CHARLOTTE CARTER. EL DULCE VENENO DEL JAZZ
Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo las referencias no de uno sino de tres libros, los tres formando parte de una serie, al parecer ya cerrada, aunque no sabemos si el futuro nos deparará alguna obra más que la continúe, debida a la inspiración y la gracia literarias (no me atrevo a hablar de talento o genialidad, no estamos ante grandes hitos de la literatura) de la misma escritora y con idéntica protagonista en todas ellas Se trata de tres novelas policiacas escritas por la afroamericana (me pliego -¡cómo evitarlo!- al canon políticamente correcto) de Chicago, residente en Nueva York, Charlotte Carter. Los libros, publicados por Siruela en traducción de María Corniero, aparecieron bajo los significativos títulos de El dulce veneno del jazz, Negra melodía de blues y Rapsodia en Nueva York.
Os avanzo, además, que a lo largo de este mes de julio, con las vacaciones veraniegas clausurando las emisiones de Radio Universidad de Salamanca, dejaré en este blog -y sólo aquí, sin correlato radiado- cinco reseñas, una por semana, centradas en novelas policiacas o detectivescas o “negras” o de intriga (elegid vosotros la nomenclatura que os resulte más idónea), cuya -quizá- mayor “ligereza” (pero esta afirmación es muy discutible) las hace más propicias para estos tiempos relajados de ocio y descanso.
Pese a inscribirse de modo patente en el género negro, las novelas de Charlotte Carter no me han interesado demasiado desde ese punto de vista. Las historias son pobres y algo tópicas, las tramas endebles, la complejidad de los argumentos brilla por su ausencia, muchas de las peripecias resultan de difícil explicación causal y la solución de los casos aparece dejada, en más de una ocasión, a la concurrencia de circunstancias demasiado azarosas e insuficientemente justificadas. Puede aplicarse a los libros, a mi juicio, lo que su protagonista (de la que ahora mismo hablaré pues, ella sí, constituye el principal foco de atracción de la serie) señala de uno de los casos que investiga: La historia reunía todos los elementos de una película de bajo presupuesto realizada por un grupo de estudiantes en homenaje a Godard.
Pero si la base argumental de las novelas resulta prescindible (de hecho, yo mismo, ahora, varios meses después de leídos los libros, apenas las recuerdo) otra cosa ocurre con su personaje central, la muy atractiva Nanette Hayes. Dejemos que ella misma se presente:
Cualquier negro te lo dirá si se lo preguntas: las mujeres no tocan el saxo.
Yo soy la excepción.
En fin, decir que toco el saxo es un poco exagerado. Más bien improviso como puedo. Me defiendo bastante bien con temas como “Stars fell on Alabama” y “Night and day” pese a no tener estudios formales de saxofón. Gracias a que en mis tiempos estudié piano, aunque sin gran aprovechamiento, leo de corrido casi todas las partituras de Bach o de Bud Powell. Y es que tengo el don natural de la musicalidad; no digo que tenga talento, eso no, sencillamente soy musical. En cierto momento -tendría tres o cuatro años- mi padre pensó que quizá fuera una auténtica heredera del largo linaje de genios negros de la música.
Pero no muchos de nosotros tocamos el tenor delante de la Oficina de Apuestas Independiente de Lexington Avenue con un baqueteado sombrero colocado boca arriba en la acera. No, en eso creo que tengo la exclusiva.
Un momento. Antes de nada, tengo que explicar algunas cosas.
No soy una pordiosera sin techo. Toco música en las calles de Nueva York, pero no duermo en ellas. Mido uno setenta y ocho, cumplí veintiocho años en enero y soy más o menos como Grace Jones en cuanto al tono de piel y al tipo físico (ella tiene mejor cintura, pero yo le gano en delantera): quedé segunda en un concurso estatal de deletreo a los doce años, me licencié en francés, con estudios complementarios de música en la Universidad de Wellesley (becada de principio a fin) y vivo en un piso normalucho de renta bastante baja en un extremo de Gramercy Parle, en la Primera Avenida, justo donde el barrio se hunde en un valle rebosante de metadona plagado de centros de desintoxicación, hospitales y escuelas privadas para aprender chorradas a montones.
