MARIANNE WIGGINS. LAS PROPIEDADES DE LA SED
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un año más a Todos los libros un libro que os desea un feliz 2025 repleto de interesantes lecturas. El espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca os trae esta tarde una espléndida novela, la última -y única publicada en España- de su autora, la norteamericana Marianne Wiggins, una escritora para mí desconocida hasta que leí hace algunos meses este Las propiedades de la sed, un libro de lectura arrebatadora presentado por la editorial Libros del Asteroide el mayo pasado en traducción de Celia Filipetto.
Antes de entrar en mi reseña de la obra quiero detenerme brevemente en un par de comentarios anecdóticos -o no tanto, como podréis apreciar, pues aportan luz de cara al conocimiento de la personalidad de la escritora y de alguna de las singularidades de Las propiedades de la sed- sobre Wiggins. Nacida en 1947 en Lancaster, una ciudad del estado de Pensilvania, en el noroeste de los Estados Unidos, cuenta con una trayectoria literaria dilatada con varias novelas en su haber, alguna de las cuales han obtenido distintos premios siendo finalista con la penúltima de ellas, Evidence of Things Unseen -no traducida, que yo sepa- del premio Pulitzer de ficción y del National Book Award. Sin contar con estudios superiores fue contratada como profesora titular en la Universidad del Sur de California, en donde impartió clases de autobiografía.
Wiggins alcanzó una cierta repercusión pública, más allá de su desempeño como escritora, cuando, en 1988, se casó con Salman Rushdie. Un año después, el ayatollah Jomeini emitió la despiadada fetua contra el escritor angloindio, ordenando su asesinato a causa del carácter blasfemo -siempre en la interpretación rigurosa, anacrónica y criminal de la ortodoxia islamista- de su libro Los versos satánicos. Condenado desde entonces a una vida de ocultamiento y encierro, Marianne, que al parecer había comunicado a Rushdie, solo cinco días antes de la funesta sentencia, su voluntad de divorciarse, “aguantó” con él, en ese difícil trance de persecución, secreto y miedo, hasta que, por fin, un lustro después, la pareja se separaría. Este episodio permite vislumbrar, con todas las cautelas derivadas del hecho de que la información que manejo es vaga, incompleta y superficial, a una mujer con principios, sentido moral y dignidad, capaz de entrega, respeto y compromiso, valores presentes en los personajes principales de la novela que hoy os traigo.
Además, y esta segunda circunstancia de la vida de Wiggins tiene aún una mayor incidencia en su obra, hace ocho años, en 2016, la escritora sufrió un ictus cuando estaba cerca de culminar la escritura de Las propiedades de la sed. Las importantes repercusiones del percance y la sustancial limitación de las capacidades cognitivas que le provocó, amenazaban con impedir que pudiera poner término a la novela. Su hija, Lara Porzak, fotógrafa profesional, explica en el emotivo epílogo del libro, fechado en julio de 2021, los pormenores del incidente (Infarto cerebral masivo, en el contundente diagnóstico del médico, acentuado poco después, tras la intervención quirúrgica inevitable: El médico que le extrajo a Marianne los coágulos del cerebro me dijo que «probablemente» se quedaría ciega y que «con toda seguridad» no volvería a leer ni a escribir debido a la visión cuádruple), la desesperada angustia de su hija (Por favor, salve el cerebro de mi madre…, es brillante…, está escribiendo una novela…, es brillante…, es profesora…, ha sido finalista del Pulitzer…, tiene la novela casi terminada…, su novela es preciosa…, por favor, sálvele el cerebro…, ha sido finalista del…), la lenta y difícil recuperación de su madre (Marianne pasó cuatro meses en cinco hospitales diferentes y vimos a más de sesenta profesionales sanitarios con distintos cargos), los irracionales signos de esperanza (el nombre del fabricante de la cama hospitalaria en la que yacía su madre era STRYKER; como uno de los personajes principales de la novela) y la esforzada labor realizada por ambas para llevar a buen puerto la redacción final de su libro.
Quiero resaltar, en particular, estos aspectos relativos a la difícil rehabilitación de la mujer y, sobre todo -a los efectos que nos ocupan-, de la escritora, pues influyeron en la “construcción” final de la novela, un hecho que el lector aprecia muy claramente a medida que se adentra en la última parte del libro (a mí me ha ocurrido; y eso que mientras leía desconocía el accidente cerebrovascular sufrido por su autora). La identidad -vamos a decirlo así- de Marianne Wiggins cambió radicalmente, como puede suponerse, tras el infarto cerebral. En lo físico, se vio afectada -en enumeración que con una cierta distancia irónica hace su hija- por hemiplejia, disfagia, hemianopsia homónima, heminegligencia izquierda, arteriopatía coronaria en arteria nativa, diplopía, nistagmo, debilidad facial… Y añade: el ictus alteró su cronología, destruyó su brújula, modificó su sentido del equilibrio físico y ya no puede cruzar una habitación. En lo cognitivo, sus síntomas eran perseveración, impulsividad, inestabilidad afectiva, fatiga cognitiva, pérdida de la memoria a corto plazo. Tal cúmulo de limitaciones hacían casi imposible pensar en la completa “recuperación” de la talentosa escritora de antes del suceso, ni siquiera en una mejoría parcial que permitiera reanudar la escritura de su libro. Pero tanto la madre como la hija están dotadas de unas excepcionales voluntad y capacidad de lucha (Marianne es una fuerza de la naturaleza, una gigante del conocimiento). La escritora conservó intactos su ánimo batallador, su ingenio, su incesante curiosidad, y la hija, no menos voluntariosa y tenaz, decidió entregar parte de su vida a ayudar a Marianne a recuperar el equilibrio en el terreno de su forma de expresión artística —un paisaje que no me pertenece—. Con esos escasos y poco esperanzadores mimbres -esfuerzo, ilusión y ganas-, Lara se lanzó a una tarea colosal (una expedición de vértigo [que] seguirá siendo el viaje del que más me enorgullezco): conseguir que su madre volviera a recuperar los escenarios, las situaciones, los personajes y su psicología, las tramas, los vínculos, las ideas, el universo en suma, creados para dar vida a Las propiedades de la sed. Hay un corto documental -veintiocho minutos- de título “Marianne” dirigido en 2022 por Rebecca Ressler, que no he podido ver, en el que se registra este emotivo proceso.
