Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de noviembre de 2025

JEFFREY EUGENIDES. LAS VÍRGENES SUICIDAS; MIDDLESEX; LA TRAMA NUPCIAL
 
Todos los libros un libro continúa esta tarde con una serie, de contornos algo difusos, en la que, desde hace unas semanas, os estoy presentando libros que celebran algún tipo de aniversario en este 2025 que ya se encamina acelerado hacia su fin. Os he recomendado, así, Divertirse hasta morir, de Neil Postman, que ha llegado a sus cuarenta años; Un puente sobre el Drina, de Ivo Andrić, con ocho décadas a sus robustas espaldas; y, hace siete días, el más longevo de todos los por ahora presentados, El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, que ha cumplido cien en abril de este 2025. 

Mi tenaz propósito, que mantendré en todos los programas hasta las vacaciones navideñas (e incluso, quizá, después de ellas, pues son varias las efemérides de libros que me interesan y se me agotan los días de este año), me lleva ahora a ampliar mis sugerencias a partir de una obra cuya versión cinematográfica se estrenó en nuestro país en el año 2000, hace, pues, un cuarto de siglo. Se trata de Las vírgenes suicidas, estupenda película con la que en 1999 debutó como directora Sofia Coppola, hija del creador de El Padrino y responsable a sus aún jóvenes cincuenta y cuatro años de una controvertida trayectoria como realizadora, con títulos magníficos como Lost in translation, con el que ganó un Oscar al mejor guion original, y otros más discutibles y que, en mi caso particular, han despertado mi interés en menor medida. El redondo aniversario es, por lo tanto, en esta ocasión, el de un filme, y con esa excusa (no lo es, la película es excelente y merece un comentario por ella misma) quiero hablaros de la novela que está en su origen y, de paso, de las otras dos de su autor, que solo cuenta con estas tres calas en el género novelesco, mientras acumula más de una decena de colecciones de relatos. Estoy hablando del magistral Jeffrey Eugenides, escritor estadounidense nacido en Detroit de ascendencia griega (circunstancias ambas que afloran de manera explícita en sus libros), que publicó en su país Las vírgenes suicidas en 1993, Middlesex, en 2002, y La trama nupcial, en 2011 (una por década; ya se está haciendo esperar la cuarta). En España las tres novelas aparecieron en la editorial Anagrama en 1994, 2003 y 2013, respectivamente. Hace ahora diez años presenté en Todos los libros un libro, en un formato del programa muy distinto al actual, La trama nupcial, en una reseña que voy a recuperar ahora en un espacio en que comenzaré por hablaros de Las vírgenes suicidas, libro y película; a continuación, os recomendaré -con idéntico y espero que apabullante entusiasmo, pues ambas son formidables- Middlesex, dejando para el final el “rescate” de mi más sucinta recensión de la publicación más reciente. 

Yo leí Las vírgenes suicidas en su segunda edición del año 2000, tras el éxito mundial de la película, que llevó a Anagrama a volver a imprimirla, manteniendo, como es obvio, la traducción inicial de Roser Berdagué, aunque cambiando la portada original -en una, a mi juicio, discutible estrategia mercadotécnica- para sustituirla -aprovechando el “tirón” cinematográfico- por una significativa imagen de la cinta. Recuerdo vagamente haber disfrutado entonces del libro, pero nada comparable al entusiasmo que me ha invadido durante y después de la exultante relectura actual, que he llevado a cabo de cara a la presentación de esta reseña. Mi deslumbramiento, una mezcla de sensaciones -emoción, intensidad, plenitud, felicidad-, de índole similar al que me provocó mi nuevo acercamiento a El gran Gatsby, del que di cuenta aquí hace siete días, se vio acrecentado por el hecho de saber que estamos ante el debut novelístico de su autor, que contaba en el momento de su publicación con apenas treinta y dos años. 
 
Las vírgenes suicidas se abre con un comienzo rotundo, esplendoroso e inolvidable: La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse -esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese-, los dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda. Un comienzo, además, muy revelador, tanto en lo que se refiere al posible objeto de la trama como desde el punto de vista del planteamiento narrativo. Por de pronto, y ya desde su inicio, el lector conoce el desenlace (anticipado, por otro lado, desde el mismo título), eliminando de la novela, por lo tanto, las posibles dosis de “suspense” en el sentido clásico, al menos en lo que se refiere a los hechos que se van a narrar (no así, y ahí estará una de las claves del libro, en lo referido a las motivaciones últimas de las chicas). Por otro lado, la magnífica “obertura”, al informar de la plural tragedia (a esas alturas aún no sabemos -accederemos a esa información pocas líneas después- que las hermanas Lisbon son cinco) permite adelantar en la imaginación del lector, siquiera de modo indirecto o tangencial, la lógica del libro que acaba de abrir, que, con este inicio “concluyente” (valga el oxímoron), apunta al desarrollo -como en efecto ocurre- de un ejercicio de reconstrucción retrospectiva. Y es que, con esa deslumbrante frase inicial, el autor elimina el clímax, al aportar desde el principio la información sustancial, el núcleo trágico del libro, rompiendo, en apenas una cincuentena de palabras, la expectativa de una narración lineal convencional y esbozando por el contrario -insisto, de modo velado y sutil- una estructura narrativa que, girando, como es evidente, sobre dicho suceso dramático, situará su narración en una posición subsidiaria con respecto a los infaustos hechos ocurridos. De este modo, y al igual que ocurre en muchas otras grandes obras literarias, el interés del texto que el lector se va a encontrar a continuación de este prodigioso “pórtico” no residirá tanto en el relato de la “acción”, de “lo que ocurre”, sino en el modo -portentoso, muy singular, brillantísimo- en el que el inmenso talento del entonces primerizo Eugenides, da cuenta de lo ocurrido. 

La novela se articula así en torno a la investigación -que se nutre, simultáneamente, de obsesión y encantamiento- de un grupo de adolescentes, los muchachos del barrio de Detroit en el que vivían las chicas Lisbon, los cuales, a través de recuerdos, rumores, objetos y testimonios, mediante un ejercicio de memoria colectiva, fragmentaria, incompleta y, en muchos casos, especulativa, intentan recomponer aquello que en su excitación, su ingenuidad, su desconcierto, su ignorancia y su inmadurez juveniles nunca lograron comprender del todo, el tentador misterio de sus extrañas, enigmáticas, raras, algo fantasmales, fascinantes vecinas. 

