HÉCTOR RUIZ MARTÍN. EDUMITOS
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca desde el que, semanalmente, os ofrezco una espero que sugerente propuesta de lectura. En estas semanas de septiembre, en las que, de manera progresiva, van dando comienzo las clases en las distintas etapas educativas, ya es tradición que en el espacio aparezcan recomendaciones de libros relacionados directa o indirectamente con el universo de la enseñanza. Así, hace quince días, os hablé aquí de Más libros y menos pantallas, el furibundo y muy bien fundamentado ensayo del neurocientífico e investigador francés Michel Desmurget en el que, como se puede colegir de su inequívoco título, se defiende la importancia de la lectura, de manera especial entre niños, adolescentes y jóvenes, como base para un fecundo desarrollo cognitivo, social, emocional y, por supuesto, académico, pues, como demuestra su autor de modo aparentemente irrefutable, los libros nos hacen mejores gracias a su capacidad para cultivar el espíritu, enriquecer el imaginario, reparar la mente, deshacer la soledad, desmoronar el oscurantismo, fecundar el lenguaje, preservar las memorias colectivas. Igualmente, la semana pasada, os traía Artificial, el interesante título de Mariano Sigman y Santiago Bilinkis, un estudio que examina las repercusiones de la Inteligencia Artificial en ámbitos tan distintos como los de la educación, objeto de nuestra serie, el trabajo, la política, la psicología o la moral, en un análisis que no soslaya los riesgos que estos acelerados avances tecnológicos conllevan, siendo, por lo tanto, lúcido y honesto frente a los peligros que desde distintos frentes se denuncian, pero que, aun así, subraya las muchas y extraordinariamente benéficas posibilidades que los modernos adelantos en computación permiten imaginar.
Hoy cerramos esta serie con otro título excelente que es, además, el que, sin ninguna duda, toca de una manera más frontal el fenómeno educativo, un libro que traigo aquí en una circunstancia especialmente oportuna, pues coincide con la ya inminente inauguración, el próximo martes 1 de octubre, del curso académico en el Máster de formación del profesorado de la Universidad de Salamanca, la fragua en la que se forjan -permitidme el lenguaje algo añejo- los responsables de la docencia en el futuro. Se trata de la más reciente obra publicada por Héctor Ruiz Martín, investigador, biólogo y divulgador científico, que ya protagonizó un programa de Todos los libros un libro hace unos meses, en enero de este mismo año, con el muy ilustrativo ¿Cómo aprendemos?, del que mi sugerencia de ahora no deja de ser una suerte de continuación. Me estoy refiriendo a Edumitos, que presentó la Editorial ISTF en diciembre de 2023. ISTF son las siglas de la International Science Teaching Foundation, la Fundación Internacional para la Enseñanza de las Ciencias, institución sin ánimo de lucro, con sedes en Londres y Barcelona, que dirige el propio autor, un Ruiz Martín experto en el dominio de la psicología cognitiva de la memoria y el aprendizaje, con una trayectoria docente en la educación secundaria y la Universidad y una exitosa carrera científica, en la que se ha desempeñado como investigador en la Universidad de Washington y el Jet Propulsion Laboratory (NASA) de California. Ha asesorado en temas de su especialización a diversos gobiernos e instituciones educativas en España, Asia y Latinoamérica. Igualmente, es autor de varios libros sobre el aprendizaje: Aprender a aprender o Los secretos de la memoria, además de los ya citados.
Edumitos se presenta con un subtítulo muy elocuente: Ideas sobre el aprendizaje sin respaldo científico, un asunto que, como quizá recordéis los más “memoriosos” seguidores del espacio, ya era objeto de un somero análisis en ¿Cómo aprendemos? De hecho, estamos ante un desarrollo por extenso, esta vez exhaustivo y pormenorizado, de algunas de las tesis allí esbozadas en apenas doce páginas (Edumitos se acerca a las cuatrocientas). Ya en aquella obra el investigador avanzaba las pistas que permiten entender el significado del término que encabeza el libro de hoy: El término “neuromito”, escribía entonces, fue acuñado por el neurocirujano Alan Crockard en la década de los 80, cuando lo empleó para referirse a las ideas sobre el cerebro presentes en la cultura médica que no tenían fundamento científico. Como resulta obvio, el neologismo “edumito”, que emplea ahora Ruiz Martín, no es más que la síntesis léxica que resume la aplicación del concepto de “neuromito” al ámbito educativo, y se aplicaría a aquellos malentendidos o malinterpretaciones de hallazgos científicos que versan sobre el cerebro, que se extrapolan para describir determinados procesos de enseñanza y aprendizaje, y que con frecuencia se traducen en aplicaciones prácticas para el aula de dudosa eficacia. En muchas ocasiones, se apoyan en ideas preconcebidas e intuitivas sobre cómo aprendemos y a menudo son fruto de tergiversaciones cocinadas involuntariamente por nuestro sesgo de confirmación, en palabras del anexo final de ¿Cómo aprendemos?
La tesis de Ruiz -y pese a que no quiero resultar reiterativo, repetiré mis palabras de mi anterior reseña sobre su otra obra-, evidente para cualquiera que se desenvuelva con un mínimo espíritu crítico en el ámbito escolar, es que el encomiable interés que en los últimos años se percibe entre el profesorado por las cuestiones relativas a la investigación científica -en particular, a la neurociencia- y sus aplicaciones educativas, se ve contaminado por la ignorancia, el desconocimiento, los malentendidos, las malinterpretaciones, las ideas preconcebidas, los sesgos cognitivos, las tergiversaciones erradas, la ingenuidad y el voluntarismo (como se ve, excluyo la mala fe o la intención explícita de dañar) que, en general, la comunidad educativa mantiene sobre los hallazgos científicos que versan sobre el cerebro y sus procesos. Todo ello ha provocado como consecuencia notoria -y muy peligrosa- la proliferación en los claustros de profesores -y, en consecuencia, en las aulas- de estos mitos pseudocientíficos, estos “edumitos”, no respaldados por las evidencias, contrarios a la mejor investigación de la que disponemos, que no solo resultan insostenibles y no mejoran las prácticas educativas, sino que, en un efecto todavía más perverso, acaban por ser extraordinariamente perjudiciales desde muy diversos puntos de vista, pues suponen la toma de decisiones y la dedicación de esfuerzos a estrategias erróneas, pérdidas de un tiempo valioso que podría ocuparse en actividades más eficaces, desembolsos económicos en “soluciones” educativas basadas en teorías evanescentes y, claro está, muy negativas repercusiones en el aprendizaje de los alumnos. La labor científica de Ruiz Martín y, por supuesto, sus libros, entre los que se cuenta el que esta tarde analizamos, se centran en desmenuzar, esclarecer y revelar estas inconsistencias, proporcionando conocimientos solventes sobre el aprendizaje y la enseñanza y, por tanto, aportando luz, claridad e ideas científicamente robustas al mundo educativo.
