Hola, buenas tardes. La penúltima entrega por este año -en 2015 os ofreceré alguna otra, también muy interesante- de nuestra larguísima serie dedicada a la Primera guerra mundial con ocasión de su centenario la va a dedicar Todos los libros un libro a dos obras que, para persistir en mi voluntad de proponer acercamientos variados al trágico acontecimiento, nos hablan de la contienda desde territorios “librescos” no estrictamente narrativos. Y así, un cómic y una antología poética centrarán mis recomendaciones de esta tarde que se presenta, pues, algo alejada de la ficción novelesca que ha protagonizado nuestro espacio en semanas precedentes.
El primer libro del que quiero hablaros es La Gran Guerra, un espléndido aunque estremecedor volumen ilustrado debido a la maestría del dibujante Joe Sacco, un reconocido autor de cómics “documentales”, con importante y muy premiada obra anterior sobre los conflictos de Bosnia o Palestina, entre otros temas que han centrado su atención. El libro lo publica en España la editorial Penguin Random House en su sello Reservoir Books.
La Gran Guerra consta de 24 láminas desplegables, unidas en un mural que completamente extendido ocupa siete metros y medio y en el que se recrea -y dado el objeto del libro el verbo resulta frívolo- la aciaga jornada del 1 de julio de 1916, el día en el que supuestamente debía tener lugar la ofensiva final de la batalla del Somme. En torno al río Somme, en un frente de cuarenta kilómetros en el noreste de Francia, las tropas francesas y británicas dispusieron una multitudinaria concentración de fuerzas con el fin de distraer la atención de los ejércitos alemanes de la batalla de Verdún, otro nombre legendario en la trágica historia de la Primera guerra mundial, obligándolos a dispersarse hacia otro escenario paralelo. El ataque decisivo, el que debía romper las líneas germanas, protagonizado por las fuerzas del Reino Unido, estaba previsto inicialmente para finales de junio, aunque por circunstancias diversas acabó posponiéndose al primer día de julio. Debido a numerosos errores de planificación, la jornada resultó un estrepitoso fracaso militar y una sangrienta carnicería humana, con 10.000 muertos británicos solo en la primera hora, llegando a los 20.000 al final de la jornada. A su término, meses después, ya que la batalla se prolongó hasta noviembre, habían muerto casi un millón de personas de ambos bandos sin que las posiciones llegaran apenas a modificarse, en un estéril, ridículo, brutal e inconcebible sacrificio humano...
La monumental obra de Sacco -inspirada en el tapiz de Bayeux, el enorme lienzo bordado que en el siglo XI relató la invasión normanda de Inglaterra y, en particular, la batalla de Hastings- recoge de manera cronológica los episodios vividos en ese dramático día, empezando por las operaciones de preparación de la batalla, días antes del imprudente y fallido ataque, avanzando por los distintos acontecimientos ocurridos con el transcurso de las horas, y llegando, al final, a las dolorosas escenas del enterramiento de los numerosos muertos caídos en combate.
En un cuadernillo que se adjunta dentro del completo cofre en el que se presenta la obra, el propio Joe Sacco explica cada lámina, comentando los aspectos más relevantes de las escenas dibujadas pese a que éstas no necesitan, sin embargo, glosa o apostilla alguna, pues son contundentes, clarificadoras y de una poderosa fuerza expresiva en sí mismas. Enormemente esclarecedor es también el prólogo (que os ofrezco íntegro al final de esta reseña) del historiador Adam Hochschild, que aparece en traducción de Marc Viaplana y en el que se describe, con lucidez y documentada objetividad, el horror de esa insensata experiencia.
