Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de noviembre de 2025

IVO ANDRIĆ. UN PUENTE SOBRE EL DRINA; IZET SARAJLIĆ. SARAJEVO; CLARA USÓN. LA HIJA DEL ESTE.

Todos los libros un libro abre hoy, 12 de noviembre, un algo heterogéneo ciclo, que se prolongará hasta la pausa navideña, protagonizado por libros que tienen en común el hecho de que todos ellos -o sus autores- han celebrado -o lo harán aún en las semanas que faltan para finalizar el año- algún tipo de aniversario en este 2025 ya declinante. Hay, en efecto, numerosas efemérides literarias que se han ido produciendo durante el año, algunas de las cuales han tenido repercusión en nuestro espacio al tiempo en que ocurrían, y otras, en cambio, que, siendo yo consciente de ellas y contando con mi decidida voluntad de recordarlas en el programa, se me han ido acumulando por diversas circunstancias hasta que, con la amenaza en el horizonte del casi inminente fin de año, he decidido rememorarlas todas en un total de seis emisiones, las que van desde esta de hoy hasta la que se radiará el 17 de diciembre, última antes de las vacaciones de Navidad. 

En el caso de esta tarde, serán tres los libros comentados, aunque solo uno de ellos encaja en esta lógica de la conmemoración de una fecha más o menos exacta. En 1945, hace pues ochenta años, el escritor Ivo Andrić publicó Un puente sobre el Drina, una obra maestra, principal “responsable”, muy probablemente, de la concesión a su autor del Premio Nobel de Literatura en 1961, una circunstancia y una fecha que proporcionan dos razones adicionales para la oportunidad de esta reseña. Por un lado, mis palabras salen al aire entre la divulgación del fallo y la ceremonia de entrega del galardón correspondiente a este año, que como se sabe ha recaído en el escrito húngaro László Krasznahorkai. Por otro lado, el programa se emite cuando estamos a las puertas de un 2026 en que se cumplirán los sesenta y cinco años de la obtención del Premio por el yugoslavo. Hay, por último, una tercera circunstancia que justifica la presencia del libro y su autor en estas últimas semanas del año. Y es que el pasado marzo de este 2025 que ahora acaba se cumplió también el medio siglo de la muerte del escritor. 

Debo hacer una breve acotación acerca de su nacionalidad. Andrić nació en Travnik, un pueblo de Bosnia que a lo largo de la historia de esa convulsa región centroeuropea perteneció, sucesivamente, al Imperio otomano, al austrohúngaro, a Yugoslavia y, por fin, actualmente, a Bosnia-Herzegovina. Esta compleja suma de influencias étnicas, religiosas, políticas y culturales, que tanta importancia tendrá, como veremos, en la novela, afecta también a la lengua en la que el escritor desarrolló su obra. El jurado del Nobel consideró que su idioma era el serbocroata, una lengua común a Serbia, Croacia, Bosnia y Montenegro, cuando todos esos países, durante gran parte del siglo XX, pertenecían a Yugoslavia. Había, no obstante, variantes regionales, ekaviana en Serbia, ijekaviana en Croacia y Bosnia. Coincidiendo con una parte de su vida en que residió en Belgrado, Andrić cambió su dialecto nativo, el ijekavio, al ekavio serbio, razón por la que, tras la disolución de la federación yugoslava en 1991 y la soberanía de las repúblicas que la integraban, se le reconoce como escritor de Serbia, en donde está considerado como el gran novelista nacional. En Croacia sus obras siguen editándose y se le aprecia como parte del patrimonio literario común a los países de la antigua Yugoslavia. Paradójicamente, es en su Bosnia natal -protagonista central, como a continuación comentaré, de Un puente sobre el Drina- en donde la recepción de su literatura es más controvertida, pues según sus críticos Andrić representa en sus obras de manera negativa al islam bosnio y a los bosníacos musulmanes, por lo que se lo considera un autor con prejuicios orientalistas. 

Por otro lado, la presencia de este clásico en Todos los libros un libro, precisamente en estas fechas, viene dada también como una suerte de corolario -ya anticipado por mí en su momento- de mi reseña de Me limitaba a amarte, la espléndida novela de Rosella Postorino, de la que os hablé aquí en la primera emisión de este curso, hace un par de meses. Como recordaréis quienes nos seguís habitualmente, el libro de la italiana gira sobre los terribles sucesos vividos en Sarajevo durante la guerra de los Balcanes, cuya tragedia conmovió al mundo entre 1992 y 1995 (treinta años también, pues, han pasado desde su final). Hay una evidente conexión temática entre Un puente sobre el Drina y Me limitaba a amarte, pues no solo ambas están ambientadas en escenarios casi idénticos, Sarajevo en la novela de Postorino y la muy cercana Višegrad en la de Andrić, ambas poblaciones bosnias, sino que las claves que explican el conflicto contemporáneo que refleja el texto de la italiana hunden sus raíces en los episodios históricos que, de un modo magistral, relata el “yugoslavo” en su deslumbrante, emotiva e inolvidable crónica. Pero, por si fueran pocos los indudables paralelismos entre ambas obras, Rosella Postorino incluye en Me limitaba a amarte una doble remisión a la imperecedera creación de Andrić: una indirecta, en un capítulo en el que, sin citarla, la homenajea de modo evidente (Canta, oh Drina…), y otra expresa, en la mención que hace la propia Postorino en las notas finales: Las páginas 243 y 244 incluyen un homenaje a Ivo Andrić, Un puente sobre el Drina). 

Pero he señalado, y siento que esta introducción se alargue en demasía sin permitirme entrar aún en mi análisis, que mi propuesta de esta tarde era triple, y en efecto así es. La segunda obra que quiero recomendaros con entusiasmo antes de afrontar mi crítica a Un puente sobre el Drina, comparece aquí al hilo, también, de la mencionada reseña de Postorino. Una de las claves del libro, hasta el punto de figurar en su título, Me limitaba a amarte, surge de unos versos -solo dos, pero preciosos- que se transcriben en la novela y que forman parte de un poema de autor bosnio, Izet Sarajlić, cuya referencia menciona la autora en las notas finales del libro. Como podéis imaginar quienes seguís el espacio desde hace tiempo y conocéis algo de mi carácter y mi modo de proceder, tan exigente, tan perfeccionista, tan meticuloso y hasta obsesivo, no pude resistirme a la belleza de esos versos, ni al hecho evidente de que concentraban la esencia de la novela, sin indagar en la vida y obra de su autor. Así encontré, compré y leí de modo apasionado un breve poemario, Sarajevo, del que quiero dejaros ahora algún breve apunte. 

