasan más tiempo atiborrándose de pantallas con fines lúdicos), en China, cierto que fruto de una política a menudo autoritaria que proscribe de modo impositivo el uso de los dispositivos digitales, siguen estando interiorizados valores culturales como el rigor, la excelencia, el trabajo y el éxito académico, muy alejados del hábitat en el que se mueven la mayor parte de nuestros jóvenes. 

La segunda sección del libro, El arte de leer, analiza cómo para convertirse en un lector competente es indispensable leer, y leer mucho, además. A lo largo del vasto apartado se estudian las bases biológicas de la lectura y las cualidades que se requieren para ser un buen lector, aspectos ambos que, partiendo del incuestionable hecho de que nuestro cerebro no está “programado de serie” para la lectura y que, por lo tanto su dominio exige una amplia y esforzada práctica, suponen que un joven que no lea más allá de sus tareas escolares obligatorias jamás alcanzará un idóneo desarrollo académico, intelectual y humano. Porque aprender a leer es un proceso largo y difícil, que obliga a modificar toda la organización cerebral algo que depende de la amplitud, la variedad y la riqueza de sus experiencias en este terreno. Así ocurre también con todas nuestras herencias culturales complejas, desde el violín hasta las matemáticas, pasando por la escultura, el béisbol o el ajedrez en las que la adquisición de un elevado nivel de competencia depende menos de la existencia de un supuesto talento que del volumen, la calidad y la diversidad de las experiencias acumuladas. Y es que si el cerebro humano no está diseñado para leer sí lo está para aprender, razón por la que nuestra valiosa plasticidad cerebral solo puede alcanzar todo su potencial si el niño se encuentra inmerso en un mundo óptimo. En estas páginas Desmurget apunta una serie de propuestas -dirigidas sobre todo a los padres de niños y adolescentes- para desarrollar en sus hijos los mecanismos que les permitan absorber conocimientos lingüísticos y culturales suficientes para enfrentarse a las complejidades de la lectura y, en consecuencia, que les faciliten la optimización de sus competencias lectoras. De entre ellos quiero destacar el aumento del volumen de lectura; la negativa a la simplificación ortográfica que propugnan ciertos progresistas idólatras; la necesidad de la temprana y constante inmersión de los niños y jóvenes en los mundos lingüísticos, de potencialidades claramente superiores a la de los universos orales, tanto en la gramática (frases más largas y complejas, estructuras sintácticas de un registro más elevado, recurso más frecuente a la forma pasiva, mayor abundancia de proposiciones subordinadas relativas, conjugaciones menos habituales) como en el vocabulario (más profusión de palabras polisílabas, vocablos “raros” o poco frecuentes, locuciones no acostumbradas), todo lo cual repercute en la solvencia lectora, caracterizada por la solidez lingüística y la riqueza cultural que solo se adquieren leyendo; la combativa oposición al generalizado descrédito de la memoria, supuestamente innecesaria a causa de la abundancia de información en la red. Por desgracia, las prácticas sociales y académicas en boga caminan con frecuencia en la dirección contraria a todas estas recomendaciones, provocando el afligido lamento de Desmurget: la capacidad de los jóvenes [estudiantes de secundaria y universitarios] para razonar acerca de la información disponible en Internet puede describirse con una sola palabra: desconsoladora». Tan desconsoladora que acaba por convertirse en una «amenaza para la democracia»

La tercera parte del libro, Las raíces de la lectura, para mí la menos interesante (pero en ello tienen que ver mis circunstancias personales, algo distantes de la realidad que describe), se fundamenta en una premisa esencial: el aprendizaje es un fenómeno acumulativo. En consecuencia, el autor estudia en esta sección cómo se construyen las bases, orales y no verbales, en las que se cimentan las destrezas lectoras. Se exploran aquí, con abundantes ejemplos relativos al ámbito infantil, los pilares que permiten el conocimiento de la lengua escrita, de las letras y de los sonidos, en particular el aprovechamiento de los espacios cotidianos por parte de los padres para dirigir la atención de sus hijos hacia los textos escritos, su implicación en una amplia variedad de sencillos juegos alfabéticos y fonológicos, las actividades -lúdicas, sin asomo de exigencia, obligación o imposición- pensadas para llegar a dominar las convenciones del mundo escrito, el conocimiento de las letras, así como la conciencia fonológica y la conciencia fonémica, los pasatiempos para estimular las habilidades orales tempranas, tanto en el terreno léxico como en el sintáctico, todo ello indispensable para el posterior éxito lector y, por lo tanto, académico. En síntesis, lo que propugna Desmurget es que si queremos que los niños desarrollen sus capacidades lingüísticas, es necesario hablarles, hablarles mucho y con frecuencia, y hablarles con grados crecientes de complejidad en el vocabulario, los giros gramaticales, la diversidad léxica, la longitud de las frases, la cantidad de las interacciones verbales, la frecuencia de los giros. Otro tanto ocurre con la lectura: De media, 20 minutos diarios de lectura compartida entre el primer y el quinto año de vida del niño representa 1,6 millones de palabras oídas, lo que favorece la creación de redes cerebrales del lenguaje, al contrario de lo que ocurre con los contenidos audiovisuales, cuya acción es funcionalmente desestructurante. Las benéficas consecuencias que entrañan tales sencillas prácticas son abrumadoras: Entre los tres y los nueve años, los niños que cuentan con más recursos avanzan en mucha mayor medida (8.000 palabras) que sus compañeros que parten con menos medios (3.800 palabras). Desmurget menciona el denominado por los especialistas efecto Mateo, en referencia a una célebre frase del Nuevo Testamento: Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene, porque, en relación con la lectura y el aprendizaje, quien más sabe -más conocimientos, más léxico, más competencias- más podrá aprender. Ese abismo de 4.200 palabras separará de por vida, con efectos casi irreversibles, a los alumnos privilegiados de los más desfavorecidos. 