Pero más allá del relato de los hechos, el libro sobresale por su condición de excepcional obra gráfica; por la minuciosidad de los detalles -el autor consultó infinidad de imágenes fotográficas de la contienda-; por la profusión de los focos de atención, supuestamente menores o casi inapreciables, pero que permiten superar la simple descripción de la batalla y hacernos entender de un modo más completo la complejidad de lo ocurrido en esas horas de locura; por la exhaustiva recreación de multitud de elementos que -sin limitarse a una mera traslación objetiva y “documental” del acontecimiento histórico- configuran la intrahistoria, podríamos decir, de una fecha decisiva en el acontecer de la humanidad. Así, vemos inicialmente al general Haig, comandante en jefe de la Fuerza Expedicionaria Británica, paseando por los jardines de su residencia en las horas previas al ataque; asistimos a la llegada al frente de la artillería, obuses y cañones, cada uno representado con precisión en las distintas variantes de sus diferentes modelos y calibres; observamos los edificios derruidos en los alrededores del campo de batalla; contemplamos la preparación de los soldados, las trincheras repletas, los carros de abastecimiento y demás elementos de intendencia, las cocinas funcionando para alimentar a miles de hombres, el suministro de ron a los combatientes; apreciamos las peculiaridades de los diferentes cuerpos del Ejército, los kilts escoceses, los turbantes de los miembros de las unidades de la Caballería India; vemos cómo las avanzadillas abren huecos entre las alambradas para propiciar el paso de las tropas; acompañamos a los soldados en su ciego salto adelante desde las trincheras, jóvenes apesadumbrados que se dirigen a una muerte cierta bayoneta en ristre; nos sentimos aterrados ante la explosión de los obuses, los cuerpos por los aires, los cráteres de las minas, los cadáveres y los miembros mutilados; nos conmovemos al ver a los camilleros jugándose la vida en campo abierto, los rostros temerosos de los heridos abandonados en el campo de batalla, los desbordados puestos de primeros auxilios tras la primera línea de fuego, la imposible evacuación del ingente número de víctimas; nos sobrecoge la existencia de los “policías de batalla”, un contingente ocupado de impedir las huidas y deserciones y que impelía a los rezagados a lanzarse al fuego enemigo; nos emociona el precario entierro en las inmediaciones de los miles de fallecidos.
Pero, es obvio, no pueden mis palabras dar una idea siquiera aproximada del “mundo” que describe una excepcional obra gráfica que os invito a consultar con detenimiento, analizando, estudiando, indagando en sus muchos detalles y experimentando, gracias al enorme talento de su autor, las emociones que sin duda acompañaron a quienes vivieron y murieron en esa espantosa jornada.
El muy interesante prólogo, 1 de julio de 1916, que precede al cómic de Sacco y que, como os digo, podréis leer en su integridad como cierre a este comentario, es obra de Adam Hochschild, el reputado historiador norteamericano. Se trata de un breve y brillante texto escrito para la ocasión aunque fruto de la reelaboración de algunas páginas de un excelente libro del profesor de Berkeley que con el título de Para acabar con todas las guerras, fue editado en nuestro país por Península, en 2013, traducido por Yolanda Fontal y Carlos Sardiña. A esta inmensa y magnífica obra de Historia dedicaré mi reseña de la semana próxima.
La segunda referencia del día de hoy es un libro de poesía, una emocionante antología de poemas escritos por veintiún jóvenes que combatieron y murieron en aquella guerra -salvo dos excepciones de poetas fallecidos por una causa sólo indirectamente relacionada con la contienda-, ya fuera en las trincheras o en los hospitales a los que los condujeron las heridas recibidas en el campo de batalla. Tengo una cita con la muerte, título que procede de un verso escrito por Alan Seeger, uno de los poetas escogidos, se publicó en 2011 en nuestro país, con el subtítulo de Antología de poetas muertos en la Gran Guerra, en una edición de Linteo a cargo de Borja Aguiló y Ben Clark, responsables de la selección y la traducción de los versos y del interesante prólogo al libro. Los editores reconocen en su introducción que los poetas y versos elegidos proceden de otra antología, Up the Line to Death. The War Poets 1914-1918, publicada en 1964 en Reino Unido, bajo la responsabilidad de Brian Gardner y más extensa que la que ahora os comento.
Los poetas que integran la presente recopilación son solo hombres, obviamente, pues las mujeres no combatieron en el campo de batalla, aunque en el preámbulo se nos da cuenta -despertando nuestra curiosidad y nuestro interés- del llamativo caso de Dorothy Lawrence, una periodista que llegó a disfrazarse de hombre para poder ejercer su labor de reportera en el frente. Una somera consulta en internet permite vislumbrar tras la arriesgada peripecia de la joven una existencia fascinante que, no obstante, no ha sido divulgada en nuestro país. Pero volviendo al libro, estamos, en cualquier caso, ante poetas en su mayor parte jóvenes, a veces casi niños, y con unas trayectorias literarias muy variadas, unos con obra publicada antes de su incorporación a la guerra, otros absolutamente noveles, algunos de gran calidad y con un prometedor futuro literario -truncado, como es obvio-, otros sin especial relevancia artística. La mayor parte son británicos, sobre todo ingleses, aunque hay también algún irlandés, un canadiense, un norteamericano. Todos ellos -y esa es la razón última de su presencia en la antología- son poetas que escriben a partir del horror vivido en la guerra, y sus versos (incluidos en cartas, publicados en periódicos y, muchas otras veces, encontrados en los bolsillos de los propios cuerpos) están muy alejados de ser compungidos y manieristas experimentos escritos desde la torre de marfil de su condición de escritores e intelectuales, rezumando, por el contrario, el dolor, la amargura, la rebeldía, la tristeza, la nostalgia, la desesperación, de quienes han contemplado cara a cara el sufrimiento, la locura, la salvaje barbarie de la experiencia bélica.