Publicado en 2013 por Valparaíso Ediciones, con un corto pero sustancioso estudio de Fernando Valverde, que traza una semblanza del autor y proporciona algunos datos de su intensa y difícil biografía, y es responsable también de la selección de los poemas elegidos y de su traducción junto a Sinan Gudžević, ambos poetas, a su vez, y profesores, el librito -apenas ochenta páginas- recoge cuarenta y cinco bellísimos poemas, conmovedores, rezumando sensibilidad, delicadeza, tristeza, ternura y emoción (pero también dureza, desagarro y dolor), escritos, con una sencillez, con una transparencia y con una desnudez que estremecen, durante y sobre la guerra de los Balcanes, en particular en relación con el trágico cerco de Sarajevo. Sarajlić, que murió en 2002, permaneció en la ciudad los 1.336 días del asedio, el de mayor duración en la historia moderna (siete veces más largo que el terrible de Stalingrado, de “solo” cinco meses, en la Segunda Guerra Mundial, que tan bien relató Vasili Grossman, en su monumental Vida y destino, que yo presenté aquí en junio de 2012). En ese tiempo contempló la muerte de sus dos hermanas, Raza y Nina (enterradas de modo clandestino, pues los francotiradores apostados en las colinas que rodean la ciudad disparaban a quienes recogían los cadáveres de sus allegados en calles y puentes y a quienes asistían a los funerales en los cementerios a cielo abierto; y sobre cuya ausencia giran varios poemas), de otros familiares, de amigos y de los que él llamaba “santos de Sarajevo”, los miles de ciudadanos anónimos resistentes en la ciudad y víctimas -muchas veces mortales- de la locura nacionalista, que convirtió la ciudad asediada en una ratonera, funesto escenario de la tragedia de sus pobladores, privados de agua, electricidad y calefacción, sufriendo los bombardeos constantes, las masacres en los mercados, las fosas comunes, la limpieza étnica perpetrada contra los bosnios, las violaciones, la destrucción de edificios emblemáticos -entre decenas de otros no tan “significativos”- como el de la Biblioteca Nacional, cuyo recuerdo, en llamas como consecuencia del impacto de los obuses, permanecen en la retina de todos los que las contemplamos entonces en televisión, aterrados, incrédulos ante la reproducción, transcurrido apenas medio siglo, de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. 

En su estupendo estudio preliminar, Fernando Valverde recuerda un suceso atroz que “opera”, desde entonces, como dramático emblema del horror de aquella guerra: El 19 de mayo de 1993, Admira Ismić y Boško Brkić, de 25 años, atravesaban el puente Vrbanja aprovechando un permiso. Querían escapar de la ciudad, se conocían desde niños y pensaban casarse. Bosko era un ortodoxo serbio y Admira musulmana. Cuando se encontraban a pocos metros del final del puente sonó un disparo que alcanzó a Bosko en el cuello. Admira se giró y se dirigió hacia él. Un segundo disparo atravesó el pecho de la joven, que con su último aliento logró alcanzar a Bosko, ya muerto, y abrazarlo. Los cadáveres de los dos jóvenes permanecieron allí, durante tres días, sin que nadie se atreviera a recogerlos. La historia de los dos amantes, tan parecida a la de Romeo y Julieta, fue conocida en todo el mundo

Los versos de Sarajlić dan cuenta de esa realidad espantosa. Y lo hacen de un modo directo, explícito, de fuerte impacto, con sus alusiones constantes a los disparos y los bombardeos, a la muerte, al hambre, a la desesperanza, a las pérdidas, a los recuerdos de una normalidad añorada, a la desgarradora cotidianidad desprovista de futuro. Y lo hacen también de un modo íntimo, testimonial, describiendo, en un tono cercano, amable, sencillo, muy humano, su desgarro, su dolor, su sufrimiento, su resignada pero pese a todo combativa aceptación del infausto destino al que él, sus familiares, sus amigos y su pueblo se ven sometidos. Un libro sobrecogedor, emocionante, delicado, sensible, bellísimo, que no deberíais dejar de leer (pedidlo a los editores de Valparaíso; puedo deciros, por experiencia propia, que son extraordinariamente amables). 

Os dejo tres muestras de la hondura del impresionante poemario de Izet Sarajlić. En primer lugar transcribo el poema entero, Una calle para mi nombre, al que pertenecen los versos que cita en su libro Rosella Postorino (la traducción que recoge la novela no es la de Fernando Valverde, que es la que ahora presento). A continuación, otro poema del libro, triste y bellísimo, Adiós a Željko Marjanović. Y como cierre, Sarajevo, con el protagonismo de una lluvia cuyo ambiguo simbolismo ejemplifica la condición material y moral de la ciudad asediada y de sus pobladores. 

Una calle para mi nombre 

Paseo por la ciudad de nuestra juventud 
y busco una calle para mi nombre. 
Las calles grandes, ruidosas, 
se las dejo a los grandes de la historia. 
¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia? 
Simplemente te amaba. 
Busco una calle pequeña, simple, cotidiana, 
a través de la cual, sin llamar la atención de nadie, 
podamos pasear incluso después de la muerte. 

No es importante que tenga un paisaje hermoso, 
tampoco que haya pájaros. 
Lo importante es que en ella puedan tener refugio 
cualquier hombre o perro en peligro. 
Sería hermoso que estuviera empedrada, 
pero tampoco esto es imprescindible. 
Lo más importante es que 
en la calle que lleve mi nombre 
no le suceda nunca a nadie una desgracia. 


Adiós a Željko Marjanović 

Morimos. 
 
Morimos terriblemente rápido 
y terriblemente mal 
en esta ciudad 
al final del siglo, 
al final del amor. 

Los jóvenes al menos 
son asesinados, 
que es un altísimo privilegio 
en toda guerra, 
pero cuando repasamos la forma en la que mueren los viejos 
—en las novelas de John Galsworthy— 
la muerte de los viejos 
en la Sarajevo en guerra es terrible. 

Morimos 
en hospitales gélidos 
en pasillos por los cuales 
corre la sangre de nuestros conciudadanos masacrados, 
en las cocinas ajenas y en habitaciones sin ventanas, 
humillados y exhaustos, 
muchos en soledad, 
lejos de aquellos a quienes aman. 


Sarajevo  

Ahora también duermen nuestros queridos inmortales. 
 
Frente al colegio femenino, 
crecido bajo el puente discurre el río Miljacka. 
Mañana será domingo.
Coged el primer tranvía a Ilidža, 
un lugar en el que, como es natural, nunca cae la lluvia, 
la aburrida y larga lluvia de Sarajevo. 
¡Quién sabe cómo se sentiría sin ella Cabrinović en prisión! 