Los apartados cuarto y quinto del libro son, desde mi punto de vista, los más sugerentes. Partiendo de una cita de Fahrenheit 451, el clásico de Ray Bradbury, que recoge los comentarios de los “bomberos” ante la reacción de una mujer que se deja quemar por no separarse de sus libros (Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar [,] para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada), Desmurget investiga qué puede ser ese “algo” único que explique la fundamental aportación de los libros a la evolución de la humanidad y justifique los beneficios múltiples y duraderos que los libros nos proporcionan. En el primero de los frentes, la indagación acerca de ese “intangible” (solo en apariencia) que ha provocado la furibunda y aniquiladora reacción de los tiranos de cualquier época y que hoy en día lleva a los idólatras de la tecnología a denostar los libros como objetos vetustos, arcaicos y obsoletos, incompatibles con el vértigo innovador que constituye el acelerado signo de nuestros tiempos, sostiene el investigador francés que el libro sigue siendo el soporte de aprendizaje más adecuado para el funcionamiento de nuestro cerebro. En particular, su estructura lineal y preorganizada, la presentación jerarquizada de la información, su capacidad para activar la atención, lo convierten en la opción más eficaz para cablear el cerebro de un niño, con indudables y demostradas ventajas con respecto a los otros medios sonoros, visuales y electrónicos que, pudiendo ser útiles en ciertos dominios del aprendizaje, palidecen, sin embargo, ante la eficacia de los libros a la hora de facilitar la representación de conocimientos complejos y exigentes, y, por lo tanto, su memorización y su asimilación, de minimizar las distracciones y concentrar la atención y, en definitiva, de mejorar la comprensión. El lector se encuentra en esta parte de la obra con una ardorosa defensa del potencial único del libro y una no menos vehemente crítica a las modernas tesis que sostienen que las potencialidades de internet -con sus ilimitadas posibilidades para acceder y compartir conferencias, vídeos de debates, tutoriales, etc.- arrumban el libro en el desván de los anacrónicos restos de otra época además de suponer el paradigma de la democracia, al facilitar la “autodidaxis”, el aprendizaje autónomo y permanente, individualizado y no sometido a la uniformizadora educación “vertical” y autoritaria. Bien al contrario, sostiene Desmurget, estas prácticas de supuesto aprendizaje autónomo, no solo no nutren la democracia, sino que la erosionan, la ponen en peligro, porque sin saberes y conocimientos previos consolidados, la panacea de esa liberadora navegación por internet, es todo menos fecunda y emancipadora, pues como se deduce de medio siglo de estudios precisos y coincidentes (…) los conocimientos generales, las habilidades lingüísticas y las capacidades de comprensión que se adquieren a través de la lectura de libros (ya sean narrativos, divulgativos, científicos, epistolares, etc.) constituyen una condición imprescindible para que la navegación por Internet sea productiva y, en consecuencia, para que el lector pueda formar criterio solvente, construir su pensamiento crítico, manejar información rigurosa, contrastada y veraz y, en definitiva, ser capaz de resistir de manera lúcida y libre a las manipulaciones, los bulos, las fake news y las delirantes teorías conspiratorias. 

Pero es en la última y espléndida sección de la obra, Unos beneficios múltiples y duraderos, en donde se refleja con más detalle la utilidad y el provecho que nos aporta la lectura individual. Así, el autor demuestra, con afirmaciones en algún caso categóricas (Sin libros no hay lenguaje evolucionado) pero siempre científicamente probadas, las incontrovertibles ventajas de la lectura para potenciar la dimensión intelectual de la persona (inteligencia, lenguaje, etc.), para desarrollar sus habilidades socioemocionales (empatía, comprensión del prójimo, etc.) y, claro está, para la consecución del éxito académico. Se presentan datos muy elocuentes sobre las repercusiones de la lectura temprana y frecuente (sobre todo de libros de ficción) en el aumento del cociente intelectual verbal, un índice muy revelador del cociente intelectual general; en el desarrollo del vocabulario y de la ortografía; en el incremento de la calidad léxica; en la posesión de una sintaxis más elaborada, una ortografía más fiable, una mejora de las capacidades narrativas, tanto en la lengua oral como en la escrita; en el crecimiento de las habilidades de comunicación; en la estimulación de la creatividad; en la construcción de una cultura general entendida como un sólido repertorio de saberes generales (historia, geografía, filosofía, música, pintura, cine, literatura, geopolítica, deporte, religión, economía); en el aumento de su capacidad de razonamiento; en la mejora del autoconocimiento, la comprensión de los estados interiores, las emociones, los pensamientos, los deseos y las motivaciones propios y ajenos, así como las interacciones sociales e interpersonales. En consecuencia, la lectura -y las capacidades que de ella se derivan- condiciona el desarrollo intelectual (La lectura es la disciplina universal sobre la que se construyen todas las demás) y emocional, afecta a los resultados académicos y permite incluso prever el nivel de empleo, la tasa de paro y los ingresos salariales (en 2019 en Francia alguien que hubiese realizado estudios superiores ganaba de media dos veces más que alguien sin título universitario (21.930 € frente a 42.790 €*) y se exponía a un riesgo de desempleo tres veces menor (5,3 %, frente a 14,4%). Esta mejora de las condiciones de vida suele dar lugar a personas más felices y con mejor salud, en líneas generales). 