En el mencionado epílogo al libro, Lara nos relata su rutina en los muy largos meses -años en realidad- tras el accidente: le pedí a una amiga que nos trajera a la habitación el manuscrito inacabado de Las propiedades de la sed. Y se lo leí a Marianne en un bucle constante. Debo de habérselo leído unas diez veces. O veinticinco veces. Lecturas, repeticiones, repeticiones, palabras, palabras, palabras, palabras. Borrado de un plumazo su pasado reciente, hizo falta una cantidad colosal de repeticiones para que volviera a familiarizase con Rocky, Sunny, Cas y Schiff, los principales personajes, como luego veremos, de la novela. Joe Bohlinger, antiguo alumno de Marianne, se sumó a la tarea en numerosas ocasiones visitando a la enferma y leyéndole pasajes de sus novelas, cuentos y poemas favoritos, en particular de Las propiedades de la sed. El proceso se repetía una y otra vez: A lo largo de 2017 y 2018 leímos el manuscrito en voz alta montones de veces. Con el tiempo, Marianne y yo empezamos a hablar de Rocky, Cas, Schiff, Snow y Sunny como si fuesen nuestros parientes. Las interacciones verbales conllevaban preguntas y ejercicios variados que Marianne debía realizar en relación con dichos personajes para devolverlos al tejido de la memoria de mamá. Lara los ponía en diferentes situaciones y le preguntaba a Marianne cuáles serían sus reacciones, en un intento por que aflorasen otra vez y ocupasen el primer plano de su cerebro. Muy lentamente, y de manera gradual, la escritora empezó a recuperar la novela en su memoria, lejos aún, no obstante, de un dominio siquiera básico sobre su proceso creativo. En el invierno de 2018, se incorpora al “equipo de trabajo” David Ulin, un periodista, lector enfervorizado de Wiggins, que asumirá desde entonces el papel de editor. Los tres, David, Lara y, en la medida de sus posibilidades, la propia Marianne, se reunirán una vez por semana para leer en voz alta las páginas del libro y analizarlas, aportar ideas para un diálogo o un posible final, reformular frases y párrafos, revisar, reelaborar, realizar ajustes y discutir opciones de desarrollo de la trama. Para ello, consultarán -además del análisis exhaustivo de las partes del libro ya escritas- los apuntes manuscritos y las notas de redacción de la escritora; también unas memorias inacabadas tituladas Cómo escribir una novela, que incluían valiosas reflexiones sobre el proceso creativo (una especie de carta de navegación hacia un destino oculto que, a la larga, nos marcó el camino hacia el final), y con todo ello lograron acabar el libro. Y así fue como lo hicimos. Despacio y sabiamente. Palabra por palabra. Así, además, cerraron un círculo que se abría en la primera frase de la novela, No puedes salvar lo que no amas, que explica parte de su contenido, como luego veremos, y que resulta aplicable al diligente proceso de recuperación -de salvación- del libro por parte de la amorosa hija.
Es importante detenerse en el uso del plural en una de las últimas frases del epílogo que acabo de transcribir. Y así fue como lo hicimos. Lara escribe Lo hicimos. El tramo final de Las propiedades de la sed es una obra colectiva. Dicho de un modo más abrupto: no es un texto de Marianne Wiggins, sino de -y siento resultar abrupto- una parte de ella, la que quedó, por desgracia, tras su deplorable accidente, y de sus bienintencionados, animosos y diligentes “editores”, Lara Porzak y David Ulin. Pero lo cierto es que, pese a esa admirable dedicación de la hija y el experto, el final del libro se resiente, cualquier lector con un mínimo de sensibilidad y experiencia lectora nota, “sabe”, que esa última parte de la novela no “suena” igual que las muchas páginas anteriores, que no está a la altura de la sensibilidad, el talento, la intensidad, la poesía y la belleza que rezuma el resto del libro. Aviso, pues, para navegantes: la decepción es inevitable, entre otras razones porque el nivel mostrado hasta ese momento es, casi, irrepetible, literalmente irrecuperable. Pero, avanzada esta circunstancia de alcance capital de cara a la consideración final del libro, vayamos ya con él, una novela excepcional que os va a procurar, estoy seguro, muchas horas -estamos hablando de un texto de más de seiscientas páginas- de embelesada lectura.
Como suelo repetir aquí muy a menudo, no resulta fácil presentar un resumen argumental de las obras que reseño, que permita, por un lado, conocer lo sustancial de su planteamiento y, por otro, mantener intacto, sin revelar demasiado de la trama, el misterio, el gozoso descubrimiento que siempre encierra -y que es uno de los grandes atractivos de la literatura- el apasionado avanzar por un texto que a cada página nos sorprende con mundos desconocidos. Esta circunstancia es aún más acusada en el caso de Las propiedades de la sed, una novela en la que se entrelazan muchas historias diversas, con diferentes focos de atención, con tramas y subtramas que se ramifican y se cruzan, en una estructura compleja y muy bien trabada, exigente pero a la postre muy placentera para el lector. Lo intentaré, sin embargo (en el fondo eso pretendo con mis reseñas, adelantar, destripándolo lo menos posible, el argumento del libro que presento y también sus principales motivos de interés).