Nanette, música de itinerante en las calles de Manhattan (aunque miente a su madre sobre su auténtica profesión diciéndole que es docente en la Universidad), sin vinculación alguna pues, con el mundo del crimen, se ve envuelta, en su primera aventura, en un asunto turbio que la llevará a adentrarse en los territorios oscuros del asesinato y las drogas, de las mafias y las estafas, de los bajos fondos en general. Convertida en detective más o menos aficionada, su implicación en las tramas (que van avanzando sin demasiado interés, como he dicho) nos permite ir descubriendo su cultura y sus muy inteligentes reflexiones a través de las cuales se dibuja su fascinante personalidad: Fui una niña inteligente. Tan inteligente como para salir en los periódicos. Fui una de esas repelentes niñas prodigio que sirven para llenar el espacio sobrante en periódicos como el Daily News. A la edad de siete años hacía complicadas sumas a la velocidad con que se enciende una cerilla. Me llevaba una sota tarde aprender a chapurrear otro idioma. Tocaba “Misty” sincronizando el ritmo con el de Erroll Garner. Sólo había un problema: mi única ilusión era bailar. Y era una bailarina deplorable. Y lo sigo siendo. Hasta el día de hoy. Aubrey era... en fin, inteligente no era. Con desenfadada crueldad, los demás niños la llamaban lerda. Es curioso que haya llegado a ser una persona tan entera. Yo, por mi parte, me hago añicos al menos una vez al día. ¿De qué me ha valido todo el numerito de ser una niña prodigio? Lo que a Aubrey se le daba de miedo era bailar. Había que ver cómo bailaba. Y nos propusimos que me enseñase a moverme. El objetivo era que me convirtiera en una arrebatadora e irresistible vedette del Folies Bergére, un clon de Jo Baker, con plumas en la cabeza y todo. Terminamos por darlo por imposible. Soy incapaz de moverme. Y la ocasión en que estuve más cerca de arrebatar a los franceses fue cuando me subí en la silla de un café de la rué de Savoie y recité a Rimbaud de memoria. Tenía una cogorza tremenda y me dio por demostrar mis habilidades ante aquel intelectual de Toulouse harto de coca que me acompañaba; sus planteamientos vitales: Estaba segura, no obstante, de que no sería gran cosa como madre. Siempre me había considerado afortunada por tener una madre tan distinta de mí. Soy egocéntrica, mercuriana, emocionalmente inestable, con una paciencia que ni merece ese nombre, bastante solitaria, dada a zarpar hacia puertos desconocidos con cinco minutos de preaviso, como mucho, y la verdad es que no aguanto a las personas con las que no puedo razonar. En resumen, una pesadilla para cualquier niño. La pobre criatura batiría el récord de horas pasadas en el diván del psicólogo del colegio antes de cumplir los siete años, y todo por mi culpa. Si mi supuesto compañero se empeñara en tener hijos, al menos le prevendría de lo que le esperaba; su libertad sexual: Tenía dos amantes. Hacen falta más de dos hombres para convertirte en un putón. Pero, así y todo, dos son más que uno; su integridad moral: No padezco la ilusión de ser la reina del buen criterio, pero tampoco me gustan los hombres malos, los cabritos desalmados. Los tíos que me gustan pueden ser unos pelmazos, o unos pardillos, o tener una vena oculta de rateros, o pasarse con la bebida, o ponerse a sí mismos por las nubes cuando les conviene, pero en el noventa por ciento de los casos son buena gente; su lucha con una conciencia muy exigente a la que llama Ernestina: Mi lado hipócrita que me aconseja tú-a-tu-rollo-liberado-pero-luego-reza-para-no-consumirte-en-el-infierno merece un nombre así de cursi. No es fácil ser una libertina cuando cuatrocientos años de historia te han preparado para ocupar tu puesto en el banco de la iglesia; su humor ácido: En octubre tuve tres o cuatro amantes. Vaya, otra vez se me ha escapado un eufemismo. Cuatro hombres en un mes a los que no vuelves a ver el pelo… más que amantes son trucos de magia; su lucidez: Por muy buenas que sean mis intenciones cuando emprendo cualquier cosa, siempre hay alguien que termina machacado por una caja fuerte que le cae en la cabeza. Soy la mayor experta del mundo en convertir en mierda el azúcar. Casi se podría decir que es un talento esta maldición mía; su escepticismo radical en relación a sí misma: Sabía que mi manera de vivir se basaba en un fraude. No sólo porque vivía en el mundo de la fantasía, no sólo porque me hacía pasar por lo que no era… por algo mucho peor. Lo peor era no vivir el aquí y ahora. Es una actitud cobarde, hipócrita, arrogante y