Las hermanas Lisbon tenían trece años (Cecilia), catorce (Lux), quince (Bonnie), dieciséis (Mary) y diecisiete (Therese). Eran bajas, de nalgas rotundas bajo el tejido de algodón y con unas mejillas redondas que recordaban la morbidez dorsal anteriormente citada. A primera vista, sus rostros parecían impúdicos, como si quien las contemplaba tuviese la costumbre de ver mujeres cubiertas con velo. Nadie entendía que el señor y la señora Lisbon hubiesen engendrado unas hijas tan guapas. Eugenides nos presenta a las chicas el día en que Cecilia, la menor, lleva a cabo su primer -y si introduzco el ordinal, obviamente frustrado- intento de suicidio. Rescatada a tiempo de la bañera en que se ha cortado las venas, sobrevive y sus padres, siguiendo el consejo del psiquiatra al que consultan, deciden favorecer la integración social de unas niñas que, hasta ese momento, vivían atrapadas entre la severidad de sus progenitores, el estricto y férreo régimen de vida al que las someten, y la difusa llamada, atrayente aunque imposible de obedecer por sus condicionamientos familiares, de un mundo exterior que apenas alcanzan a vislumbrar. Fruto de esa nueva “política”, y una vez recuperada Cecilia, los Lisbon organizan una fiesta en su casa en la que, bajo rigurosas restricciones, las chicas puedan conocer a otros jóvenes del vecindario, muchos de ellos compañeros de estudios, con los que, sin embargo, su contacto se limitaba a un distante, reservado y esquivo trato escolar. Las inseguridades, la timidez, la inexperiencia adolescentes, el particular aislamiento de las chicas y el torpe apocamiento de los muchachos convierten el encuentro en un episodio incómodo, cargado de silencios, al que pondrá trágico fin la propia Cecilia, que, tras subir a su habitación inopinadamente, abandonando la fiesta, saltará desde su ventana sobre las verjas del jardín, muriendo en el acto. 

A partir de este funesto y en apariencia inexplicable suceso inicial, se desarrolla toda la novela, en la que de continuo se entremezclan la descripción de la cotidianidad de las chicas y la de sus, a la vez, deslumbrados y perplejos, temerosos e hipnotizados admiradores juveniles; la revelación de los pormenores de la muy singular vida doméstica de los Lisbon; y, sobre todo, los apuntes, meros atisbos, especulaciones e inferencias sin apenas base real, hechas de rumores, suposiciones e interpretaciones no siempre fundadas, acerca del enigma insondable, del indescifrable secreto que encierran unas muchachas que se nos aparecen -a sus encandilados observadores y al lector- rodeadas de misterio e interrogantes y nimbadas de un aura de fatalidad. 

La existencia de las chicas, escrutada con exhaustividad por la obsesiva mirada de sus forzosamente distantes observadores -impresionados voyeurs que las atisban a través de las ventanas, desde el jardín, en los pupitres del colegio, en las escasas ocasiones en que alguno de ellos, apocado, asustadizo y retraído, logra entrar en el reducto “hechizado”-, se nos muestra en el relato que una voz colectiva -la de todos ellos en una indeterminada primera persona del plural- hace a partir de los pequeños indicios obtenidos de esa contemplación -un gesto, una sonrisa, un ademán no premeditado, una mirada- o del más o menos planificado hallazgo de algún objeto vinculado a las muchachas -una prenda de ropa, una estampa religiosa, una fotografía, una críptica nota de las chicas, un lápiz de labios, un vislumbre fugaz de unas cajas de támpax, un artículo de prensa publicado tras sus suicidios. Sin querer desvelar nada sustancial de la novela, sí diré que los narradores, que relatan los hechos con nostalgia cuando ya han dejado atrás su juventud -con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, confiesa la voz narradora-, elaboran una suerte de dossier de las hermanas, y, en el curso de su relato, van dando cuenta de algunas de sus “evidencias”, que enumeran al término de su historia (y de la novela): Todo está catalogado: desde el documento número uno al número noventa y siete, distribuidos en cinco maletas, cada uno con una fotografía de la difunta igual que una piedra angular copta, guardadas en la remozada casa del árbol, instalada en uno de los pocos árboles que quedan: (número uno) una polaroid de la señora D'Angelo en la que aparece la casa, recubierta de una pátina verdosa que tiene todo el aspecto del moho; (número dieciocho) los viejos cosméticos de Mary secándose y transformándose en un polvo de color tostado; (número treinta y dos) las camisetas que llevaba Cecilia, que ya se están amarilleando sin remedio pese a los cepillos de dientes y al lavavajillas; (número cincuenta y siete) las velas votivas de Bonnie roídas por los ratones durante la noche; (número sesenta y dos) las diapositivas de Therese que presentan las nuevas bacterias invasoras; (número ochenta y uno) los sostenes de Lux (Peter Sissen los cogió del crucifijo, ahora ya no tenemos reparo en admitirlo) tan tiesos y protéticos como los de una abuela. No hemos mantenido el sepulcro herméticamente y nuestros objetos sagrados están en las últimas

Este encantamiento adolescente, ese indefinido enamoramiento (Todos amábamos a alguna), esa mirada masculina juvenil, oblicua y distorsionada, hecha, como he señalado, de desconocimiento y obsesión, de ignorancia e ilusoria mitificación, construye una identidad femenina alejada de la vida real de las muchachas, en una de las líneas temáticas más sugestivas del libro. 