Por todo ello, la propuesta de futuro de Desmurget, que esboza al término de su inagotable y fecundo libro, es, a la vez, muy sencilla y extraordinariamente compleja. Una dedicación relativamente modesta de entre 20 y 30 minutos diarios, si se mantiene en el tiempo, acaba proporcionando importantes beneficios; he aquí la simplicidad. Pero dicha cifra representa una tercera parte del tiempo que los estudiantes del primer ciclo de secundaria dedican diariamente a sus videojuegos, lo que revela la dificultad de la tarea. La apuesta está sobre la mesa de padres y educadores, formulada de modo muy nítido en este fragmento con el que cierro esta ya muy larga reseña de un libro excelente que os recomiendo muy vivamente: 

A menudo nos desesperamos por buscar el modo de cambiar las “competencias” de los niños. Pues bien, resulta que existe al menos un hábito, parcialmente maleable, que permite por sí solo desarrollar estas “competencias”: ¡leer! Una noticia que resulta especialmente alentadora si tenemos en cuenta que aquí no estamos hablando de una tortura literaria, sino de un trabajo moderado, de unos 30 minutos diarios. Es muy poco si lo comparamos con el tiempo de ocio que pasan nuestros hijos cada día con sus pantallas,91 pero es enorme si tenemos en cuenta los beneficios concretos que aporta para su éxito académico. Porque, al fin y al cabo, si sumamos todas las plusvalías acumuladas (lenguaje, conocimientos, creatividad, habilidades socioemocionales, etc.), nos daremos cuenta de que el tiempo que se destina a la lectura personal acaba teniendo un gran peso en la trayectoria escolar de las personas y, más adelante, en la fisionomía de su carrera profesional. Un niño que lee no solo agranda su presente: también construye su futuro. 

Como clausura musical del espacio, un tema, no relacionado directamente con el objeto del libro, pero que aparece, sin embargo, citado en él. Il jouait du piano debout (Él tocaba el piano de pie), compuesto por Michel Berger. Aquí os lo dejo en la sesentera interpretación de la legendaria France Gall, una de las más conspicuas “chicas yeyé” francesas.

Videoconferencia
Michel Desmurget. Más libros y menos pantallas

miércoles, 4 de septiembre de 2024

MIGUEL DE CERVANTES. EL QUIJOTE 

Buenas tardes. Bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro. Alberto San Segundo, como responsable del espacio de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca, os saluda y os invita a compartir con nosotros una nueva temporada, la decimoquinta, del programa. En estas emisiones de inauguración estacional siempre hay un tiempo para explicar, a quien no siga normalmente o no conozca nuestra trayectoria, la génesis, el propósito, el planteamiento y el “espíritu” que me guía desde que, en octubre de 2010, me lancé a esta para mí estimulante experiencia en la emisora universitaria salmantina. Así ocurrirá igualmente esta tarde, aunque ello se producirá solo en la versión radiada del espacio y en su correspondiente difusión en YouTube, a través del diálogo con Elena Villegas, mi interlocutora ya habitual, integrada de modo natural en la lógica de Todos los libros un libro. 

Pero como ese recordatorio de la idea que inspira el programa suele ejemplificarse en algún libro con el que abrir las recomendaciones de la temporada, he pensado que qué mejor que empezar con un clásico indiscutible, la obra mayor de la literatura española, el Quijote de Miguel de Cervantes. Hay también, además de esta razón incontrovertible -el Quijote es “el” libro por excelencia-, un motivo de relativa oportunidad, que tiene que ver con la reciente publicación, hace apenas unos meses, de una nueva y muy singular edición de la imperecedera obra cervantina. El 15 de mayo pasado, la editorial Destino, en su legendaria colección Áncora y Delfín, presentó, reunidos en un atractivo cofre, dos libros que recogen otras tantas “versiones” -vamos, por ahora, a llamarlas así- de la novela. Con un total de 2056 páginas, la publicación recoge, en su primer volumen, el texto “canónico” del libro -o al menos uno de ellos, el de la edición de Alberto Blecua para Austral- y, en el segundo, la sorprendente “traducción” moderna al castellano actual llevada a cabo por Andrés Trapiello en 2015; alternando, en un recurso tipográfico usual en los libros de poesía, la “versión original” en las páginas pares y la “traducida” en las impares.

Como se puede comprender teniendo en cuenta el título del que os hablo, mi recomendación de esta semana no necesita demasiado énfasis ni especial entusiasmo en su defensa, puesto que se trata de un título tan leído, tan ensalzado, tan estudiado, tan indiscutible, tan unánimemente valorado que cualquier comentario que yo pueda hacer ahora resulta, sin duda, superfluo. Y es que el Quijote, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la fundacional novela de Miguel de Cervantes, no necesita ni presentación, ni recordatorio, ni glosa, ni sugerencia ni consejo alguno que puedan aportar un ápice de valor a la ingente cantidad de escritos y textos y reflexiones e ideas ya vertidos, a lo largo de sus más de cuatrocientos años de vida, sobre el gran título de referencia de la literatura española y aun de la universal. Limitaré, pues, mi reseña a comentar las singularidades de esta novedosa última edición, con un muy breve apunte sobre el primero de los dos volúmenes y glosando con más detenimiento la atrevida apuesta de Trapiello. 

Con respecto a la edición “clásica” del texto, hay, como puede suponerse, infinidad de publicaciones desde su aparición, bien superados ya los cuatro siglos. Os recomiendo un estupendo artículo de Juan Carlos Mainer en El País con ocasión del centenario quijotesco: Para elegir nuestro 'Quijote', para conocer la trayectoria editorial del libro. En relación con la que ahora os sugiero solo quiero comentar que su responsable, Alberto Blecua, prestigioso filólogo y cervantista español, miembro de la Real Academia de la Lengua, fallecido hace ya cuatro años, había presentado en 1998 un Quijote, sin notas ni “aparato” teórico, en la colección Austral, de amplio recorrido, más de setenta y cinco años de vida, en nuestro mundo editorial. En 2008, con ocasión de la llegada de la colección a su número 500, la editorial responsable, Espasa-Calpe, dio a la luz, de nuevo, la novela, pero esta vez con un sustancioso prólogo y un abundante cuerpo de notas y referencias bio-bibliográficas del propio Blecua. Es éste el texto -sin el preámbulo de Blecua- que nos encontramos en el primero de los dos tomos de la caja que ahora nos ofrece Destino. 