La cronología “natural” de la novela -hay constantes vueltas atrás en el tiempo- se inicia el 7 de diciembre de 1941, día del ataque de la Armada Imperial Japonesa a la base naval norteamericana de Pearl Harbor, suceso que acabaría por desencadenar la plena incorporación de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial y, con ella, el principio del fin -por desgracia en ese momento aún remoto- de la contienda. Las altas autoridades militares de Washington consideraban plausible alguna nueva ofensiva nipona sobre la costa del Pacífico, en particular sobre California. La propia incapacidad bélica del Japón, que no contaba con aviones equipados para cruzar el océano e invadir el espacio aéreo norteamericano, hacía pensar en otras vías de agresión, como el envío de globos bomba o los sabotajes y atentados llevados a cabo por ciudadanos japoneses residentes en la región, en Portland, San Francisco y el Valle Central de California. En consecuencia, el presidente Roosevelt aprobó una ley, la Orden Ejecutiva 9066, que disponía la creación de una zona de excepción, esto es, la prohibición a todos los ciudadanos de ascendencia japonesa -unos ciento treinta mil en todo Estados Unidos- de vivir en la Costa Oeste de Estados Unidos, de Canadá a México, o sus inmediaciones. En el seno de esta acción, se construyeron diez emplazamientos a lo largo del país, todos ellos instalaciones federales o municipales (reservas indias, parques estatales, barracones vacíos del ejército) para detener y encerrar en ellos a los ciudadanos japoneses-norteamericanos, en un episodio no tan conocido y sin tanta repercusión como muchos otros del muy investigado conflicto mundial. Uno de estos asentamientos se situará en el valle de Owens, al norte de Los Ángeles, en donde, en un vasto, seco y desolado espacio cercano al pueblo de Lone Pine, de 1.200 escasos habitantes, en la antigua finca Manzanar, dos mil cuatrocientas veintiocho hectáreas de tierra abandonada, en barbecho y vacía, se levantará un centro de internamiento -un eufemismo: un campo de concentración, con todas sus negativas connotaciones- que habría de albergar a diez mil refugiados japoneses, profesionales liberales -médicos, abogados-, y, sobre todo, trabajadores manuales -pescadores, braceros, recolectores de fruta y verdura…-, con sus familias. La difícil tarea de erigir una instalación de tal magnitud para acoger -de nuevo eufemismos; en realidad, una masiva y controvertida y dudosa legalmente detención preventiva- a una cifra tan inmensa de desplazados, se encomienda a un joven abogado judío, Schiff, al que conocemos llegando al lugar comisionado por el Departamento de Interior y abrumado por un mandato imposible, el levantamiento, la gestión, la logística de una ciudad creada de la nada -Jamás había construido una ciudad partiendo de la nada, y no conocía a nadie que lo hubiese hecho-, de cuya legalidad, además, duda: la mayoría de los días no lograba convencerse de que la orden ejecutiva que excluía de la sociedad en general a los norteamericanos de origen japonés pudiese ser avalada por un tribunal.
El valle de Owens, Lone Pine, el asentamiento, Manzanar, son los espacios que constituyen el centro en el que van a confluir las diferentes historias que narra Marianne Wiggins: las de Rocky y su difunta esposa Lou, las de sus hijos Stryker y Sunny, la de Cas, la independiente, abnegada e interesante hermana de Rocky, la del propio Schiff y la de algunos significativos personajes secundarios, el acomplejado e irascible agente Snow, el simpático teniente Jay Svevo, entre otros. Tenemos así, pues, en primer lugar, a dos hermanos gemelos, Rocky y Cas, que a finales del siglo XIX (el verano de 1886, cuando, con seis años, aprendió a nadar, dice del chico la voz narradora, datando su biografía), crecen en Nueva York como hijos de Wellington Rhodes, millonario propietario de minas de plata, zinc, plomo, cobre, y dueño también de una importante compañía de ferrocarriles que lleva su nombre. A su muerte, herederos de su fortuna, se desvincularán de ella (vendimos la casa de la Quinta Avenida en la que nos criamos, nos desprendimos de todo lo demás y lo repartimos a partes iguales), y, resueltos sus problemas económicos con el dinero obtenido con la venta de las ingentes propiedades de su progenitor, dirigirán sus vidas hacia sus personales y más auténticos anhelos. Bajo el influjo de las enseñanzas de Thoreau y Emerson, recibidas en la infancia, Rocky se encaminará a California en busca de un lugar en donde llevar a cabo una vida natural, recogida, genuina, austera. Fueron Thoreau y Emerson, ese par de viejos trascendentalistas, quienes prendieron la mecha de Rocky y articularon los argumentos para impulsar su insurrección y catapultarlo desde la Costa Este hasta aquel gran desierto salvaje. Había construido ese rancho, había construido esa vida, como actos de emulación de esos dos pensadores, de esos dos hombres. Allí, en el entonces feraz valle de Owens, con el lago Lone Pine entre las cadenas montañosas de Sierra Nevada e Inyo, encontrará su “lugar en el mundo”, levantará su rancho -al que llamará, en honor a Thoreau, Las Tres Sillas (Una para la meditación. Dos para la conversación. Tres para la compañía, en bien conocida expresión del pensador y filósofo americano) y se instalará en él con su esposa, la fascinante Lou, una doctora de origen francés, que le dará dos hijos, también gemelos, Stryker y Sunny, y que morirá de polio cuando los niños tienen tres años, dejando al muy enamorado Rocky desarbolado, melancólico y solitario, paseando, fantasmal, por sus posesiones en compañía de sus perros. Su hermana Cas, soltera pertinaz, intérprete de arpa, que se había dedicado a recorrer el mundo en su carrera musical, disfrutando de las rentas heredadas, resuelve abandonar su vida cosmopolita y “encerrarse” en Las Tres Sillas con su hermano para hacerse cargo del cuidado y la educación de sus sobrinos.
En el “presente” de la novela, Stryker acaba de alistarse en la Marina y ha sido destinado al Pacífico. Cuando se produce el bombardeo a Pearl Harbor, la familia pierde su rastro y no logra recibir noticias suyas, presumiblemente muerto en el ataque. Sunny vive en Lone Pine, en donde -con un amor y un conocimiento del arte culinario herencia de su madre- regenta un pequeño restaurante, magnífico pese a su modestia y su falta de pretensiones. Las vidas de Rocky, Cas, Sunny y Schiff se cruzan entonces y sus respectivas historias, íntimas, conmovedoras, intensas, dramáticas, enternecedoras, exuberantes, románticas, melancólicas, trágicas (son muchos los puntos de vista que afloran en una novela formidable) desbordan en el relato de Wiggins unidas por un elemento común: el agua, o más exactamente, su falta, la sed, que protagoniza el libro en su doble dimensión real y simbólica.