Nosotros la maldecimos, blasfemamos, 
y sin embargo, mientras cae, 
fijamos los encuentros de amor 
como si estuviéramos en el corazón de mayo. 

Nosotros la maldecimos, blasfemamos, 
conscientes de que nunca podrá convertir el río Miljacka 
en el Guadalquivir o en el Sena. 

Y entonces, ¿será un motivo suficiente para amarte menos 
o hacerte sufrir menos ante la desgracia? 
¿Será por ello menor mi hambre de ti 
y mi derecho amargo 
de no dormir mientras el mundo está amenazado 
por una guerra o la peste 
o cuando las únicas palabras posibles son “no olvidar” y “adiós”? 

Además, 
es posible que ni siquiera sea esta la ciudad en la que moriré 
pero en todo caso habría sido digna 
de un yo incomparablemente más sereno. 

Esta ciudad en donde, a decir verdad, 
no siempre he tenido mucha suerte 
pero en donde cada cosa es mía y donde siempre puedo 
amaros a cada uno de vosotros 
y deciros que estoy desesperadamente solo. 

Tal vez en Moscú podría hacer lo mismo 
pero Esenjin ha muerto 
y Evtušenko estará viajando por cualquier parte de Georgia… 
¿Cómo iba a pedir yo auxilio en París 
si ni siquiera han respondido a la llamada de Villon? 

Aquí, en Sarajevo, si necesito ayuda 
incluso los sauces, que son mis conciudadanos, 
conocerán aquello que me hace sufrir. 

Porque en esta ciudad, a decir verdad, no he tenido mucha suerte 
pero en ella la lluvia, cuando cae, 
no es sólo lluvia. 


Con la “excusa” del horror vivido en Sarajevo y, en general, de la terrible experiencia de la guerra en los Balcanes, quiero aprovechar la ocasión para recomendaros una novela excepcional de Clara Usón, una escritora formidable con una muy sólida obra a sus espaldas. La hija del Este, que publicó Seix Barral el ya remoto 2012 y que yo comenté en Todos los libros un libro entonces, es, sin duda, una ficción aunque parte de un hecho real. La autora -que en el texto se “disimula” bajo la apariencia de un mero personaje de novela- se encuentra un día en The Times con la noticia de la trágica muerte de Ana Mladić, una chica serbia de 23 años, atractiva, estudiosa y agradable, que a la vuelta de un viaje de fin de carrera a Moscú con sus compañeros de Medicina, el 24 de marzo de 1994, se disparó un tiro en la cabeza con la pistola “fetiche” de su padre, Ratko Mladić, el sanguinario genocida, el carnicero serbio de la guerra de los Balcanes, el despiadado responsable de la cruel matanza de Srebrenica, subordinado del genocida Radovan Karadžić; ambos condenados a cadena perpetua por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia. Impresionada por los hechos leídos, sintió curiosidad, indagó, investigó, buscó respuestas, aquilató rumores, compulsó datos, y con todo ello fabuló una explicación. En el libro -resultado último de su pesquisa, que se extendió a lo largo de tres años- Usón mezcla realidad y ficción -en un “juego” cada vez más frecuente en tantas novelas actuales, que saltan del periodismo a la literatura, del documento a la invención, de los datos objetivos, verídicos, a la libre capacidad de imaginación del autor-, y escribe, con una prosa magnética, de irresistible atracción, para indagar en la compleja personalidad de la joven e intentar averiguar cuáles fueron las causas que la llevaron al suicidio. En el camino de esa investigación, el texto nos deja una fascinante reflexión sobre la barbarie, el odio y la exclusión, la violencia, la inocencia y el fanatismo, la presencia del mal en nuestras vidas, la búsqueda de la verdad, la culpa, la integridad moral, todos esos aspectos esenciales, en fin, de la naturaleza humana. Del mismo modo, más allá de esa vertiente “universal”, podríamos decir, el libro recoge numerosa información -“real”, contrastada, conocida, publicada en su momento en los medios de comunicación, aunque, por desgracia, como tantas otras veces, olvidada en el curso de nuestro superficial y algo frívolo paso por el mundo- sobre acontecimientos, personajes, hechos, situaciones ocurridos en la inexplicable, la inconcebible, la inimaginable ola de violencia salvaje desatada en el centro de la Europa “civilizada” hace ahora treinta años. 

En La hija del Este se recoge una escena estremecedora que, pese a su extensión, quiero dejaros íntegra por cuanto resulta altamente reveladora de esa criminal barbarie. En un pasaje de la novela se transcriben unos versos de un poema (Convertíos a mi nueva fe, / os ofrezco lo que nadie ha tenido antes, es su comienzo). A continuación, escribe la novelista: 

Son unos versos de un poema sin título del peor poeta de Bosnia-Herzegovina, el presidente de la Republika Srpska, Radovan Karadžić. En unas imágenes del documental Serbian Epics se puede ver al poeta-presidente recitando otros versos suyos, de un poema titulado Sarajevo: «Puedo oír al desastre caminando. La ciudad se quema como el incienso en una iglesia…» Y esos versos oscuros los declama Radovan en un escenario privilegiado: la cima de una de las colinas que rodean Sarajevo, desde donde las fuerzas del ejército serbo-bosnio bombardean con granadas y obuses la ciudad, la acribillan sin cansancio con fuego de metralla, en una mañana despejada, sin nubes, que ofrece una vista espléndida de la ciudad asediada, que se extiende a lo largo del valle, permitiendo contemplar el espectáculo incomparable de las densas columnas de humo y fuego que se elevan hacia el firmamento desde los edificios incendiados por los implacables artilleros serbios. El estruendo de las detonaciones no parece perturbar a Radovan, quien se dirige a su huésped, el poeta y nacionalista ruso Eduard Limónov [en septiembre de 2013 yo os hablé aquí del libro de Emmanuel Carrère sobre el controvertido y execrable personaje], explicándole con asombro cómo él anticipó ese desastre en sus versos, escritos veinte años atrás. «Todo esto yo lo vi, la guerra, las armas, la destrucción… Yo lo escribí hace mucho tiempo. Muchos de mis poemas tienen algo de profético que incluso a mí me asusta —declara con falsa humildad, porque tanto él como su huésped saben muy bien que si Sarajevo arde, como en su poema, es porque él mismo ha prendido la mecha—. Todas estas tierras son nuestras —explica Radovan a su invitado, señalando con un amplio ademán regio la ciudad calcinada y a los bosques y montañas que la circundan—. Fueron ocupadas por los turcos y los actuales musulmanes son sus descendientes. Los serbios que no se convirtieron al islam se refugiaron en las montañas, son los serbios auténticos, pues se negaron a apostatar de su religión. ¡Mire cuántas mezquitas!», añade con una mueca de disgusto. A continuación, el bardo Radovan propone a Limónov disparar sobre Sarajevo con una metralleta, como el gentil anfitrión que invita a su huésped a probar un pastel hecho por su mujer o a degustar el vino de la reciente cosecha, y mientras Radovan juguetea con un perro e intenta infructuosamente llamar a su esposa, la fea Jovanka, con un walkie-talkie, su colega el poeta Limónov sigue con atención las instrucciones que le imparte un soldado sobre el funcionamiento de la metralleta, se acomoda ante ella y, con alegría y entusiasmo y un loable deseo de complacer a su generoso colega, vacía un cargador entero sobre la ciudad. (Hoy mismo la prensa informa del escándalo en Italia por las denuncias de los "safaris humanos", ciudadanos italianos que pagaban por ser francotiradores de fin de semana en la guerra de Bosnia. "Para ser francotiradores de fin de semana pagaban el equivalente a entre 80.000 y 100.000 euros, según las primeras hipótesis de la investigación. Por disparar a niños se pagaba más", escribe Íñigo Domínguez en El País. El mal absoluto)


