Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de septiembre de 2024

MICHEL DESMURGET. MÁS LIBROS Y MENOS PANTALLAS
 
Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Coincidiendo con el comienzo de cada nuevo curso académico suelo traer aquí libros relacionados, directa o indirectamente, con la enseñanza y el universo educativo, y así ocurrirá también en esta ocasión, en que voy a presentaros un título magnífico, la última publicación de su autor, el francés Michel Desmurget, doctor en neurociencia y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia. Colaborador también de reconocidos centros de investigación como el MIT o la Universidad de California, es responsable de una amplia obra científica y de divulgación, que abarca estudios sobre las neuronas espejo, la influencia de la televisión en el cerebro, los nocivos efectos de las dietas de adelgazamiento y las causas y las consecuencias de la compulsiva adicción a los dispositivos electrónicos por parte de nuestros jóvenes (y de la población en general). 

Me estoy refiriendo a Más libros y menos pantallas, una suerte de continuación de su anterior libro, el exitoso La fábrica de cretinos digitales, que yo presenté en Todos los libros un libro hace ahora cuatro años en una reseña que es, con mucha diferencia, la más visitada -¿la más leída?- de nuestro ya veterano programa. El libro, que traducido por Laura Cortés Fernández apareció en el pasado mes de marzo en el seno de la editorial Península, un sello propiedad de Planeta, lleva un subtítulo muy significativo y que evoca la publicación precedente del investigador francés: Cómo acabar con los cretinos digitales

El libro parte de una constatación inicial, que desencadena la reflexión y el estudio de Desmurget y que permite abrir su análisis a una enorme variedad de interesantes derivaciones. Tras una reunión con editores de literatura infantil y juvenil en la que los asistentes ponderaban, con pasión y entusiasmo, las muchas virtudes y potencialidades de la lectura, fue a su término cuando, tras la ilusionada, optimista, esperanzada y maravillosa magia del encuentro, afloraron las preocupaciones, las dificultades y el derrotismo de una realidad descrita, en general, como el retroceso “de” y “en” la lectura. La aprensión, la angustia incluso, de los editores, los libreros, los escritores, los ilustradores ante esa marcha atrás, ante la evidencia de un mundo -el de los libros- en peligro, se veían acrecentadas por dos fenómenos complementarios: por un lado, la desmesurada ofensiva que los responsables de la industria electrónica del ocio llevan a cabo por cualquier medio para publicitar y defender los supuestos beneficios -de toda índole- para el cerebro juvenil de sus artilugios, dispositivos, juegos y opciones de entretenimiento. Por otro lado, la ausencia de unas correlativas promoción racional, divulgación documentada y reivindicación científica de las constatables ventajas que la lectura proporciona, más allá de las bienintencionadas proclamas, de corte humanista, según las cuales los libros nos hacen mejores gracias a su capacidad para cultivar el espíritu, enriquecer el imaginario, reparar la mente, deshacer la soledad, desmoronar el oscurantismo, fecundar el lenguaje, preservar las memorias colectivas… Tesis todas basadas en experiencias personales, subjetivas, pues, y en especulaciones intelectuales y elucubraciones filosóficas difícilmente extrapolables más allá de su consideración de creencias individuales de quienes las defienden. En definitiva, Demurget llama la atención sobre la ausencia de demostraciones fácticas que acrediten fehacientemente la utilidad “objetiva” de la lectura y que permitan ahuyentar el tópico según el cual se trataría de una práctica reservada de manera exclusiva a esa restringida casta de supuestos espíritus cultivados o, peor aún, de tristes intelectuales que con énfasis a menudo antipático sostienen sus virtudes. Y, en este sentido, y situado aún en la introducción a su libro, avanza el fondo último de su argumentación, citando al lingüista Stephen Krashen: cuando los niños leen por placer, cuando se convierten en “adictos a los libros”, adquieren de manera involuntaria y sin un esfuerzo consciente casi todas esas habilidades que se conocen como competencias lingüísticas y que preocupan a tantas personas: se convierten en lectores eficaces, aprenden un amplio vocabulario, desarrollan su capacidad de comprender y utilizar estructuras gramaticales complejas, adquieren un estilo de escritura adecuado y presentan una buena (aunque no necesariamente perfecta) ortografía. Aun cuando la lectura libre y voluntaria no garantice por sí misma que se alcancen las cotas de alfabetización más elevadas, sí que proporciona, cuanto menos, un nivel aceptable en este sentido. Además, facilita las habilidades que se requieren a la hora de abordar textos exigentes. Sin ella, me temo que, sencillamente, los niños no tendrían ninguna posibilidad de hacerlo. El comentario de Desmurget a este elocuente fragmento es revelador: aquellos menores que leen por placer tienen más éxito en la vida. Es así de simple. Se sienten mucho mejor. Alcanzan logros mayores en todos los ámbitos. La lectura alimenta el conocimiento y la imaginación y desarrolla la empatía, y de ese modo ayuda a que los niños sean cada vez más humanos. Lo que está aquí en juego son las oportunidades de los menores. Nada menos que eso