La ausencia de agua condiciona la vida en el ahora desértico valle del Owens. El crecimiento desmesurado de la cercana ciudad de Los Ángeles en los primeros años del siglo pasado, potenciado por el descubrimiento de petróleo en su subsuelo, multiplicó las necesidades de agua de la población, lo que llevó a sus autoridades, auspiciadas por el presidente Roosevelt, a requerir -y obtener- la construcción de un acueducto que solventara las carencias angelinas. Representantes del DALA, el Departamento de Aguas de Los Ángeles, se desplazaron a los pueblos de los alrededores adquiriendo las tierras de los lugareños, haciéndose con sus derechos del uso al agua y despojando, no sin violencia, en ocasiones, de sus recursos acuíferos a las comunidades vecinas (así, Los Ángeles se había extendido por el mapa hasta absorber como una esponja su derecho al uso del agua, la “sed” de la ciudad engullendo la tierra alrededor); desviando de su curso el río Owens, secuestrado por los cazadores furtivos de agua de Los Ángeles; drenando el lago (A aquel delito de ingeniería no lo llamaron «drenaje»; lo llamaron «canalización», lo llamaron «redistribución», en ocasiones lo llamaron «trasvase». (Rocky lo llamaba «robo».)) y acabando con él al convertirlo en un lodo salobre, un infierno contaminado y mefítico, yermo, seco y putrefacto, que afectaría incluso, interrumpiéndolo, al curso natural de las migraciones de los gansos que, confundidos por su memoria de especie, se estrellaban contra su superficie, árida y dura (Migraban, eran unos cien, tal vez doscientos, ondulantes como las notas de una partitura, descendían por el cielo hacia ese otro cuerpo que reflejaba la luz, esa cosa que antaño había sido agua y que todavía debía señalar un aterrizaje suave. Cuando chocaron contra la dura superficie el sonido fue como la algarabía de un matadero); llevando a los habitantes de la zona a la ruina (en el valle del Owens, (…) gracias a la ciudad de Los Ángeles, no hay empleo, la única industria es la del agua y de su cosecha ya se encargan los empleados del departamento de dicha ciudad) o a la emigración (La mayoría de la gente se marchó de aquí hace veinte años, para no volver. ¿Por qué iban a hacerlo?… El DALA se llevó nuestra labranza); y condenando para siempre el trabajo de décadas -el sueño- de Rocky (el rancho y el valle dependen para su supervivencia de lo que había sido un flujo libre y aparentemente interminable de agua de deshielo desde las montañas).
El viejo Rocky de 1942, obsesionado por la conservación de los recursos hídricos de su valle, de sus tierras, de su rancho, se empecina en su batalla legal contra la ciudad cuyo nombre no quiere pronunciar -ni deja que nadie de su entorno lo haga en su presencia-, una “guerra del agua” hecha de denuncias, recursos, dilaciones, aplazamientos en los tribunales (Llevo treinta años metido en una guerra santa contra esos hijoputas), también alguna acción violenta, que ahora se superpone a la guerra mundial que, en ambos frentes, se resuelven en fracaso para él: la impotencia ante los hechos consumados de la prosperidad “saqueadora” de Los Ángeles y la más que probable muerte de su hijo Stryker. La figura de Rocky, imponente en su metro noventa, la presencia intimidatoria, la voz tronante, la grandeza de patriarca, con aires shakesperianos, su quijotesco combate (Se estaba convirtiendo en un Thoreau recalcitrante que se negaba a aceptar el avance del tiempo, que se negaba a reconocer la derrota, que se negaba a abandonar el barco (cargado ahora de soledad) y, terco capitán, prefería hundirse en profundidades insondables pero abrazadoras), no solo jurídico (perderá casi todos los dedos de una de sus manos al explotarle una carga de dinamita con la que pretendía volar el acueducto), con el poder político de la época y, a la vez, su sensibilidad, la tristeza nostálgica que arrastra desde la muerte de su mujer, su ternura, el amor y el cuidado que pone en la educación de sus hijos, el dolor por la desaparición de Stryker, la valiente aceptación de su soledad (Sabía de algunos hombres que llevaban historias encerradas en su interior: se los había cruzado en los caminos, en bares, en campamentos, y cuando trataba de hablarles, guardaban silencio. Él se había vuelto igual, lo comprendía ahora, llevaba una historia encerrada en su interior), hacen de él una creación literaria inolvidable.
Las propiedades de la sed son, pues, literalmente -entendidas como posesiones, pertenencias-, las tierras de Rocky Rhodes, fértiles y fecundas antaño, estériles y agostadas en el presente del libro. Unos dominios, los de la sed, que, en esencia, deberían corresponder a Los Ángeles, algo a lo que aspiran, revirtiendo la situación, los pobladores de la región: Volar por los aires las canalizaciones, las tomas de agua y las bocas de salida, los tubos, los túneles, los canales de descarga de uno en uno, DESAGUAR Los Ángeles y convertirla de nuevo en la propiedad de la sed que Dios había previsto cuando la creó.
Pero las propiedades son también -en otra acepción plausible- los atributos, las cualidades, las características de la sed. Y desde ese punto de vista enfoca también su libro Marianne Wiggins, pues sus once capítulos se titulan “la primera (la segunda, la tercera, etc.…) propiedad de la sed es…” y en su transcurso se desarrollan las historias de los protagonistas, que ilustran, con valor simbólico o metafórico, cada uno de esos rasgos definitorios: la sorpresa, el reconocimiento, la memoria, el deseo, la frustración del deseo, la verdad, la combustión espontánea, la reinvención, la inmersión, el sabor de lo inevitable, la evaporación. En este sentido el libro es prodigioso y representa de manera sobresaliente la que, desde mi punto de vista, es la más destacada facultad de la literatura: la capacidad de fascinación que procuran los relatos, la potencia de las historias para transportar al lector, para llevarlo, entregado, deslumbrado, encandilado, a escenarios desconocidos, a experimentar situaciones no previsibles, a conocer a gentes insospechadas, a vivir otras vidas muy lejanas de la suya propia.