A modo de breve inciso, debo señalar que a todas estas causas que acabo de citar de la proliferación de ideas erradas, o directamente falsas, presentes en las facultades de Educación, en los cursos de formación del profesorado, en las salas de profesores de los centros educativos y, claro está -en su aplicación práctica-, en las aulas de colegios, institutos y universidades, hay que añadir otra sustancial, los apriorismos ideológicos, no mencionados hasta ahora por no ser objeto del estudio de Ruiz Martín -centrado en las inexactitudes con apariencia científica-, pero que sí comparece en otro libro -de título sospechosamente similar al del que hoy nos ocupa: Educafakes-, que, con un enfoque político, sociológico y no neurobiológico, acaba de publicarse hace escasamente quince días; una obra que aún estoy leyendo y que, por tanto, no puedo glosar aquí, difiriendo su posible presentación en Todos los libros un libro a dentro de algunos meses, aunque ya esté en condiciones de recomendar su lectura, al menos para ampliar nuestra mirada sobre la educación, haciéndola más rica y plural.
Y es que la ideología, la política, y su muy decepcionante derivada actual, la absurda y cerril polarización, están muy presentes en el ámbito educativo, con dos “bandos” -siento expresarme de este modo reduccionista- de posturas casi irreductibles, cuyas respectivas tesis sobre la enseñanza, los problemas que la aquejan y sus posibles soluciones constituyen la prolongación ciega de su particular, limitada, cerrada visión del mundo, totalmente impermeable a puntos de vista opuestos. Hablo, en síntesis, de los planteamientos irreconciliables de “la izquierda” y “la derecha” en sus manifestaciones más torpes, más obtusas, más sesgadas, más superficiales, más endebles intelectualmente; aquellas por desgracia presentes en la política española (ésta es la razón por la que entrecomillo ambos términos, para apuntar así a un cierto sentido figurado, pues no se me alcanza en qué medida siguen siendo significativos esos conceptos vistas sus supuesta plasmación en la mediocre política cotidiana). Y así, la confrontación se plantea entre quienes se definen como renovadores, reformistas o incluso revolucionarios, partidarios del futuro, la modernidad, la innovación, la creatividad, la transformación, el compromiso, la igualdad, el progreso y la democracia, que postulan la necesidad de modificar radicalmente la enseñanza ante el nuevo escenario que vive el mundo como consecuencia -aunque no solo- de la incorporación masiva de la tecnología a nuestras vidas, y pretenden con ello intervenir sobre la sociedad para modificarla en un sentido “progresista” (inevitables, de nuevo, las comillas); y, por otro lado, y en mi particular experiencia, gran parte de los profesores de a pie y quienes les dan voz (valientemente, sostienen sus adalides, pues deben enfrentarse al status quo imperante), los cuales, también en su particular autopercepción, reivindicarían una enseñanza de calidad basada en lo que siempre ha resultado eficaz: excelencia, esfuerzo, disciplina, autoridad, respeto, mérito, exigencia; en otras palabras lo que se corresponde realmente con el significado de “pedagogía”: El arte de enseñar, (…) que depende de la capacidad de hablar claramente y de saber escuchar, de la capacidad de entusiasmarse y entusiasmar a los demás, de la capacidad de combinar cierta dosis de autoridad y severidad (que inevitablemente son necesarias cuando se trata de educar a alguien) con la cortesía, la serenidad y las buenas maneras, en palabras de Ricardo Moreno Castillo, uno de los más conspicuos representantes de este “frente” (y siento incurrir de nuevo en esta jerga belicista, pero parece que no hay mejor forma de describir el estado actual de las cosas).
El “combate” es, en muchas ocasiones (y en muchos ámbitos: político, mediático -basta leer habitualmente las secciones paralelas de Educación de El Mundo y El País-, académico… ¡¡y qué decir de sus manifestaciones en las redes!!), descarnado -como de continuo ocurre en el día a día parlamentario, sin ir más lejos-, abundante en críticas agudas, sarcasmos hirientes, menosprecios a mansalva, denuncias que se pretenden clarividentes, atrevidos desenmascaramientos de las presuntas falsedades que se esconden tras aparentes certezas, fogosos improperios, invectivas jocosas, denuestos sin censura y ridiculizaciones al borde del insulto, todo ello emitido, desde las voces más exaltadas de ambas partes, en un tono general de suficiencia y condescendencia despreciativa, apasionada vehemencia y fanática indignación, prejuicios intelectuales, ironía pretendidamente divertida y elemental sentido del humor hecho de tópicos muy a menudo carentes de fundamento alguno. De tal manera que, desde el sector “progresista”, se descalifica de modo caricaturesco a sus oponentes tildándolos de dinosaurios anquilosados que sienten nostalgia del pasado, pretenden perpetuar la injusticia y los privilegios de clase, desean favorecer a la enseñanza privada, propugnan el inmovilismo, manifiestan una interesada resistencia al cambio y reflejan con sus posturas un conservadurismo reaccionario defensor de una meritocracia que solo favorece a los ricos (“franquistas” y “fachas”, por tanto, en las expresiones más extremas de la feroz y simplista banalidad que nos aqueja). Desde el otro lado, que abomina de lo que llama, irrespetuosamente, “engendros pedagógicos”, sostenidos con la coartada de la superioridad moral de una izquierda que, en el ámbito educativo, detenta además el poder de decidir (la mayor parte de las leyes de enseñanza en los últimos treinta y cinco años son obra del partido socialista), se habla de la “secta pedagógica”, cuyos miembros se entregan de manera acrítica a la experimentación sin fundamento, a la superficialidad carente de contenido, a la ligereza acientífica, a ocurrencias, extravagancias y disparates sin respaldo empírico alguno (las patochadas y estupideces que dicen los pedagogos, bullshit, chorradas y caca de la vaca, tonterías, antología de despropósitos, desvaríos, en un repertorio recogido a vuelapluma de algunas de las publicaciones de representantes de esta “facción”), movidos por una voluntad de adoctrinar y manipular a jóvenes a los que interesa desproveer de criterio (“estalinistas” peligrosos, pues, ansiosos de moldear las conciencias, si quien se pronuncia es un exponente maximalista de este grupo).