A la “fabricación” de esa imagen deformada contribuye la propia “rareza” de la familia Lisbon y el progresivo aislamiento al que la someten los padres, una madre, de muy intensa y cerrada religiosidad, atenazada por una intransigente represión moral que impone una estricta disciplina a sus hijas, acrecentada tras la muerte de la más pequeña de ellas y que acaba por asfixiarlas; y un padre, profesor de matemáticas en el colegio de los jóvenes, que se muestra débil e impotente, y se evade de la cruda realidad que alberga en su hogar, distante, incapaz de contrarrestar la severidad materna o de establecer un vínculo afectivo real con sus hijas. La casa de los Lisbon, una vivienda suburbana convencional como las que tantas veces hemos visto reflejadas el cine, se transforma progresivamente en un espacio oscuro y opresivo, cargado de silencio, de olor a encierro (Era un olor como una mezcla de funeraria y de armario de escobas) y señales de deterioro físico; un entorno agobiante en el que la arquitectura doméstica se convierte en reflejo del anormal estado psicológico de la familia (Había otros signos de la progresiva desolación. El timbre de llamada desapareció de la puerta. El comedero para pájaros que había en el patio trasero cayó al suelo y allí quedó. La señora Lisbon dejó una nota para el lechero en la caja donde éste solía depositar las botellas: «No deje más leche mala». Al recordar aquel tiempo, la señora Higbie insistía en asegurar que el señor Lisbon, sirviéndose de un largo palo, había cerrado las contraventanas exteriores) y, como metáfora evidente, del paradójico fracaso del modelo familiar tradicional estadounidense. La casa se convierte en una fortaleza cerrada, símbolo de la claustrofobia de la vida suburbana, en la que el paternal intento de proteger a sus hijas del mundo exterior se convierte en una condena: cuanto más las controlan, más las aíslan, hasta provocar la implosión definitiva, la destrucción familiar, la muerte de sus hijas. 

Ya desde el título se explicita la condición central de las hermanas Lisbon en la novela. Sin embargo, su paso por el libro es elusivo, tangencial, en muchos casos fugaz, a menudo efímero y casi nunca con voz propia, siempre a través de la percepción de sus compañeros de vecindario. Ambos hechos, su protagonismo absoluto en el relato de los chicos y su escasa presencia autónoma, refuerza su carácter enigmático, convertidas en símbolos de la adolescencia femenina que encarnan distintos roles de ese complejo período de la pubertad y primera juventud de las mujeres, la fragilidad (Cecilia y su diario íntimo), la difusa sensualidad (Mary y su persistente contemplación ante el espejo), la espiritualidad (Bonnie con su altar y sus estampas), la obediencia (Therese, el orden y los estudios) o la rebeldía (Lux, con su desinhibida y provocadora sexualidad). Pese a sus personalidades diferentes -de las que se nos ofrecen algunos atisbos-, constituyen, en realidad, una colectividad inseparable, un misterio colectivo que los narradores recuerdan en plural, “las Lisbon” (solo cuando llegan a la fiesta, y de manera pasajera, los chicos constatan su singularidad: Pero cuando nuestros ojos comenzaron a acostumbrarse a la luz, nos revelaron una cosa en la que nunca habíamos reparado: las niñas Lisbon eran personas distintas, no ya cinco réplicas con idéntico cabello rubio y mejillas mofletudas, sino cinco seres diferentes cuya personalidad comenzaba a transformar sus caras y a diferenciar sus expresiones), subsumidas todas en un destino común: el suicidio como respuesta a la imposibilidad de vivir bajo la represión familiar y social. 

Ya apuntada, es la afortunada elección, desacostumbrada y muy original, del personaje colectivo constituido por el grupo de muchachos uno de los grandes aciertos de la novela. La posición desde la que hablan, narradores obsesionados -ya adultos- por dar sentido a su excepcional vivencia juvenil, permite, por un lado, impregnar su relato del sobresaliente tono de melancolía y lirismo que hace inolvidable la novela (envuelta en todo momento en una atmósfera de belleza decadente en la que las descripciones del vecindario, de las estaciones del año, de los objetos que rodean a las muchachas, adquieren un brillo nostálgico, que transforma lo cotidiano en poético y convierte a las hermanas Lisbon en figuras casi míticas, suspendidas en un tiempo irreal, a medio camino entre lo real y lo legendario) y por otro, revelar la enorme distancia entre ellos y las hermanas y, por extensión, encarnar el paradigma de la mirada masculina hacia lo femenino y su misterio. A través de sus recuerdos, el lector constata que, como ellos, no puede reconstruir la verdad sobre las Lisbon, sino su mito, una proyección, hecha de atracción, deseo, fascinación erótica, culpa, pérdida y nostalgia, de su propia adolescencia convulsa. 

Quiero subrayar también la eficacia de la estructura retrospectiva, que aproxima la novela a una suerte de crónica, como si se tratara de una investigación forense o periodística, apuntalada en múltiples fuentes, esa acumulación de materiales -fotografías, recuerdos personales, entrevistas a antiguos vecinos, recortes de periódicos, objetos guardados durante años (una carta, un peine, un zapato, una entrada de baile)- que operan como archivo de la memoria y que, paradójicamente, no aportan una especial claridad al enigma de las chicas, sino que profundizan en el gran vacío central: lo insondable de sus jóvenes vidas, la hondura de sus conflictos internos, el inexplicable motivo de los suicidios. 

Por entre la magistral narración de Eugenides, que oscila entre la lentitud contemplativa, en frases largas y demoradas, en la descripción de objetos, recuerdos, atmósferas, y la aceleración brusca, como ocurre en las escenas de suicidio, que se cuentan con intensidad repentina y concisión brutal, casi violenta, afloran algunos temas que inducen a la reflexión en el lector: el abismo indescifrable del suicidio adolescente y sus incomprensibles causas (se apuntan algunas, a través de las palabras de determinados personajes: depresión clínica, entorno familiar represivo y castrante, algún trauma psicológico específico, choque entre las expectativas de los adultos y los deseos juveniles), máxima expresión de la complejidad y las tensiones de una adolescencia que se muestra como un explosivo cóctel de ilusión, desconcierto, inseguridad, deseo, atracción sexual, erotismo reprimido, fantasía y temor; el fracaso del modelo tradicional de familia, fuertemente conservador y dirigido a preservar la seguridad, la uniformidad, la estabilidad y el control, al precio -dramático en este caso- del aislamiento, la asfixia y la muerte; la fidedigna fotografía de la vida en el vecindario, en la comunidad de los suburbios norteamericanos, con sus viviendas independientes, sus muy reconocibles porches, los jardines anexos, los coches aparcados en la puerta, su promesa de bienestar, homogeneidad social y acogedora confortabilidad, pero que, en la calma placidez exterior, encubren la incomunicación, la represión, el miedo a la diferencia, el vacío existencial; la ya mencionada y magistral representación de la mirada masculina, desconcertada e impotente para comprender al otro sexo, para alcanzar la subjetividad de las jóvenes, a las que envuelven en una fantasía idealizada e irreal; el mito de la feminidad inaccesible; la dificultad de la memoria para revivir el pasado, una idea que se manifiesta de modo elocuente en el intento desesperado de los adultos de reconstruir, a partir de su “archivo” de objetos guardados, una realidad evanescente; la nostalgia y la pérdida de la inocencia; la tensión entre lo íntimo y lo público, representada en los rumores y cotilleos de la comunidad, en el tratamiento sensacionalista de la desgracia por parte de los medios de comunicación. 