Es el caso de los hechos relativos al confinamiento -inicialmente transitorio pero que acabaría prolongándose hasta cuatro años, en algunos casos- de la población de origen japonés en el campo de Manzanar (un episodio histórico, bien documentado; como lo es también, por cierto, la guerra del agua en Los Ángeles, en otra dimensión muy interesante de la novela, la convincente trabazón de las experiencias íntimas de los personajes y el contexto social en que se mueven). En esta vertiente del libro destacan las descripciones minuciosas de la realidad de los asentamientos, los conflictos lingüísticos en torno a la propia denominación, las autoridades buscando la fórmula que disimule la cruda e inaceptable realidad (¿“centros”?, ¿“campos de concentración”?, ¿“de reasentamiento”?, ¿“de internamiento”?, ¿“japoneses-norteamericanos”?. ¿solo “japoneses”?), los barracones, las colas para todo, la difícil cotidianidad de las familias, los niños, los ancianos, los enfermos, la falta de agua, enlazando con el tema principal del libro (Diez mil personas que cagan, beben, se bañan, cocinan…, ¿de dónde saldrá el agua?), los problemas de intendencia, el abastecimiento, los suministros, la ociosidad impuesta a miles de personas (Lo recordaré cuando tenga que ingeniármelas para ver cómo mantengo ocupadas a diez mil personas en un recinto en pleno desierto hasta que acabe la guerra), las sospechas de espionaje, las repercusiones jurídicas (el obligado abandono de las legítimas propiedades de los desplazados, las pérdidas de sus trabajos, la interrupción de sus fuentes de ingreso, las hipotecas impagables, la ilegal ocupación de sus viviendas originarias por ciudadanos norteamericanos (hay gente, anglos, que se aprovechan de esto, están ocupando todas esas propiedades), la pérdida de mano de obra en los trabajos dejados atrás). Y, en medio de los problemas prácticos, el joven Schiff intentando resolverlos y, sobre todo, procurando lidiar con su conciencia. Un Schiff hijo de judíos emigrados a Norteamérica, sabedor del padecimiento de su pueblo en los campos nazis. Un Schiff que durante los años del New Deal, estuvo contratado para la Administración de su país, funcionario de un dedicado cuerpo de empleados del gobierno cuya única fuerza motivadora era salvar el país, salvarlo de la hambruna en las llanuras. Un Schiff que, por tanto, conoce el dolor, el sufrimiento, el desvalimiento y la injusticia, pues había trabajado entre los desposeídos y desnutridos, los no instruidos y los endeudados, los transitorios y fanáticos, estafadores, vagabundos, feriantes, timadores, palurdos, pueblerinos, funcionarios del Tesoro corruptos, bienhechores con un tornillo flojo y sioux azul cielo. Un Schiff que se debate ahora entre el exigido cumplimiento del deber y unas convicciones que le dicen que los asentamientos son ilegales, injustos, inhumanos, consciente de que el patriotismo que llevaba dentro se erigía sobre unos principios humanos más eternos que aquellos sobre los que habían construido Manzanar y que resuelve sus contradicciones con una cada vez mayor dificultad para mantener la falsa ilusión de que «estaba haciendo el bien». Un Schiff tierno, sensible, inteligente, tímido, torpe, decente, profundamente moral. Un Schiff además -e inevitablemente- enamorado de Sunny, en otro apreciable frente del libro, el romántico.
Romántico por partida doble, además, pues la historia de Sunny se nos narra -desde su presente de joven huérfana- muy vinculada a la de su desaparecida madre, lo que permite a Wiggins introducir notas sobre el intenso amor entre Lou, la esposa francesa y Rocky. De Sunny conocemos su generosa dedicación a los habituales de su pequeño restaurante de Lone Pine (Prácticamente les regalaba la comida, apenas cubría gastos, ni siquiera se sacaba un sueldo, semana tras semana iba echando mano de su herencia, que era bastante abultada como para aguantar en el futuro inmediato), su talento para la cocina, su soledad (Tenía edad suficiente para querer a un hombre para algo más que bailar y echaba de menos estar con uno), la imposible espera de su amor infantil, Jesús Mendoza -Jeis-, hijo de recolectores mexicanos en los campos del Valle Central, crecido con su abuelo, el viejo Mendoza, compañero de juegos de Stryker y Sunny desde pequeños y al que un lamentable incidente juvenil, que narra Wiggins en otra de las muchas historias intercaladas que pueblan el libro, ha obligado a abandonar Estados Unidos. Sunny es inteligente, muy guapa (Ante él tenía a una de las mujeres más deslumbrantes que había visto (sin maquillar y aun así los ojos la piel el pelo corto el aspecto eran de quitar el hipo, de un despampanante «de película»), grácil, con estilo y elegancia naturales, aunque descuidada en su apariencia personal (Sunny no llevaba artificios, ni barra de labios, ni perfume (que él notara), ni nada salido del catálogo de gestos estudiados de los privilegiados. Ni siquiera llevaba vestido. Sí, se había mostrado fría con él y tal vez un tanto altiva, pero ¿por qué no? Parecía inteligente —y saludable—, y debajo de la tela vaquera y el delantal se filtraba energía bruta suficiente como para indicar que la actividad física se le daba bien y, sin duda, daba la impresión de saber manejarse, si no en un guardarropa, al menos en una despensa bien surtida), algo asilvestrada, inicialmente tensa, a la defensiva y cautelosa en el trato con Schiff, cálida y sonriente en su trabajo, feliz cuando se encuentra entre los animales de su granja, metiendo las manos (tenía manos de gorila) en el huerto en el que cultiva las plantas de las que nutrirá sus menús, al margen del mundo, en cierto modo.