En este sentido, Más libros y menos pantallas constituye una declaración de utilidad pública de los beneficios de la lectura por placer. Sin desmerecer, por tanto, la lectura placentera, gratuita, no utilitaria -antes al contrario, en el libro se menciona con entusiasmo a Nuccio Ordine y su utilidad de lo inútil-, Desmurget explicará qué provoca el libro en el cerebro de los niños y por qué es fundamental que los menores lean desde su más tierna infancia. Dos cuestiones cuya respuesta se avanza ya desde las primeras páginas del prólogo a la obra: Es así como llegaremos a una conclusión clara, cuyo mensaje puede sintetizarse de la siguiente forma: desde que surgió el lenguaje, la humanidad no ha inventado una herramienta mejor que la lectura para estructurar el pensamiento, organizar el desarrollo del cerebro y civilizar nuestra relación con el mundo; el libro construye al niño literalmente en su triple dimensión (intelectual, emocional y social). Por tanto, la brutal reducción de esta actividad que se está observando entre las nuevas generaciones representa un verdadero desastre para la riqueza colectiva de nuestra sociedad, sobre todo porque la lectura está cediendo terreno a una cultura digital lúdica, que, aunque aporte ingentes beneficios económicos a los diferentes actores de su industria, también provoca un efecto idiotizante —como han demostrado ya de manera irrefutable numerosos estudios científicos— y genera consecuencias negativas probadas, por ejemplo para el lenguaje, la concentración, la impulsividad, la obesidad, el sueño, la ansiedad o los resultados académicos. Y de manera aún más tajante: He rastreado la literatura científica de arriba abajo y en ella no he encontrado mejor antídoto contra la idiotización de las mentes que la lectura: se trata de una verdadera máquina de configuración de la inteligencia en su dimensión cognitiva (que nos permite pensar, reflexionar y razonar) y también, y sobre todo, en su dimensión socioemocional (que nos permite comprendernos a nosotros mismos y a los demás, lo que facilita las relaciones sociales)

Para llevar a cabo su vigorosa defensa de la lectura, el autor organiza su libro en cinco grandes apartados, sostenidos en una extraordinaria abundancia de aparato teórico -el libro tiene casi un centenar de páginas de notas-: La lenta agonía de la lectura, en la que se describe el actual declive del libro entre las nuevas generaciones y sus nocivos efectos sobre su rendimiento académico; El arte de leer, que examina la complejidad de la lectura, una competencia que hay que adquirir y construir de manera lenta y progresiva, incompatible con la celeridad que imponen nuestros vertiginosos días; Las raíces de la lectura, en el que se demuestra la importancia fundamental de la exposición temprana a la lectura para lograr el dominio de esta competencia, y sus dos consecuencias inevitables: el papel insustituible del entorno familiar en el proceso, y la dificultad de la escuela, por su ambiente poco estimulante, para compensar las carencias de origen en relación al asunto; Un mundo sin libros, que muestra la enorme potencialidad de los libros para estructurar el pensamiento, desarrollar la memoria y favorecer la asimilación de conocimientos complejos; y Unos beneficios múltiples y duraderos, en el que se recogen las ventajas —científicamente demostradas— de la lectura para el desarrollo intelectual, emocional y social, así como para el éxito académico de adolescentes y jóvenes. Hay también un epílogo, Convertir al niño en un lector, de índole más práctica, en el que se proporcionan técnicas, herramientas y consejos para desarrollar el hábito lector en los chicos. 