Este episodio, de atrocidad indescriptible, permite, siquiera de manera dramática, establecer otro vínculo, aparte de los ya señalados -en esencia, el conflicto balcánico, con Sarajevo en su centro-, con mis distintas propuestas de hoy, en particular con la obra del poeta Izet Sarajlić. Cuenta Fernando Valverde, en el iluminador prólogo a su edición de Sarajevo, que el poemario Fin de semana gris, publicado por Sarajlić en 1955, supuso un punto de inflexión en la poesía yugoslava y convirtió a su autor en una referencia para los poetas jóvenes, que acudían a él en busca de apoyo y enseñanzas. Un buen día, refiere Valverde, se presentó ante él un joven montenegrino, nacido en la minúscula aldea de Petnjica en 1945. Acababa de llegar a la ciudad y quería convertirse en poeta. En Sarajevo nadie prestaba atención a aquel estudiante de psicología, con aspecto de pueblerino, al que las muchachas despreciaban y que quería consagrar su vida a la poesía. Hubo varios encuentros, incluso podría decirse que fueron amigos. Una amistad que nació de la admiración que el joven sentía por Sarajlić. Su nombre era Radovan Karadžić, quien iba a ser después el presidente de la Republika Srpska, el ideólogo del cerco de Sarajevo y del genocidio de Srebrenica, el cerebro que tuvo a su servicio a Ratko Mladić. Sobran las palabras. 

Sobreponiéndonos a duras penas al horror, no puedo sino recomendaros la lectura de los dos libros, el que recoge los tiernos, conmovedores, emotivos y dolorosos versos de Izet Sarajlić, y la también trágica, terrible, muy dura y apasionante obra de Clara Usón, constituyendo ambos, poemario y novela, un extraordinario preámbulo a la lectura de mi sugerencia principal de esta semana, Un puente sobre el Drina, la indiscutible obra maestra de Ivo Andrić. 

Yo leí la novela por primera vez hace ya muchos años, en la edición de Debate de 1999, en la estupenda traducción de Luis del Castillo Aragón, capaz de trasladar la melancolía, la sensibilidad, la tragedia, el dolor, la sabiduría, la nostalgia, la poesía, el misticismo, la filosofía, la intensidad, la bonhomía, el simbolismo y el humor, con los que el escritor yugoslavo envuelve la magnética, enternecedora, en muchos casos terrible y siempre aleccionadora historia del legendario puente Mehmed Paša Sokolović, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2007, y que desde tiempos inmemoriales cruza el río Drina en la ciudad, hoy bosnia, de Višegrad. Hay, en nuestro país, diversas ediciones del libro, desde la que, quizá -no he podido comprobarlo-, es la primera, de 1961, en la legendaria colección Reno, de Plaza y Janés, con la misma traducción de Luis del Castillo Aragón. Debo decir, no obstante, que yo he podido cotejar ambas versiones, la del 61 y la del 99, y aunque son casi idénticas, la de Debate, que aparece con la acotación “revisada por René Palacios More”, es más legible gracias a ciertas necesarias actualizaciones en los topónimos, los nombres propios y algunas otras expresiones que se vierten a nuestro idioma de una manera más “natural” (por dejar alguna muestra: el “Vichegrado” que usa Luis del Castillo en 1961, pasa a ser “Višegrad” en la edición cuatro décadas posterior; nombres de personajes que inicialmente se traducían, ahora se mantienen en su idioma original, como un extravagante “Pedro”, dado el contexto, que es ya “Petar”; el vocablo “servio”, reiteradamente escrito así, con esa ortografía, en el libro de Reno (en infinidad de ocasiones, como puede imaginarse, dada la ambientación de la novela), se convierte ya en “serbio” en la traducción más reciente; los actuales “bosnio” o “bosníaco”, presentes en la versión última, aparecen como “bosníano” en la original; entre otros muchos cambios, no demasiado relevantes pero sí apreciables). El pasado 2024, la editorial RBA publicó una nueva versión del libro con traducción de Tihomir Pištelek y Luisa Fernanda Garrido, que no he podido consultar. Esta última es, con seguridad, la más asequible, descatalogadas, probablemente, las anteriores. 

Un puente sobre el Drina es una de las obras más significativas de la literatura europea del siglo XX. Su relevancia literaria, histórica y simbólica se debe a la forma en que Andrić logra entrelazar, en un único relato de gran amplitud temporal, las tensiones y las convivencias que marcaron la historia de Bosnia y Herzegovina a lo largo de cuatro siglos, desde principios del XVI hasta comienzos del XX con el estallido de la Primera Guerra Mundial. El puente de piedra sobre el río Drina, situado en la ciudad de Višegrad, se convierte en el protagonista colectivo de la narración, en torno al cual giran las historias de generaciones enteras de habitantes de la región, pertenecientes a comunidades diversas en lo étnico, lo religioso, lo cultural, lo político y lo lingüístico. Y es que Višegrad -y, en general, la región y Bosnia entera-, situada en el corazón de los Balcanes, ha sido, desde la Edad Media, un lugar de tránsito, contacto y choque entre mundos diversos: el cristianismo ortodoxo oriental, el catolicismo occidental y el islam otomano. Esta ubicación fronteriza confirió a Bosnia una identidad compleja, caracterizada por la coexistencia de comunidades distintas, con tradiciones, lenguas y religiones que, en ciertos momentos, convivieron de forma pacífica y, en otros, entraron en conflicto abierto. Es por ello por lo que ya desde su publicación, y más allá de su indudable calidad literaria, la novela adquirió una suerte de valor simbólico, representando el destino, tantas veces convulso, de los pueblos balcánicos. 