Independiente, decidida, dura, obstinada, pero también tierna y sensible, Sunny, nacida seis minutos antes que su díscolo y rebelde hermano, ha cargado desde siempre con la responsabilidad de cuidarlo (Las personas que no tienen hermanos gemelos no pueden comprender la complejidad de haber venido al mundo con una sombra incorporada) y este hecho marca su personalidad. Como lo hace, sobre todo, la pérdida de su madre. De niña, vive añorando el “Regreso”: hoy es el día en que va a volver porque estoy pensando en ella. Más tarde, durante mucho tiempo tras su muerte, seguirá recopilando testimonios de la gente que la había conocido. Y ahora, en el presente de la novela, intenta todavía encontrar su propio lugar en el mundo, forjar su personalidad siguiendo el principal rastro que Lou ha dejado: la cocina. Sunny jamás encontraría una parte activa hasta que ella misma siguiera la sombra de su madre y comenzara a tratar de cocinar. El libro se abre aquí a otra dimensión muy atrayente: la de la comida. La chica se sumerge en el sofisticado legado culinario de su madre, en sus libros de cocina franceses e ingleses, en las enigmáticas fichas en las que recupera el refinado vocabulario gastronómico de la mujer ausente: eneldo silvestre, hinojo silvestre, yerba santa, yerba buena, epazote, berro amargo y té verde mormón y café de California, verdolaga de Cuba. Sin embargo, cuando a los diez años, después de aprender francés para poder entender sus palabras, se adentra esperanzada en el recetario en el que, además de instrucciones para cocinar, cree poder hallar un mayor conocimiento de Lou y de la vida en general (Aquellos libros de cocina permitieron a Sunny adivinar que el mundo era un lugar mayor que el huerto de su madre y el desierto y las montañas que veía), se encuentra un rompecabezas indescifrable, notas inacabadas, frases taquigráficas, pensamientos dejados a medias (Sunny equiparaba la lectura de las fichas de su madre a la lectura de una antología de silencios, la historia perdida de un alma), muchos de los cuales salpican el texto, que se convierte así en una evocadora y gozosa exaltación de la comida, de los placeres de la mesa, del arte de la alimentación, de los demorados y sutiles y deleitosos rituales de la gastronomía que se nos muestran en los fogones y en las mesas del Lou’s, el restaurante que Sunny abrirá en Lone Pine, en los platos que se preparan en su cocina, en las inconexas recetas rescatadas de los libros que lee cada noche antes de dormir (Si tuviese que empezar un diario hoy (…) su primera oración probablemente sería «Leo libros de cocina en la cama». Por la noche. Para dormirme. Para ayudarme a soñar). Y se da aquí -con la comida- otro de los muy bien ajustados engarces en la prodigiosa construcción que es la estructura novelesca de Las propiedades de la sed, pues Schiff, cuando llega al asentamiento, y preocupado por solventar las exigencias alimentarias de la ingente población cuya supervivencia deberá asegurar, pregunta a toda persona con quien se encuentra cuál sería el alimento perfecto, para añadir, enseguida: Con «perfecto» no me refiero a «preferido». Con «perfecto» sugiero «completo», completo en su integridad para nutrir, para sostener la vida. Algo que pudiera usted comer si se quedase varado en una isla desierta. Para sobrevivir. Algo de lo que pudiera vivir en el desierto, adelantando un futuro vínculo con Sunny, en una nueva pista metafórica de una novela llena de ellas.
Y hay muchas más historias intercaladas que debo resumir ya al acercarme al término de mi reseña. Las frecuentes evocaciones de la figura de Lou, esposa y madre: había sido una mujer incomparable, no solo adorada sino reverenciada por su bondad, su ayuda. Además de sus papeles en el ámbito privado (amante, esposa, madre), también había sido curandera: médico: herbolaria y jardinera: cocinera. Su vida cosmopolita, nacida en Gex, en los Alpes franceses, licenciada en la Sorbona, viajando a Córcega para conocer los medicamentos naturales a base de plantas de las sage femmes, las curanderas del lugar, desplazándose a Norteamérica a investigar los remedios medicinales de los indios de las praderas, su encuentro casual en un estación en Chicago con Rocky, que la divisa en el andén desde un vagón y abandonará el tren para abordarla y no parará hasta casarse con ella y llevarla a Las Tres Sillas, en otro de los bellísimos relatos entreverados a la narración principal y que acentúan el carácter romántico del libro (A Rocky no le importaría pasar a la historia como el hijo de puta que había peleado contra la condenada ciudad de Los Ángeles, por principios. Si un hombre debía pasar a la historia siendo conocido por algo, que te conocieran por defender unos principios no estaba tan mal, aunque él prefería pasar a la historia por haber amado a una mujer la mayor parte de su vida), su desinteresada entrega ejerciendo la medicina gratuitamente en Lone Pine, su belleza y su generosidad -y su acusado acento francés- en el recuerdo de las gentes del pueblo.