Con respecto al otro tomo, quiero recordar que en 2015, aprovechando el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del libro, cuya dedicatoria al Conde de Lemos aparece fechada el último día de octubre de 1615, ya traje a Todos los libros un libro la versión -y dudo ya de inicio sobre la pertinencia del uso del término- que hace Andrés Trapiello de la incuestionable obra maestra; un libro que había visto la luz ese mismo año, en una iniciativa a mi juicio muy interesante y elogiable, aunque a la vez extraordinariamente controvertida, muy polémica, discutida de un modo acalorado, y que ha producido, en consecuencia, ríos de tinta en los círculos periodísticos, culturales y literarios, que no siempre son del todo endogámicos o cerrados, y por ello también en blogs y redes sociales. Y tanto debate y tantas opiniones sobre el asunto hacen, quizá, superflua esta reseña -¿cuáles no lo son?-, no solo por la notoriedad de la obra comentada sino también porque ya sean conocidos la mayor parte de los términos de la discusión. 

Andrés Trapiello, que a lo largo de su ya dilatada carrera como escritor -y no creo que él acepte el deportivo y fatigoso término para describir su experiencia literaria- ya había dado muestras de un enorme interés, un profundo conocimiento y una apasionada dedicación a la obra cervantina, con numerosas publicaciones de inspiración quijotesca, ya sea directa -con, entre otras, dos novelas “continuación” del Quijote: Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza y otras suertes-, ya indirecta -por ejemplo, Las armas y las letras, uno de sus ensayos más sugestivos, es un título nacido del Quijote-, ya “mediopensionistas”, con infinidad de referencias a la obra de Cervantes “infiltradas” en su poesía, ensayos, novelas y diarios; Andrés Trapiello, como digo, ofreció en ese 2015 una edición espléndida de la editorial Destino, su “traducción” de Don Quijote de la Mancha a nuestra lengua de hoy (puesto al castellano actual íntegra y fielmente, en la expresión del autor… ¿autor?). De ella, de su arriesgada y sugestiva propuesta (y no de la maravilla de la obra en sí, ya, como he señalado, suficientemente analizada e interpretada y comentada; doctores tiene la Iglesia literaria -y en particular la cervantina y aun la quijotesca- mucho más competentes que este lector aficionado), de su audaz propósito y su original planteamiento, de sus benéficas intenciones y sus considerables logros, de sus muchas aportaciones positivas y sus escasos aspectos discutibles, quiero hablaros esta tarde. 

¿Cuántos, de entre vosotros, habéis leído “de verdad” el Quijote? Es sabido que en cualquier ámbito medianamente ilustrado suena a blasfemia confesar que no se conoce esa obligada referencia de la literatura universal, es sabido también -precisamente por ello- que son -¿somos?- innumerables los españoles que afirmamos haberlo leído sin, en realidad, habernos adentrado en sus páginas más allá de una mirada epidérmica. Es por eso que quiero contaros, para facilitar vuestra respuesta sincera -y silenciosa-, mi propia aventura personal -quizá “aventura” sea un término excesivo- con el gran clásico. Yo “leí” por primera vez el Quijote en el colegio, en aquella entrañable -y revisada hoy, ilegible- edición de Austral, antecedente de la presentada y glosada ahora por Blecua. Ilegible por el tipo de letra, por la mala calidad del papel y, sobre todo, por el ininteligible -para un adolescente- castellano en que estaba escrita. Sobra decir que me salté numerosas páginas, que prescindí de todos aquellos pasajes que no lograba entender -una infinidad-, que me quedé con los aspectos más superficiales -y reconocibles- de la historia y que, en definitiva, ni comprendí ni disfruté casi nada del libro (y con estas premisas ¿puede afirmarse, realmente, que lo haya leído?). Creo, además -pero esta es, probablemente, una reflexión elaborada a posteriori y, en consecuencia, quizá falsa-, que esa nefasta experiencia inicial creó en mí una no diré antipatía, pero sí una especie de temor reverencial, de respeto solemne, hacia el Quijote, hasta el punto de que no volví a “enfrentarme” a él hasta varias décadas después. 

Ello ocurrió cuando con ocasión de su cuarto centenario, en 2005, Francisco Rico publicó la que entonces parecía edición definitiva del Quijote, patrocinada por la Real Academia de la Lengua, un inabarcable volumen, repleto de erudición, que además del texto íntegro de la novela recogía numerosas notas, diversos apéndices, un completo glosario e interesantes artículos de académicos sobre la lengua de Cervantes y el Quijote y también otras aproximaciones a la novela, sus personajes y el autor, de Vargas Llosa, Francisco Ayala, Martín de Riquer y el propio Francisco Rico. La apabullante edición cumplió en mí -sin duda- su pretendida finalidad didáctica, pero no logró despertar el placer de su lectura, interrumpida esta constantemente por la consulta de las ingentes notas, las aclaraciones terminológicas, las muy frecuentes visitas al diccionario. No estoy del todo seguro, pues, de que tampoco en esta ocasión pueda decirse que “leí” el Quijote, pues como había ocurrido más de treinta años atrás fueron muchos los fragmentos preteridos, muy abundantes los saltos, continuas las omisiones, considerables las lagunas, frecuentes las exclusiones y, lo más importante, intensa la sensación de no haber “penetrado” en el libro, mucho menos disfrutado de él. (Por cierto, esta edición a la que me refiero ha sido la base de la que, también en 2015, aprovechando el centenario de la segunda parte, aparece como “definitivamente definitiva”, igualmente a cargo del ubicuo profesor Rico: dos voluminosos tomos, de 1.345 y 1.967 páginas, respectivamente, que incluyen por un lado el texto íntegro profusamente anotado y por otro grabados, mapas, anexos y estudios de decenas de especialistas que incorporan los nuevos hallazgos de la investigación sobre el clásico, revisan el texto a partir de sus incontables ediciones, corrigen las erratas y confusiones que se han mantenido a lo largo de los siglos y, en cierto sentido, esclarecen y “fijan” el contenido de la obra maestra). 