Pero no solo eso, no solo el libro refleja la visión de Andrić, sino que su voz apacible, comprensiva y humanista; su sobriedad narrativa, descriptiva y respetuosa con los personajes y sus vivencias; su muy notable capacidad de observación etnográfica, le han dado a su novela una densidad histórica que trasciende el marco estrictamente nacional o local. En este sentido, el puente sobre el Drina -en su doble consideración, la real del monumento “tangible” y la simbólica del que se describe en el libro- se ha convertido en una metáfora de la historia europea en su conjunto, marcada por la tensión -en un fecundo juego de dualismos que impregna el texto entero- entre tradición y modernidad; entre continuidad y fractura; entre permanencia y cambio; entre reacción y progreso; entre convivencia y violencia; entre tolerante multiculturalismo e identidad excluyente; entre pluralismo y uniformidad; entre abierta e integradora universalidad y pacato y reduccionista particularismo; entre confluencia en las semejanzas y exacerbación de las diferencias; entre la voluntad de coexistencia pacífica de pueblos diversos y la siempre terrible y atávica tentación del enfrentamiento y la guerra; entre creación y destrucción, entre la hermandad y la “conllevancia” orteguiana y el odio y la inquina seculares; entre, en definitiva, la fecunda y enérgica pulsión de vida y el no menos poderoso impulso de muerte. Recuerdo, hace un cuarto de siglo, las palabras de Felipe González, subrayando que él había aprendido más sobre el conflicto de los Balcanes leyendo la novela que en su desempeño como gobernante; buena prueba, al margen de la consideración que nos merezca el político y sus opiniones, de esta dimensión universal del libro a la que me refiero. 

Un puente sobre el Drina no se organiza como una novela tradicional con un protagonista central y una trama lineal, sino como una crónica coral que atraviesa cuatrocientos años de historia en una constelación de episodios unidos al puente de Mehmed Paša Sokolović. Todo lo que el libro narra sucede en torno a él, que permanece inmóvil, más o menos incólume frente al paso del tiempo, mientras generaciones enteras nacen, viven y mueren a su alrededor. En una algo esquemática síntesis, el libro atraviesa tres grandes etapas. La inicial narra la construcción del puente y el comienzo de su historia simbólica en el siglo XVI. La primera imagen del puente, todavía vaga y nebulosa, que estaba destinada a tomar cuerpo, pasó como un relámpago por la imaginación de un muchacho de unos diez años del vecino pueblo de Sokolovitchi, en una mañana del año 1516, cuando era conducido por allí desde su pueblo natal a la lejana, brillante y espantosa Estambul. El muchacho es Mehmed Paša Sokolović (Mohamed-Pachá Sokoli, en la versión inicial para la colección Reno, en un cambio indicativo del espíritu de las modificaciones en la nueva traducción, más respetuosa con las grafías autóctonas), arrancado de su familia a través del sistema otomano del devşirme, traducido en el libro como “tributo de la sangre”, una práctica mediante la cual los agás, relevantes cargos militares turcos, se adentraban en los territorios bosnios y se llevaban a niños varones, sanos, inteligentes y de buen aspecto, de diez a quince años de edad, para incorporarlos al servicio del Imperio otomano. Con el tiempo, el niño llegaría a ser un joven e intrépido oficial de la Corte del sultán, más tarde capitán bajá, después yerno del sultán, general, gran visir y hombre de Estado de reputación mundial. Durante toda su vida recordaría la angustia, el desamparo y el sufrimiento que lo acometieron cuando, desplazado, solo, añorando a su familia, esperaba, con el resto de la comitiva, a la orilla desierta del vasto e infranqueable Drina, en la que los viajeros tiemblan de frío y de incertidumbre, la llegada de la barca lenta y carcomida con su monstruoso barquero, que le permitirían cruzar del río. El sentimiento de malestar físico que le quedó de aquella triste vivencia, una especie de línea negra que, de vez en cuando, durante uno o dos segundos, le partía el pecho en dos y le causaba un profundo dolor, nunca llegó a desaparecer. Al contrario, con los años y la vejez aparecía cada vez más a menudo, hasta el punto de que, en una de esas crisis nostálgicas, llegó a la conclusión de que solo lograría desembarazarse de aquel opresivo recuerdo, si lograba suprimir la barca del lejano Drina, si llegaba a unir por medio de un puente las orillas escarpadas y el agua pérfida que corría entre ellas; si empalmaba los dos extremos de la carretera que se rompía en aquel punto, si ligaba así para siempre y sólidamente Bosnia con el Oriente, su tierra de origen con los lugares de su vida de hombre. Fue, pues, él el primero que, en un instante, tras sus párpados cerrados, vislumbró la silueta robusta y elegante del gran puente de piedra que había de ser levantado

A partir de esa “escena” inaugural, Andrić narra el proceso de levantamiento del puente, rodeado de episodios que revelan tanto la dureza del yugo turco como la resistencia de la población local. La construcción, llevada a cabo por ingenieros otomanos, genera recelos, supersticiones y rumores entre los habitantes, que ven en la obra un signo de poder y de dominación, pero también una promesa de conexión y prosperidad, en una representación muy expresiva de la riqueza de connotaciones simbólicas que encierra la obra, mostradas casi siempre, como he anticipado, en forma de un juego dual. Finalmente, tras cinco años de obras, el puente, con sus poderosos once arcos de piedra, con sus doscientos cincuenta pasos de longitud y sus diez de anchura, se alza como una obra imponente, y todos los sinsabores de sus construcción serán olvidados por los pobladores de Višegrad, que como hacemos los seres humanos con los sucesos desagradables del pasado, los reformularon en términos soportables y aún apacibles, fabulando e inventando, con libérrima imaginación, lo que les hizo sufrir. Tan sólo cuando, fruto de aquellos esfuerzos, surgió el gran puente, empezaron las gentes a recordar los detalles y a adornar el nacimiento del puente real, hábilmente construido con materiales duraderos, con cuentos legendarios que supieron componer de nuevo con arte y que mantuvieron durante mucho tiempo en su mente, leemos, en un apunte elocuente de una de las dimensiones más relevantes del libro, que luego comentaré, lo mágico, lo legendario, la presencia de las tradiciones, de los relatos, de las narraciones orales que se transmiten de generación en generación trasladando el espíritu, el sentir de la comunidad: En todo caso, una cosa es cierta: entre la vida de las gentes de la ciudad y este puente existe un lazo íntimo y secular. Sus destinos están tan entremezclados que no se imaginan ni se pueden contar separadamente. Por eso la leyenda sobre el origen y el destino del puente es, al mismo tiempo, el relato de la vida de la ciudad y de sus habitantes, de generación en generación, de la misma manera que a través de todas las narraciones sobre la ciudad pasa la línea del puente con sus once arcos y una kapia que corona su centro