En muchos de ellos, además, resulta decisiva la trágica vivencia de la infausta jornada del 1 de julio de 1916, el fatídico Somme, la cual ha acabado por conformarse en el eje común a mis dos recomendaciones de esta tarde. Y es que, en efecto, la estremecedora batalla del Somme representó un punto de inflexión no sólo en el propio devenir de la guerra sino, sobre todo, en la percepción que los contendientes tenían de los enfrentamientos armados. De la ilusión romántica con la que jóvenes de todo el mundo, singularmente los británicos y también los norteamericanos, se alistaban de modo masivo en los primeros momentos del conflicto (Si Gran Bretaña debía ir a la guerra -escriben los editores- sería necesario un ejército, y el gobierno sabía que los alemanes llevaban años de ventaja. Se inyectó espíritu patriótico a todos los actos públicos; los teatros ofrecían espectáculos en los que el soldado era retratado como un héroe, rodeado de hermosas bailarinas. Hubo grandes oradores, con Kipling a la cabeza, que supieron avivar cierta nostalgia imperialista y muy pronto las grandes colas frente a las oficinas de reclutamientos desbordaron las mismas), los poemas pasan progresivamente a reflejar la decepción y el espanto provocados por la aterradora verdad de las trincheras, borrándose en los versos cualquier rastro de entusiasmo y aflorando en ellos la crítica, el miedo, el dolor, la desolación y el desengaño.
Aunque una enumeración exhaustiva de los poetas antologados desborda el propósito y los límites de esta emisión, no me resisto a mencionaros al menos tres cuyos versos me han resultado especialmente conmovedores. Es el caso de Leslie Coulson y su emocionante y tristísimo Desde el Somme; de Wilfred Owen, quizá el más conocido de los autores seleccionados, del que os ofrezco su impresionante Expuestos; y de Alan Seeger, en cuyo poema Cita aparece la frase que da título al libro. Con su transcripción íntegra y con un extraño vídeo en el que Carol Forsloff pone música a los versos de Seeger os dejo por esta semana.
Desde el Somme. Leslie Coulson
En otro tiempo cantaba sobre cosas sencillas.
Sobre el amanecer el verano, y el atardecer del verano y su noche,
la hierba con rocío, y anillos de hadas mojadas por el rocío,
el largo vuelo dorado de la alondra.
En lo profundo del bosque tocaba mi melodía
mientras las ardillas hacían crujir sus avellanas en lo alto,
o cruzaba la arena mojada hasta el mar
y cantaba al mar y al cielo.
Cuando llega el silencio plateado del la noche
miraba por las ventanas hacia los perfumados céspedes,
cantaba suavemente sobre el amor y sus delicias
para acallar a faunos de mármol.
A menudo cantaba en una taberna
sobre el amanecer en la vid de la montaña,
y, reclamando un coro, barría las cuerdas
en alabanza del buen vino tinto.
Jugaba con todos los juguetes que los bienes proporcionan,
cantaba mis canciones y lo hacía todo festivo.
Ahora he echado a un lado mis juguetes rotos
y he tirado mi laúd.
Antaño un cantante, ahora me veo obligado a llorar.
Dentro de mi alma siento crecer una música extraña,
basto canto de una tragedia demasiado profunda
-demasiado profunda-
para ser pronunciada por mis pobres labios.
Expuestos. Wilfred Owen
Nos duelen los cerebros bajo este viento inmisericorde
y helado del este que nos apuñala…
Cautelosos nos mantenemos despiertos porque la noche
es silenciosa…
Las bengalas bajas, al caer, confunden nuestros recuerdos
del saliente…
Preocupados por el silencio, los vigías susurran, inquietos,
preocupados,
pero no ocurre nada.
Observando, oímos las alocadas rachas de viento tirar
de la alambrada,
como jugando con las agonías de los hombres entre
sus espinas.
Hacia el norte, sin cesar, relampaguean y truenan
los
cañones,
a lo lejos, como un oscuro rumor de alguna otra guerra,
¿Qué hacemos aquí?
La melancólica miseria del alba empieza a asomar…
Sólo sabemos que la guerra dura, que la lluvia moja, y
que las nubes languidecen con tormenta.