Y entonces, ¡¡por fin!!, aparece la versión de Trapiello. Andrés Trapiello, cervantista confeso, que ha “compartido” gran parte de su existencia con el Quijote, entrega -bien que simultaneándolos con otras, muchas, notables actividades: diarios, novelas, ensayos, poemas- catorce años de su vida a verter el libro al castellano actual. Un castellano que mantiene los rasgos estilísticos, los juegos literarios, las referencias, el humor y todas las claves de la obra originaria, así como la voz genuina de los personajes, pero haciéndolos comprensibles, accesibles, al lector de nuestros días. No se olvide que, como indica en la obra Sansón Carrasco, la historia que el Quijote narra es tan clara que no hay nada en ella que resulte difícil: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran, y esa claridad no era perceptible hasta ahora más que para el académico y el experto, el estudioso, el investigador y el erudito. El trabajo del “traductor”, minucioso y lleno de rigor, le ha llevado a manejar decenas de posibilidades en cada caso antes de dar con el término preciso que conciliara la fidelidad al espíritu primigenio del libro con la adecuación a la lengua de hoy (de esa espléndida “conciliación” da cuenta, por cierto -y de manera admirable-, la magnífica portada del libro, obra de un Guillermo Trapiello probablemente hijo del autor, reconocible tras esa G. tan reiterada en sus diarios). A modo de único ejemplo -no hay tiempo para más- destaca la opción escogida para sustituir, en el conocido comienzo del libro: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, esta última expresión “lanza en astillero” (colgada en una percha para lanzas, en el sentido que le da el diccionario académico) desconocida para cualquier lector medio, entre los que me encuentro. Las alternativas manejadas fueron: en astillero, en su astillero, en su astilero, en un perchero, en una percha, en un trastero, en el trastero, polvorienta, ya embotada, arrinconada, en un rincón, ya herrumbrosa, ya oxidada, en el desván, en un desván, en el armero, ya en olvido, vieja y sucia, de otro siglo, ya a trasmano, ya en desuso, en la reserva, en su retiro, retirada, licenciada, hasta llegar, tras consultas, conversaciones, estudios e indagaciones varias a ese ya olvidada que le pareció la opción finalmente más ajustada (aunque en una edición posterior, de 2019, prefirió la locución “ya en espera”). Sin embargo, y ello da prueba de la complejidad y la correspondiente dificultad de la tarea afrontada por Trapiello, en esta última edición de 2024 se incluye un nuevo prólogo del escritor leonés en el que, entre otros asuntos, se nos informa de otra rectificación de la traducción del consolidado “lanza en astillero”. Elige ahora el “traductor” la expresión “lanza en ristre”, pues, desde ese lejano 2015, un investigador y archivero sevillano, José Cabello Núñez, ha encontrado tres firmas de Cervantes y varias decenas de documentos históricos sobre su vida que han contribuido a esclarecer el significado de la “escurridiza” frase. Y es que no estamos ya ante una lanza arrumbada en un almacén, un desván o un perchero y, por tanto, olvidada, fuera de uso, sino, por el contrario, en un arma “viva”, a punto de ser utilizada, pues, según la documentación recientemente conocida, algo -unas mercancías, un libro, determinadas partidas de algún tipo de bienes- “puesto en astillero” tendría el significado de “ya a punto”, “presto”, “dispuesto”, al modo en que un barco en astillero está ya listo para zarpar. Deduce ahora, pues, Trapiello, que el sentido figurado último de la expresión revela a un personaje ya impaciente. Al decir de su autor no quería ‘aguardar más tiempo para poner en práctica su pensamiento’ [en frase del segundo capítulo de la obra]. Este no era otro que el de salir de inmediato a buscar aventuras

Como puede deducirse, el proyecto -aparte de arduo y casi interminable- es arriesgado y discutible, lo es en sí -¿había necesidad de “traducir” el Quijote?- y lo es en sus resultados -¿son oportunas todas las propuestas ofrecidas por el “intérprete”?-, pero ni yo soy un experto ni son estos el lugar ni el tiempo adecuados para hacerlo. Además, como al término de esta reseña os dejo el esclarecedor prólogo escrito por el propio autor -junto a las palabras preliminares de Mario Vargas Llosa- en el que presenta “algunas razones” que justifican su a mi juicio meritoria y elogiable y sobresaliente y, sobre todo, necesaria labor, no tiene tampoco sentido el que me detenga yo ahora en ellas. 

Os diré tan sólo -y vuelvo de nuevo a mi experiencia personal- que, por fin, he leído de cabo a rabo y en un arrebato entusiasmado el Quijote, el Quijote de Trapiello, sí, pero sobre todo -así lo creo- el Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra que resuena aquí, con toda su frescura, con todo su ingenio, con toda su profundidad, con todos sus registros, con toda su “música”, con toda su sabiduría -libresca y vital-, con toda su humanidad, con todos los rasgos que han hecho de él una magna creación del espíritu humano. La experiencia, creedme, ha resultado inolvidable: no se puede imaginar la ilusión con la que he gozado -y no exagero en el verbo- de una inconmensurable obra maestra, con la que me he lamentado -un lamento en el fondo alegre- por no haber podido hacerlo antes, y con la que me lanzado a releer el texto “auténtico”, el originario Quijote escrito en el fecundo castellano del siglo XVI. Mi enhorabuena ferviente, pues -una vez más-, a Andrés Trapiello por su valiente y necesaria propuesta y, sobre todo, por sus deslumbrantes logros. 

Pero como dice también el bachiller Sansón Carrasco al comienzo de la segunda parte del Quijote, es grandísimo el riesgo al que se expone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerlo tal que satisfaga y contente a todos los que lo lean, y así ha ocurrido en este caso, con un apasionado debate -furibundo en ocasiones, os invito a entrar en el blog de otro poeta, José Luis García Martín, para comprobarlo- entre entusiastas y detractores de la iniciativa de Andrés Trapiello. Fernando Aramburu, Félix de Azúa, por un lado, y el citado José Luis García Martín o Alberto Manguel por otro han sido algunos de los nombres que han terciado en la polémica, muy instructiva aunque inexplicablemente agria en algunos casos (mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son hacer bien a todos y mal a ninguno, dice don Alonso Quijano, y uno ve a Trapiello guiándose por idénticos propósitos, que excluirían el tono ofensivo de algunas intervenciones en la controversia). 