Esta kapia, la gran terraza ubicada en el corazón mismo del puente, será así, con el puente mismo, el escenario principal de la vida comunitaria. Allí se reúnen los vecinos para conversar, comerciar, discutir asuntos políticos, observar el paso del río o simplemente disfrutar de la compañía mutua. La kapia es, en la novela, el lugar donde se cruzan las historias, donde se transmiten rumores, donde se celebran acontecimientos y donde también nacen los amores y se presencian tragedias. A lo largo de los siglos, la kapia actúa como un microcosmos de la sociedad bosnia: en ella coinciden musulmanes, cristianos ortodoxos, católicos, judíos; hombres y mujeres de diferentes edades; campesinos, comerciantes, soldados, viajeros. En este espacio público se construye una memoria compartida que sobrevive a los cambios políticos y a las transformaciones históricas. 

Y con el hilo conductor de la magnífica obra y de su “ecuménico” lugar de encuentro, la novela registra una infinidad de episodios y relatos que, si bien pueden leerse como historias autónomas, adquieren pleno sentido cuando se integran en el flujo de la larga historia de la comunidad. Así, desde esta lógica, se nos narra la vida en Višegrad durante la segunda gran etapa que refleja el libro, la del dominio otomano y los cambios de la modernidad en los siglos XVII al XIX. Asistimos a la narración, punteada por anécdotas entrañables o dramáticas, relatos íntimos de personajes anónimos -enamorados, viajeros, comerciantes-, para los que el puente se convierte en un espacio de encuentro o de despedida, entrelazada con las reflexiones de corte filosófico y humanista con las que el autor salpica su texto, de las revueltas campesinas, en las que el puente aparece como escenario por el que pasan los ejércitos y donde las autoridades otomanas exhiben su poder y castigan a los rebeldes, muchas veces mediante ejecuciones públicas; del tránsito de caravanas y mercaderes, siendo el puente vehículo del comercio y la comunicación, un eje económico vital para la región; de la presencia constante de la dominación imperial, que se percibe como lejana en ocasiones, pero que se materializa en los rumores de guerra que llegan a sus frecuentadores y, en ocasiones excepcionales, también en violencia y represión; del avance del siglo XIX, con los cambios que trae consigo la modernidad y el despertar de los nacionalismos; de los movimientos independentistas en los Balcanes; de las guerras entre el Imperio otomano y sus pueblos sometidos, singularmente el serbio; del lento debilitamiento de la gobierno de Estambul. Todo ello afecta directamente a la vida en Višegrad y al vasto elenco de personajes que Andrić hace comparecer en su muy plural representación de la existencia de la ciudad. Unos personajes que encarnan, una vez más, la ambivalencia que permea la novela entera. Por ejemplo, los que ven en el Imperio otomano un poder decadente que debe ser reemplazado, y los que, en cambio, temen la inestabilidad y prefieren la continuidad de un orden antiguo que añoran. 

La tercera gran etapa del libro pone al lector en contacto con la llegada del Imperio austrohúngaro y la irrupción del siglo XX, con la Primera Guerra Mundial como desenlace trágico. En pocas páginas, prodigiosas (en una novela en la que pocas de ellas escapan al elogioso calificativo), contemplamos el lento pero inexorable avance del nuevo poder en aquellas regiones fronterizas, tan alejadas del centro vienés. A partir de 1878, la llegada de las fuerzas imperiales cambia de modo trágico el sentido de la dominación (A principios del verano de 1878, algunas unidades del ejército regular turco, que se dirigían de Sarajevo hacia Triboi, pasaron por la ciudad. Se tuvo la certeza de que el sultán entregaba Bosnia sin resistencia. Ciertas familias se preparaban para emigrar a Sandjak. Entre ellas, había algunas que habían llegado trece años antes de Ujitsa, por no querer someterse a la autoridad de los serbios, y que ahora se preparaban para huir otra vez de una nueva dominación cristiana). Los, en general, renuentes ciudadanos de Višegrad, ven poblarse sus calles, el puente, la kapia, por un ejército de funcionarios entregados a arduas reformas administrativas, inexplicables para los lugareños, aferrados a sus consuetudinarias tradiciones (Medían un campo en barbecho, marcaban irnos árboles en el bosque, inspeccionaban los retretes y las alcantarillas, examinaban los dientes de los caballos y de las vacas, verificaban los pesos y las medidas, se informaban de las enfermedades que padecía el pueblo, del número y nombre de los árboles frutales, de la raza de las ovejas y de las aves. Se hubiese dicho que estaban divirtiéndose. Todas aquellas ocupaciones resultaban incomprensibles, fútiles y vanas a ojos del pueblo). Se organiza la administración pública, se racionaliza el funcionamiento de la sociedad, se levantan infraestructuras, se construye un ferrocarril que alterará radicalmente la importancia del puente. Y, una vez más, el narrador nos muestra un muy notable contraste, el que se da entre la modernidad vienesa que irrumpe, impetuosa, y la lenta, sosegada, casi inmutable tradición local; entre el acelerado progreso y sus oportunidades frente al acervo histórico, la raigambre y la herencia. 

El libro se cierra, en su parte final, en los años previos a la Primera Guerra Mundial y el estallido de la contienda. El nacionalismo serbio gana fuerza entre los jóvenes de Višegrad, que ven en el Imperio austrohúngaro un poder extranjero opresor y reclaman la independencia de los pueblos sometidos. Las tensiones alcanzan su punto culminante en 1914, cuando el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo desencadena la guerra. El puente, que en su secular perdurabilidad, fue símbolo de unión, se convierte entonces en escenario de división y violencia. Tropas austrohúngaras y serbias se enfrentan en la región, la población civil sufre desplazamientos, represalias y destrucción. El propio puente, hasta entonces indestructible en la memoria colectiva, es finalmente dañado por las voladuras militares, lo que representa simbólicamente la ruptura de la continuidad histórica y la entrada en una nueva era marcada por la violencia de masas. 

Como se puede apreciar en este breve repaso al hilo conductor que enlaza la narración, ese recorrido cronológico por la Historia de cuatro centurias, Andrić utiliza esa “excusa”, muy bella y evocadora, para mostrar lo que he venido llamando “el juego de dualismos”, fundamentalmente la tensión entre permanencia y cambio: el puente parece eterno, mientras que las generaciones humanas son efímeras; sin embargo, incluso el puente acaba sucumbiendo a la violencia. El puente es, a la vez, un elemento que une y divide, que permanece y se destruye, que refleja la capacidad humana de construir y, al mismo tiempo, la tendencia a la violencia que amenaza toda creación. 