La descabellada y ridícula insensatez de esta dicotomía, obstinada y obtusa en quienes la sustentan y aun la alientan (no en todos, obviamente; en el debate público desarrollado en las últimas décadas -en especial desde la aprobación de la LOGSE, en 1990- han intervenido también, con una mayor o menor cercanía a una u otra tendencia, y con distintos grados de apasionamiento, aunque en general sin intransigencia ni fanatismo, nombres como Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Félix de Azúa, Luis Landero, Eduardo Mendoza, Rafael Argullol, Arturo Pérez-Reverte, Adela Cortina, Gabriel Albiac, Arcadi Espada, Fernando Savater, Emilio Lledó, Francisco Rodríguez Adrados, Juan Antonio Marina, Gregorio Luri o Victoria Camps), es la que debería obligar a cualquier ciudadano interesado por la enseñanza y el aprendizaje, también, sin duda, a los políticos encargados de regular los procesos educativos, y especialmente a sus profesionales, formadores y profesores de secundaria y universidad, a buscar respuestas objetivas e indiscutibles -o, en caso contrario, las que conciten un mayor consenso- a los grandes retos a los que hoy se enfrenta la educación. Y es aquí en donde la obra de Héctor Ruiz Martín, y en particular este Edumitos del que ahora voy a hablaros, cobra una mayor relevancia, pues su profundo conocimiento de la ciencia y su solvente manejo de la literatura académica e investigadora más consistente sobre la materia debieran servir de referencia incontestable para afrontar este debate, sesgado, corrompido -a veces emponzoñado- por tanta confusión, tanta desinformación, tanta incoherencia, tanto desconocimiento y tanta irresponsable ligereza.
En la breve aunque muy necesaria Introducción a su libro parte el autor de la constatación del hecho esencial que lo motiva: la omnipresencia de prácticas educativas fundadas casi exclusivamente en la intuición, en la percepción subjetiva, en los vislumbres más o menos acertados derivados de la experiencia de los docentes. En Ver más allá de la experiencia diaria, rúbrica con la que encabeza esta parte de su prólogo, Ruiz Martín alerta de la endeblez y la fragilidad de estos planteamientos, y, por tanto, del riesgo que conlleva sustentar en ellos la práctica docente. Estableciendo un paralelismo con el predicamento del que gozó durante siglos en el ámbito de la medicina el recurso a las sanguijuelas, sacralizado desde el siglo XVII como solución milagrosa para casi todos los males y cuya eficacia solo se refutaría bien avanzado el XIX tras el análisis de la descabellada praxis aplicando el método científico, nuestro investigador explica las limitaciones que supone en educación guiarse exclusivamente por la limitada e intelectual y psicológicamente sesgada experiencia personal, ignorando -desconociendo, en la mayor parte de los casos- las evidencias (no exentas tampoco de elementos falibles, aunque más “fiables”) a las que la ciencia ha llegado sobre la enseñanza y el aprendizaje. Examina así -siempre de manera somera; el preámbulo no llega apenas a las veinte páginas- los principales sesgos cognitivos que “contaminan” nuestra percepción de los hechos y las interpretaciones que de ellos hacemos, todos ya estudiados en su anterior obra: la falacia ad hominen (que se produce cuando un argumento no rebate la posición o las afirmaciones del interlocutor, sino que busca descalificar al propio interlocutor con el objetivo de desacreditar su posición), la falacia ad verecundiam (aquel argumento que apela al prestigio o a la autoridad de alguien o de alguna institución para respaldar una afirmación, a pesar de no aportar evidencias o razones que la justifiquen), la falacia ad populum (se produce cuando atribuimos nuestra opinión a la opinión de la mayoría y a partir de ahí argumentamos que si la mayoría piensa tal cosa, es que debe ser cierta), la disonancia cognitiva (que se produce cuando nuestras ideas chocan con una información o experiencia que las contradice), el sesgo de confirmación (la tendencia a advertir, atender y recordar preferentemente la información que confirma las propias creencias, en detrimento de aquella información que las contradice), el sesgo de arrastre (la tendencia a hacer o creer en algo por el mero hecho de que muchas otras personas lo hacen o lo creen); limitaciones todas que hacen que, sin darnos cuenta, nuestra experiencia personal resulte menos eficaz de lo que creemos a la hora de averiguar cómo es el mundo que nos rodea.
Partiendo de esta constatación científicamente probada, si los sesgos distorsionan nuestra visión de la realidad, el método científico podría concebirse como unas lentes que permiten corregir esos defectos. Acepta Ruiz Martín que este modo científico de proceder también presenta sus limitaciones (explicaciones científicas aparentemente irrefutables hoy son superadas más adelante y arrumbadas entonces por inútiles, especialmente en un campo tan “difuso” como el de las ciencias sociales), pero coincide con Carl Sagan, al que cita, en que es el mejor que tenemos cuando se trata de describir el mundo, explicar sus causas, lograr hacer predicciones e intervenir para cambiarlo. Persuadido de ello, analiza a continuación, siempre de manera breve, la necesidad de hacer ciencia en educación, alerta del riesgo de la pseudociencia, describe los parámetros que definen el método científico e introduce un sucinto glosario de términos -mito, evidencia, aprendizaje- cuya correcta intelección resulta indispensable para la comprensión del núcleo central de su libro: el repaso de cuarenta y cuatro de estas ideas falsas, y pese a ello muy arraigadas, en su mayoría, en las mentes y en las actitudes de supuestos expertos, profesores más o menos comprometidos con su labor, tanto novatos como veteranos, padres, familias y población en general.