La primera sección del libro, La lenta agonía de la lectura, plagada, como el resto de la obra, de abundantes datos, cifras y apuntes estadísticos, resulta de lectura aterradora y preocupante, dado el desazonador panorama que describe. A partir de algunas preguntas que operan como desencadenantes de su investigación -¿a los niños les gusta leer? ¿Leen? ¿Qué leen? ¿Es cierto que cada vez leen menos? ¿De verdad aumenta el número de lectores «frágiles»?- Desmurget analiza tres grandes cuestiones: el modo en que los niños se “aculturan” con respecto al libro mucho antes de que aprendan a leer, las cada vez más declinantes prácticas de lectura autónoma por parte de niños y adolescentes, constatables en los últimos decenios, y los perniciosos y demostrables efectos que esta reducción de la práctica lectora provoca en la calidad del lenguaje, el dominio de la ortografía, la comprensión de los textos escritos y, como consecuencia evidente, el rendimiento académico de las nuevas generaciones. Así, en este apartado del libro comparecen asuntos de extraordinaria importancia como lo decisivo del acercamiento temprano a los libros por parte de los niños que aún no saben leer, fruto de la lectura compartida por parte de sus padres; el amor -rotundo término que utiliza el autor- que el ser humano manifiesta por las historias, las narraciones, los relatos; la progresiva disminución de este hábito -los padres que leen a sus hijos- a medida que los menores cumplen años; la repercusión que sobre estos hechos tiene el nivel socioeconómico (se lee más en familias en situación desahogada), el sexo y la edad de los padres (más las mujeres y los adultos de más edad), las características de los hermanos (la lectura es más frecuente en el caso de los hijos únicos y los primogénitos) y también el sexo del menor (las niñas son más receptoras de estas lecturas precoces: Una amplia investigación incluso ha demostrado que el hecho de ser varón resta en un tercio la probabilidad de beneficiarse a diario de esta práctica; ayudando a consolidar un estereotipo de género -la lectura como actividad femenina- que, a mi juicio, está lejos de perjudicar a las mujeres, si bien puede explicar las diferencias en el rendimiento académico de niños y niñas en lectura y matemáticas); el fenómeno de la sobreexposición a las pantallas como causa obvia de la disminución de ese tiempo de lectura), con un corolario por lo demás evidente: la trascendencia de la lectura compartida para poder desarrollar las destrezas necesarias para un lectura individual competente (si quieres que tus hijos lean solos, léeles libros, sea cual sea su edad, ¡incluso cuando ya se estén acercando a la adolescencia!). 

Consciente, a partir de las conclusiones de la mejor ciencia existente sobre el asunto, de la importancia de la lectura en la infancia de cara a hacer del niño un lector adulto, el libro explora a continuación los hábitos lectores -en general decepcionantes- de los menores en edad escolar. Desmurget constata -de nuevo con apoyo en investigaciones rigurosas y variadas- que a los niños y los adolescentes les gusta leer, aunque, en contra de los optimistas e irredentos defensores a ultranza de los beneficios de la tecnología, que “contabilizan” la inmersión digital como tiempo de lectura, cada vez leen menos debido, fundamentalmente, a la competencia que representan otras actividades y a la falta de tiempo que ellas generan (el libro ha perdido la batalla del ocio). Los muchos cuadros estadísticos comparados que se nos ofrecen son categóricos al respecto: De media, el porcentaje de «lectores» (que practican esta actividad a diario o casi a diario) se mueve penosamente entre un cuarto y un tercio del total, lo cual significa que la mayoría de los niños a los que les gusta leer... no leen. La única excepción en este sentido es China, que presenta un nivel de «lectores» cercano al 50%. También aquí son relevantes el sexo y la edad del menor y el nivel cultural de su familia. No me resisto a transcribir un fragmento del libro que evidencia la envergadura de este desastre, en palabras del autor: 

Los adolescentes dedican catorce veces más tiempo a sus juguetitos digitales que a la lectura; los preadolescentes, casi diez veces más. Los chicos de entre ocho y doce años que se exponen a diario a los contenidos audiovisuales (telerrealidad, videoclips, series, películas, vídeos...) son dos veces más que los que se exponen a la lectura (un 84% frente a un 44%). En la franja de edad de entre trece y diecisiete años, son incluso casi tres veces más (un 86% frente a un 30 %). Cada año, el consumo lúdico de pantallas devora 112 días de la vida de un alumno de segundo de educación secundaria obligatoria, es decir, 3,7 meses o casi 2.690 horas, el equivalente a tres cursos escolares. En cambio, la lectura solo ocupa siete días, esto es, 168 horas, el equivalente a 0,2 cursos escolares. 