En fin, una novela magnífica e inolvidable, como lo es también la película que la recrea de un modo muy fiel. Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola, desencadenante de esta reseña a causa de los veinticinco años de su estreno en España (en Estados Unidos se pudo ver un año antes, en 1999), sigue siendo una cinta muy apreciable, que en su momento me entusiasmó y que, vuelta a ver ahora, me ha suscitado igualmente interés y emoción. Estamos, como en el caso de la novela, ante una ópera prima de un gran nivel, a la que seguiría otra maravilla, Lost in translation, de 2003, en una ya dilatada carrera de su autora cuyas obras posteriores, sin embargo, no han llegado a interesarme con el mismo apasionado entusiasmo de esas dos primeras (interesante María Antonieta, excepcional La seducción, insulsa en mi recuerdo Somewhere). 

La película refleja con bastante exactitud, como he señalado, las líneas principales y la atmósfera de la novela, que se ven bien representadas en la pantalla, más allá de la consabida imposibilidad que muestra el cine para trasladar el siempre mucho más vasto universo del libro. En este caso, por ejemplo, se han omitido (su inclusión sería de todo punto imposible), numerosos pasajes descriptivos, muchas reiteraciones, gran parte de las digresiones de los muchachos, rumores, habladurías del vecindario, interacciones menores, detalles de la rutina y las experiencias cotidianas, documentos, diálogos internos, pensamientos, que contribuyen a dotar de mayor profundidad psicológica a los personajes novelescos y a trasladar al lector, de un modo mucho más intenso que en la película, al extraño mundo de las hermanas Lisbon y sus deslumbrados admiradores. Diferente es también le hecho de que se intercalan ciertas imágenes más o menos oníricas o mostrando ensoñaciones; e, igualmente, el especial protagonismo del personaje de Lux, interpretado por una jovencísima Kirsten Dunst en un papel que le abrió la puerta a su posterior carrera artística. Están, sin embargo, el núcleo central de la historia; el narrador colectivo (con una voz en off, la del actor Giovanni Ribisi, al que no vemos; Ribisi cuenta con una discreta trayectoria en el cine, quizá podáis recordarlo en su papel de hace dos décadas como hermano de Phoebe en Friends); el misterio de las chicas; el encantamiento y el desconcierto de los jóvenes; el rigor de la señora Lisbon (interpretada por Kathleen Turner, muy señorona, alejadísima de la “tentación andante” que deslumbraba en Fuego en el cuerpo, de casi veinte años atrás); el resignado despiste de su marido (un James Woods que exagera, a mi juicio, los tics que subrayan su desorientación); los vecinos y el entorno de la comunidad del barrio residencial; y, obviamente, el drama colectivo. Quiero limitarme, por tanto, a resaltar en esta reseña solo algunos aspectos estrictamente cinematográficos que me parecen interesantes. 

Coppola participa -en su filmografía entera y sin duda en esta cinta- del lirismo y la sensibilidad estética que rezuma el libro, por lo que la traslación del ritmo lento, el clima contemplativo, onírico a veces, la atmósfera de misterio y melancolía, de promesa, expectativa y fragilidad femeninas, resulta muy lograda, al conectar, sin duda, con la propia sentimentalidad y las inquietudes de la directora. Ello se consigue con el notable uso de la fotografía; con la muy bella estética visual, con un tratamiento, sutil y demorado, de los detalles, los exteriores y los objetos; con el “tempo” y el montaje; y, especialmente, con la formidable banda sonora. 

La fotografía de Edward Lachman está hecha de tonos cálidos, amarillos dorados, naranjas, blancos resplandecientes, colores veraniegos intensos, que envuelven al espectador en luz, en calor, en el sol que atraviesa las ventanas, el aire que mueve las cortinas, en un estimulante ambiente veraniego. La opción por esta estética se refuerza con el discreto uso del flou (o quizá no se usa y solo lo parece), en una especie de luminoso desenfoque, capaz de recrear atmósferas etéreas, evanescentes, que transmiten sensaciones de ensueño, de suave irrealidad, de nostalgia, de lánguido erotismo. Desde mi punto de vista, ello embellece la película, en una diferencia fundamental con el libro, más oscuro, más sombrío, que refleja mejor el drama interno de las chicas. Las hermanas Lisbon cinematográficas son también menos opacas, menos ambiguas y enigmáticas, más “normales” que las de la novela. Su presencia en los bailes, en el trato con los chicos, en la escuela, no permiten apuntar ni siquiera ligeros indicios de su trágica desventura. Como tampoco lo hace la presentación de la casa familiar, límpida, amplia, luminosa, abierta, siempre soleada en la película, desprovista de las notas de claustrofobia, opresión, deterioro, abandono y desorden (al que solo apuntan en el filme algunas prendas de ropas colocadas fuera de lugar como meros elementos de atrezo), que son esenciales en el libro y que contribuyen a reforzar la idea de “anomalía” de las chicas. Si el suicidio de las jóvenes, y sus causas, encierra, en la novela, un misterio de difícil explicación, en la película resulta incomprensible, pues el sutil juego entre la “normalidad” y la “rareza” de las muchachas, crucial en el texto escrito al fundamentar los interrogantes que la obra plantea, se ve desequilibrado en el filme que, a mi juicio, no subraya tan abiertamente las notas penumbrosas y de oscuridad de las hermanas. 