El libro, pues, se estructura en cuarenta y cuatro capítulos, de corta extensión -normalmente menos de diez páginas-, en cada uno de los cuales se analiza una de estas ideas sin fundamento, se examina el porqué de los errores que la sustentan a partir de los estudios que concitan un consenso científico amplio entre los especialistas del área pertinente, y se explica cuál es la “verdad” admitida sobre cada asunto, que choca con la intuición y las explicaciones que suelen predominar en el discurso popular. Tras cada uno de los cuarenta y cuatro análisis, el libro ofrece una bibliografía específica, de en torno a los quince títulos (que, como es obvio, se repiten en más de una ocasión) de la más solvente y actualizada investigación sobre el tema respectivo. Para facilitar la sistematización por parte del lector de una cantidad tan amplia de apartados, los distintos “edumitos” se agrupan en ocho diferentes áreas temáticas en cada una de las cuales se integran siguiendo un criterio de coherencia y homogeneidad: “Aprendizaje y enseñanza”, “Técnicas de estudio”, “Emociones y aprendizaje”, “Aprendizaje de la lectura”, “Cerebro y memoria”, “Infancia y desarrollo”, “Habilidades cognitivas” y “Tecnología y aprendizaje”. Como puede apreciarse, la mera enumeración de los grandes ejes de la obra ya es muy reveladora de su extraordinario atractivo, de modo primordial para los profesionales de la enseñanza, pero también para estudiantes, familias y, como ya he señalado, cualquier persona interesada en los procesos de aprendizaje que se producen en cualquier otro ámbito de la vida.
No es necesario adelantar que me resulta imposible, como puede imaginarse, presentar siquiera un esbozo de una tan larga lista de los “edumitos” desvelados en el muy lúcido ensayo. Intentaré, no obstante un repaso ligero pero espero que significativo sobre alguno de los más relevantes, procurando ofrecer una muestra representativa de cada uno de los ocho frentes del libro.
Así, por ejemplo, en la sección “Aprendizaje y enseñanza”, la más extensa, al ser la más general, con nueve inexactitudes, falsedades o equívocos analizados, el autor examina, cuestiona y rebate ideas como la que postula que los estudiantes se diferencian en función de su estilo de aprendizaje idóneo. Por el contrario, siendo la noción de “estilos de aprendizaje” (auditivo, visual, kinestésico) una de las percepciones intuitivas más plausible a la luz de nuestra experiencia personal, se revela inconsistente bajo el escrutinio del método científico, pues no es cierto que las diferencias que tenemos las personas en nuestros modos de aprender excluyan la existencia de estrategias de aprendizaje comunes y eficaces para todos, basadas en las evidencias científicas acerca del funcionamiento de la memoria, que revelan que son, sobre todo, los conocimientos previos de los que parte el estudiante, y no las vías por las que aprendemos, los que determinan la eficacia de su enseñanza. Engañosas son también las “pirámides de aprendizaje” que proliferan por doquier en el ámbito educativo y que establecen porcentajes de éxito en dicho aprendizaje, en función del medio a través del cual éste se desarrolla (clase magistral, lectura, audiovisual, práctica, etc.), ya que el elemento diferencial para recordar y aprender una información no es la forma en la que la hayamos obtenido, sino lo que hagamos con ella a continuación. Que las personas aprenden mejor cuando descubren las cosas por su cuenta, lo que viene denominándose “aprendizaje por descubrimiento”, es otro mito educativo de gran aceptación en las modernas tendencias en la profesión; señala Ruiz Martín que ello solo es cierto cuando hablamos de conocimientos y destrezas “biológicamente primarios” (la lengua oral materna, las habilidades sociales), en los que, en efecto, cabe el aprendizaje autónomo, que en ese terreno se habría perfeccionado a lo largo de la historia evolutiva; en cambio, para los conocimientos “biológicamente secundarios” (lectura, escritura, matemáticas, ciencia, historia, etc.), que no cuentan con estructuras adaptadas en nuestro cerebro que faciliten su adquisición, dado el relativamente corto tiempo -unos pocos milenios- de la explosión cultural de la humanidad, no cabe estrategia mejor que la enseñanza organizada, dirigida y tutelada por un experto capaz de establecer vínculos y conexiones entre lo enseñado y el bagaje previo de conocimientos del alumno (sostener lo contrario obligaría a cada individuo a descubrir de manera espontánea por su cuenta, y por tanto “reconstruir” partiendo de cero, toda la historia del conocimiento humano). Es falso también que los estudiantes sepan cómo y cuándo aprenden mejor, pues sus intuiciones -que los llevan a releer la información o a subrayarla para verificar si la han aprendido, cayendo en el engaño de que el hecho de que lo que releamos nos resulte familiar equivalga automáticamente a que lo hayamos interiorizado, aprendido y puesto en disposición de usarlo- son radicalmente inciertas, pues son la evocación y la explicación en alta voz a nosotros mismos o a otra persona de aquello que queremos aprender, las que permiten consolidar el aprendizaje. Muy oportuna resulta, igualmente, la aclaración acerca del mito del learning by doing, que sostiene que la manera más efectiva de aprender es “aprender haciendo”; la tesis, incuestionablemente válida para las enseñanzas “prácticas” (encestar en una canasta de baloncesto, en el ejemplo que propone Ruiz Martín), resulta disparatada si de lo que se trata es de aprender conocimientos (¿cómo se aprende “haciendo” la Revolución francesa?, de nuevo en referencia del autor), tarea para la cual, una vez más, es fundamental establecer “enlaces”, conexiones semánticas, entre lo que ya sabemos y la nueva información que recibimos; en consecuencia, el aprendizaje perdurable y vigoroso nace al promover explícitamente la creación de esas conexiones pensando sobre lo que queremos aprender (learning by thinking), esto es: tratando de explicarlo con nuestras propias palabras, comparándolo con cosas que ya sabemos e investigando similitudes y diferencias, buscando ejemplos que lo ilustren, inventando analogías, identificando sus causas y sugiriendo sus consecuencias, aplicándolo a casos similares o parecidos. El aprendizaje activo, pues, es activo si lo es desde el punto de vista cognitivo y no, como se difunde