NICOLA LAGIOIA. LA CIUDAD DE LOS VIVOS
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy cierra las emisiones del mes de enero con la primera de una breve serie de dos programas en los que viajaremos a Italia, con sendos libros, basados ambos en hechos reales y que participan, como tan a menudo ocurre con algunas de mis propuestas, de una cierta indefinición genérica, pues hay en ellos algo de reportaje periodístico, de crónica de true crime, de texto de autoficción, de investigación criminal, de documento sociológico, de obra ensayística, de análisis filosófico y político y, en tanto estamos ante narraciones formidables, fruto de una más que solvente creación literaria y capaces de atrapar la atención de un embelesado lector durante horas, de magníficos exponentes del género novelístico.
En el caso de esta tarde mi entusiasmada sugerencia es un libro que, exagerando, y dada la acelerada vorágine en la que se desenvuelve el mundo editorial, podíamos calificar de “añejo”, pues se publicó en Italia en 2020 y vio la luz en nuestro país en 2022, dos años que, como digo, en este ritmo frenético de publicaciones que nos rodea, equivalen a un par de décadas. Se trata de La ciudad de los vivos, del joven -apenas cuarenta años- escritor Nicola Lagioia, un título aparecido entre nosotros en la editorial Penguin Random House en traducción de atribución algo enigmática: en la página preliminar del libro es Xavier González Rovira el nombre con el que figura el traductor; en los créditos finales se adjudica el copyright de la traducción a Carlos Milla Soler; una consulta a la página web de la editorial para salir de dudas nos lleva a un Francisco Javier González Rovira que, intuimos, será el Xavier inicial convenientemente castellanizado. Un pequeño misterio. Ahora bien, de la “catalanidad” del traductor -Milla o Xavier- no hay duda alguna, pues el texto refleja modismos de aquella lengua (una sola cita representativa: Teniendo en cuenta cuál era mi objetivo, empezar a beber alcohol ya me venía bien, en el que sobra ese “ya” tan habitual en esa construcción en catalán) y un abuso, no exclusivo de los hablantes de la comunidad catalana, aunque enojoso e irritante por su reiteración, de locuciones como “el mismo”, “los mismos” y similares. Así por ejemplo: Por la noche, atraídas por los focos que deberían dar lustre a los grandes monumentos, giraban alrededor de los mismos [¡con lo sencillo que suena “de ellos”!] de una manera macabra; o también: El edificio destacaba en la oscuridad, golpeado por la lluvia. Junto al mismo [¿por qué no escribir “a él”?], había otros dos edificios idénticos. ¡Y son solo dos muestras de entre muchas! En fin…
Nicola Lagioia, que aunque nacido en Bari, reside en Roma (La ciudad de los vivos demuestra un profundo, agudísimo y exhaustivo conocimiento de la capital "lazial"), es uno de los más reconocidos escritores italianos. Autor de cinco novelas, recibió el Premio Strega, uno de los más prestigiosos de su país, en 2014 por La ferocidad, también publicado en España por Penguin Random House. Es miembro del jurado del Festival de Cine de Venecia, director del Salón Internacional del Libro de Turín y colaborador en diversos medios periodísticos escritos y radiofónicos. La ciudad de los vivos, su por ahora última obra, es un libro magnífico que, participando, como ya se ha dicho, de las cualidades narrativas de las mejores novelas (en la página de la Wikipedia dedicada al autor, el título aparece bajo esa rúbrica; y Joan Corominas, en uno de los blurbs que la editorial selecciona para publicitar el libro afirma: Hacía mucho que una novela no me llenaba tanto como escritor y lector; no obstante, el escritor, en conversación con Manuel Jabois, y ante una pregunta expresa en el mismo sentido, se muestra un poco más ambiguo al respecto), presenta, con rasgos de crónica negra y periodismo de investigación, la detallada indagación que Lagioia llevó a cabo en torno a un suceso espeluznante que conmocionó a la sociedad italiana hace unos años y cuyos ecos, mitigados por tratarse de unos hechos ocurridos en un contexto específico, ajeno al nuestro, llegaron también, sin embargo, a la prensa española.
En una de las primeras páginas de la obra se recoge un breve publicado en el diario La Repubblica del 6 de marzo de 2016 y que está en el origen del libro: “Horror en la periferia de Roma. Un chico de 23 años fue asesinado en un apartamento del Collatino después de haber sido torturado durante horas. Aparentemente, el crimen carece de móvil.” En efecto, dos días antes, el 4 de marzo, dos jóvenes amigos, casi treintañeros, de familias acomodadas de la burguesía romana, Manuel Foffo, hijo de un empresario, y Marco Prato, hijo de un asesor cultural y profesor universitario, abismados a lo largo de varias jornadas en un delirio orgiástico de cocaína (En dos días habían comprado más de diez gramos, que llegarían a los veinte antes de que acabara la noche, una cantidad suficiente para intimidar a un pequeño grupo de cocainómanos empedernidos), fármacos, alcohol y sexo, asesinaron, con una impresionante dosis de salvajismo y de crueldad, a Luca Varani, un chico de los suburbios, hijo adoptado de un vendedor ambulante de dulces y frutos secos, al que apenas conocían de encuentros anteriores en los que el muchacho, que a veces se prostituía, les entregaba sexo a cambio de drogas y dinero. En los tres días en que los amigos permanecieron encerrados en el piso de Manuel, sumidos en una suerte de enajenación alucinatoria, arrastrados por una irrefrenable compulsión asesina, buscaron a ciegas a quien los acompañara en su ritual funesto. En un desesperado frenesí fatal que la prensa del momento calificó como la lotería de la muerte, llegaron a enviar, de modo sucesivo, hasta veintitrés sms idénticos a amigos y conocidos para elegir a la víctima (Hola, Roberto, ¿te vienes con nosotros? He conocido a una trans. También tenemos algo de perico). La mayor parte de ellos no respondieron, tres sí acudieron, cada uno por separado, a la cita, aunque abandonaron el apartamento poco interesados -o abiertamente amedrentados- por el caótico desenfreno de la pareja. No fue el caso de Luca Varani, que, tentado por unos escasos ciento veinte euros, acabaría por encontrar la muerte (Hemos decidido que debes morir) en una bacanal enloquecida y desaforada, torturado, atrozmente golpeado con un martillo, acuchillado con furia, asesinado por fin en un crimen sin finalidad instrumental alguna: Ni el beneficio económico, ni la carrera, ni la fama, ni la venganza personal, no había ninguna motivación clásica que justificara lo que había ocurrido.