Es brillante también -en todos los sentidos- el modo en que se presentan los objetos (peluches, vestidos, revistas, maquillaje, accesorios, adornos femeninos), el mobiliario, las ventanas, los espejos, los pasillos, las habitaciones, los espacios exteriores, árboles, césped, flores, las calles tranquilas, los jardines, las casas idénticas, que quieren transmitir, de un modo menos logrado que en la novela -de nuevo a mi juicio- la sensación de una normalidad que oculta tensiones. 

Por último -y antes de dejar mis comentarios sobre las otras dos novelas de Eugenides- quiero recomendaros la “doble” banda sonora de la película, magnífica en ambas manifestaciones. En primer lugar, hay una presencia notable de canciones (en algún caso recogidas en la película) en distintos pasajes del libro, singularmente en único, emotivo y de alto significado, en el que los muchachos y las hermanas se comunican por teléfono, sobreponiéndose a la timidez y a los obstáculos familiares, mediante el sencillo, inocente y muy eficaz expediente de llamar y, sin palabras, poner un disco, recibiendo como respuesta, también sin hablar, de una nueva canción elegida por los otros interlocutores. Y así podemos “escuchar” algunos títulos clásicos de la música popular de los sesenta: Alone again (naturally), de Gilbert O'Sullivan, You’ve got a friend, de James Taylor, Where the children play, de Cat Stevens, Dear Prudence, de los Beatles, Candle in the wind, de Elton John, Wild horses, de los Rolling Stones, At seventeen, de Janis lan, Time in a bottle, de Jim Croce o So far away, de Carole King, todas en la playlist de mi propia juventud, en donde no estaba -ni podía estar-, sin embargo, Suicide virgin, de Cruel Crux, canción y grupo inventados por Eugenides. 

Y doble también, porque hay una banda sonora creada especialmente para el filme, obra del grupo francés Air, que con su atmósfera etérea y nostálgica, que aporta densidad, pesimismo y oscuridad en sus notas incidentales, contribuye a recrear el clima que envuelve la historia de las Lisbon, además de convertir a la película en un referente estético para la cultura “indie” de finales de los noventa. Playground love, una maravilla con un saxo inolvidable, será mi opción para el acompañamiento musical de esta reseña. 

La belleza de la fotografía, el tono poético de la escenografía, el minucioso y detenido recorrido por los objetos personales de las niñas, la luminosidad general de la mayor parte de las escenas, la seductora atmósfera visual, el enfoque estetizante, la música envolvente, siendo sobresalientes y valiosos, convierten el visionado de la película en una experiencia sensorial que, quizá, embellece en demasía, “romantiza” la tragedia, que en la novela se nos muestra de un modo algo más crudo y sombrío, más realista y terrible. Pese a ello, se trata de una cinta altamente recomendable. 

Es difícil, en el poco espacio del que ya dispongo, glosar de un modo adecuado las cerca de setecientas páginas de Middlesex y, sobre todo, reflejar convenientemente la infinidad de aspectos de interés de una novela memorable, asombrosa y deslumbrante que me entusiasmó cuando la leí hace más de veinte años y que me ha arrebatado y maravillado aún más ahora, en mi relectura de cara a esta reseña. Publicada en 2003, como ya he indicado, en Anagrama, con la traducción de Benito Gómez Ibáñez, la novela original, aparecida en Estos Unidos un año antes, obtuvo, entre otros muchos, el prestigioso Premio Pulitzer de Ficción. 

Middlesex cuenta la historia de la familia Stephanides a lo largo de tres generaciones, desde 1922 a 2001, desde la turca Esmirna hasta el Detroit del declive urbano, económico e industrial del último tercio del siglo XX, a través del relato en primera persona, de Calliope/Cal Stephanides, un personaje intersexual (hermafrodita es el término que más se reitera en la novela), que como adulto y desde 2001 relata, retrotrayéndose ocho décadas (Yo soy la última cláusula de una oración periódica cuya primera frase se escribió hace mucho tiempo, en otra lengua, y hay que leerla desde el principio para llegar al final, que es mi nacimiento) en una narración que sigue una línea más o menos cronológica aunque con numerosos saltos atrás y adelante en el tiempo, su vida -y la de sus padres y abuelos- marcada por ese significativo hecho biológico. Nací dos veces: Fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974

Aviso para navegantes: no se piense, en estos tiempos en los que se hace bandera de cualquier elemento diferenciador que resalte la diversidad, se ensalza en sí misma, hasta elevarla a la condición de categoría moral, cualquier circunstancia personal “identitaria” (o no) -ser negro, mujer, gordo, trans, padecer problemas de salud mental-, y en los que la literatura (¿la literatura?) se usa para la defensa, a menudo panfletaria, de unas determinadas posiciones políticas, no se piense, insisto, que nos encontramos ante una novela de tesis, anclada en apriorismos ideológicos y que pretende sostener una postura inflexible, polarizada, partidista, (movimientos transgénero radicales; planteamientos tránsfobos esencialistas; feminismo TERF, radical transexcluyente; entre otros muchos activismos irreductibles) e imponer una “verdad” sobre unos asuntos de tanta complejidad como son los de la conformación de la condición sexual y de género; el peso en ello de la herencia biológica y la carga genética; la influencia de las expectativas familiares y comunitarias en la construcción cultural y social de la propia identidad o, por resumir, la casi siempre muy difícil -y por tanto de desaconsejable simplificación a eslóganes, proclamas y premisas reduccionistas- vivencia de la intersexualidad. Por el contrario, sin obviar ese tema -que, de manera evidente, es el núcleo sobre el que gira el libro entero-, Middlesex es una novela, una formidable obra de ficción, y gran parte de su enorme interés -en este caso inequívocamente literario, aunque no solo- reside en ahondar en la personalidad, los sentimientos, las emociones, las dudas, los miedos, las reflexiones de un ser humano que en su adolescencia descubre su verdadera condición biológica y debe reconstruir su identidad. Y todo ello a través de un poderosísimo “artefacto literario” que combina elementos de saga familiar, historia social y novela de formación. 