El capítulo recoge muchos más estudios y muchos más datos del mismo tenor, decepcionante y perturbador, sobre todo si se tiene en cuenta que las estadísticas manejadas aceptan un concepto sorprendentemente benevolente de la lectura, que incluye libros, claro está, pero también cómics, periódicos, revistas, blogs, manga, diccionarios, recetas de cocina, obras sobre bricolaje o turismo, y cualquier tipo de acercamiento lector sea cual sea el soporte: papel, electrónico e incluso sonoro, en ordenadores, smartphones, tabletas y lectores digitales. Ello es especialmente alarmante cuando hay numerosos estudios que demuestran que los libros (singularmente los de ficción) influyen en el desarrollo intelectual y lingüístico del niño de una forma mucho más profunda y positiva que los demás tipos de contenidos. En este sentido, Desmurget reacciona de modo airado ante el entusiasmo mediático que, amparado por estadísticas mal entendidas -según las cuales en Francia hay un 86% de lectores-, critica el tufo rancio y la cantinela catastrofista de quienes, como el propio autor, alertan de los peligros de la preterición de la lectura frente a las modernas e invasivas formas de entretenimiento. Si, afirma, nos apartamos del escaparate del marketing y nos centramos en los detalles de la investigación (…) descubrimos entonces que la proporción de personas que leen «a diario o casi a diario en su tiempo de ocio» es del 18%, una cantidad reveladoramente famélica. Y ello, la reducción del tiempo lector, es un proceso en declive permanente constatado en estudios realizados en el mundo entero a lo largo de los últimos cincuenta años. Por citar solo los datos, absolutamente pavorosos, afirma Desmurget, del programa PISA: En 2018, el 49% de los estudiantes del primer ciclo de secundaria de la OCDE aseguraban que solo leían si se los obligaba, un porcentaje ocho puntos superior al obtenido en 2009. Y algo aún peor: más de una cuarta parte de ellos (el 28%) estaban convencidos de que leer es una pérdida de tiempo, lo que supone cinco puntos más que en 2009. No podría haber sido de otra forma, lo milagroso habría sido que [la lectura] hubiese salido indemne de la centrifugadora digital que desde hace treinta años erosiona cada vez en mayor medida la vida de nuestros hijos

Y aquí el libro se abre a un excurso muy lúcido y probablemente también muy polémico, pero que coincide de modo extremadamente fiel con mi propia experiencia profesional, la repercusión de este declive lector en la comunidad docente: Nada evidencia de una forma más clara el retroceso generalizado de la lectura que el mundo universitario. En un capítulo demoledor, en el que se intercalan cifras estremecedoras (entre 1994 y 2015, la proporción de alumnos que accedían a la educación superior sin haber leído «por placer» absolutamente nada en el último año subió del 22 al 33 %. Al mismo tiempo, el número de grandes lectores (aquellos que dedican más de seis horas semanales a esta actividad) cayó del 12 al 8%), se examinan las conductas académicas que resultan del intento de adaptarse a este desplome: la reducción del volumen de lecturas obligatorias prescritas por los profesores, y la disminución de su complejidad o su sustitución por vídeos. En un alarmante bucle, una espiral aciaga, estos actuales universitarios no lectores serán los profesores de mañana, que lucharán por despertar en sus estudiantes un amor por la lectura que ellos mismos no han experimentado jamás, un hecho claramente perceptible en distintos estudios a la par que reconocible en mi ámbito subjetivo, en mi propia trayectoria como profesor en un Máster de formación del profesorado, vinculado, además, a la preparación de oposiciones a los cuerpos docentes (el inciso del libro en el que se glosan los resultados de los candidatos franceses que se presentan a las oposiciones de educación primaria confirma estas inquietantes tendencias). 