habitualmente, si se limita a un hacer físico (jugar con piezas de Lego o intentando construir en equipo la torre más alta usando espaguetis y plastilina, prácticas -hablo a partir de experiencias propias- que he “padecido” en cursos de formación del profesorado). Equivocada es también la creencia de que los buenos resultados educativos deben tener en cuenta y respetar los particulares métodos pedagógicos de cada profesor; no hay subjetivismo posible en esta cuestión -más allá de los inevitables “estilos” personales de cada individuo-: la ciencia ha corroborado una y otra vez que existen diversas acciones y circunstancias que maximizan el aprendizaje y que, son, por tanto, objetivables sea quien sea el profesor: la elaboración, la práctica espaciada, la evocación, la codificación dual, entre una docena de ingredientes de la enseñanza guiada por la evidencia, que Ruíz Martín recoge en una tabla muy ilustrativa. Quiero resaltar también, para cerrar el comentario de esta primera parte del libro, la demoledora crítica a la muy extendida noción de que el aprendizaje cooperativo perjudica a los buenos estudiantes, que se sustenta en una realidad muy habitual en las aulas: el trabajo en equipo oculta las carencias de los peores alumnos, que camuflan su bajo desempeño en la sobresaliente actividad de los mejores. Sin negar este hecho, el investigador señala que su causa es la mala configuración de estas actividades grupales por parte de profesores que, seducidos por el “mantra” del aprendizaje cooperativo, no diseñan adecuadamente las tareas que lleva consigo, las cuales, en el fundado criterio del autor, debieran cumplir tres premisas ineludibles, ausentes, por desgracia, en la inmensa mayoría de estas experiencias: confección, por parte del profesor, de grupos heterogéneos en habilidades y conocimientos de partida; calificación idéntica para todos los miembros del grupo; y valoración -y por tanto repercusión- del desempeño individual en la nota final del grupo, que no dependerá así del logro obtenido conjuntamente, del trabajo entregado.
En la segunda parte del libro, centrada en mitos relativos a las “Técnicas de estudio”, se clarifican algunas ideas desacertadas y de nefasta repercusión en el modo en que los estudiantes enfrentan su tarea. Y estamos ante una cuestión importante porque los estudios más destacados y fiables sobre la materia certifican que las estrategias que se siguen al estudiar constituyen un importante predictor del éxito académico y, en consecuencia, personal, social y profesional. Contra las impresiones, las opiniones y las prácticas habituales de quienes -estudiantes, opositores, personas que preparan una exposición o una intervención en las que el recordar, el memorizar resulten indispensables- copiar los textos que debemos aprender, hacer resúmenes de ello, subrayarlos, insistir una y otra vez en practicar -ejercicios, problemas- que ya dominamos, escuchar música durante el proceso de estudio, no son conductas eficaces para el aprendizaje, a la luz de las más serias y contrastadas investigaciones.
Copiar, transcribir, “pasar los apuntes a limpio”, trasladar a otro documento de modo automático y maquinal la información que debemos aprender es una tarea superflua, si no contraproducente al inducir en quien estudia la engañosa sensación de que, a través de ella, se ha aprendido. Nuestra memoria funciona creando conexiones semánticas entre lo que sabemos y lo que debemos aprender, por lo que son las prácticas que contribuyen al establecimiento de esos lazos, como reelaborar la información o rememorarla de modo activo, las que resultan útiles en el aprendizaje. Otro tanto ocurre con la realización de resúmenes, entendidos como una mera reducción de la extensión del texto, seleccionando y cortando partes de él. Tal actividad es ineficaz, salvo que el resumen conlleve una lectura significativa del texto, que, con discernimiento y criterio, nos obligue a elegir las partes relevantes, a conectarlas entre sí y a darles sentido a partir del bagaje personal de quien lo realiza.
Lo mismo puede decirse del subrayar, una tarea que requiere mucho menos esfuerzo cognitivo, esto es, reflexión sobre el significado del texto, que otras tareas mentales, ya mencionadas y que podemos resumir en el término “evocar”, que son las que de verdad ayudan a consolidar el aprendizaje: pensar sobre él, relacionar sus partes, reproducirlo con nuestras propias palabras, establecer conexiones con nuestros saberes previos.
Las ciencias del aprendizaje, y la experiencia personal de cada uno de nosotros, confirman que cuanto más practicamos algo, mejor lo aprendemos. Pero Ruiz Martín alerta del riesgo de continuar haciéndolo, seguir practicando actividades, hábitos, destrezas, que ya se han entendido y aprendido, pues también se puede practicar demasiado, y ello resulta, a la postre, contraproducente. Espaciar la práctica, esperar un tiempo antes de retomar una tarea ya suficientemente consolidada, produce un impacto mayor sobre el aprendizaje profundo que “sobrepracticar” o “sobreestudiar”. Parece que nuestro cerebro, apunta el autor y demuestran diversos experimentos, no da la misma importancia a las repeticiones seguidas que a las que se producen en distintos momentos, espaciados en el tiempo.
Muchas y muy variadas pruebas evidencian, también, que escuchar música mientras se estudia -aunque sea relajante- perturba la concentración, distrae la atención de la tarea principal y dificulta la comprensión lectora, fundamentos indispensables de cualquier proceso de aprendizaje exitoso. La presencia de la música -en distinta medida, como es natural, según si se trata de sonidos instrumentales, canciones con letra en un idioma que se desconoce, o temas con texto en nuestro propio idioma- reduce el espacio de la “memoria de trabajo”, un ámbito restringido en el que cualquier intromisión de una tarea, merma la presencia de las demás. Y es, precisamente, la capacidad de esta memoria de trabajo la que condiciona la facultad para razonar, para poner en relación ideas o hechos, para dar significado a la información que recibimos vinculándola con nuestros conocimientos preexistentes. La música, pues, como tantos otros estímulos -la consulta del móvil, por poner el ejemplo más “agresivo”- es un “distractor”, se inmiscuye en nuestra memoria de trabajo y reduce los recursos disponibles para la comprensión.