El alba, concentrando en el este su ejército de melancolía,
Ataca una vez más con sus filas las trémulas filas del gris,
pero no ocurre nada.
Repentinos y sucesivos vuelos de balas rasgan el silencio.
Menos mortíferos que el aire que tiembla negro con nieve,
Con largos copos que fluyen, que caen, que se suspenden
y que se renuevan,
vemos cómo ascienden y cómo descienden por la
indiferencia del viento,
pero no ocurre nada.
Copos pálidos con sigilosos dedos vienen buscando
nuestros rostros,
nos agazapamos en agujeros, sobre olvidados sueños,
y escudriñamos, aturdidos por la nieve,
bien metidos en cunetas de hierba. Y dormitamos,
somnolientos por el sol,
salpicados por las flores que gotean donde el mirlo
revolotea.
¿Acaso es que nos morimos?
Poco a poco nuestros fantasmas retornan: oteando las
hogueras glosadas
por cortezas de joyas de un rojo intenso; allí cantan los
grillos;
durante horas se regocijan los inocentes ratones: la casa
es suya;
persianas y puertas, todas cerradas, sobre nosotros están
cerradas las puertas
-regresamos a nuestros muertos-.
Ya que no creemos de ningún modo que las hogueras
amables puedan arder
ni puede el sol sonreír sobre una criatura, un campo o
una fruta.
Por la primavera invencible de Dios nuestro amor se
vuelve medroso:
por lo tanto, sin resistir, yacemos aquí, nacimos,
por lo tanto,
pues el amor de Dios parece morir.
Esta noche. Su helada se posará sobre este barro y
sobre nosotros,
arrugando muchas manos, arrugando muchas frentes.
Los excavadores, con sus picos y sus palas sujetos,
temblando,
se detienen sobre caras medio conocidas. Sus ojos
son de hielo,
pero no ocurre nada.
Cita. Alan Seeger
Tengo una cita con la Muerte
en alguna disputada barricada,
cuando la primavera vuelva con susurrante sombra
y las flores de manzano llenen el aire
-tengo una cita con la Muerte
cuando la primavera traiga los días hermosos y azules
de vuelta-.
Puede ser que me coja de la mano
y que me lleve a su tierra oscura
y que cierre mis ojos y que apague mi aliento
-quizá pase a su lado en la quietud-.
Tengo una cita con la Muerte
en alguna descarnada ladera de colina arrasada,
cuando la primavera regrese, un año más,
y asomen las primeras flores en el prado.
Dios sabe que sería mejor estar bien cubiertos
en seda y ser tendidos con perfumes,
donde el amor palpita en sueño placentero,
pulso cercano al pulso, y aliento al aliento,
donde los despertares acallados son queridos…
Pero tengo una cita con la Muerte
a medianoche en algún pueblo en llamas,
cuando la primavera se encamine otra vez al norte,
y yo siempre soy fiel a mi palabra,
no faltaré a mi cita.
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1 de julio de 1916. Adam Hochschild
Los preparativos para la batalla duraron meses: los generales y sus suboficiales confeccionaron planos en el cuartel general de sus castillos: caballos, tractores y sudorosos soldados remolcaron miles de grandes cañones de trece toneladas a su posición; aviones de reconocimiento sobrevolaron las líneas alemanas; interminables trenes con vagones de abastecimiento tirados por caballos transportaron al frente proyectiles de artillería y munición de ametralladora; cientos de miles de soldados de todo el Imperio británico, desde las islas Orcadas hasta el Punyab, llenaron trincheras del frente, trincheras de reserva y bases de apoyo en la retaguardia. Todo en preparación del gran ataque que parecía que iba a cambiar inevitablemente el curso de la guerra. Y entonces, finalmente, el primer día de julio de 1916, precedida por el más intenso bombardeo que la artillería británica había emprendido jamás, empezó la Batalla del Somme.