El puente sobre el Drina es, pues, el gran protagonista de una novela en la que descuella entre un largo elenco personajes memorables. Su simbolismo es múltiple, más allá de las facetas ya apuntadas. Representa la unión y la comunicación al permitir el tránsito de personas, bienes e ideas entre las dos orillas del río, que, a su vez, simbolizan dos mundos distintos, Oriente y Occidente (Ese puente es el único paso permanente y seguro a lo largo de todo el curso medio y superior del Drina, y es, al mismo tiempo, el nudo indispensable de la carretera que une Bosnia con Serbia, y aún más lejos, con las restantes partes del Imperio otomano hasta Estambul). Es ejemplo, también, de la división y el conflicto, convertido en más de una ocasión, con el paso de los siglos, en escenario de enfrentamientos y represalias, mostrando que lo que une también puede separar. Encarna de manera admirable las nociones, contrapuestas pero igualmente complementarias, de permanencia y fragilidad, tan propiamente humanas: la aspiración a construir algo duradero y la simultánea vulnerabilidad, nuestra finitud, el carácter efímero de nuestro paso por un mundo marcado por el cambio y la violencia (Y las generaciones se sucedían junto al puente. Pero el puente se sacudía, como si fuesen una mota de polvo, todas las huellas que habían dejado en él los caprichos o las necedades de los hombres, y continuaba idéntico e inalterable). 

El libro apunta también, de modo muy sugestivo, al conflicto entre historia y destino, en tanto muestra que no solo las biografías individuales, sino también las trayectorias de las colectividades, están atrapadas, se ven determinadas, a veces sobrepasadas, a menudo arrasadas por el flujo irrefrenable de la Historia. En consecuencia, la novela se perfila como un relato sobre el tiempo, convertido también en otro protagonista, esta vez invisible. El relato de Andrić muestra los avatares de un tiempo cíclico, con la historia repitiéndose en etapas de calma y violencia, reproduciendo, en distintos períodos, idénticos patrones de represión, rebelión y sufrimiento, que vuelven, una y otra vez, mientras se suceden los imperios y los regímenes. Puente y tiempo, pues, reflejan un nuevo dualismo, la consistencia duradera, inmóvil, de la fábrica humana frente a la fuerza ineludible del tiempo que todo lo transforma. 

Otro de estos prolíficos frentes a los que se abre una novela de fecundidad inagotable es el que atañe a la condición simbólica del puente como espacio de convivencia y conflicto de culturas. El libro es admirable cuando refleja la pacífica y amistosa coexistencia de las comunidades musulmana, cristiana y judía que conviven compartiendo espacios comunes, singularmente la kapia (No se observaba distinción entre turcos, cristianos y judíos. (…) Podía verse a Suliaga Osmanagić, al rico Petar Bogdanović, a Mordo Papo, al pope Mihailo, cura corpulento, poco hablador y espiritual, al grueso y serio Mulá Ismet, hodja [una suerte de autoridad religiosa turca] de Višegrad, y Elías Leví, llamado Hadji-Liacho, rabino conocido allende la ciudad por su juicio sano y su naturaleza abierta). Y esclarecedor resulta también cuando nos ofrece ejemplos de cómo esas religiones y etnias distintas, con sus tensiones latentes, ocultas en los momentos de paz, se enfrentan con violencia y brutalidad en episodios que muestran la dificultad de construir sociedades estables en territorios marcados por la diversidad cultural y religiosa, en una línea de la historia -quizá de la naturaleza humana- que se repite a lo largo de los tiempos y de la que seguimos teniendo tantos ejemplos en los años de las novelas de Postorino y Clara Usón, los poemas de Sarajlić y, por desgracia en tantas partes del mundo en nuestros días. 

Y destacan también, ya en una mención a vuelapluma, otras dimensiones importantes del libro: las profundas reflexiones que contiene sobre el poder y la arbitrariedad (ya sea otomano o austrohúngaro, el poder siempre aparece como fuerza externa que domina y oprime a la población local, manifestándose en castigos crueles, impuestos desmedidos, decisiones despóticas e incomprensibles), en otro aspecto revelador del valor universal de la novela; sobre la violencia (ejecuciones en el puente, expropiaciones, enfrentamientos bélicos), que se revela como una constante histórica que atraviesa las distintas épocas; sobre la importancia de la comunidad, que prevalece sobre las singularidades de los individuos concretos (pese a que la novela se detiene en las vicisitudes de las vidas de sus personajes, es el pueblo en su conjunto el que se constituye en protagonista colectivo; un pueblo al que vemos a menudo como víctima sufriente de la tiránica opresión de los poderosos, pero también como resistente frente a su abusivo dominio y, sobre todo, como memoria, que aflora en los rumores, las leyendas, las canciones populares que transmiten la historia de generación en generación, en una vertiente de libro, la más apacible y entrañable, que lo acerca a ciertos rasgos del realismo mágico). Y el lector se encuentra también con reflexiones sobre la memoria y el olvido, precisamente a través de las historias del puente que se recuerdan de padres a hijos, pero que, con frecuencia, solo permanecen de manera fragmentaria, con detalles que se pierden, personajes que desaparecen, episodios que se olvidan. El puente amplía así su horizonte simbólico al convertirse también en una suerte de archivo silencioso de la memoria de la comunidad, en una singular manera de conservar las huellas del pasado. 

El interés y la “valía” literaria de Un puente sobre el Drina no residen únicamente en la densidad histórica, la riqueza simbólica y la amplitud temática de su contenido, sino también en la manera en que Ivo Andrić construye el relato. Su planteamiento narrativo, que conjuga la crónica histórica con la ficción literaria, permite que la novela funcione a la vez como documento cultural, testimonio colectivo y meditación filosófica. Anoto a continuación, ya inevitablemente de modo resumido, algunos elementos estrictamente literarios que, a mi juicio, contribuyen a hacer del libro una obra excepcional. Por ejemplo, la ausencia de un héroe central, “sustituido” por un aluvión de personajes, de distinta hondura y desarrollo, pero que aparecen y desaparecen sin que ninguno domine la totalidad del relato. También, y ya se ha repetido, la presencia del puente como eje narrativo en torno al que giran las peripecias, las circunstancias, las vidas enteras de los protagonistas. Del mismo modo, resulta singular la estructura episódica, articulado el relato como una serie de historias que podrían leerse de manera autónoma, pero que cobran su pleno sentido integradas en una continuidad más general, al modo de las crónicas o las sagas populares, que dan cuenta de la memoria común de un pueblo. 