Pero es que aparte de leer menos, los niños, adolescentes y jóvenes actuales leen cada vez peor, y Más libros y menos pantallas analiza ese hecho incontestable, estudiando la reducción de las expectativas académicas, con una sorprendente condescendencia con los errores ortográficos, especialmente sangrante por cuanto muchos estudios demuestran que existe una importante correlación entre las competencias en ortografía y las competencias de comprensión del texto; la inexplicable inflación de las notas (los datos de nuestra selectividad así lo corroboran); la disminución del tiempo dedicado al estudio; el empeoramiento del rendimiento intelectual efectivo de los estudiantes; la ostensible mengua de la fluidez de lectura, un marcador muy elocuente de la comprensión de los textos, del éxito académico y del nivel; la simplificación del nivel de complejidad de los manuales y libros de texto; el empobrecimiento léxico de las obras de la literatura infantil y juvenil; la depauperación de la ficción para adultos; la, en referencia llamativa, trivialización que se registra también en el terreno musical, en un fenómeno extrapolable al discurso político. A ello se añade, en paralelo, el disimulo y la ocultación del fracaso a través de métodos que califican como lectores “eficaces” -en todas las etapas educativas- a quienes no son más que analfabetos funcionales. En datos del Ministerio de Educación de Francia (como resulta obvio, dada la nacionalidad del autor, la mayor parte de referentes estadísticos se refieren a dicho país, aunque no parecen de difícil extrapolación -incluso en términos más graves- al nuestro) el 21% de los jóvenes franceses (de entre dieciséis y veinticinco años) presentan dificultades a la hora de leer, y el 10% de ellos son analfabetos funcionales. Este último valor se eleva al 44% en el caso de los estudiantes que han superado la educación secundaria obligatoria (en Francia, una vez cumplidos los dieciséis años) y deciden no seguir estudiando. El saber y la educación, afirma Desmurget, están hoy desconectados, proliferan los titulados carentes de competencias básicas, en particular las lingüísticas (actualmente asistimos a una verdadera disociación entre el título y las competencias intelectuales, en cita del antropólogo Emmanuel Todd). Las cifras que apuntalan estas tesis son abrumadoras: en 1950 se necesitaba un cociente intelectual (CI) superior a 125 para conseguir el título de bachillerato. Hoy en día, en cambio, es posible hacerlo con un CI de 80, cociente con el que no es posible controlar el razonamiento hipotético-deductivo. Todo ello está provocando que para las tres cuartas partes de los adolescentes leer no [sea] más que un ejercicio de comunicación pragmática; esto es: pueden intervenir indignados en X con sus elementales doscientos ochenta caracteres, pueden leer el menú de una hamburguesería o incorporar comentarios triviales a sus vídeos de TikTok, pero son incapaces de acceder a la complejidad de los contenidos más ricos que conlleva la lectura, es decir de leer para pensar y reflexionar, para descubrir e imaginar, para comprender y explicar. Este ya dilatado proceso de empobrecimiento del lenguaje, singular manifestación de la mediocridad de los estudiantes del primer ciclo de secundaria de la OCDE, resulta todavía más “peligroso” si se compara con las evidencias que dan cuenta de los logros de los estudiantes orientales, en particular los chinos. Desmurget cierra esta sección subrayando que frente a las peculiaridades de las sociedades occidentales, que han ido orientando su organización social hacia una economía basada en el consumo, el ocio y el bienestar, con sus inevitables consecuencias (nuestros hijos cada vez leen menos y cada vez pasan más tiempo atiborrándose de pantallas con fines lúdicos), en China, cierto que fruto de una política a menudo autoritaria que proscribe de modo impositivo el uso de los dispositivos digitales, siguen estando interiorizados valores culturales como el rigor, la excelencia, el trabajo y el éxito académico, muy alejados del hábitat en el que se mueven la mayor parte de nuestros jóvenes. 