En fin, no hay tiempo para más. Bienvenidos una temporada más a Todos los libros un libro que se abre con esta muy entusiasta recomendación, este doble Quijote, de Alberto Blecua y de Andrés Trapiello que pone a nuestro alcance toda la belleza y la genialidad de la obra originaria. Os dejo con una breve pieza musical, de las muchas que -como en tantos otros campos del arte- ha generado la obra cervantina. Se trata de tres de las célebres canciones de Maurice Ravel, en la obra Don Quichotte á Dulcinèe, interpretadas en este caso por el afamado barítono alemán Dietrich Fischer-Diskau. 


El Quijote, hoy. Mario Vargas Llosa. Madrid, febrero de 2015 

En los años sesenta, cuando yo viví en París, André Malraux, ministro de Asuntos Culturales del general De Gaulle, provocó una ruidosa polémica con su decisión de limpiar las fachadas de todos los grandes edificios clásicos que albergaba Francia. Hubo violentas protestas de eruditos y académicos según los cuales era una verdadera herejía privar a los grandes monumentos históricos de la reverente pátina con que los habían recubierto los siglos. Sin embargo, tiempo después, cuando los tiznados y las manchas de polvo y mugre que los envolvían fueron desapareciendo y las maravillas arquitectónicas de Notre Dame, el Louvre, la Tour Saint-Jacques, los puentes sobre el Sena, aparecieron con su cara limpia y todos pudieron admirar en su esplendor primigenio la delicadeza de sus detalles, los logros y bellezas de esas joyas intemporales, prevaleció una suerte de unanimidad respecto a la sabia decisión del autor de Las voces del silencio de actualizar el pasado cultural y volverlo presente. 

No me sorprendería que hubiera una polémica semejante en el mundo de la lengua española con la audaz empresa de Andrés Trapiello de la cual es resultado este libro. La suya ha sido una obra de tesón y de amor inspirada en su conocida devoción por el gran clásico de nuestra lengua. A lo largo de catorce años, a medida que leía y releía El Quijote, ha ido también, de manera cuidadosa y reverente, buscando equivalentes contemporáneos de palabras y expresiones a las que, por haberse distanciado de nosotros en el tiempo y el uso, el lector contemporáneo común y corriente no tenía ya acceso. En la versión de Trapiello la obra de Cervantes se ha rejuvenecido y actualizado, como el Louvre o Notre Dame, sin dejar de ser ella misma, poniéndose al alcance de muchos lectores a los que el esfuerzo de consultar las eruditas notas a pie de página o los vocabularios antiguos disuadía de leer la novela de Cervantes de principio a fin. Ahora podrán hacerlo, disfrutar de ella y, acaso, sentirse incitados a enfrentarse, con mejores armas intelectuales, al texto original.



Algunas razones. Andrés Trapiello Madrid, 20 de febrero de 2015

A la memoria de la Institución Libre de Enseñanza y de las Misiones Pedagógicas

Durante los catorce años que he tardado en pasar el Quijote de su castellano original al nuestro, me he acordado a menudo de la Institución Libre de Enseñanza y de las Misiones Pedagógicas. Los días que resultaba una tarea demasiado quijotesca, me decía por alentarme algo: «Ánimo, esto es lo que habría querido don Francisco Giner, en esto trabajaron las Misiones Pedagógicas; alguien ha de devolver a tantos lectores lo que es suyo, la savia y espíritu no sólo de la literatura, sino de nuestra propia vida». Y recordaba a una gran parte de esos lectores, españoles e hispanohablantes, que, a diferencia de los de cualquier otra lengua a la que esté traducido, no han podido leer el Quijote, obligados a hacerlo en un castellano del siglo XVII que ni hablamos ni a menudo entendemos cuando lo leemos. «Cuántos de esos lectores -me decía también- habrán empezado su lectura una y mil veces, y para cuántos el mismo Quijote ha sido uno de esos molinos de viento cuyas aspas, quiero decir, cuyos hipérbatos, tiempos verbales y léxico arcaicos los descabalgan en cuanto se le acercan, rematándolos luego con alevosía las cuchilladas de mil notas a veces enfadosas y poco claras».

Lo dice muy bien Vargas Llosa en las palabras que abren esta edición, y antes Juan Ramón Jiménez, el amigo de Giner: «Cervantes es nuestro Homero, y al mismo tiempo, nuestro mar de lenguas, olas y ondas que hablan, como sirenas, en español, y para siempre, como habla el mar, para él mismo, siempre del mar, que también cambia de lengua, como cambia la lengua de los libros por transformación natural y la lengua de las bocas; y que un día, cuando acaso se haya transformado el español en otra lengua y tenga que traducirse como hoy el latín o el arábigo español, habrá que traducirla como un poeta pudiera traducir el mar, la lengua misteriosa del mar que parece tan clara y tan corriente».

Como a Pierre Menard, el personaje de Borges, me habría gustado que después de haberlo aderezado de nuevas, el Quijote siguiera aquí tal y como Cervantes lo escribió, sin haber cambiado ni una coma. Pero no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, habría dicho Sancho Panza. No se puede pasar el Quijote de ayer al de ahora sin dejar algunas cosas por el camino; unas no se echarán de menos, pero cómo no recordar aquel fabuloso «¡No milagro, milagro, sino industria, industria!».

El sino del Quijote es haber sido, desde su origen, un libro traducido. Cervantes cedió a un proscrito, a un autor arábigo, Cide Hamete, la gloria de escribirlo, y le pidió a otro que encontró en el alcaná de Toledo que lo tradujera «a nuestro vulgar castellano». Vulgar no por zafio, sino por hablarlo la gente, el vulgo, en una época en la que el vulgo tampoco era vulgar, o al menos como lo es ahora. Y a eso vamos, a que ha habido que traerlo de aquel «castellano vulgar» al de ahora, acaso no tan expresivo como el de Cervantes, pero con el que hemos de vérnoslas para decir lo nuestro como él dijo lo suyo.