Podéis ver el resultado del primer día de batalla en docenas de cementerios militares diseminados por ese rincón de Francia, pero quizá el más llamativo es uno de los más pequeños, uno situado en una ladera y protegido por un bosquecillo. Cada lápida tiene un nombre, un rango y un número; 162 de ellos tienen una cruz, y uno, una estrella de David. Si era conocida, la edad del hombre está también grabada en la lápida: 19, 22, 23, 26, 21, 20, 34. Diez de ellas dicen simplemente: “Soldado de la Gran Guerra, conocido por Dios”. Casi todos los muertos son del regimiento británico de Devonshire. Y la fecha de las lápidas es 1 de julio de 1916. La mayoría fueron víctimas de una única ametralladora alemana situada a varios cientos de metros de ese punto, y fueron enterrados ahí, en una sección de la trinchera del frente de la que habían salido esa mañana. El capitán Duncan Martin, de treinta años de edad, comandante de compañía y artista en la vida civil, había hecho una maqueta de arcilla del campo de batalla donde los británicos planeaban atacar. Predijo el lugar exacto donde él y sus hombres serían abatidos por el fuego de la ametralladora al salir de una ladera expuesta. También él está ahí, fue uno de los 21.000 soldados británicos muertos o heridos de muerte el día de la mayor matanza en la historia, pasada o futura, de las fuerzas armadas de su país.
En casi todas las guerras, al parecer, la siguiente ofensiva planeada es considerada como el gran avance, el golpe decisivo y aniquilador que allanará el camino para una rápida victoria. A mitad de la Primera Guerra Mundial, las tropas de ambos bandos se habían quedado casi dos años encalladas en hileras de trincheras que se extendían por el norte de Francia y un extremo de Bélgica. El alambre de espino y las ametralladoras habían hecho imposible la guerra de espectaculares ofensivas y gloriosas cargas de caballería con que los generales de ambos bandos habían soñado. Para terminar con ese frustrante punto muerto, el ejército británico planeó un enorme asalto a un punto cercano a donde el río Somme serpentea lentamente entre la maleza y a través de campos franceses de trigo y remolacha azucarera. Un torrente de provisiones empezó a repartirse en la zona para el medio millón de tropas del Imperio británico implicadas; de ellas, 120.000 soldados atacarían el mismo primer día. Este tenía que ser el “Gran Impulso”, una concentración de tropas y artillería tan grande y en tan reducido espacio que las defensas alemanas se abrirían de golpe como sacudidas por una inundación. Después de que los apabullados alemanes hubieran sido pasados a bayoneta en sus trincheras, sería cuestión de lo que el general Douglas Haig, jefe del Estado Mayor británico, llamó “combatir al enemigo en campo abierto”, con lo que los batallones fueron intensivamente entrenados para maniobrar en praderas sin trincheras. Y por fin, claro, moviéndose por los huecos entre las líneas irían tres divisiones de caballería. Después de todo, ¿acaso no habían sido las gloriosas cargas de hombres a caballo un elemento decisivo en la guerra durante milenios?
Las tropas desenrollaron 112.000 kilómetros de cable telefónico. Miles de soldados adicionales descargaron y apilaron munición en enorme polvorines; desnudos de cintura para arriba y asándose al calor del verano, cavaron incesantemente para construir caminos especiales para llevar con rapidez provisiones al frente. Extendieron noventa kilómetros de línea del ferrocarril de ancho de vía estándar. Con tantos soldados británicos apiñados en la zona de inicio de la ofensiva como la población de una ciudad de buen tamaño, hubo que perforar más pozos y extender docenas de kilómetros de conductos de agua. Ningún detalle fue pasado por alto.
Las tropas británicas, decía el plan, avanzarían a través de tierra de nadie en oleadas sucesivas. Todo marcharía con precisión: cada oleada avanzaría en una línea continua noventa metros por delante de la siguiente, a un ritmo constante de noventa metros por minuto. ¿Cómo iban a estar a salvo del fuego de las ametralladoras alemanas? Simple: el bombardeo de la artillería del preataque destruiría no sólo el alambre de espino alemán, sino también los búnkers que protegían sus ametralladoras. ¿Cómo podía no ser así, habiendo una pieza de artillería cada quince metros de línea de frente, de todo lo cual llovería un total de un millón y medio de proyectiles sobre las trincheras alemanas? Y por si no bastara con eso, una vez que las tropas británicas salieran de sus trincheras, una definitiva “descarga progresiva” de explosiones de granadas les precedería, una cortina de fuego móvil que acribillaría de metralla a cualquier alemán superviviente que emergiera de refugios subterráneos tratando de combatir.
El plan para el ataque del primer día, el 1 de julio de 1916, tenía treinta y una páginas de extensión, y su mapa incluía los nombres en inglés con los que las trincheras alemanas habían sido ya rebautizadas. Preparativos tan minuciosos eran difíciles de ocultar, y ocasionalmente hubo inquietantes indicios de que las tropas alemanas sabían casi tanto de los planes británicos como los británicos mismos. Cuando una unidad avanzó a su posición encontró un letrero levantado desde las trincheras alemanas: “Bienvenidos a la División 29”.