Como puede imaginarse, en esta sociedad del morbo y el espectáculo que tan bien conocemos en nuestro país, la noticia llamó inmediatamente la atención, convulsionando profundamente a la opinión pública (la razón por la que unos chicos absolutamente normales, a los que no les faltaba nada en el plano material, parecían vivir como auténticos desesperados —por las drogas que tomaban, por su incapacidad para enfocar su propia identidad, por la preocupación paroxística que tenían por el juicio de los demás, por el uso irrespetuoso que hacían de su cuerpo, por la relación que tenían con el dinero, por lo despreocupados que parecían al malgastar periodos enteros de sus vidas— lo sumía en un estado de absoluta perplejidad, confesará uno de los carabinieri encargado de la investigación) y, en particular a Nicola Lagioia, que la vio en un telediario y que desde el principio se vio asaltado -como, por otro lado, la ciudadanía en su conjunto- por algunas preguntas inquietantes y perturbadoras. ¿Eran los asesinos realmente conscientes de lo que hacían? ¿Fue el asesinato una demostración de violencia gratuita? ¿Un efecto pernicioso y desmesurado del consumo de drogas sin control? ¿Un reflejo en exceso violento del malestar, de la desesperación juvenil por una existencia hedonista, carente de propósito, de valores, de horizonte moral alguno? ¿Se trataba de una manifestación extrema del Mal, de la “posesión demoníaca”? ¿La brutalidad y el salvajismo de dos chicos por lo demás “normales” nos sitúan frente al aterrador abismo de pensar en que cualquiera de nosotros podría actuar de la misma manera?
El impacto y la perplejidad iniciales que el dramático acontecimiento suscitó en el escritor pronto se convirtieron en interés en razón de las muchas dimensiones a las que se abría: el modo en que los diferentes orígenes de los jóvenes mostraban ángulos distintos de la poliédrica Roma; las controvertidas reacciones de la prensa, los medios de comunicación y la opinión pública ante el asesinato; el absurdo que rodea a ciertos crímenes en los que, en apariencia, no hay un móvil fácilmente entendible; las posibles motivaciones psicológicas y sociales que arrastraron a estos dos chicos a llevar a cabo con tanta saña tal atrocidad; la violencia desenfrenada, síntoma extremo de algunos de nuestros males como sociedad; el asesinato como un ejemplo paradigmático de la decadencia moral y la descomposición de las sociedades desarrolladas, reflejadas de modo palmario en los muchos signos de la actual degradación de la capital italiana; el muy recurrente -y a veces trivializado- asunto de la banalidad del mal, ejemplificado en este caso en el comportamiento inexplicable de personas consideradas normales que llevan a cabo acciones que a ellas mismas les resultan indescifrables y, por supuesto, moralmente reprobables (si ellos lo hicieron, ¿yo también podría hacerlo? Manuel y Marco tenían problemas comunes a muchas personas. Pero hay que decir que, afortunadamente, no todas las personas que sufren deficiencias emocionales se convierten en asesinos. Sin embargo, el abismo comienza a cavar dentro de ti. Te hace preguntarte si estás realmente seguro de que nunca serías capaz de hacer lo que ellos hicieron. Incluso Manuel y Marco, antes de cometer el asesinato, podrían haber dicho lo mismo).