¿Hablamos aún la lengua de Cervantes? Sí y no. Por suerte estamos mucho más cerca de ella que un griego actual del de la Ilíada, o que lo están del latín, del que proceden, las lenguas romances. Pero en estos cuatro siglos el idioma español, siempre vivo, se ha movido, y ese ha sido precisamente uno de los escollos de mi trabajo, enfrentarme al deslizamiento de significado de no pocas palabras, tiempos verbales y giros.

Ejemplo de esas palabras es discreto, en época de Cervantes juicioso, inteligente, agudo, prudente, sagaz, y también discreto. El lector de entonces sabía interpretarla, acentuarla, diríamos, conforme al contexto, de una manera o de otra, y lo mismo ocurre con muchas más que usamos en sentido muy distinto (liberal o puntual, por ejemplo). Algunas incluso ni siquiera existían en tiempos de Cervantes y una errata en el Quijote, libro sobre el que se estableció la norma de nuestra lengua, les dio carta de naturaleza; fue el caso de lercha, que pese a la oportuna restitución de Francisco Rico como percha, aquí sigue apareciendo como lercha, usada desde entonces, porque después de cuatro siglos esta palabra se ha ganado el indulto, siquiera como fantasma del majestuoso castillo que es el Quijote.

Los tiempos verbales, principalmente los subjuntivos, hoy desusados en buena medida, no son tampoco trabas menores que tiene que sortear un lector actual, al igual que el empleo de las preposiciones o el de un hipérbaton que tanto tiene de laberinto para nosotros. En cuanto al infinito número de refranes, giros y locuciones populares, en buena parte olvidados, siguen y seguirán siendo fuente de eternas controversias.

Yo sé que es muy difícil poner el Quijote en castellano actual al gusto de todos sus lectores, porque cada uno de nosotros trae un Quijote y un castellano propios en la cabeza. Si me hubiera sido posible, habría tenido en cuenta la opinión de todos, porque pensar que sólo yo iba a tener las soluciones más atinadas sería de tontos. Por eso mismo no es una tarea que pueda acabarse nunca.

Cuántas vueltas habré dado a muchos pasajes de este libro, cuántas lo habré reescrito. Durante unos meses tal o cual frase me parecía bien de una forma, pero tras consulta con dos o tres amigos, acababa cambiándola y, pasado el tiempo, la volvía a cambiar. Sólo sus doce primeras palabras, esas que se saben de memoria incluso los que no han leído el Quijote («En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme»), siguen tal cual, y si he vencido la tentación de traducir, como debiera, lugar por pueblo o aldea, o no quiero por no llego a, ha sido sólo por comprender que en ese comienzo memorable, como en el Partenón, está excusado cualquier arreglo.

El Quijote es, como tantos clásicos, más un libro estudiado que leído, pero si queremos que vuelva a ser una historia leída como lo fue en su tiempo («porque es tan clara que no hay nada en ella que resulte difícil: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran», dice el bachiller Sansón Carrasco), ha de tenerse muy en cuenta a quienes la han estudiado y editado concienzudamente. Sin ellos no es probable que nadie hubiera podido entenderlo cabalmente.

Yo he tenido presentes unas cuantas ediciones, como es natural; citaré sólo tres: Hartzenbusch (una especie de Sherlock Holmes dotado de un finísimo instinto), Rodríguez Marín (monumental siempre) y Rico (que tanto ha hecho para fijar el texto original). Aunque a veces no haya podido seguirla todo al pie de la letra que me habría gustado, ha sido la de este último la que me ha servido de pauta.

Los estudiosos del Quijote se han debatido siempre entre estos dos extremos: lo que está escrito (conforme a lo que se publicó en las principes y ediciones significativas) y lo que pudo haber querido decir Cervantes.

Esto último no es fácil de dilucidar en nadie; en Cervantes, menos que en ningún otro.

El Quijote es una novela tan hablada como escrita, y aunque a menudo lo primero que se marchita sea el habla, no invalida aquel «quien escribe como se habla irá más lejos y será más hablado en lo porvenir que quien escribe como se escribe», que decía Juan Ramón y que le viene a Cervantes como anillo al dedo. De modo que traducir el Quijote es devolverlo al habla nuestra, en la medida de lo posible, tratando de que vuelva a ser un libro tan hablado como escrito.

En la imprenta en la que entra don Quijote en Barcelona, le es presentado alguien que acaba de traducir un libro del italiano, y don Quijote cruza con él unas palabras, para acabar diciéndole: «Traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, están llenas de hilos que las oscurecen y no se ven con la claridad y color del derecho; y traducir de lenguas fáciles ni requiere ingenio ni buen estilo, como no lo requiere el que copia ni el que calca un papel de otro papel. Y no por esto estoy diciendo que no sea loable este ejercicio de traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre que le trajesen menos provecho».

En esto último lleva razón, siempre hay cosas peores. Lo otro, el propio don Quijote se encarga de matizarlo dos o tres líneas después.

Ni que decir tiene que yo he dado a la lengua de Cervantes, a tenor de la dificultad de entenderla muchas veces, el tratamiento de una de las lenguas reinas. Quien pueda leer el Quijote en la suya original, a costa incluso de un pequeño esfuerzo, debe hacerlo. Le esperan sutilísimos matices, palabras y giros arcaicos con su sabor genuino y complejos usos verbales y modulaciones y fraseos que no podrá apreciar quien haya de leerlo en otro idioma. Por suerte, nuestro castellano es el más próximo al de Cervantes, y eso nos permite quedarnos muy cerca de él, sin tener que ir a las Chimbambas, adonde ha visto uno que han tenido que irse todas las traducciones para hacerlo inteligible, a costa, claro, de la fidelidad y de su embrujo. Pero si queremos seguir hablando la lengua de Cervantes, es necesario hacer que Cervantes hable nuestra lengua.