Varias semanas antes del ataque, 168 oficiales graduados en Eton se reunieron para una cena de ex alumnos en el hotel Godbert de Amiens, una ciudad francesa de la retaguardia. En latín, brindaron por su alma máter -“¡Floreat Etona!”- y entonaron su canción de escuela, “Carmen Etonense”. Los reclutas se divertían de otras maneras. Un inolvidable fragmento de películas documental sobre esos meses, tomada desde una barcaza de la Cruz Roja que baja por un canal de detrás de las líneas, muestra cientos de soldados aliados casi completamente desnudos en el agua, bañándose, o tomando el sol en la ladera del canal, sonriendo y saludando a la cámara. Sin cascos ni uniformes es imposible distinguir su nacionalidad; sus cuerpos desnudos los presentan solo como seres humanos.
Montando un caballo negro y con su acostumbrada escolta de lanceros, el general Haig pasaba revista a sus divisiones mientras ensayaban los ataques en campos de práctica con cintas blancas que representaban las trincheras enemigas. El 20 de junio, el comandante en jefe escribió a su esposa: “La situación no es cada vez más favorable”. El 22 de junio añadió: “Tengo la sensación de que cada paso de mi plan ha recibido la ayuda divina”. El 30 de junio, después de que la gran descarga de artillería tronara durante seis días, Haig escribió en su diario: “Los hombres tienen la moral muy alta (…). La alambrada no ha sido nunca tan bien cortada, ni la preparación de la artillería tan minuciosa”. Como medida adicional, los británicos lanzaron nubes de gas de cloro en las líneas alemanas.
A medida que se acercaba la hora señalada, a las 7.30 de la mañana del 1 de julio se hicieron detonar diez enormes minas colocadas por mineros británicos que habían excavado un túnel bien hondo por debajo de las trincheras alemanas. Cerca del pueblo de La Boiselle, el cráter de una de ellas sigue ahí: un enorme socavón en las tierras de labranza circundantes. Incluso parcialmente cubierta por un siglo de erosión tiene 17 metros de profundidad y 67 metros de ancho.
Cuando la descarga de artillería alcanzó su clímax, con 224,221 proyectiles en los últimos sesenta y cinco minutos, el estruendo se oía tan lejos como Hampstead Heath, en Londres. En esa semana los británicos dispararon más proyectiles de los que habían usado en los primeros doce meses de la guerra: tras siete días de fuego continuado, a algunos artilleros les sangraban los oídos. En un bosque cerca de Gommencourt, árboles enteros fueron arrancados de raíz y lanzados al aire por el bombardeo, y el bosque se incendió. Desde el parapeto de sus trincheras, los soldados del primer escuadrón de infantería ligera de Somerset aclamaban las tremendas explosiones. Los oficiales suministraban una generosa ración de ron a los hombres que iban a internarse en tierra de nadie. El capitán W.P. Nevill, del octavo batallón de East Surrey, le dio a cada uno de sus pelotones un balón de fútbol y prometió un premio al primero que consiguiera patear la pelota en la trinchera alemana. Un pelotón pintó su balón con la leyenda:
Gran Copa Europea
Final
East Surrey contra Bavaria
En las islas británicas, millones de personas sabían que un gran ataque estaba a punto de empezar. “El hospital recibió órdenes de desalojar a todos los convalecientes y prepararse para una gran avalancha de heridos”, recordaba la escritora Vera Brittain, que trabajaba como ayudante de enfermera en Londres. “Sabíamos que ya estaba en marcha un tremendo bombardeo, pues sentíamos la vibración de los cañones (…) Hora tras horas, a medida que los convalecientes se marchaban, íbamos añadiendo largas hileras de camas a la espera, siniestras en su blanco vacío expectante”.
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Haig esperaba ansioso en su cuartel general del frente, en el Château de Beauquesne, quince kilómetros a la retaguardia del campo de batalla. Entonces, tras toda una semana de fuego continuado, los cañones británicos se quedaron abruptamente en silencio.
Cuando los silbatos sonaron a las 7.30 de la mañana, las sucesivas oleadas de tropas empezaron su planeado avance de noventa metros por minuto. Los hombres se movían con lentitud bajo los más de veinticinco kilos de suministros: doscientas balas, granadas, una pala, comida y agua para dos días, además de otras cosas. Pero cuando esos soldados treparon por las escaleras de las trincheras y por encima del parapeto, descubrieron rápidamente algo terrible. Las múltiples capas de alambre de espino que defendían las trincheras alemanas y los bien fortificados emplazamientos de las ametralladoras seguían básicamente intactos.