Y no puedo olvidar a Cas, hombruna, poco agraciada, despreocupada de su apariencia en su encierro en Las Tres Sillas (Cas había sido la guía de Sunny sobre cómo ser mujer y, en fin: qué podía decirse: atuendos sin forma y zapatos recios), independiente y libre (ahí estaba Cas, por el amor del cielo, una mujer capaz de romperle el pescuezo a una gallina clueca y desplumarla con sus propias manos, pero que no sabría ingeniárselas para hacer una salsa aunque de ello dependiese su vida: Cas vivía como un hombre, hacía lo que quería, cuando quería, si quería). De rotunda y cariñosa presencia, voluminosa y tan alta como su hermano, resultará sustancial en la vida de Rocky y sus hijos (Desde la muerte de su madre, Cas había sido el referente femenino en las vidas de Sunny y Stryker), siendo la protagonista deslumbrante de otro de los relatos intercalados, el del viaje a Europa con Sunny -Rocky lo haría, simultáneamente, con Stryker, por otra ruta marítima, para minimizar los efectos de un posible accidente que acabara con toda la familia-, al llegar ambos a su adolescencia, en el año en que los gemelos cumplieron trece, un estimulante intento de los adultos de ampliar el limitado mundo de los chicos -Sunny se topó por primera vez con cosas que, hasta ese momento, creía que solo existían en los libros (los transatlánticos, los ascensores, ¡las anguilas!, los taxis, los chefs)-, encerrados hasta entonces en el rancho entre montañas en Lone Pine. La novela cambia entonces de escenario y se adentra, tras una escala en la abigarrada y rutilante Nueva York y sus incalculables masas de gente, sus monumentos, su fascinante Biblioteca (en la que Sunny descubriría que su mundo no era EL MUNDO sino solo uno de los muchos que había), en el asombroso encantamiento de París, en los museos, el arte, las visitas culturales, los salones, los conciertos, la ropa de moda, los vestidos, los zapatos, los sombreros, los grandes hoteles, los restaurantes de lujo, la comida, las ostras, el caviar, los imponentes mercados, la memoria sensorial de Sunny reviviendo desde su presente aquella experiencia gozosa, rescatada en sus libretas y diarios. Y, por supuesto, la protectora y cariñosa compañía de Cas, otra Cas distinta de la austera de Lone Pine, toda una profesional en espantar a los hombres, solitaria en su retiro en el rancho, con una vida dedicada a un instrumento de cuerda grande y solitario, con la misantropía de sus días cerrándose en la cama con una copa de ginebra y un libro grueso cada noche. Por el contrario, la “Cas de Nueva York” resultó ser una versión distinta de la de Lone Pine (…), según Sunny, la Cas de Nueva York se encontraba en su elemento. Empezó a llevar sombreros; empezó a calzar zapatos de tacón y encandiló a Sunny con su elegancia, su saber estar, su trato con los hombres, su ancho mundo: Ahora, al cabo de tantos años, Sunny tenía la sensación de que aquel viaje a París había marcado un punto de inflexión en su resistencia infantil a que su tía fuese su «madre». Cas no era su madre, jamás podría ser su madre y de haber tenido como consejera otro tipo de mujer, una mujer normal de Lone Pine, o a su verdadera madre, Sunny habría sido una mujer distinta. Una mujer y unos pasajes conmovedores.
Y está la historia de Snow, el pistolero de la Pinkerton -la mítica agencia de seguridad privada estadounidense- contratado por el Departamento de Aguas de Los Ángeles, para reprimir las protestas de los indignados habitantes de la región, hartos del agostamiento de sus tierras. Snow, de aparición fugaz en distintos momentos del libro, tendrá un protagonismo muy relevante en sus últimos capítulos, de un modo que no voy a revelar. Y, también de manera menor, hay algunos apuntes sobre la búsqueda del paradero de Stryker, supuestamente casado en Pearl Harbor antes de su desaparición con Suzy, una mujer japonesa, con la que habría tenido otros dos gemelos, Ralph y Waldo, los nombres de Emerson, el escritor, poeta y filósofo, otro de los modelos de vida de los Rhodes. Y aunque también fugaces, son entrañables las apariciones de Jay Svevo, el cordial y atrevido ayudante de Schiff.
Y la figura del pensador norteamericano me lleva a apuntar la abundancia de referencias literarias y culturales del libro. Entre otras muchas, innumerables, en Las propiedades de la sed hay menciones a Maynard Dixon, marido de Dorothea Lange, la fotógrafa que “retrató” el Programa de Trabajo del New Deal en la Gran Depresión, con su legendaria foto de una mujer con la mirada de desesperación perdida en la distancia, la barbilla descarnada apoyada en la mano, unos niños desastrados agarrados a ella; a William Shakespeare; a Jane Eyre y El Gran Gatsby, a Jean Anthelme Brillat-Savarin, el gran gastrónomo; a otro fotógrafo, Ansel Adams, a quien Cas conoció; a Albert Einstein, que compartió travesía atlántica con Rocky; a libros de James M. Cain, Pearl S. Buck y Virginia Woolf, de Daphne du Maurier, Jack London y Jonh Steinbeck, con cuyo universo literario tiene mucho en común el de Marianne Wiggins; a Dashiell Hammett. Y también, al cine, a Hollywood, que en esos años utilizó los escenarios naturales de Lone Pine para el rodaje de muchas películas (Llegaron los del cine, daba la sensación de que la fama de aquella finca se había vuelto legendaria) y cuyo firmamento de estrellas atraviesa el libro: Tom Mix, Douglas Fairbanks, Fatty Arbuckle, Bogart, John Garfield, Errol Flynn, Gary Cooper, Cary Grant, Clark Gable, Ida Lupino, Judy Garland, Jimmy Stewart, Bob Hope, Bing Crosby, John Wayne, Katharine Hepburn, Frank Capra, John Huston… Un Hollywood presente en títulos, también citados, como El último refugio, Gunga Din, Lo que el viento se llevó, Ciudadano Kane o Caballero sin espada.
Y entre todas estas historias e hilos de desarrollo del sugestivo puzle que es el libro, afloran los temas que Marianne Wiggins quiere tratar, muchos ya comentados: el racismo, el antisemitismo, las relaciones familiares, el amor, la pérdida, la muerte, los anhelos, los recuerdos, la identidad y el sentimiento de pertenencia, la búsqueda de un lugar en el mundo, la superación de los límites y la apertura a las potencialidades infinitas de la vida (Sunny había interpretado las palabras de Cas como una prueba (…) de que tal vez existieran muchas felicidades en una sola vida, muchas posibilidades, algunas exploradas y otras no, y que la vida que se elegía vivir, si se tenía la suerte de poder elegir, solo era una entre muchas), la justicia y la moral, el conflicto entre naturaleza y civilización, entre lo salvaje y la cultura, el papel de la mujer en la sociedad (cayó en la cuenta de que las mujeres no formaban parte del paisaje: no era que las hubiesen borrado (porque, para empezar, nunca habían estado) sino que las habían convertido en irrelevantes), la mitología y la historia de EEUU, la frontera, el sueño de California, la denuncia ecológica, el valor simbólico del agua y de la sed, una sed que es sed de amor, de vínculos, de recuperar a quienes hemos perdido, sed de vida, de esperanza, de continuidad. No puedes salvar lo que no amas, el recurrente leitmotiv de la novela. Eso intentan los personajes: salvar el agua, salvar la tierra, salvar a sus familias y, claro está, salvarse a sí mismos.