El interés del escritor (que vivía a quince minutos en moto de la escena del crimen, en un nuevo vínculo, ahora espacial, con los hechos) se basaba también en razones personales que acabarán por aflorar en el libro (—¿Por qué te interesa este caso? —preguntó Paolo. —Porque encuentro algunas cosas que me conciernen) y que, unidas a las anteriores -sociológicas, políticas, psicológicas, filosóficas-, lo llevaron a involucrarse intensamente en el caso y a lanzarse a la investigación de sus pormenores (pedía informaciones, hacía preguntas, reclamaba recuerdos, buscaba elementos que me ayudaran a entender), tarea a la que dedicará cuatro años de su vida. En su transcurso, entrevista a los protagonistas de la historia, conoce a los padres de la víctima, a los familiares y amigos de los culpables, conversa con periodistas, abogados, inspectores de policía, altas autoridades de los carabineiri, consulta informes y testimonios, atestados criminales, documentos judiciales, expedientes periciales, accede a escuchas telefónicas, artículos periodísticos, actas de los juicios, sentencias de los tribunales, declaraciones oficiales, entrevistas y testimonios de médicos, psicólogos, psiquiatras, documentos de audio y de vídeo (entre otros, transcripciones de los mensajes de Whatsapp de Foffo y Prato, sus publicaciones en Facebook, las apariciones televisivas en programas de telerrealidad de Giuseppe Varani y Valter Foffo, padres de los asesinos). Con todo ello “arma” un libro monumental -no solo por sus cerca de quinientas páginas- que traslada al lector de manera detallada y minuciosa la “realidad” de los hechos (Lo que se cuenta en este libro es una historia que ocurrió realmente), fielmente reconstruida (He utilizado fielmente esta documentación para reconstruir los acontecimientos, las versiones de las personas involucradas, la narración de los protagonistas). Esta voluntad de autenticidad, que se refleja en los fragmentos que acabo de transcribir, extraídos del epílogo del libro, se manifiesta igualmente en otros elementos de la obra: la meticulosa descripción -claramente literaria, novelística- de las calles y barrios de Roma (Pasaron por delante de una quesería, luego una fábrica de toldos para el sol. Un pequeño grupo de álamos se erguía solitario entre los campos, acariciado por la luz del atardecer), la ciudad protagonista principal del libro, casi por encima de los personajes; y también, al decir de la crítica italiana que he podido consultar, por la fiel representación del lenguaje, como en el caso del dialecto romano de Giuseppe Varani o el desaliño gramatical -de alto significado sociológico- de Valeria Proietti, amiga de Luca, que el traductor español mantiene con pericia (Marta mira que si te he escrito es solo para ayudarte tambien porque aparte del dolor de perder a un amigo no gano nada… Vete tu a saber la verdad de todo… vete tu a saber en casa de esos cuanto se ha drogado… cuanto lo habran condicionado…. O tal vez precisamente porque no quiso tener relaciones se cabrearon y lo hicieron x la fuerza. Pero solo te aconsejo que lo recuerdes como dijiste…. como era porque al final siempre a sido bueno con todos se hacia querer… y confia en que esta cerca de ti y siempre te protegera porque tu eras la mujer de su vida… siempre me hablaba de ti!!! Un abrazo. Perdona si sigo escribiendote. Pero te juro que Filippo a estado tol dia en casa llorando).
Seguir el rastro del crimen -y dar cuenta de él- supone para Lagioia la apertura a muchos de los frentes y repercusiones que el horrendo asesinato desvela. El libro se mueve así en muy diversos planos, en círculos que se relacionan y entrelazan, en un juego de ecos que enriquecen el relato y lo convierten en una obra literaria magistral. Hay que resaltar, de entrada, en un nivel puramente formal, la bien resuelta complejidad de una estructura que alterna diferentes puntos de vista, ofreciendo una visión multifacética del crimen y sus consecuencias. Lagioia se vale de técnicas narrativas diversas, engarzadas de modo soberbio, incluyendo flashbacks, entrevistas, transcripciones de mensajes y documentos, reflexiones personales. Destaca, también, la implicación del autor en la trama, reflejo del vínculo que encuentra Lagioia entre el mal que representan Manuel y Marco y su propia experiencia personal juvenil (cuando tenía diecisiete años estuve a punto de matar a una chica a la que no conocía. El verano siguiente volví a correr un riesgo parecido. El caso es que estaba muy rabioso. Mis padres se habían divorciado cuando tenía cinco años y gestionaban mal la situación, escribe), en la que se sucedían incidentes violentos, problemas con el alcohol, autolesiones, episodios de lanzamiento indiscriminado de botellas desde una terraza en una fiesta, un accidente de coche, conduciendo borracho, tímidos, y a la postre frustrados, intentos de adentrarse en el “mercado” de la prostitución masculina. Todo ello, de lo que se da cuenta en el libro, incorpora a la “novela” una vertiente muy sugestiva, la de la introspección, la exploración psicológica en las honduras del alma del escritor (que cambia la voz narrativa de la tercera a la primera persona en función de la perspectiva elegida, objetiva o subjetiva). Con lúcida perspicacia algún crítico ha afirmado que Lagioia viene a investigarse a sí mismo investigando el caso Varani. En este sentido resultan reveladoras -y sirven de ejemplo de esta dimensión del libro- las reflexiones sobre un traslado de domicilio, de Roma a Turín, que la familia del escritor acomete y que Lagioia presenta como una huida de la corrupción, el caos y la degeneración de la ciudad romana (Roma era sinónimo de ruina, anarquía y abandono), de los que el asesinato de Varani aparece como metáfora, a la normalidad, el sentido común y racionalidad de Turín, una ciudad civilizada, ordenada, limpia, donde a los conceptos de trabajo, amabilidad, honestidad y responsabilidad social aún se les reconocía un sentido. De nuevo, la peripecia personal imbricándose en el relato objetivo: todo había empezado el día en que me encontré frente al apartamento de Manuel Foffo. Fue allí donde había aflorado el malestar que había estado incubando en los últimos años, confesará, de manera explícita, en un pasaje del libro. En el paroxismo de la “abducción” de Lagioia por los sucesos y los personajes investigados, llega a temer por su estabilidad emocional (Hay un momento en el que profundizas en el asesinato, pero luego hay un momento posterior en el que es el asesinato el que cava en ti sin piedad, empiezas a interpretar todas las cosas en función del caso, ves por todas partes signos, coincidencias, premoniciones, te transformas sin darte cuenta en tu propio objeto de investigación).