Los oficiales que habían estado observando mediante periscopios binoculares ya lo habían sospechado. Sin embargo, los planes para un ataque siempre parten de un fuerte impulso: raro es el comandante dispuesto a reconocer que algo se ha torcido. Cancelar una ofensiva requiere coraje, pues el general que lo hace se arriesga a pasar por cobarde. Haig no era de estos. Los silbatos sonaron, los hombres lanzaron vivas, la compañía de East Surrey del capitán Nevill chutó sus cuatro balones de fútbol. Los soldados esperaban salir con vida, y a veces algo más: las tropas del primer regimiento de Terranova sabían que una importante joven dama de la alta sociedad había prometido casarse con el primer hombre del regimiento que ganara la condecoración más alta del Imperio, la Cruz Victoria.
Resultó que la semana de bombardeo había sido impresionante sobre todo por el ruido. Más de uno de cada cuatro proyectiles británicos fueron defectuosos y se quedaron enterrados en la tierra, explotando, si llegaban a hacerlo, solo al ser golpeados por el arado de algún desafortunado granjero francés, años o décadas más tarde. Dos tercios de los proyectiles disparados eran de metralla, virtualmente inútil en la destrucción de emplazamientos de ametralladoras hechos de acero y piedra u hormigón armado. Tampoco podían los proyectiles de metralla, que esparcían livianas bolas metálicas, destruir las densas franjas de alambre de espino alemanas, de muchos metros de espesor, a menos que estallaran a la altura exacta. Pero sus espoletas eran muy poco fiables, y por lo general estallaban solo después de haberse hundido en la tierra, destruyendo apenas nada e incrustando tanto metal en el suelo que los soldados que intentaban avanzar en medio de la oscuridad o del humo se encontraban a veces con que sus brújulas habían dejado de funcionar.
El resto de los obuses británicos era de alto poder explosivo, con lo que sí podían destruir un búnker de ametralladoras alemán, pero solo si lo alcanzaban con gran precisión. Cuando los cañones disparaban desde varios kilómetros de distancia, esto era casi imposible. Los equipos de ametralladoras alemanes habían estado esperando a que terminara el bombardeo en refugios de hasta doce metros de profundidad, y tenían suministro de electricidad, agua y ventilación. En uno de los pocos lugares donde las tropas británicas alcanzaron efectivamente la primera línea del frente alemán el 1 de julio, encontraron la luz eléctrica del refugio aún encendida.
Inexplicablemente, una mina subterránea había estallado más allá de las líneas alemanas diez minutos antes de la hora cero, clara señal de que el ataque estaba a punto de empezar. Entonces, como aviso final, las minas restantes explotaron a las 7.28 de la mañana, seguidas de una demora de dos minutos para que los escombros -que saltaron por los aires a cientos de metros de altura- cayeran otra vez al suelo antes de que las tropas británicas salieran de sus trincheras para avanzar. Estos dos minutos dieron a las ametralladores alemanas tiempo para subir corriendo por las escaleras de sus refugios y ocupar sus puestos fortificados, de los cuales había casi mil en el sector del frente atacado. Durante esos dos minutos, los británicos oyeron toques de corneta llamando a los artilleros y fusileros alemanes a sus posiciones.
“Se acercaron a paso constante y tranquilo, como si no esperaran encontrar nada vivo en las trincheras de nuestro frente -recordaba del avance británico un soldado alemán-. Cuando la primera línea británica estuvo a menos de cien metros, el repiqueteo de las ametralladoras [alemanas] y del fuego de rifle estalló a lo largo de toda la línea. (…) Cohetes rojos ascendieron veloces hacia el cielo azul como señal para la artillería, e inmediatamente después multitud de obuses de las baterías alemanas de la retaguardia rasgaron el aire y estallaron entre las líneas que avanzaban”. Los alemanes, como los británicos, disponían de una buena cantidad de piezas de artillería; estas estaban debajo de una red de camuflaje y sencillamente no habían sido usadas durante las semanas anteriores, para no revelar su posición a la aviación británica. Entonces dispararon su mortífera metralla, cuyos efectos pudieron ver los alemanes. “A lo largo de toda la línea se veían hombres que levantaban los brazos al aire y se derrumbaban, inmóviles. Los malheridos se revolcaban por el suelo en agonía (…), gritaban pidiendo ayuda y lanzaban postreros alaridos de muerte”.