errónea; su sofisticación y su interés por la moda: Fui al mercado de las flores, a un pequeño puesto a la vuelta de la esquina del edificio donde Walter había asesinado a Inge. Compré dos docenas de rosas amarillas al precio de venta al por mayor. La dama de las flores, toda de negro. Ésa era yo. Llevaba puesto el vestido de Norma Kamali con el que fui al entierro de mi abuela y la carísima chaqueta de cuero que Aubrey me había regalado cuando se forró con una de sus misteriosas inversiones. Completaba el conjunto un sombrerito acampanado de fieltro que me había comprado hacía un par de días. Si parecía la viuda de un gángster que además era modelo de alta costura, mejor que mejor. Me había puesto en ambas muñecas las pulseras de cuero barato que fueran de Charlie Conlin; su devoción por Francia: Francia no era mi país. Y, sin embargo, siempre huía hacia allí. Era el lugar donde me sentía más a salvo, más viva, mejor comprendida, más integrada. El francés no era mi lengua natal. Y, sin embargo, si me dejaran organizar las cosas a mi manera, el francés sería asignatura obligatoria a partir de los seis años. Trataba de escribir en esa lengua. Me encantaba el sabor de boca que me dejaba. Con sólo oírla en la radio, me excitaba. Pero todo aquello eran tonterías románticas. No soy francesa. Y no hay poder terrenal capaz de alterar ese hecho. Soy tan negra y norteamericana como Charlie Parker; y, sobre todo, su pasión entusiasmada por la música: Vivía demasiado volcada en el pasado. Ése era mi problema. En el fondo, para eso me servía la música. Además de ser mi descabellado medio de vida, y lo que más respetaba y amaba, era una vía de escape de este mundo tal y como es.
Esta entrega a la música de nuestra atractiva protagonista tiene muchas manifestaciones en las tres novelas de la serie, y constituye uno de los elementos más relevantes a la hora de disfrutar de su lectura. Por de pronto, cada uno de los capítulos de los tres libros lleva como título el de alguna conocida pieza de jazz o blues. En el primero, se trata de temas del pianista y compositor Thelonius Monk, al que Nanette idolatra: Volví a casa, preparé la comida, hice un café e incluso escuché todos los recados del contestador antes de caer en la cuenta del día que era. Me precipité a encender la radio y sintonicé la KCR. Me había olvidado por completo del cumpleaños de Theloníous Monk. El 10 de octubre suelo celebrar por todo lo alto el nacimiento de Monk, poco me falta para hacer una tarta de tres pisos. Esta vez ni me había acordado. Maldita sea. En la WKCR organizan todos los años un maratón de veinticuatro horas durante el que sólo ponen música de Monk. Y ése es el motivo básico, junto con el homenaje a Lady Day del 7 de abril, del donativo anual de veinte dólares que llevo enviando a la emisora desde que tuve edad para votar. En la segunda y tercera novelas, las canciones pertenecen a la inmensa obra de Chet Baker, John Coltrane, Duke Ellington, Billie Holiday y otros grandes clásicos del jazz. Pero es que, además, sea porque la aficionada detective toca el saxofón, y la autora nos da cuenta de algunas de las piezas que ejecuta, sea porque Nanette escucha música constantemente a lo largo de sus peripecias investigadoras, y su creadora no nos ahorra datos sobre sus títulos e intérpretes, el hecho es que yo he rastreado cerca de cien referencias a canciones y piezas musicales en el conjunto de la serie, lo cual, si sois amantes del jazz y tenéis la paciencia suficiente como para ambientar la lectura en vuestras casas con la música mencionada, os proporcionará una experiencia de “inmersión” en el universo de la guapa Nanette, francamente sugestiva y placentera. Os recomiendo, en este sentido -y siento que deba incurrir en una escandalosa autopromoción citándome-, las dos emisiones que en mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, he dedicado a algunos textos y temas musicales entresacados de las novelas. Podéis escucharlos en buscandoleonesenlasnubes.blospot.com, un blog en el que ya he adelantado algunas de estas opiniones que ahora desarrollo aquí.
En fin, son muchas las razones, pues, más allá del interés intrínseco de las tramas detectivescas, algo endebles, como he señalado, para adentraros en el peculiar territorio literario de Charlotte Carter y su fascinante creación, Nanette Hayes. Para cerrar la reseña de hoy, y como no puede ser menos, una de las piezas mencionadas en los libros, Lush life, con John Coltrane al saxo y la impresionante voz de Johnny Hartman. Hasta la semana que viene.