Y aquí aflora otro de los aspectos reseñables del libro, ese que lo sitúa en los lábiles ámbitos de la literatura del yo, de la autoficción y, en fronteras difusas, de los hoy populares y omnipresentes territorios del true crime, los libros basados en hechos -en crímenes- reales. En La ciudad de los vivos suenan los ecos -es imposible que un lector mínimamente informado se sustraiga a ellos- de obras maestras como A sangre fría, de Truman Capote, sobre el asesinato, también sin justificación alguna, de una familia, los Clutter, perpetrado por dos expresidiarios en un pueblo perdido de la Norteamérica rural, o El Adversario de Emmanuel Carrère, en el que el escritor francés se “sumerge” en el caso de Jean-Claude Romand, el cual, incapaz de sostener ante los suyos la sucesión de mentiras en que había convertido su vida, asesinó a su mujer, sus hijos y sus padres en unos hechos que dieron la vuelta al mundo. El libro de Lagioia coincide con estos dos referentes porque, como en ellos, el autor difumina sutilmente las líneas entre la ficción y la realidad; porque induce a la reflexión sobre la naturaleza y los límites entre la verdad y la construcción literaria; porque permite la aproximación a los hechos narrados con unas mayores complejidad y -paradójicamente- verosimilitud que las que rodearían a un relato meramente documental; y, por último, porque se adentra en el alma de los protagonistas tratando de comprenderlos, de entender sus actos, sin tomar partido, sin juzgarlos, sin apriorismos morales, intentando imaginar la posición del verdugo y no, como suele ser habitual en estos casos, situándose en el papel de la víctima. Entre las innegables referencias culturales de la obra está también la de Pier Paolo Pasolini, con el que hay evidentes confluencias en asuntos como la homosexualidad, los conflictos de clases, las drogas y la muerte violenta.
El elemento más “novelístico” del libro lo constituye, sin duda, el pormenorizado relato del crimen (que se nos narra con precisión, casi, de cronograma), de las personalidades de víctima y victimarios, de sus orígenes sociales, de sus hábitos, sus pulsiones, su tedio vital, su desconcierto existencial. Vemos así la confusión de Manuel Foffo, un chico de clase media con una vida en apariencia normal, pero que esconde una naturaleza hecha de inseguridades, conflictos internos y tendencia a la autodestrucción. Con una compleja relación con su familia, y en particular con su padre (Intuyo que quieres contratarme para matar a tu padre, llega a decirle Marco), Manuel es vulnerable, inestable emocionalmente, en el fondo desvalido e indefenso frente a una realidad de la que desea escapar -el miedo y la culpa ante ciertas pulsiones homosexuales reprimidas- dejándose arrastrar por un turbión de experiencias al límite, sensaciones extremas, vivencias arriesgadas, en una vida hecha de hedonismo superficial, profundo nihilismo, impulsos autodestructivos y ausencia de sentido, ejemplificados en la adicción a las drogas y el alcohol (A Manuel le habían retirado el carnet por conducir en estado de ebriedad. Además del exceso de alcohol, le encontraron en la sangre rastros de Xanax y Rivotril. ¿Quién no toma hoy en día benzodiacepinas?). Un pobre niño perdido (explicadme vosotros qué es lo que he hecho, ayudadme a entenderlo, suplica, desvalido, tras su crimen), capaz, sin embargo, de crueldad y de infligir dolor, sometido al influjo de Marco, una persona inteligente, carismática, manipuladora, de un innegable magnetismo personal, capaz de crear entre ambos una relación de dependencia obsesiva y tóxica. Marco, que procede de un entorno privilegiado, esconde una personalidad profundamente conflictiva, viviendo su condición homosexual de un modo no del todo “normalizado” (en la escena del crimen se “desempeña” travestido con peluca, mallas, tacones altos) y movido por una mezcla de sadismo, búsqueda de poder, deseo de control, narcisismo y una enfermiza necesidad de trascender su aburrimiento y vacío existencial en una actitud rebelde, provocadora, de ruptura de las normas sociales y morales, también de autodestrucción (Del informe médico (…) se desprende que Marco intentó suicidarse en París el 28 de mayo de 2011 (antihistamínicos mezclados con alcohol), y luego en Roma el 15 de junio del mismo año (un frasco de Tranquirit, licor, cortes superficiales en las muñecas).). Y está Luca Varani, de origen modesto, idealista, soñador, con aspiraciones, un buen chico, vulnerable y humano, muy unido a su novia Marta Gaia; noble, generoso, desprendido, nunca tiene dinero, lo que gana en el taller de planchistería (vocablo que utiliza el traductor y que no reconoce la RAE), lo gasta en tragaperras, en llevar a su novia a cenar y hacerle regalos. Se ve obligado, así, a una vida secreta (trafica con drogas a pequeña escala, trabaja como chapero), la cual -junto al trágico azar- lo pone en el camino de la frialdad y la brutalidad enloquecidas de los otros dos jóvenes, envueltos en su delirio de descontrol y depravación.