Sin querer destripar nada sustancial en la trama de la novela, sí quiero adelantar que el libro se estructura en cuatro grandes secciones en las que se alterna el pasado histórico con la experiencia contemporánea de Cal. En la primera de ellas, el relato gira sobre las figuras de Desdémona Stephanides y su hermano, un año menor, Eleuterio, “Lefty”, habitantes de un pueblo, Bitinio, en el Asia Menor, formando parte de la comunidad griega de esa región de Turquía, invadida en 1910 por el ejército heleno alentado por las naciones aliadas. Sus padres habían sido asesinados en esa guerra con los turcos que, sin embargo, les había permitido a ellos vivir libres integrados en su colectividad étnica de origen (Nunca más, como había ocurrido en los últimos siglos, llegarían cada año al pueblo los funcionarios otomanos para llevarse a los muchachos más fuertes a que sirvieran en los jenízaros. Ahora, cuando los habitantes del pueblo llevaban seda al mercado de Bursa, eran griegos libres en una ciudad griega libre). En un entorno cerrado, hecho, durante generaciones, de consanguinidad y entrecruzamiento genético (Lefty y Desdémona son, además de hermanos, primos terceros), surge el amor entre ambos, que crecerá en paralelo a la llegada de los turcos, el repliegue de los ejércitos griegos, la destrucción de las poblaciones “ocupantes”, el incendio y la devastación de Esmirna y la huida de los dos jóvenes que, en una fuga rocambolesca, tras embarcarse rumbo a Atenas, cruzarán desde allí dos mares hacia las promisorias tierras americanas. 

Su asentamiento en Detroit, a principios de los años veinte del pasado siglo, con la ciudad prosperando en el auge económico y la floreciente modernidad que trae la industria del automóvil, constituye el centro de la segunda sección del libro. En ella conoceremos las circunstancias de su incorporación al nuevo país; su dura vida de inmigrantes; su matrimonio, celebrado ocultando -al menos externamente; en su interior la culpa no los abandonará, sobre todo a la muchacha- su “pecado original”; los hijos, Milton y Zoé; su progresiva integración en la sociedad estadounidense; el crecimiento de los niños; el enamoramiento del adolescente Milton de su prima Tessie, hija de Surmelina, prima a su vez de Desdémona, en un nuevo cruce sanguíneo que, no obstante, terminará en boda. 

La parte central de la novela, que gira, obviamente, sobre el núcleo irradiador del personaje de Cal, se desarrolla en su tercera sección, con su nacimiento como niña, Calliope, su infancia, su adolescencia, su transformación física, que no se ajusta a la esperable en una chica, su progresivo y muy lento y a la postre inacabado proceso de descubrimiento sexual y personal (envuelto en desconocimiento, confusión, dudas, miedo y sospechas). En este apartado del libro sobresalen los episodios en los que una Calliope de apenas trece o catorce años describe su enamorada fascinación -llena de vacilaciones y temores y falta de confianza, como en cualquier adolescente- por una compañera, Oscuro Objeto, como ella la llama, de una singularidad muy atractiva. 

En la etapa final del libro y tras una consulta médica más o menos convencional, después de un leve accidente sin especiales consecuencias, todos, los doctores que la atienden, Milton y Tessie, ignorantes hasta entonces, y la propia Calliope, con catorce años, envuelta en un mar de especulaciones, barruntos, conflictos internos y preocupada confusión sobre su identidad, conocerán la “verdad” sobre su “desorden genético”, la falta de correspondencia entre su cuerpo, su nombre, el género asignado y su percepción femenina del mundo. Después de diversas y muy relevantes peripecias, que no voy a desvelar, Calliope aceptará su intersexualidad, adoptará un nombre masculino, Cal, se “reconciliará”, adulto ya y maduro, con su cuerpo y su historia familiar. A partir de ese momento inaugural (no se olvide: Nací dos veces), Cal vivirá como hombre una intensa vida, de la que, en una elipsis descomunal de casi treinta años, conoceremos solo meros retazos en las primeras páginas de la novela (He sido guardameta de hockey sobre hierba, miembro durante mucho tiempo de la Fundación para Salvar al Manatí, esporádico asistente a la misa ortodoxa griega y, durante la mayor parte de mi vida adulta, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Estados Unidos (…) En mi último carné de conducir (de la República Federal de Alemania), mi nombre de pila es simplemente Cal) en las que se nos presenta al personaje con cuarenta y dos años, trabajando en la organización de conferencias, recitales y conciertos, en el departamento cultural de la Embajada norteamericana en Berlín y enhebrando su historia, página a página, capítulo a capítulo, para el cada vez más encandilado lector. 

Por entre los avatares de la historia, a lo largo de la saga familiar y de la experiencia personal de Cal, Eugenides aborda una compleja red de temas de género, sexualidad y biología desde una perspectiva nítidamente literaria, sirviéndose de la narración para reflexionar sobre la identidad -sexual, social, cultural, familiar-, la herencia genética, el determinismo biológico, el azar y el destino, la experiencia de la inmigración y la dificultad de adaptación a un nuevo mundo, el choque cultural, las tensiones entre pasado y presente, entre la tradición griega y la modernidad estadounidense, la memoria y los secretos familiares. La intersexualidad de Cal, más allá del propio hecho en sí, opera como símbolo de la intersección hombre/mujer, conciencia/cuerpo, cultura/biología, costumbres ancestrales/nuevas prácticas sociales, en un enfoque que cuestiona -de un modo “natural”, pacífico, nada beligerante ni panfletario, como ya he señalado- los códigos binarios. Incluso Detroit sirve también como símbolo de esa dualidad, pues comparece en su esplendor y su decadencia, y también como metáfora de los cambios que afectan al protagonista, a su familia, a la comunidad y, por extensión, a la vida de cualquiera de nosotros. 