La segunda sección del libro, El arte de leer, analiza cómo para convertirse en un lector competente es indispensable leer, y leer mucho, además. A lo largo del vasto apartado se estudian las bases biológicas de la lectura y las cualidades que se requieren para ser un buen lector, aspectos ambos que, partiendo del incuestionable hecho de que nuestro cerebro no está “programado de serie” para la lectura y que, por lo tanto su dominio exige una amplia y esforzada práctica, suponen que un joven que no lea más allá de sus tareas escolares obligatorias jamás alcanzará un idóneo desarrollo académico, intelectual y humano. Porque aprender a leer es un proceso largo y difícil, que obliga a modificar toda la organización cerebral algo que depende de la amplitud, la variedad y la riqueza de sus experiencias en este terreno. Así ocurre también con todas nuestras herencias culturales complejas, desde el violín hasta las matemáticas, pasando por la escultura, el béisbol o el ajedrez en las que la adquisición de un elevado nivel de competencia depende menos de la existencia de un supuesto talento que del volumen, la calidad y la diversidad de las experiencias acumuladas. Y es que si el cerebro humano no está diseñado para leer sí lo está para aprender, razón por la que nuestra valiosa plasticidad cerebral solo puede alcanzar todo su potencial si el niño se encuentra inmerso en un mundo óptimo. En estas páginas Desmurget apunta una serie de propuestas -dirigidas sobre todo a los padres de niños y adolescentes- para desarrollar en sus hijos los mecanismos que les permitan absorber conocimientos lingüísticos y culturales suficientes para enfrentarse a las complejidades de la lectura y, en consecuencia, que les faciliten la optimización de sus competencias lectoras. De entre ellos quiero destacar el aumento del volumen de lectura; la negativa a la simplificación ortográfica que propugnan ciertos progresistas idólatras; la necesidad de la temprana y constante inmersión de los niños y jóvenes en los mundos lingüísticos, de potencialidades claramente superiores a la de los universos orales, tanto en la gramática (frases más largas y complejas, estructuras sintácticas de un registro más elevado, recurso más frecuente a la forma pasiva, mayor abundancia de proposiciones subordinadas relativas, conjugaciones menos habituales) como en el vocabulario (más profusión de palabras polisílabas, vocablos “raros” o poco frecuentes, locuciones no acostumbradas), todo lo cual repercute en la solvencia lectora, caracterizada por la solidez lingüística y la riqueza cultural que solo se adquieren leyendo; la combativa oposición al generalizado descrédito de la memoria, supuestamente innecesaria a causa de la abundancia de información en la red. Por desgracia, las prácticas sociales y académicas en boga caminan con frecuencia en la dirección contraria a todas estas recomendaciones, provocando el afligido lamento de Desmurget: la capacidad de los jóvenes [estudiantes de secundaria y universitarios] para razonar acerca de la información disponible en Internet puede describirse con una sola palabra: desconsoladora». Tan desconsoladora que acaba por convertirse en una «amenaza para la democracia»

La tercera parte del libro, Las raíces de la lectura, para mí la menos interesante (pero en ello tienen que ver mis circunstancias personales, algo distantes de la realidad que describe), se fundamenta en una premisa esencial: el aprendizaje es un fenómeno acumulativo. En consecuencia, el autor estudia en esta sección cómo se construyen las bases, orales y no verbales, en las que se cimentan las destrezas lectoras. Se exploran aquí, con abundantes ejemplos relativos al ámbito infantil, los pilares que permiten el conocimiento de la lengua escrita, de las letras y de los sonidos, en particular el aprovechamiento de los espacios cotidianos por parte de los padres para dirigir la atención de sus hijos hacia los textos escritos, su implicación en una amplia variedad de sencillos juegos alfabéticos y fonológicos, las actividades -lúdicas, sin asomo de exigencia, obligación o imposición- pensadas para llegar a dominar las convenciones del mundo escrito, el conocimiento de las letras, así como la conciencia fonológica y la conciencia fonémica, los pasatiempos para estimular las habilidades orales tempranas, tanto en el terreno léxico como en el sintáctico, todo ello indispensable para el posterior éxito lector y, por lo tanto, académico. En síntesis, lo que propugna Desmurget es que si queremos que los niños desarrollen sus capacidades lingüísticas, es necesario hablarles, hablarles mucho y con frecuencia, y hablarles con grados crecientes de complejidad en el vocabulario, los giros gramaticales, la diversidad léxica, la longitud de las frases, la cantidad de las interacciones verbales, la frecuencia de los giros. Otro tanto ocurre con la lectura: De media, 20 minutos diarios de lectura compartida entre el primer y el quinto año de vida del niño representa 1,6 millones de palabras oídas, lo que favorece la creación de redes cerebrales del lenguaje, al contrario de lo que ocurre con los contenidos audiovisuales, cuya acción es funcionalmente desestructurante. Las benéficas consecuencias que entrañan tales sencillas prácticas son abrumadoras: Entre los tres y los nueve años, los niños que cuentan con más recursos avanzan en mucha mayor medida (8.000 palabras) que sus compañeros que parten con menos medios (3.800 palabras). Desmurget menciona el denominado por los especialistas efecto Mateo, en referencia a una célebre frase del Nuevo Testamento: Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene, porque, en relación con la lectura y el aprendizaje, quien más sabe -más conocimientos, más léxico, más competencias- más podrá aprender. Ese abismo de 4.200 palabras separará de por vida, con efectos casi irreversibles, a los alumnos privilegiados de los más desfavorecidos. 