Esa indagación en la psicología de los personajes se extiende también a las circunstancias de sus muy diferentes entornos vitales, familiares y sociales, su ocio, su modo de vestir, sus hábitos cotidianos (Las discotecas, los afters, el chem sex). La zona de piazza Bologna donde vivía la familia de Marco Prato, un lugar de encuentro en el que los jóvenes de clase media-alta se reúnen para beber y escuchar música; su padre, un gestor cultural, notoriamente de izquierdas, profesor en varias facultades universitarias, que escribe en los periódicos y se mueve entre dirigentes públicos, juristas y académicos que llegan a acceder a cargos gubernamentales; el mundo de Manuel Foffo, que vive con su madre (la madre de Manuel pasó los meses siguientes a la detención asomada a la ventana, inmóvil, a la espera de que su hijo regresara), separada del padre, propietario de varios restaurantes y de una gestoría de automoción, en el Collatino (El barrio de Collatino, de noche, parecía una gigantesca colmena de hormigón abandonada en un planeta lejano), una zona no tan céntrica como el distrito en que reside Marco; el muy distinto universo vital de Luca, un barrio perdido, como tantos otros (Testa di Lepre. Grottarossa. La Storta. Muchos romanos saben que existen, pero nunca han estado allí), en el que, ya en el extrarradio, pasado el Vaticano, las casas se van espaciando, la vegetación toma la delantera al trabajo del hombre. Pasada la circunvalación, hay zorros, abubillas, jabalíes. Llegados a este punto, muchos creen que Roma ha terminado. Sin embargo, la ciudad vuelve a formarse lentamente. Ahora alguna casa aislada. Luego, los grandes bloques. De nuevo, pinos y céspedes descuidados. Superado el cruce con via Boccea, el horizonte desciende. El cielo es vasto. Grupos de ovejas se alimentan en los pastos del otro lado de las vallas al borde de la carretera. Aparecen los primeros caseríos. De vez en cuando, una explotación vinícola. Via della Storta. En el n.º 248 hay una vieja gasolinera. Al cabo de medio kilómetro, destaca una construcción de ladrillos rojos protegida por una verja (…) Esa era la casa donde vivía Luca Varani con sus padres, en una larga y precisa descripción que fotografía de modo inequívoco la dimensión de conflicto social del asesinato: jóvenes de distintos estratos de la burguesía frente a chicos del arroyo “pasolinianos” (Un oscuro universitario repetidor, hijo de un diligente restaurador, trababa amistad con el desinhibido hijo de un asesor cultural, amigo de amigos de gente importante, y juntos se divertían torturando a un joven veinteañero adoptado por dos vendedores ambulantes de la Storta. Tres clases sociales, tres niveles de ingresos, tres zonas diferentes de la ciudad).
La soberbia presentación de estos tres “universos” confluye, magistralmente imbricada, en el relato de los días -las escalofriantes horas (Madrugada, mañana, tarde, noche. ¿Cuánto tiempo llevaban allí? Allá, en los abismos, tal vez ni siquiera hubiera nada que fuera correcto definir como tiempo)- que rodean el espantoso crimen: la vorágine de pulsiones irrefrenables de las que no son dueños (Beber. Violar. Quizá matar. Las asociaciones mentales se encadenaban una tras otra, los argumentos se confundían entre sí. Esnifaron. Bebieron otra copa. Se dijeron cosas que les costaría un gran esfuerzo reconstruir en los días sucesivos); la ruptura en sus mentes de las fronteras entre realidad e ilusión, entre luz y sombra; el contagio psíquico, parecido a un motor acelerado, llevó a los dos chicos cerca del punto de fusión; los detalles -pavorosos- de la tortura y el asesinato. Y está también la narración de las jornadas y los meses posteriores: la perplejidad de los asesinos, que no son conscientes de qué es lo que han hecho, ni del porqué de sus actos; el impacto en las familias, sus vidas destrozadas para siempre; la estancia de los culpables en la cárcel (—En la celda somos cuatro —dijo Marco—, aparte de mí hay un detenido que ha contagiado a sabiendas con el VIH a un montón de chicas, un fotógrafo que dormía a sus modelos con psicofármacos para violarlas, y un pedófilo. Sus juicios están en curso, tal vez sean inocentes, pero ya puedes imaginar que los cuatro ahí metidos parece que estamos en la celda de Satanás); los pormenores del juicio (dos juicios, en realidad, porque los abogados de cada uno de los jóvenes habían optado por procedimientos diferentes); la inexplicable y morbosa atracción que suscitan los criminales (Cada semana les llegaban cientos de cartas a la cárcel), alentada por el espectáculo televisivo.