Y todo ello se muestra mediante una apuesta literaria excepcional, propia de un escritor altamente dotado. La novela se lee con la fruición que exigen las mejoras obras del género, entremezclando, en una narración absorbente, una historia familiar épica, comparable con las sagas clásicas de inmigración; una novela de formación, centrada en los primeros años de Callíope, en capítulos con un cierto “aire” al universo de Las vírgenes suicidas, en lo que tienen de descripción de la experiencia íntima de una adolescencia convulsa, marcada por la confusión, el deseo y la incomunicación; una exploración de la biología y la herencia, al intercalar, con pertinencia y sin perder un ápice de la densidad y el interés literarios, numerosos apuntes y comentarios científicos que explican la complejidad biológica y médica de la vivencia del personaje; una crítica social, al mostrar tanto las tensiones a las que está sometida la vida de quienes piensan y sienten desde identidades no del todo definidas o, al menos, que no concuerdan con los parámetros convencionales, como la marginalidad y la dinámica de la comunidad inmigrante; una crónica histórica, pues a lo largo de las siete décadas en las que se desarrolla la “acción”, conocemos, aunque en algunos casos de modo meramente tangencial, ciertos episodios relevantes de la historia de Grecia y Turquía, el fenómeno de la inmigración europea en Estados Unidos, los años de la Ley Seca, la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento norteamericano tras el fin de la contienda, su prosperidad económica, el desarrollo del Estado del Bienestar, el auge de la clase media, Vietnam, la rebeldía juvenil de los setenta, la eclosión de los movimientos juveniles, el feminismo, las entonces aún tímidas reivindicaciones de las identidades sexuales discriminadas, en un no subrayado pero sí notable friso de la realidad del mundo, en particular el de los Estados Unidos, del siglo XX. Un libro inolvidable que no deberías perderos. 

No hay casi tiempo para comentar otra novela magnífica, La trama nupcial, que, de nuevo en Anagrama y con traducción de Jesús Zulaika Goicoechea, yo leí en 2013 y presenté dos años después, hace ahora diez, en Todos los libros un libro. Os remito a mi reseña de entonces, que podréis encontrar en el blog del programa, para profundizar en mis comentarios sobre el libro, entre ellos, mi queja acerca de la deplorable edición, repleta de errores, faltas de ortografía, fallos de concordancia e inconsistencias varias. Me limito ahora a repasar mis impresiones sobre algunos de sus aspectos más sobresalientes para despertar en vosotros el interés por completar la excepcional bibliografía novelística de Jeffrey Eugenides. La trama nupcial debe su título al que fue el gran tema de la novela del siglo XIX: el matrimonio. Madeleine, la protagonista principal del libro, es una estudiante universitaria que dedica gran parte de sus investigaciones en la facultad a estudiar los antecedentes y el momento de esplendor de la novela victoriana: la obra de, entre otros, George Elliot, Jane Austen, Henry James, en muchas de cuyas novelas las jóvenes se definían por su condición de casaderas, esto es, centraban sus existencias en la búsqueda de un marido. En cierto modo, y como luego veremos, la novela constituye un intento de trasladar a la actualidad el planteamiento de algunas de aquellas obras maestras. 

Esos pasos tradicionales de la “trama nupcial” a los que se refiere Eugenides en el largo fragmento anterior -los pretendientes, las proposiciones, los malentendidos- y también la boda y la vida matrimonial posterior se recogen en la novela a partir de la historia de esta Madeleine Hanna, la joven, incorregiblemente romántica e inocente, ilusionada y soñadora, que finaliza sus estudios en la Universidad de Brown en Providence, Estados Unidos, a principios de los años ochenta. Con una “acción” que comienza en la jornada en la que se celebra la ceremonia de graduación y con saltos en el tiempo que nos llevan a conocer su historia familiar, asistimos al crecimiento y la iniciación de la chica a la vida adulta, a sus aventuras amorosas, a su ingenuidad emocional e intelectual, a sus proyectos de vida -que incluyen el matrimonio en un lugar principal-, en un escenario juvenil de residencias universitarias, pisos de estudiantes, fiestas, música, también alcohol y drogas, en el que se desenvuelve nuestra protagonista, aunque ella es comedida y discreta, responsable y estudiosa. El ambiente estudiantil, con sus jóvenes llenos de energía, de ganas de vivir, de inocencia primordial, con su compulsiva búsqueda del amor y el sexo, con su fresca curiosidad por el mundo, por el saber, con su incipiente y disculpable esnobismo, con sus pedantes discusiones teóricas, con su seguimiento ciego de las modas académicas (el abrupto estructuralismo y la árida teoría de la literatura, la deconstrucción y la semiótica), aparece descrito con convicción y verosimilitud y contribuye a dotar de interés a la novela. 

En su estancia en la universidad, Madeleine conoce a dos jóvenes, Leonard Bankhead, un muchacho inteligente, muy brillante, atractivo, carismático y que entusiasma a las chicas y Mitchell Grammaticus, de origen griego como el propio Eugenides, un joven singular, algo excéntrico, preocupado por el sentido de la vida, estudiante de teología, vinculado intelectualmente al mundo de la mística, a la filosofía oriental... y enamorado platónicamente -o quizá no solo- de Madeleine. Los tres formarán el triángulo sobre el que girará el hilo argumental de esta novela que, en una primera instancia, nos habla de la juventud contemporánea. 

Aunque sus vidas están muy relacionadas entre sí, en los seis capítulos del libro se nos contarán, alternándose, las existencias de los tres protagonistas, tres jóvenes que se abren a la vida, que están confusos, que tantean, que se equivocan, que se desconocen a sí mismos, que no saben interpretar sus emociones; tres muchachos que se sorprenden, que indagan, que sufren, que se enamoran, que aman, que son rechazados, que estudian, que sueñan; tres chico que están, a mi juicio, perdidos -como quizá corresponde a su edad- en su transición al mundo adulto. 

Pero más allá del argumento, lo esencial de la novela es el relato en sí, que fluye impetuoso arrastrado por la formidable potencia narrativa de su autor y que aparece lleno de implicaciones y referencias, de altura literaria e intelectual. Así, el libro está repleto, en un juego permanente entre realidad literaria y realidad “real”, de reflexiones sobre la literatura, las escritoras victorianas, los libros, la lectura, la escritura, el conflicto entre la deconstrucción del estructuralismo (hay una presencia esencial de Roland Barthes) y la narración limpia de las autoras del diecinueve, siendo esta opción, la de la claridad, la de la fluidez, la del avanzar feliz entre las páginas de un texto que habla de la vida y no de otros libros, que habla de emociones, de sentimientos, de pasión y entusiasmo y ternura y aspiraciones y compromiso y sueños y deseo y anhelo… y no de “textos”, palabras y teorías, la que subyuga a Madeleine, que se desmarca así de las corrientes imperantes entre sus muy pedantes e intelectualoides profesores y los muy influenciables alumnos. 