Y ya por último, y para poner punto final a mis muy extensos comentarios, un breve apunte sobre el particular estilo, los singulares recursos literarios de los que hace gala la autora. En un repaso a vuelapluma: la estructura fragmentada, compleja, no lineal; los cambios en la voz narrativa, una tercera persona “individualizada”, podríamos decir, pues se sitúa, en cada caso, en la posición y la perspectiva de los distintos personajes; el estilo indirecto libre que, al “personalizarlo”, amplía las resonancias del texto; en el mismo sentido, los cambios constantes, a veces en la misma página, en el punto de vista, que entremezcla las voces de Rocky, Cas, Sunny, Schiff, Jay Svevo, Snow, e incluso otros personajes secundarios aquí no mencionados; la expresiva y detallada descripción del Valle y sus elementos, el agua, el viento; el lirismo de la prosa; la jugosa riqueza literaria de la vertiente gastronómica del libro, los ingredientes, los platos, las recetas, los procesos de elaboración de las comidas; la fidedigna recreación de la atmósfera de los asentamientos; las innovaciones tipográficas, con una “maquetación” de la página ciertamente singular: las letras versales, las cursivas, los puntos y aparte, los sangrados; también los juegos ortográficos: ausencia de puntos, los puntos y coma, la mezcla de párrafos, su separación no siempre convencional, los paréntesis.
En fin, por tantos motivos, una maravilla de novela -incluso con el “bajón” final-, que no deberíais perderos. Os dejo ahora con un fragmento que describe la llegada de los desplazados al centro de internamiento. Y además, como ilustración musical del libro, una canción citada en la novela y que concuerda con una de sus referencias más evidentes, el combativo mundo de John Steinbeck y Las uvas de la ira. Se trata de This land is your land, el clásico de Woody Guthrie.
Schiff había calculado que serían «diez mil» pero la mente se resiste a ese número: la mente lo transforma en una cifra sin rostro. Sin embargo, ahí estaban, autobuses repletos de ellos, callados y confundidos, transportados con lo que llevaban puesto, en los brazos y en las maletas de cartón; sus recuerdos grabados en la memoria. Sunny había supuesto eso al pensar en ese día, en el aspecto que tendrían cuando llegasen, se los había imaginado pobres —ahora se avergonzaba—; desde luego nunca se los había imaginado de clase media (o superior), pero ahí estaban, con sus mejores zapatos, con los trajes, abrigos y sombreros «de vestir». La mayoría de ellos llevaba capas de ropa, suéteres, chaquetas debajo de los abrigos para ahorrar sitio en las maletas, muy pocos calzaban zapatos adecuados para el terreno y muchas de las mujeres se habían puesto los abrigos de piel que tenían (de zorro; algunos de ratón almizclero) y sombreros de plumas. Que no estaban preparados era una afirmación de tal equivalencia moral que, en solo una hora, Sunny había alcanzado un estado de silenciosa indignación: peor que la falta de preparación de los internos era la del gobierno: el Estado no estaba preparado para eso, el centro no estaba preparado; la autoridad que había promulgado la Orden de detención no estaba preparada. La detención, como hipótesis, era de por sí algo difícil de racionalizar para unos ciudadanos que no habían cometido delito alguno, pero las bases de ese razonamiento, sus muros de contención, de inferior calidad, parecían aún más vergonzosos. El agua salía solo esporádicamente de las fuentes provisionales. Los baños de mujeres carecían de divisiones internas y habían pasado por alto las duchas. Las ratas se paseaban por debajo de las cantinas. Iban de una a otra. No había dónde sentarse. En la toba volcánica que rodeaba las puertas, había ratones del desierto. Muchos de los barracones todavía no tenían vidrios; la mayoría de las ventanas estaban cubiertas con papel para evitar el viento. El polvo —producto derivado de la tierra agotada— volaba por doquier hasta que alguno de los genios reclutados tuvo la inspiración de regar la zona de admisiones hasta convertirla en barro de color vómito. Rocky se había negado a obedecer la consigna lanzada a los lugareños para que se apostaran a lo largo de la carretera y en las calles de Lone Pine con el fin de «dar la bienvenida» a los recién llegados («Jamás», había dicho), pero Sunny y Vasco se habían presentado con la camioneta cargada de mandarinas y naranjas. Las damas de la iglesia de Lone Pine e Independence repartían té Lipton aguado en vasos de papel encerado y folletos que hablaban de la misericordia de Cristo, y la familia de la ferretería ya aceptaba pedidos de tablas de lavar, palanganas, jarras y orinales esmaltados. Con sus tarjetas de identificación del campo atadas a los botones de los abrigos, los recién llegados parecían mercancías —a precio reducido—, sobre todo los niños; en ellos las tarjetas en papel manila de doce centímetros parecían mucho más grandes. Las damas de la iglesia les daban piruletas, cuya fructosa barata con sabor a cereza les había teñido los labios de un rojo llamativo, contribuyendo así a la perturbadora impresión de que eran muñecos de tamaño natural. Cuando Schiff había dicho «diez mil», Sunny no había previsto que hubiera tantos niños. Tampoco tantos ancianos y enfermos, todas aquellas mujeres, esposas y madres, mujeres que habían llevado sus casas, cuidado de sus familias, hecho la compra, cocinado. Ahí los tenía, calzados con sus mejores zapatos, de pie en el barro, con la mirada aturdida de los desplazados, como si, a causa de su distracción, se hubiesen olvidado de llevar consigo lo que más querían.
Videoconferencia
Marianne Wiggins. Las propiedades de la sed
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