El libro se abre aquí a otro de sus muy interesantes frentes, el que se refiere a la repercusión del suceso en la prensa, los medios, las redes y las plataformas. Vemos así el frenesí incontrolado de las televisiones, las radios, los programas sensacionalistas, los periodistas montando guardia en los domicilios familiares, persiguiendo a sus codiciadas “piezas de caza” (Los periodistas perseguían a Ledo Prato y a Maria Pacifico, los padres de Marco), las imágenes del lugar del crimen abriendo una y otra vez los noticiarios (el edificio ya había sido filmado y retransmitido cientos de veces por televisión y en páginas de internet, lo habían bautizado como «el bloque de la pesadilla», o «el edificio maldito»), las cámaras omnipresentes, los micrófonos asaltando por doquier a cualquiera mínimamente relacionado con el suceso, familiares (Los periodistas, los directores de cadena, todos, en algún momento, lo acosaron. Querían que les entregara al padre del chico. Querían a la madre del chico. O, como mínimo, aceptarían también al hermano del chico), amigos, conocidos, antiguas parejas, los tres chicos que entraron en la casa y milagrosamente se salvaron de la carnicería (lo estaban buscando los de Mediaset, le ofrecían mil quinientos euros, él solo tenía que ir a la tele y contar lo que había pasado), las entrevistas (Valter Foffo, quien, a los cuatro días del crimen y a solo dos de la confesión de su hijo, cuando Manuel acababa de entrar en la cárcel y Luca Varani aún estaba por enterrar, había aceptado la invitación de un programa de entrevistas), los tertulianos desaforados desprovistos de la mínima mesura, entregados a sus muy subjetivos arrebatos emocionales, la basura de los programas de telerrealidad (¿pondría la mano en el fuego por que su esposa no lleva una doble vida?), su miseria moral. El relato nos muestra entonces el cinismo, la hipocresía, la inhumanidad despiadada, la obscena exposición del dolor y la intimidad, el consumismo emocional, el exhibicionismo feroz (La gente estaba ansiosa por disfrutar del espectáculo), el morbo mercantilizado de unos medios de comunicación degradados, indecentes, groseros, truculentos, en un ejercicio mórbido de curiosidad vergonzosa camuflada bajo la excusa innoble de la libertad de información, de justiciera e irracional venganza alimentada por sucios intereses monetarios (gente ansiosa por crucificar al culpable, por mandar a la hoguera a los monstruos, empeñada en levantar toda clase de picotas solo para satisfacer un devastador sentimiento de venganza).
Esta muy obvia -pero muy oportunamente subrayada por Lagioia- correspondencia entre la depravación del crimen y la viciosa degradación de los asesinos, por un lado, y el envilecimiento impúdico y corrupto de los medios de comunicación, presenta una tercera línea paralela en el libro, sustancial al apuntarse ya, indirectamente, desde su título: el protagonismo indiscutible de Roma, la ciudad de los vivos (Por un lado, están las ciudades de los vivos, pobladas por muertos. Y por otro están las ciudades de los muertos, las únicas donde la vida todavía tiene sentido), con una presencia poderosísima, como realidad y como metáfora, que desborda su condición de mero escenario de los hechos. Son decenas -literalmente- los pasajes de la obra en los que su autor refleja -de manera soberbia, inolvidable, en una dimensión del libro que, por sí sola, justifica su lectura- la descomposición, la degeneración de la capital italiana, que se manifiesta en el desorden, la anarquía, la desorganización, el deterioro, la suciedad, el descuido, la negligencia, la corrupción, el crimen, las mafias que imperan por doquier. Las dos citas iniciales, que anteceden al comienzo de la narración, ya son indicativas de esta evidente voluntad del Lagioia de describir y otorgar un papel principal a la caótica metrópoli: la primera, de Francesco Saverio Nitti, que fue miembro del Partido Radical, ministro y presidente del Gobierno en los años veinte del siglo pasado, antes de verse obligado al exilio con la llegada del fascismo, reza, con ironía harto elocuente: Roma es la única ciudad de Oriente Medio que no cuenta con un barrio europeo. La segunda, también reveladora, es de Giulio Andreotti, demócrata cristiano y figura relevante de la política y, en numerosas ocasiones, de los gobiernos de la Italia del último medio siglo: No achaquemos los problemas de Roma al exceso de población. Cuando solo existían dos romanos, uno mató al otro. Abrimos, pues, la puerta a La ciudad de los vivos y ya el autor nos introduce en este microcosmos abigarrado -el de los zocos orientales- y funesto -la presencia del asesinato y la muerte- en el que se van a inscribir los terribles y sobrecogedores acontecimientos que constituyen el núcleo central de la obra.
Roma aparece así descrita, con significativa reiteración, en pinceladas muy expresivas que dibujan un panorama desolador: el turista estafado con entradas falsas vendidas por empleados fraudulentos del recinto arqueológico; las ratas que salen de continuo de las alcantarillas (Los periódicos recordaron que las ratas en Roma eran más de seis millones); el descontrol urbanístico manifestado en la “invasión” de la flora (la vegetación moría y renacía más salvaje dependiendo de si la mirada se topaba con un delirio urbano o un área abandonada, dos especialidades en las que la ciudad destacaba) y en las carencias en las dotaciones y servicios (En Roma, cuando llueve, las alcantarillas saltan, el tráfico se colapsa, las ramas se rompen y caen de los árboles (…), las calles se convierten en arroyos negruzcos que arrastran consigo las motos aparcadas. Los autobuses se detienen o son desviados. Como las bombillas de una serie defectuosa, las estaciones de metro dejan de funcionar una después de otra. Las bombas de drenaje saltan de depósitos cargados de óxido, pronto quedarán atascadas entre los coches. Parece que la ciudad está a punto de colapsar sobre sí misma); las deficiencias en las infraestructuras (Las calles de Roma siguen rompiéndose, el asfalto se agrieta (…) pequeños y grandes socavones deforman avenidas y calles); la atmósfera de violencia ([se] respiraba un aire de tensión, de rabia, capaz de inspirar en los maleantes una conducta temeraria y, al mismo tiempo, la rendición total (…) parecía que toda la desesperación, el despecho, la arrogancia, la brutalidad, la sensación de fracaso que reinaba en la ciudad, se hubieran concentrado en un único punto); la furia destructiva (Desde hacía unos años, en Roma, alguien apostaba por las bicis de alquiler. Al principio, lo intentó el Ayuntamiento y fracasó. Luego fue el turno de algunas empresas extranjeras, multinacionales americanas, chinas. Anunciaban con gran pompa su proyecto, y unas semanas más tarde cientos de bicicletas nuevas de fábrica aterrizaban en la ciudad. En el plazo de un mes, de esas bicicletas no quedaba nada. Los romanos las tiraban de los puentes, las quemaban, las destrozaban de todas las formas imaginables, las destruían con una furia ciega y primigenia); la degradación urbana (los papeluchos, los sintecho, el agua pútrida de las fuentes, las basuras y los vómitos); la ubicua prostitución (Entre el follaje de los pinos y las cagadas de paloma hacían la calle italianos, norteafricanos, rumanos, chicos de todos los colores y de todas las edades. Por lo general, gente desesperada); los circuitos de la pedofilia (una red internacional de pedófilos llevaba tiempo activa en Roma, cerca de la estación de Termini); el turismo masivo y aniquilador (Los turistas se desperdigaban entre interminables ineficiencias públicas. Los exhibicionistas nadaban desnudos en las fuentes. La basura crecía por todas partes); las infecciones hospitalarias a causa de la falta de higiene (Alarma en la sala neonatal del hospital San Camillo de Roma: 16 niños y 17 trabajadores sanitarios se han contagiado del Staphylococcus aureus); las quejas permanentes de los ciudadanos (reflejadas a menudo con sutil sentido del humor: en Roma quejarse de tus preocupaciones con el primero que pasa es un deber social); la ausencia de civismo (en Roma todo el mundo hace lo que le viene en gana); el tráfico delirante (En Roma, todos los taxistas estaban locos de un modo único); la esterilidad productiva de una ciudad decadente (Roma ya no produce nada —negó con la cabeza—, no hay industria, no hay cultura empresarial, la economía es parasitaria, el turismo es de tercera. Los ministerios, el Vaticano, la radio y la televisión, los tribunales… de eso está hecha Roma, una ciudad que ya solo produce poder, poder que recae sobre otro poder, que aplasta a otro poder, que abona a otro poder, todo sin ningún progreso, es normal que luego la gente se vuelva loca); la ingente cantidad de inmigrantes no asimilados (A pesar de la excepcionalidad de las vidas de estos hombres, la mayoría de nosotros prefería ignorarlos, fingíamos que no existían, como si hubiera un hechizo, un maleficio que nos impedía destapar los oídos, abrir los ojos a lo que teníamos tan cerca); las mordidas y los sobornos institucionalizados (Los baches aparecen debido a que las empresas, para hacerse con la adjudicación, pagan una mordida a un funcionario del Ayuntamiento —explicó el presidente de Anticorrupción durante una rueda de prensa celebrada unos días antes—, el emprendedor recupera ese dinero extra haciendo mal las obras; de este modo, muy pronto hay que rehacer esas obras, lo que nos lleva a más mordidas, a nuevos beneficios ilegales, a nuevos baches en el asfalto); la omnipresencia de las drogas (Era el recorrido de la coca, la blanca red eléctrica que envolvía la ciudad. Cuanto más se vaciaban las calles de significado, más las llenaba la coca con el suyo, empujaba fuera de casa a empleados, profesionales, estudiantes, trabajadores, directivos, dentistas, basureros; relacionaba a todos con todos sin distinción de raza, sexo, religión, clase: un formidable pegamento social que llevaba a personas que nunca lo habrían hecho a relacionarse entre sí); la pobreza y la miseria generalizadas (Las pizzerías de los egipcios estaban cerrando, también las tiendas de los paquistaníes con las mercancías desparramadas por todas partes. La gente rebuscaba en los contenedores de basura. Es algo que sucede en todas las ciudades, pero desde la última vez que estuve en Roma las cosas habían cambiado. Primero eran los inmigrantes y los sintecho. Ahora lo hacían los ancianos. Lo hacían los chicos. Chicos blancos, bien vestidos, con la cabeza metida en un contenedor de basura. En piazza dei Quiriti, un treintañero con tejanos y una sudadera gris había puesto un trozo de madera para mantener abierta la tapa y trabajaba a conciencia); la exclusión social (Una marea de nuevos pobres, desahuciados, desfavorecidos, presionaba inquieta desde las periferias. Todo se corrompía, nada dejaba de existir); el abandono y la desidia; la erradicación de la cultura (La vida cultural, dijo la periodista, había quedado reducida a las blasfemias, cada vez más imaginativas, que se oían en la calle); la inacción, o la incompetencia, de las autoridades (la clase dirigente es el espejo de nuestra putrefacción, todo está podrido); la presencia de las organizaciones mafiosas (El muerto era el boss de la segunda organización criminal más importante de la ciudad. La más importante, bromeaba la gente, eran los contratistas especuladores); el escándalo del Mondo di Mezzo, la trama corrupta que involucra a particulares y a cargos institucionales por adjudicaciones manipuladas, corrupción, especulación en sectores como la vivienda social, la inmigración, la recogida de residuos, compra y venta de funcionarios públicos, extorsión, reciclaje; las imputaciones en sumarios diversos de concejales, asesores, notables, gestores municipales, funcionarios públicos, intermediarios, empresarios, delincuentes comunes; el hastío, la desesperación, el agotamiento y la asfixia de la población: Para los que viven aquí, el fin del mundo ya ha ocurrido.