Y ahí estaba, aquella tarde de septiembre, tratando de insuflar vida en mi no muy extenso repertorio de temas fijos. Mood índigo no suscitó ningún respeto. Ni siquiera mi sobria miscelánea de grandes favoritos de Monk, que interpretaba burlándome de mis limitaciones, logró deslumbrar a los ignorantes transeúntes. A la desesperada, empecé a tocar America the Beautiful copiando descaradamente a Jimi Hendrix.
No había nada que hacer. Las calles estaban abarrotadas de patriotas sin sentido del humor.
A las cuatro de la tarde tenía unos veintiún dólares en el sombrero.
Hacia las cuatro y media empecé a maldecir con toda mi alma a Walt.
En esta ciudad, la gente se toma muy en serio la hora de recogerse. La calle quedó desierta a las seis. Me di por vencida; no era ya momento de soñar con un monte Everest de dólares en mi sombrero. Bajo la luz mortecina del atardecer, me agaché a recoger la patética colecta del día.
-Tu música no vale una mierda.
Me apresuré a levantar la mirada para ver quién había hablado. Y vi a un chico blanco y larguirucho, recostado contra un parquímetro, riéndose entre dientes. Me fijé en su melena corta de color de arena, la chaqueta de ante marrón con flecos y las sucias zapatillas de deporte Converse. Representaba unos veintitrés o veinticuatro años. Debía de medir alrededor de un metro setenta.
Me puse muy tiesa.
-¿Qué has dicho, imbécil?
Siguió riéndose de mí, imperturbable.
-He dicho que tocas fatal. ¿Y dónde te has comprado ese saxo...? ¿En L. L. Bean?
Llevaba un montón de pulseras baratas de cuero en ambas muñecas y empezó a ajustárselas con mucha parsimonia.
Hasta ese momento no había visto su vetusta funda de saxofón. Maldita sea... resulta que era músico. Así que mi humillación iba a ser absoluta. En lugar de contestarle, empecé a guardarme las monedas en el bolsillo.
-En este barrio nunca sacarás pasta, ¿sabes? -dijo-, aun cuando aprendieras a tocar. Está demasiado al este -explicó con suficiencia-.
Tendrías que ir a la Quinta Avenida. La Sexta y la Séptima tampoco están mal... junto a Carnegie Hall.
Haciendo como si no le oyera, eché a andar hacia el centro, en dirección a casa.
-¡Espera un momento! -exclamó de pronto-. Oye, ¿adónde vas? Espera un momento.
Miré hacia atrás por encima del hombro. Su voz y su actitud de terrier cargante se habían convertido de pronto en las de un gran danés con mal de amores.
-Sólo un minuto, por favor. Tengo que decirte una cosa.
-¿Qué?
Hizo una pausa para sacar un cigarrillo del paquete de Marlboro Light que llevaba en el cinturón de sus vaqueros negros.
-Yo también toco... en la calle... como tú. Bueno, no exactamente como tú. Yo toco bien. Pero necesito decirte que... estoy locamente enamorado de ti. ¿Me entiendes? Me he enamorado. Hasta los huesos. Lo digo en serio. Si no me dejas que te acompañe a casa me tiraré delante del puñetero autobús.
-¿Es una promesa? -le pregunté, y seguí mi camino.
No me habría alejado ni diez pasos cuando oí el alarido de una mujer. Giré en redondo.
Se había lanzado a la calzada, al centro del carril del autobús de Lexington Avenue. El autobús lo esquivó y sólo le golpeó el brazo, pero con bastante fuerza para despedirlo por el aire hasta la acera, donde quedó tendido, a medio metro de mí, abrazado a su saxo.
Estremecida, me arrodillé junto a él y le levanté la cabeza unos centímetros del suelo.
-Hola -dijo sonriente-. He estado todo el día mirándote. Me llamo Sig. Y no tienes por qué preocuparte.
-
Así que soy yo la que no tiene por qué preocuparse.
-Eso es. Mi chica me ha echado a la calle porque he hecho voto de celibato. Mi amor por ti es puro. Es tu espíritu el que me atrae -me dedicó una falsa sonrisa angelical.
-¿Y el resto de la historia? -pregunté con fatiga.
-Necesito un sitio donde quedarme, sólo esta noche. Estoy molido. Y no me vendría mal comer algo. Pareces amable. Confiaba en que te apiadaras de un colega músico.
Me quedé mirando un rato largo sus ojos verdes y resplandecientes como diamantes. Luego dejé su cabeza reposando en la acera. Me pregunté: Nan, ¿cuál sería la decisión más estúpida que podría adoptarse en esta situación?
Así quedó claro lo que iba a hacer.
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