Algunas de estas ideas se repiten -con variaciones- en el apartado titulado “Emociones y aprendizaje”. Encontramos en él algunos “edumitos” de muy frecuente irrupción en la vida escolar y a cuyo desvelamiento no contribuye solo la neurociencia, sino también la psicología (Ruiz Martín denuncia cómo la moda por la primera ha invadido el mundo educativo de un modo indiscriminado, sin discernir los límites entre una y otra ciencia, en una prueba más de la confusión reinante en la materia). Por ejemplo, que las emociones hacen más memorable lo aprendido en clase. Es indudable que aquellas experiencias que se vinculan a alguna emoción se recuerdan con más facilidad; pero lo que ocurre en estos casos es que lo que se rememora es la experiencia en sí y no tanto los conocimientos o enseñanzas que se querían aprender. A partir de la sistematización de las distintas clases de memoria -procedimental y declarativa o explícita, y, dentro de esta, la episódica y la semántica-, Ruiz Martín demuestra cómo solo esta última -la que alberga conocimientos, ideas, conceptos- contribuye al aprendizaje. No solo es así, sino que, además, poblar las aulas de experiencias emocionales puede nublar la reflexión sosegada: Aprender conceptos requiere pensar, afirma, y las emociones intensas no ayudan en tal sentido. Es un mito, también, que la motivación de los estudiantes dependa de sus intereses, razón por la cual, supuestamente, las clases deberían ajustarse a esas preferencias y los alumnos elegir qué aprender. Por el contrario, en el capítulo se exponen las razones por las que otras circunstancias -la confianza en sí mismos de los estudiantes (su autoeficacia), el establecimiento de desafíos- resultan más aconsejables porque si bien la motivación es importante para alcanzar los objetivos de aprendizaje, alcanzar los objetivos de aprendizaje es aún más importante para la motivación, en máxima rotunda que debiera constituir una guía que dirigiera el trabajo del profesor. Carece, igualmente, de fundamento la tesis según la cual los intereses de los estudiantes son particulares de cada uno y, de nuevo, en consecuencia, los profesores debieran adaptarse a dichos intereses. Aparte de las dificultades objetivas, materiales, de adecuar la enseñanza a cada alumno, por baja que sea la ratio profesor/estudiante, ese centrarse en los intereses de los alumnos obligaría a dejar de lado, a obviar, hechos, experiencias, habilidades, ideas, conocimientos, todos muy valiosos en sí mismos, pero que quedarían fuera del alcance de la labor docente por no “encajar” en el siempre muy limitado universo del discente. Despertar la curiosidad de los chicos -con historias, retos, problemas-, “descubrirles mundos”, resulta un medio mucho más eficaz para incentivar su motivación que centrarse en los ámbitos que ya conocen y dominan. Otra falacia muy común -y muy dañina- es la que sostiene que un alumno motivado es un alumno que aprende. Las clases se llenan así de experiencias motivadoras, juegos, experimentos divertidos, gamificación, que solo provocan que los estudiantes se lo pasen bien, se centren en los aspectos superfluos de la actividad, pero no que aprendan. Motivar a los adolescentes y jóvenes es muy fácil, bastaría con dejarles el móvil en cada hora de clase. La motivación es un medio, afirma el investigador, no un fin. No hay que motivar al alumno para que esté motivado, hay que hacerlo para que aprenda lo que el profesor quiere que aprenda, esto es, tratar de dar sentido a los conceptos e ideas que constituyen el objeto del aprendizaje.
“Aprendizaje de la lectura”, la sección dedicada a develar y rebatir los mitos en este campo, resulta también muy sugerente, con ideas muy fecundas, bastantes de las cuales coinciden con las examinadas por Michel Desmurget en el libro del que os hablé aquí hace quince días. Alerta, de entrada, Ruiz Martín del especial peligro que entrañan las falsedades o las nociones equivocadas con respecto a la lectura, pues la competencia lectora es la base de cualquier otro aprendizaje y, por tanto, la clave esencial para el futuro desenvolvimiento de las personas en el mundo. Un niño no suficientemente educado en las habilidades lectoras, leerá defectuosamente, lo que generará en él desafección hacia le lectura, lo que, a su vez, lo llevará a no leer, limitando, por tanto, su competencia lectora, en un círculo infernal que marcará irremisiblemente su vida. Y, pese a ello, son muchas las incongruencias que se dan por buenas en este campo. Por ejemplo, y entre otras estudiadas en el libro: no es verdad que los niños aprendan a leer de manera natural y espontánea. No es lo mismo aprender a hablar, lo que, en efecto, se logra con la exposición al lenguaje y con la interacción verbal, que el dominio de la lectura, una competencia de “reciente” adquisición por parte del ser humano, que solo surge cuando aparece la escritura, hace unos 5.000 años, tiempo insuficiente para que nuestro cerebro haya evolucionado para aprender a leer con facilidad. Por el contrario, y como ocurre con tantas otras disciplinas, el modo más eficaz de aprendizaje exige la enseñanza explícita, la instrucción directa y la práctica frecuente iniciada, a ser posible, a edad temprana. Del mismo modo, incurren en un error gravísimo quienes sostienen -una suerte de vendehúmos pedagógicos- que es posible multiplicar extraordinariamente la velocidad de lectura sin que ello afecte a la plena comprensión de lo leído. Los lectores competentes leen entre 200 y 400 palabras por minuto; y estos estrategas del marketing lector asegura que, con sus innovadores métodos, puede llegarse a las 1.000 palabras, habiendo quien sostiene que pueden alcanzarse las 4.000. Estudios solventes sobre la capacidad del ojo humano para “fijar” un punto determinado de un texto concluyen, sin duda alguna, que es imposible procesar el sentido profundo de lo que leemos -y no se diga disfrutar de ello- más allá de un número determinado de “fijaciones” por minuto. Es factible, claro está, mejorar la fluidez lectora pero ello se consigue, una vez más, con una adecuada enseñanza inicial y mucha práctica, exigencias muy alejadas de las recetas milagrosas que proliferan en este ámbito.