Los apartados cuarto y quinto del libro son, desde mi punto de vista, los más sugerentes. Partiendo de una cita de Fahrenheit 451, el clásico de Ray Bradbury, que recoge los comentarios de los “bomberos” ante la reacción de una mujer que se deja quemar por no separarse de sus libros (Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar [,] para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada), Desmurget investiga qué puede ser ese “algo” único que explique la fundamental aportación de los libros a la evolución de la humanidad y justifique los beneficios múltiples y duraderos que los libros nos proporcionan. En el primero de los frentes, la indagación acerca de ese “intangible” (solo en apariencia) que ha provocado la furibunda y aniquiladora reacción de los tiranos de cualquier época y que hoy en día lleva a los idólatras de la tecnología a denostar los libros como objetos vetustos, arcaicos y obsoletos, incompatibles con el vértigo innovador que constituye el acelerado signo de nuestros tiempos, sostiene el investigador francés que el libro sigue siendo el soporte de aprendizaje más adecuado para el funcionamiento de nuestro cerebro. En particular, su estructura lineal y preorganizada, la presentación jerarquizada de la información, su capacidad para activar la atención, lo convierten en la opción más eficaz para cablear el cerebro de un niño, con indudables y demostradas ventajas con respecto a los otros medios sonoros, visuales y electrónicos que, pudiendo ser útiles en ciertos dominios del aprendizaje, palidecen, sin embargo, ante la eficacia de los libros a la hora de facilitar la representación de conocimientos complejos y exigentes, y, por lo tanto, su memorización y su asimilación, de minimizar las distracciones y concentrar la atención y, en definitiva, de mejorar la comprensión. El lector se encuentra en esta parte de la obra con una ardorosa defensa del potencial único del libro y una no menos vehemente crítica a las modernas tesis que sostienen que las potencialidades de internet -con sus ilimitadas posibilidades para acceder y compartir conferencias, vídeos de debates, tutoriales, etc.- arrumban el libro en el desván de los anacrónicos restos de otra época además de suponer el paradigma de la democracia, al facilitar la “autodidaxis”, el aprendizaje autónomo y permanente, individualizado y no sometido a la uniformizadora educación “vertical” y autoritaria. Bien al contrario, sostiene Desmurget, estas prácticas de supuesto aprendizaje autónomo, no solo no nutren la democracia, sino que la erosionan, la ponen en peligro, porque sin saberes y conocimientos previos consolidados, la panacea de esa liberadora navegación por internet, es todo menos fecunda y emancipadora, pues como se deduce de medio siglo de estudios precisos y coincidentes (…) los conocimientos generales, las habilidades lingüísticas y las capacidades de comprensión que se adquieren a través de la lectura de libros (ya sean narrativos, divulgativos, científicos, epistolares, etc.) constituyen una condición imprescindible para que la navegación por Internet sea productiva y, en consecuencia, para que el lector pueda formar criterio solvente, construir su pensamiento crítico, manejar información rigurosa, contrastada y veraz y, en definitiva, ser capaz de resistir de manera lúcida y libre a las manipulaciones, los bulos, las fake news y las delirantes teorías conspiratorias. 