Aunque esta no es la traducción de un filólogo, he procurado respetar el original, si no como un filólogo, al menos como un poeta. Quién sabe si alguno de mis vislumbres pueda servirle a alguien. Nada me gustaría tanto. El Quijote es una gran partitura en la que cada lector interpreta, y eso ha hecho uno, con el mayor respeto, desde luego: poner en ella mis propias cadencias. El ideal sería haber encontrado para cada línea soluciones como aquellas que Tomás Segovia y Carlos Pujol, excelentes poetas, excelentes traductores, encontraron al célebre «to be, or not to be, that is the question» de Shakespeare y al «Victor Hugo, hélas!», respuesta de Gide a la pregunta de quién era el mejor poeta francés. Segovia tradujo: «Ser o no ser, de eso se trata», y Pujol: «Victor Hugo, ¡qué le vamos a hacer!». Hasta llegar a esas traducciones de suma excelencia, cuántos tanteos, cuántas aproximaciones insuficientes.

¿Los criterios de esta traducción? Ni son pocos, ni es sencillo exponerlos, ni probablemente interesen mucho. El principal ha sido siempre el de detenerse a tiempo. Habrá quienes se pregunten: ¿por qué ha traducido tal palabra o giro, y no tales otros; por qué aquí, y no allí? Por expresarlo al gusto de Cervantes, buen conocedor de naipes: en una traducción se corre siempre el riesgo de las siete y media, o te pasas o no llegas.

Los lectores en los que he pensado mientras traducía este libro se parecen mucho a esos que vemos en el metro, abismados en la lectura, como don Quijote en las suyas, de lo que puede ser el último best seller, un libro de aventuras o un tomo de En busca del tiempo perdido. Todos ellos tienen derecho a leer el Quijote de la misma manera fluida y sin tropiezos. ¿Cómo proceder entonces? He procurado hacerlo con tiento y de una manera orgánica, atendiendo al instinto cuando no había nada más fiable a mano. De ahí que no sea en absoluto infrecuente que una misma palabra (nos hemos referido a discreto, pero hay muchos más casos: ciencia, razones, voluntad, cojín, sabio, huésped, admirar, humor, mohíno, correrse, excusar...) haya sido traducida de manera distinta según el pasaje, mientras otras han quedado sin traducir por intraducibles (busilis), o por significativas (esos fechos y fazañas que siguen en boca de don Quijote por contribuir con ello a conservar los rasgos trasnochados del personaje), o por específicas (ferreruelosaboyana), como específicas son cabrestante o jarcia en una novela de Salgari, Stevenson o Conrad. Para refranes, interjecciones y dichos ha hecho uno lo que todos los traductores del Quijote, buscar equivalencias vivas («pedir cotufas en el golfo», cuyo sentido pocos conocen ya, ha pasado a refranes en uso, «pedir peras al olmo» y «naranjas de la China») o tantear una reconstrucción aproximada («castígame mi madre y yo trómpogelas», tan hermético, ha quedado en «ríñeme mi madre, por un oído me entra y por otro me sale»).

Algunas veces, también, se han corregido errores del autor o de los impresores, no la famosa pifia del rucio, sino minucias que Cervantes habría corregido de haber tenido sosiego, ganas y tiempo. Si dice él, en un desliz tan patente como insignificante, que «la primavera sigue al verano», ¿por qué no poner «a la primavera sigue el verano», saltándose el exceso de celo?; y si se dice que ha sido don Quijote quien ha dicho lo que dijo Sancho, ¿por qué no hacer que cada cual diga lo que dijo? 

En cambio he dejado algunos «entró dentro», «salió fuera», «se apartó a una parte» o «los sucesos que allí me han sucedido», y unos pocos de esos «descuidos» que, a juicio de los entendidos, le afean tantísimo el estilo a Cervantes. ¿Por qué conservarlos? Por recordar a todos aquellos que ponen tanta ilusión en descubrírselos y afeárselos a los escritores de ahora que de menos nos hizo Dios.

Decía al principio de este prólogo que me había acordado muchas veces de los viejos institucionistas y de los jóvenes de las Misiones Pedagógicas que llevaban, en un camión, por los pueblos de la España republicana, las copias del Museo del Prado. No eran las pinturas originales, pero sirvieron para que muchas gentes conocieran por primera vez lo mejor de nuestra cultura y lo más noble del espíritu humano. Quiero creer que miles de lectores podrán venir por fin a encontrarse en este libro con el talante libérrimo y valiente de don Quijote, la socarronería y buen juicio de Sancho, la compasión con la que Cervantes miraba a todo el mundo y la discreción con la que todos ellos tratan de mejorarse y mejorarnos.

Es posible también que algunos pocos que presumen de leer el Quijote «en su prístino estado» encuentren que aquí se rebaja el original, y traten ellos de rebajar este sin resignarse a compartir con todo el mundo una finca, quiero decir un libro, que acaso creían de su exclusiva propiedad. «Felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original», dice don Quijote en aquella imprenta barcelonesa de ciertas traducciones de Cristóbal de Figueroa y Juan de Jáuregui. Algo me dice, sin embargo, que a los descontentadizos también les habría disgustado la traducción de este libro hecha por el mismísimo Cervantes, y se la hubieran leído con una lupa en una mano y la cimitarra de cortar pelos en tres en la otra.

Toca ya a su término este prólogo, pero no quiero dejarlo sin decirte esto. En el episodio de las aceñas o molinos de río, en el que una vez más don Quijote acaba no sólo molido sino pasado por agua, el de la Triste Figura dice para sus adentros: «¡Basta! Convencer aquí a esta canalla de que por ruegos hagan algo virtuoso será predicar en el desierto. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro hizo que me atravesara. ¡Dios lo remedie!, que todo este mundo son intrigas y apariencias, contrarias unas de otras». A continuación Cervantes le hace decir a don Quijote: «Yo no puedo más». Es evidente que lo que don Quijote quería decir, y a Cervantes se le pasó por alto, era esto otro, bien diferente: «Yo más no puedo».

Sólo por esa restitución doy por bien empleados estos catorce años de trabajo, que cierro también con un «yo más no puedo», contento y deseando se le den a uno alabanzas no por lo que tradujo, sino por lo que he dejado de traducir.

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 Miguel de Cervantes. El Quijote