“Cerebro y memoria” también aborda cuestiones interesantes. La principal es el desmentido de las opiniones que desacreditan la memoria por considerarla una mera repetición -rutinaria e insulsa- de información con la intención de retenerla, idea que se ejemplifica en el anacrónico tópico de la lista de los reyes godos. Ruíz Martín, tras una oportuna precisión terminológica (lo que comúnmente asociamos a memoria, el simple “memorizar”, supone una visión reduccionista de la memoria, que, a su juicio es, ni más ni menos, la capacidad de aprender cualquier cosa) y un serio análisis -que ya estaba en su anterior libro- sobre los distintos tipos de memoria, se opone, como de costumbre con argumentos bien fundados, la visión de la memoria concebida como el disco duro de un ordenador, capaz de acumular información de manera indiscriminada. Por el contrario, a nuestra memoria, afirma en expresión provocadora, se le da muy mal “memorizar”, pues, no es capaz -o lo es con un esfuerzo y unos resultados ineficaces- de incorporar información nueva con independencia de su significado. Estamos pues ante la noción de significatividad, es decir, la idea, reiterada en todo el libro, de la necesidad de establecer conexiones cognitivas sólidas, lo que obliga a vincular los conocimientos que se pretende adquirir con los ya existentes. La memoria no es un almacén de datos apilados, sino una red en la que esos datos están conectados por relaciones de significado. Desde este punto de vista, el libro rebate, de manera irrefutable y contundente, las tesis que sostienen la inutilidad de la memoria, en un texto -muy elocuente- en el que se enumeran las consecuencias -letales para nuestra evolución como especie- que tendría la “pérdida” de la memoria. En esta sección se refutan también el mito según el cual la memoria es un músculo que hay que entrenar, pues la mera memorización de datos -no de conocimientos- no contribuye al aprendizaje; el “neuromito” de la prevalencia de un hemisferio cerebral sobre otro, lo que afectaría a las aptitudes de cada persona, y. en consecuencia justificaría el uso de estrategias educativas distintas para cada individuo en función de sus supuestos hemisferios cerebrales dominantes, pues para llevar a cabo cualquier tarea, por simple que sea, es necesaria la participación de múltiples regiones del cerebro; el disparatado mito que sostiene que solo usamos el diez por ciento de nuestro cerebro, un delirio sin base científica alguna; y, en un capítulo muy iluminador, y uno de los más extensos del libro, el mito -de seguimiento ciego en las teorías educativas pretendidamente “modernas”, responsables del bombardeo sobre actividades y productos falsamente basados en la neurociencia- según el cual la neurociencia es muy útil para informar las prácticas educativas (por el contrario, sostiene de manera categórica, bien fundada y por tanto convincente Ruiz Martín, la ciencia cuyos logros resultan más relevantes y de mayor aplicación en la enseñanza es la psicología, que, frente a lo que habitualmente se cree, no se centra solo y exclusivamente en la terapia, sino que es la responsable de los grandes avances en relación con la percepción, la atención, la memoria o la motivación, temas esenciales para orientarnos en la enseñanza y el aprendizaje).
Las inconsistencias que recopila la sección “Infancia y desarrollo” son también, por desgracia, muy “populares”. Ello sucede con la idea de que el desarrollo cognitivo obedece a causas biológicas y que, por tanto, no cabe intervenir sobre él; por el contrario, los avances que los niños -que cualquier persona, en realidad- experimentan en su capacidad de pensar, razonar y aprender, están más relacionados con sus experiencias y con los conocimientos que de ellas se extraen que de su maduración espontánea general. Una vez más, como en tantos otros pasajes de su libro, Ruiz Martín se muestra categórico: los conocimientos que adquirimos moldean nuestro cerebro e influyen en lo que seremos capaces de pensar, hacer y aprender, de ahí la importancia de vincular el aprendizaje a una buena secuencia didáctica, en la que lo que aprende primero sirva de base para la conexión con futuras enseñanzas. Es, igualmente, un error frecuente creer que los ambientes ricos en estímulos mejoran el cerebro de los niños muy pequeños, “edumito” que está en la base de la hiperinflación de incentivos a los que muchos padres someten a sus hijos. Siendo, en sí mismos, benéficos, no existe una correlación probada entre su realización y el desarrollo cerebral. El niño de hasta tres años, dice el investigador, necesita unos adultos afectuosos que lo cuiden e interactúen con él. Y dentro de esas interacciones, y en consonancia con lo que defendía aquí hace siete días Michel Desmurguet, es la lectura compartida la actividad que más contribuye al desarrollo lingüístico del menor y, en consecuencia, a su desarrollo intelectual. Falsa es también la aseveración según la cual la música clásica, en particular la de Mozart, estimula la inteligencia de los bebés; como lo es -también errónea- la supuesta eficacia de la gimnasia cerebral -ejercicios corporales cuya práctica mejoraría las habilidades cognitivas de quienes los llevan a cabo; pese a su absoluta y disparatada falta de rigor, la teoría se aplica en más de noventa países y sus propuestas han sido traducidas a más de cuarenta idiomas, como nos informa Ruiz Martín.