Pero es en la última y espléndida sección de la obra, Unos beneficios múltiples y duraderos, en donde se refleja con más detalle la utilidad y el provecho que nos aporta la lectura individual. Así, el autor demuestra, con afirmaciones en algún caso categóricas (Sin libros no hay lenguaje evolucionado) pero siempre científicamente probadas, las incontrovertibles ventajas de la lectura para potenciar la dimensión intelectual de la persona (inteligencia, lenguaje, etc.), para desarrollar sus habilidades socioemocionales (empatía, comprensión del prójimo, etc.) y, claro está, para la consecución del éxito académico. Se presentan datos muy elocuentes sobre las repercusiones de la lectura temprana y frecuente (sobre todo de libros de ficción) en el aumento del cociente intelectual verbal, un índice muy revelador del cociente intelectual general; en el desarrollo del vocabulario y de la ortografía; en el incremento de la calidad léxica; en la posesión de una sintaxis más elaborada, una ortografía más fiable, una mejora de las capacidades narrativas, tanto en la lengua oral como en la escrita; en el crecimiento de las habilidades de comunicación; en la estimulación de la creatividad; en la construcción de una cultura general entendida como un sólido repertorio de saberes generales (historia, geografía, filosofía, música, pintura, cine, literatura, geopolítica, deporte, religión, economía); en el aumento de su capacidad de razonamiento; en la mejora del autoconocimiento, la comprensión de los estados interiores, las emociones, los pensamientos, los deseos y las motivaciones propios y ajenos, así como las interacciones sociales e interpersonales. En consecuencia, la lectura -y las capacidades que de ella se derivan- condiciona el desarrollo intelectual (La lectura es la disciplina universal sobre la que se construyen todas las demás) y emocional, afecta a los resultados académicos y permite incluso prever el nivel de empleo, la tasa de paro y los ingresos salariales (en 2019 en Francia alguien que hubiese realizado estudios superiores ganaba de media dos veces más que alguien sin título universitario (21.930 € frente a 42.790 €*) y se exponía a un riesgo de desempleo tres veces menor (5,3 %, frente a 14,4%). Esta mejora de las condiciones de vida suele dar lugar a personas más felices y con mejor salud, en líneas generales). 

Por todo ello, la propuesta de futuro de Desmurget, que esboza al término de su inagotable y fecundo libro, es, a la vez, muy sencilla y extraordinariamente compleja. Una dedicación relativamente modesta de entre 20 y 30 minutos diarios, si se mantiene en el tiempo, acaba proporcionando importantes beneficios; he aquí la simplicidad. Pero dicha cifra representa una tercera parte del tiempo que los estudiantes del primer ciclo de secundaria dedican diariamente a sus videojuegos, lo que revela la dificultad de la tarea. La apuesta está sobre la mesa de padres y educadores, formulada de modo muy nítido en este fragmento con el que cierro esta ya muy larga reseña de un libro excelente que os recomiendo muy vivamente: 

A menudo nos desesperamos por buscar el modo de cambiar las “competencias” de los niños. Pues bien, resulta que existe al menos un hábito, parcialmente maleable, que permite por sí solo desarrollar estas “competencias”: ¡leer! Una noticia que resulta especialmente alentadora si tenemos en cuenta que aquí no estamos hablando de una tortura literaria, sino de un trabajo moderado, de unos 30 minutos diarios. Es muy poco si lo comparamos con el tiempo de ocio que pasan nuestros hijos cada día con sus pantallas,91 pero es enorme si tenemos en cuenta los beneficios concretos que aporta para su éxito académico. Porque, al fin y al cabo, si sumamos todas las plusvalías acumuladas (lenguaje, conocimientos, creatividad, habilidades socioemocionales, etc.), nos daremos cuenta de que el tiempo que se destina a la lectura personal acaba teniendo un gran peso en la trayectoria escolar de las personas y, más adelante, en la fisionomía de su carrera profesional. Un niño que lee no solo agranda su presente: también construye su futuro. 

Como clausura musical del espacio, un tema, no relacionado directamente con el objeto del libro, pero que aparece, sin embargo, citado en él. Il jouait du piano debout (Él tocaba el piano de pie), compuesto por Michel Berger. Aquí os lo dejo en la sesentera interpretación de la legendaria France Gall, una de las más conspicuas “chicas yeyé” francesas.

Videoconferencia
Michel Desmurget. Más libros y menos pantallas

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