La mirada es, sin embargo y a la postre, compasiva: Desde la ventana reconoció el Coliseo. Cualquiera que hubiera leído un libro en su vida sabía que esa era la herencia del mundo. Te robaban en el metro. Te insultaban en los semáforos. Te desplumaban en los restaurantes, te tosían en la cara. Pero al final el saldo era positivo. La ciudad te regalaba mucho más de lo que te pedía a cambio. Y en este carácter dual está también otra de las claves interpretativas del libro: Roma, con su mezcla de belleza y decadencia, de historia y modernidad, refleja la complejidad de la condición humana. Roma, llena de vida, alberga también oscuridad y muerte. Roma, su legado, sus monumentos, su pasado vibrante e, igualmente, su indiferencia, su hedonismo, su desesperación, su deshumanización y su violencia (La ciudad de abajo se estaba comiendo a la de arriba, los muertos devoraban a los vivos, lo informe iba ganando terreno).
A tal Roma, tal crimen. Y por entre estos escenarios magistralmente descritos, Lagioia desarrolla sus reflexiones sobre una amplia variedad de temas, aparte de los ya referidos, que aparecen como consecuencias del asesinato: el sufrimiento y la tragedia, la necesidad de reconocimiento y de perdurabilidad, los mecanismos de la manipulación, la noción de normalidad y la figura del “monstruo”, los oscuros abismos del alma humana, la empatía con las víctimas y la proximidad a los verdugos, los recodos más sombríos de nuestra naturaleza, la triste normalidad y la desganada indiferencia como únicas actitudes posibles frente al horror, la culpa y la irresponsabilidad, el libre albedrío y los condicionantes sociales, la enfermedad mental, la ausencia de valores, la pulsión transgresora, la anomia o, cuando las hay, la inobservancia de las normas.
En fin, un libro por muchos motivos extraordinario cuya lectura os recomiendo vivamente. La ilustración musical de mi reseña la pone la cantante Dalida con su versión de Ciao amore, ciao, un tema muy conocido de Luigi Tenco que entusiasmaba a Marco Prato. La sorprendente y dramática historia de la canción, de su compositor y de su intérprete francesa se incluye en La ciudad de los vivos y os la ofrezco ahora como cierre a mis comentarios.
«Ciao amore, ciao» es una canción de 1967, que volvía loco a Marco Prato.
La pieza, escrita por Luigi Tenco, tuvo una génesis más bien complicada, pasando por diferentes versiones. La definitiva explica el malestar de un chico de pueblo al llegar a la ciudad, un tema que aún era de actualidad en la Italia de la época. Parece que Tenco no quedó satisfecho. Fue la cantante francesa Dalida, con quien Tenco mantenía una relación, quien lo convenció de que esa canción podía encajar bien en el Festival de San Remo. La historia es archiconocida. «Ciao amore, ciao» no superó el escollo del jurado popular y ni siquiera la comisión de repesca la salvó, pues prefirió «La rivoluzione» de Gianni Pettenati y Gene Pitney, una canción que hoy solo se recuerda por esto.
Tenco se enteró de que lo habían eliminado mientras dormía sobre una mesa de billar. Probablemente acabó allí después de una buena curda. Al recibir la noticia, se levantó de la mesa de billar, volvió a su habitación de hotel y ahí, unas horas después, se disparó con una pistola en la sien. Encontraron el cadáver por la noche. En la habitación, junto al cuerpo, también encontraron una nota de despedida destinada a hacerse famosa.
He amado al público italiano y le he dedicado inútilmente cinco años de mi vida. Hago esto no porque esté cansado de la vida (todo lo contrario), sino como acto de protesta contra un público que lleva «Io, tu e le rose» a la final y una comisión que selecciona «La rivoluzione». Espero que sirva para aclararle las ideas a alguien. Adiós. Luigi.
Dos días después «Ciao amore, ciao» había vendido ochenta mil copias.
Sin embargo, no era la versión de Luigi Tenco de esa canción la que Marco Prato escuchaba continuamente, sino la de Dalida. La historia parece escrita por un guionista a quien no le preocuparan las imposiciones de la verosimilitud: después de haber declarado ante la policía, Dalida regresó a París. Cantó en público «Ciao amore, ciao». El 27 de febrero, exactamente un mes después del suicidio de Tenco, la cantante fingió marcharse a Italia. En cambio, se dirigió al hotel Príncipe de Gales en el que, con una identidad falsa, pidió la habitación 404, la misma donde Tenco se instalaba cuando estaba en París. Una vez dentro de la habitación, escribió tres cartas de despedida (una para su exmarido, otra para su madre, la última dirigida a los fans) e ingirió una cantidad desmesurada de barbitúricos. La salvó una camarera. Para entonces, «Ciao amore, ciao» ya había vendido trescientas mil copias.
Diez años después, en 1977, Dalida cayó en otro periodo depresivo. Unos años antes se había matado su segundo marido, Lucien Morisse, y pocos años después se suicidaría su excompañero Richard Chanfray. Una epidemia. El 3 de mayo de 1987 Dalida se atrincheró en su villa de la rue d’Orchampt, donde ingirió un cóctel letal de barbitúricos. El intento llegó a buen puerto. En la nota de despedida había escrito sencillamente:
«Perdonadme, la vida me resulta insoportable».
Videoconferencia
Nicola Lagioia. La ciudad de los vivos
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