El desvelamiento de algunos muy consolidados equívocos relativos a las “Habilidades cognitivas” constituye el propósito del penúltimo apartado del libro, que se ocupa de los mitos numerados desde el trigésimo cuarto al cuadragésimo. Ruiz Martín desmitifica en esta sección planteamientos, equivocados desde el punto de vista de la ciencia, pero muy consolidados en gran parte de las prácticas educativas “modernas”, como los que sostienen que aprender determinadas materias mejora las habilidades cognitivas generales que trascienden esas disciplinas particulares (aprender latín, ajedrez o programación mejoran el desempeño en dichas especialidades, pero no en otras distantes, siendo una estafa -quizá el adjetivo es excesivo, si el planteamiento es bienintencionado- los programas y aplicaciones que se presentan bajo el lema “brain training” y que prometen potenciar nuestras funciones cognitivas a través de la realización de ciertos ejercicios regulares; no ocurre así con la práctica musical, que sí parece proporcionar beneficios cognitivos en otras áreas); los que defienden que solo se puede sostener la atención durante un máximo de treinta minutos (a las tareas que logran captar nuestro interés no les afecta el hecho de ampliar su duración, más allá de ciertos límites lógicos, pues, como parece evidenciar la práctica, si prolongamos demasiado una actividad, sí aumentan las posibilidades del cansancio y la desatención); los que postulan que la escuela mata la creatividad (al contrario, la escuela tiene la capacidad implícita de promoverla, pues no hay creatividad que “parta de cero”, que no exija conocimientos previos, y ello -proporcionar esos conocimientos- es lo que hace -o debería hacer- la institución escolar; cosa distinta es que una mala praxis docente “mate” la motivación, el afán por aprender y, por tanto, limite las actitudes creativas); los que afirman que existen diversos tipos de inteligencia -la muy popular teoría de las inteligencias -que no habilidades- múltiples (en el capítulo más extenso del libro -y también en el más documentado, con medio centenar de referencias bibliográficas, doce de ellas de la obra del propio creador de la teoría, Howard Gardner- Ruiz Martín desmonta de manera categórica la solvencia de esa tesis disparatada, en la que, sin embargo, se fundamentan tantas experiencias educativas pretendidamente innovadoras, de funesta implantación en los centros de enseñanza); los que proclaman que la educación no debe preocuparse por la transmisión y la adquisición de conocimientos sino por el desarrollo de habilidades “superiores” como la creatividad, la resolución de problemas, el análisis crítico y la realización de proyectos (ninguna de esta competencias, sin duda esenciales, puede llevarse a cabo sin una base sólida de conocimientos: las habilidades de pensamiento y los conocimientos son indisociables; entendidos estos conocimientos, claro está, no como la mera memorización superficial de nombres, datos o fechas, sino como saberes significativos, vinculados a ideas, organizados, “comprensibles” y susceptibles de transferencia a otros contextos); los que, en este mismo sentido, declaran el carácter superfluo de los conocimientos en las clases, pues “todo está ya en internet”, por lo que habría que enseñar a los alumnos a buscar la información y pudieran, de este modo, a “aprender por su cuenta” (una insensatez, en tanto que según la muy respaldada científicamente teoría de la carga cognitiva, una de cuyas consecuencias es que someter a los estudiantes a la dificultad “no deseable” de abrirse paso entre el maremágnum de información -heterogénea y desestructurada, caótica y compleja- que se van a encontrar en la red, es mucho menos eficaz -es ineficaz, en realidad- que proporcionarles esa información seleccionada, ordenada, jerarquizada y adaptada a sus necesidades; lo que constituye -obvio resulta el decirlo- la labor primordial del profesor); los que, por último, confían en las virtudes de la multitarea, una práctica que, supuestamente, puede aprenderse (las ciencias cognitivas, afirma el autor, no han corroborado que sea posible hacer dos cosas a la vez -en el mismo instante- con la misma fluidez y precisión que si abordásemos primero una y luego la otra).
El libro se cierra con cuatro muy sugerentes capítulos finales que abordan otros tantos “mitos” englobados bajo la rúbrica de “Tecnología y aprendizaje”. Así, el autor examina la repetida incoherencia según la cual el uso excesivo de tecnologías digitales estaría reduciendo la capacidad de prestar atención de los usuarios. Tal circunstancia no es cierta, la memoria no empeora ni se atrofia por su infrautilización; cosa diferente es el hecho de que, por saber que la información necesaria está a nuestro alcance, pongamos menos atención, dediquemos menos esfuerzo o dejemos de utilizar estrategias conscientes de memorización, lo que, obviamente, sí repercutirá en el recuerdo (usar el GPS del coche no deteriora nuestra memoria, aunque, como es evidente, repercute en el conocimiento de las calles y las rutas, al despreocuparnos de ello cuando ponemos nuestro itinerario en manos del algoritmo). Igualmente, el uso de la tecnología puede propiciar las distracciones, lo que, obviamente, tendrá un efecto negativo en el aprendizaje. Otro tanto ocurre -aunque las evidencias científicas puedan resultar, en este campo, especialmente “contraintuitivas”- con la supuesta merma de la capacidad de atención por el uso de dispositivos electrónicos. Dicha capacidad sigue intacta, sin cambios apreciables, por mucho que pasemos horas ante los teléfonos móviles. Lo que cambia, de manera ostensible, es la cantidad y la potencia de las distracciones que la utilización de esos artefactos conlleva. La tecnología no modifica, pues, nuestro cerebro, sino, ante la abundancia casi ilimitada de estímulos, nuestra “capacidad atencional”. El penúltimo mito desvelado en el libro es el que sostiene que el uso de pantallas en el aula -y este matiz es importante- supone un riesgo para la salud de los estudiantes. Per se no producen miopía, ni provocan trastornos del sueño, ni generan adicción, ni atrofian, como ya he señalado, la capacidad de prestar atención. Lo que provoca consecuencias no siempre benéficas son las aplicaciones programadas para facilitar la conexión continua; por lo tanto, es el uso que se hace de las pantallas y, sobre todo, lo que se deja de hacer por la sobreexposición a su hiperestimulante magnetismo: en síntesis, recibir otro tipo de estímulos, en particular los lingüísticos, de mucha mayor eficacia y que el abuso del consumo digital deja de lado. El análisis finaliza estudiando otra inexactitud muy extendida, la que atribuye diferentes modos de razonar y aprender a “nativos” e “inmigrantes” digitales, un desatino que Ruiz Martín refuta con contundencia.
No hay tiempo para más, ni siquiera para mi habitual texto final. La mención a la música de Mozart en un pasaje del libro, en particular a alguno de los movimientos “Allegro con spirito” presentes en su obra, me lleva a dejaros, como complemento musical a mi reseña, con la Sonata para dos Pianos in Re Mayor, K. 448: I. Allegro con spirito, interpretada por Alicia de Larrocha y André Previn.
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Héctor Ruiz Martín. Edumitos
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