En este juego entre, por un lado, el artificio -enrevesado a veces- de la teoría y el discurso y, por otro, la “naturalidad” algo ingenua de la experiencia inocente, radica la clave central del libro. Eugenides nos presenta a una generación que ha leído demasiado para creer en el amor, pero que, aun así, no puede dejar de buscarlo. En un contexto en el que la teoría literaria ha desmontado, desmitificándolos con crudeza, los grandes relatos -el amor como destino, el matrimonio como clausura y final feliz, la narración como establecimiento de un orden, de una explicación-, La trama nupcial se presenta como un estudio sobre la persistencia del amor romántico en una era descreída, a través de quizá la única opción plausible, que simultánea el lúcido escepticismo, consciente de la irremediable pérdida de sentido, y la ingenua y optimista y entusiasta vivencia del amor como, pese a todo, una suerte de resistencia frente al vacío. Los protagonistas saben que los discursos románticos están “muertos”, pero no pueden dejar de vivirlos; y el propio escritor se entrega a narrar con convicción las emociones en una época en la que la ironía ha vaciado de sentido todos los discursos. Unos y otro -y con ellos el lector, subyugado- reflejan la necesidad que a todos nos mueve de comprender el mundo y, a la vez, la conciencia de que las explicaciones, la teoría, la “desromantización” de la realidad no nos basta para salvarnos del amor (tampoco del sufrimiento o de la locura), pese a que sabemos, irremediablemente escépticos, que ya ninguna historia amorosa puede sostenernos del todo. 

Es por ello, en último término -y correspondiéndose con esta opción por la “frescura” literaria frente a la aridez de la teoría-, que La trama nupcial me parece -pese a todo, pese a las indecisiones y la confusión, pese a los sinsabores y las equivocaciones de los chicos, pese a su intelectualismo en apariencia irredente- un optimista canto a la vida, al amor, al erotismo, a la energía y el entusiasmo de la juventud, como puede verse en la fábula de Tolstoi que se recoge en un fragmento del libro y que transmite de modo evidente esta opción vitalista y alegre (también descreída y recelosa) en ambos planos, el literario y el “existencial”: 

Había libros que se abrían paso a través del ruido de la vida y te agarraban del cuello de la chaqueta y te hablaban sólo de las cosas que encerraban más verdad. Una confesión era un libro de ésos. En él, Tolstoi relataba una fábula rusa sobre un hombre que, perseguido por un monstruo, se tira a un pozo. Cuando está cayendo, sin embargo, ve que en el fondo hay un dragón que lo está esperando para devorarlo. Entonces, el hombre ve una rama que sobresale de la pared del pozo, y se agarra a ella, y se queda colgando. Ello impide que el hombre caiga en las fauces del dragón, o que se lo coma el monstruo de arriba, pero resulta que surge un pequeño problema. Dos ratones, uno negro y otro blanco, corretean por la rama, y la mordisquean. Sólo es cuestión de tiempo que en algún momento lleguen con los dientes al corazón de la rama, y ésta se parta y el hombre caiga al abismo. Mientras el hombre contempla su inexorable destino, advierte algo más: del extremo de la rama a la que se aferra se desprenden unas cuantas gotas de miel. El hombre saca la lengua para lamerlas. Ésta —nos dice Tolstoi— es la fatal condición humana: somos el hombre que se agarra a esa rama. La muerte nos aguarda. No hay escapatoria. Y, así, nos distraemos lamiendo cualquier gota de miel que se nos ponga al alcance. 

Con mi ferviente recomendación de estas tres novelas formidables cierro por hoy este extenso Todos los libros un libro, no sin antes dejaros una muestra musical que complemente con melodías el universo de Eugenides. Entre las muchas referencias musicales que atraviesan los tres libros, en particular, como hemos visto, Las vírgenes suicidas, he elegido, como ya he anticipado, el tema central de la banda sonora de la película, Playground love, cuya atmósfera envolvente, íntima y perturbadora, refleja convenientemente el “clima” de la novela. Antes de él, un fragmento muy revelador de esa primera y deslumbrante novela, en el que la voz colectiva que lo narra se adentra en el mundo incomprensible de las hermanas Lisbon a partir de la lectura del diario de una de ellas. 


Supimos de los cielos estrellados que las niñas habían contemplado años atrás, cierta vez que acamparon, y del aburrimiento de los veranos yendo de aquí para allá, del patio trasero al delantero y nuevamente al trasero, y supimos también de un olor indefinible que salía de los inodoros en las noches de lluvia y al que las niñas daban el nombre de «cloaqueo». Supimos qué se siente al ver a un muchacho con el pecho desnudo, una sensación que indujo a Lux a llenar con el nombre Kevin, escrito con rotulador Magic Marker de color púrpura, su libreta de tres anillas e incluso el sostén y las bragas, y por esto comprendimos que se pusiera como una furia el día que llegó a casa y se encontró con que la señora Lisbon había puesto sus cosas en remojo con Clorox a fin de hacer desaparecer todos aquellos «Kevin». Supimos de la rabia que da que el viento de invierno te levante la falda y que las rodillas acaban doliéndote a fuerza de mantenerlas apretadas en clase y de lo fastidioso y cargante que resulta tener que saltar a la comba cuando los chicos juegan a béisbol. Nunca llegamos a entender por qué a las chicas les preocupaba tanto hacerse mayores ni por qué se sentían obligadas a dedicarse cumplidos, pero a veces, cuando uno de nosotros había leído en voz alta una larga parte del diario, debíamos reprimir la necesidad de echarnos los unos en brazos de los otros o de decirnos que estábamos guapísimos. Supimos de esa cárcel que es ser chica, de los impulsos y sueños que genera y por qué acaban sabiendo qué colores combinan y cuáles no. Supimos que las chicas eran gemelas nuestras, que todos existíamos en el espacio como animales con idéntica piel y que si ellas lo sabían todo de nosotros, nosotros en cambio no podíamos sacar nada en claro de ellas. Supimos, finalmente, que las hermanas Lisbon eran en realidad mujeres disfrazadas de niñas, que sabían del amor e incluso de la muerte y que nuestra función se reducía simplemente a emitir una especie de ruido que parecía fascinarlas.

Videoconferencia 
Jeffrey Eugenides. Las vírgenes suicidas

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