Por otro lado, quiero subrayar la “posición” en la que Andrić sitúa al narrador, que, de nuevo a la manera de las crónicas, transmite los hechos con autoridad y distancia, ubicado por encima y fuera del tiempo, con un estilo sobrio y casi desapasionado, objetivo y documental, con aparente neutralidad. Sorprende que la voz narrativa mantenga la contención, no dramatice en exceso, incluso cuando lo que cuenta es terrible, violento, dramático o cruel. Este registro, sin embargo, se ve salpicado por momentos por una voz más lírica, sobre todo al describir el río, la luz, la noche, los paisajes o los sentimientos íntimos de los personajes, en pasajes en los que es el tono el que introduce una dimensión poética al relato. El narrador, además, se inmiscuye en ocasiones en su historia, dirigiéndose con cercanía al lector, siempre en una primera persona del plural que enfatiza el carácter comunitario de la narración (Una mirada llena de dolorosa sorpresa y aquel movimiento orgulloso de su cuerpo que sólo era suyo, y después una muda y sorda sumisión a la voluntad paterna, como era y es costumbre entre nosotros) e incluso con algunos atisbos de leve y discreto humor: En el curso del relato precedente, nos hemos olvidado de señalar una innovación que había sido introducida en la pequeña ciudad. (Ya habrán ustedes observado que olvidamos fácilmente decir aquello de lo que no nos gusta hablar). En el mismo sentido, la novela se caracteriza por una tranquila cadencia y un ritmo pausado en la narración, en los que podemos ver el normalmente despacioso fluir del río Drina, de nuevo símbolo del lento transcurrir de la existencia. Aunque hay, no obstante, interrupciones violentas que aceleran la acción (de la vida: guerras, destrucción, ejecuciones; y del río, con algún episodio de devastadoras inundaciones). 

Pese a que, como he señalado, el narrador es único, intemporal y omnisciente, la novela está poblada por una gran diversidad de voces, coherente esta polifonía estilística con la evidente voluntad de Andrić de conceder espacio a personajes de diferentes religiones, edades y condiciones sociales. Y así, este carácter integrador y multicultural del libro, su mensaje moderado, conciliador, defensor de la pacífica convivencia entre diversas etnias y religiones, entre individuos distintos, entre clases diferentes, se manifiesta en las voces, que el autor nos ofrece, de musulmanes, cristianos ortodoxos, católicos y judíos, de campesinos y comerciantes, de soldados y prostitutas, de enamorados, de padres e hijos, de jóvenes y ancianos, de mendigos y poderosos, cada uno con sus costumbres, lenguas, formas de vida, visiones de la existencia. La novela proporciona así, más allá de su condición claramente ficcional, una deslumbrante muestra de verosímil realismo histórico y atinada observación etnográfica, con muchos de sus episodios basados en hechos documentados (desde la misma construcción del puente hasta la llegada del ferrocarril o los conflictos bélicos). El trasfondo histórico es sólido, reforzado por las constantes referencias a fechas y dataciones, lo que proporciona verosimilitud al relato. Del mismo modo, la “ambientación” antropológica es espléndida, con abundancia de muy precisas descripciones de las costumbres cotidianas, los mercados, los cafés, los rituales religiosos, los matrimonios, las canciones populares. Estos logros que podríamos llamar “realistas” de la novela, afloran también en la representación de la violencia -torturas, ejecuciones y castigos físicos-, presentada siempre con esa neutralidad en apariencia distante a la que me he referido y que resalta su brutalidad. 

Pese a esta ausencia de moralización explícita hay, claro, un “mensaje”, una tesis inequívoca en la novela. Por de pronto, la plasmación de los sucesos violentos es, pese a esa aparente “asepsia” reseñada, de tal crudeza que no admite duda acerca de la posición de frontal rechazo del escritor. Del mismo modo, no parece haber -o al menos yo no he sido capaz de percibirla- una toma de postura expresa a favor o en contra de alguna de las partes históricamente enfrentadas (en síntesis, Oriente y Occidente); hay, tan solo -y no es poco-, una apuesta ética implícita, subyacente al relato de los hechos: la denuncia del poder arbitrario, la compasión por los débiles, el posicionamiento del lado de los que sufren. Estamos, pues, ante una obra extraordinaria, de muy profunda calidad humana y con un alcance y un valor universales al reflejar la fragilidad de la existencia, la búsqueda de sentido, la dignidad en la adversidad, la fragilidad de la paz, la necesidad de preservar la memoria colectiva, la resistencia moral, ofreciendo, aparte de mil y una historias de lectura subyugante, una trascendente meditación sobre la condición humana a partir del sugerente contexto local representado en el legendario puente sobre el Drina. No deberíais dejarla pasar. 

Os dejo ahora con el habitual acompañamiento musical a mi reseña. En una novela con presencia frecuente de baladas y canciones populares, todas ellas de muy difícil localización por mi parte, hay también una mención, no demasiado precisa, a una pieza clásica, una sonatina, indeterminada, para violín y piano de Schubert. Os ofrezco, pues, la número 3, interpretada por Henryk Szeryng al violín e Ingrid Haebler al piano, en una grabación de 1976. Antes de ella, un breve fragmento de Un puente sobre el Drina que recoge el clima de amable convivencia entre los habitantes de Višegrad, plasmado en los juegos infantiles sobre el puente, en los que los niños se divierten en común, sin distinción de razas o credos. 


En el puente del Drina tienen lugar los primeros paseos infantiles y los primeros juegos de los muchachos. Los niños cristianos, nacidos en la orilla izquierda del Drina, cruzan el puente desde los primeros días de su vida; ya, en la primera semana, son llevados a bautizar a la iglesia. Pero también los otros niños, incluso los que han nacido en la orilla derecha, y los niños musulmanes que ni siquiera están bautizados, pasan, como antaño sus padres y sus abuelos, la mayor parte de su infancia en las proximidades del puente. Pescan con caña junto al puente o cazan pichones bajo sus ojos. Desde temprana edad, su mirada se acostumbra a las líneas armoniosas de aquella enorme construcción de piedra clara, porosa, regular e impecablemente tallada. Conocen todas las redondeces y las cavidades tan magistralmente cinceladas, del mismo modo que conocen todos los cuentos y leyendas que están ligados al nacimiento y a la construcción del puente y en los cuales se mezclan y entrelazan de manera extraña e inextricable la imaginación y la realidad, lo verdadero y lo soñado. Y todo esto lo conocen desde siempre, inconscientemente, como si hubiese nacido con ellos, como saben su oraciones, sin acordarse de quién se las enseñó ni de cuándo las oyeron por primera vez.

Videoconferencia
Ivo Andrić. Un puente sobre el Drina

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