Los planes de marchar ordenadamente hacia delante, uno al lado del otro, fueron rápidamente abandonados, pues los hombres se separaron en pequeños grupos y buscaron refugio en montículos y boquetes de obús. Pero que las maltrechas tropas británicas recularan estaba fuera de cuestión, pues cada batallón tenía soldados designados como “policía de batalla”, que azuzaban a cualquier rezagado a seguir adelante. “Cuando llegamos a la alambrada alemana me quedé absolutamente estupefacto de verla intacta –recordaba un soldado raso británico-. El coronel y yo nos refugiamos detrás de una pequeña ladera, pero al poco rato el coronel se levantó un poco, se puso de rodillas para ver mejor y fue inmediatamente alcanzado en la frente por una única bala.” Debido a que el bombardeo de artillería había destruido tan poco del alambre de espino, los soldados británicos tenían que juntarse para atravesar los pocos huecos que encontraban, convirtiéndose así en un blanco todavía más visible. Muchos soldados murieron cuando la ropa, especialmente las sueltas faldas de los escoceses, se engancharon en las alambradas. “Solo tres de nuestra compañía consiguieron cruzar -rememoraba un soldado raso del Cuarto Batallón Escocés de Tyneside-. Estaba el teniente, un sargento y yo (…) ¡Dios, Dios! ¿Dónde están los otros muchachos?, preguntó el oficial.”
La tan cacareada “descarga progresiva” se llevó a cabo según un horario, y luego continuó inútilmente a larga distancia, mucho después de que las tropas británicas que supuestamente tenían que ir detrás de su protección se quedaran encalladas en el revoltijo de alambrada alemana sin cortar. La caballería esperó detrás de las líneas británicas, pero en vano. Algunos de los que habían sobrevivido en tierra de nadie trataron, ya de noche, de arrastrarse de vuelta a sus propias trincheras, pero incluso entonces el continuo fuego cruzado de las ametralladoras alemanas lanzaba una lluvia de chispas al alcanzar las balas el alambre de espino británico.
De los 120.000 soldados de las tropas británicas que entraron en batalla el 1 de julio de 1916, más de 57.000 habían muerto o resultado heridos antes de acabar el día: casi dos bajas por metro de línea de frente. Más de 19.000 murieron, la mayoría de ellos en la desastrosa primera hora, y cerca de 2.000 morirían más tarde en puestos de socorro u hospitales.
Hubo aproximadamente 8.000 bajas alemanas. Puesto que fueron los oficiales quienes condujeron las tropas que salieron de las trincheras, el número de muertos fue más alto entre aquellos que tomaron parte en el ataque, tres cuartos de los cuales resultaron muertos o heridos. Esto incluía a muchos que habían asistido a la cena de exalumnos de Eton dos semanas antes: más de treinta hombres de Eton perdieron la vida el 1 de julio. El capitán Nevill, de los East Surrey, que había distribuido los balones de fútbol, resultó mortalmente herido de un tiro en la cabeza en los primeros minutos. El Primer Regimiento de Terranova, esperando a su ganador de la Cruz Victoria y de la joven dama que se había prometido como premio, fue virtualmente aniquilado: 752 hombres habían salido de sus trincheras para avanzar hacia los consumidos restos de un manzanar cubierto por el fuego de las ametralladoras alemanas; al final del día había 684 muertos, heridos o desaparecidos, incluidos todos los oficiales. Las tropas alemanas que los de Terranova habían atacado no sufrieron ni una sola baja.
Los soldados atacantes tenían órdenes de no asistir a los camaradas heridos, sino de dejarlos a los camilleros que irían detrás. Entre los muertos y los heridos, sin embargo, hubo cientos de camilleros, y ni de lejos hubo suficientes hombres para transportar a tiempo a los heridos graves a puestos de primeros auxilios. Las camillas se acabaron; algunos heridos fueron transportados de dos en dos en una camilla o en planchas de chapa ondulada, cuyos bordes destrozaban los dedos del porteador. Muchos heridos que sobrevivieron al primer día no salieron nunca del campo de batalla. Durante las semanas siguientes, sus camaradas se los encontraron en boquetes de obús, adonde se habían arrastrado en busca de refugio; después habían sacado sus biblias de bolsillo y se habían envuelto en sus lonas impermeables, para sufrir y morir solos.
Aquel día terrible también se cobró su precio de otro modo: después de los hechos. Un comandante de batallón, el teniente coronel E.T.F. Sandys, que aquel día había visto a más de quinientos de sus hombres muertos o heridos, le escribió a un oficial colega dos meses después: “No he tenido un solo momento de paz desde el 1 de julio”. Entonces, en la habitación de un hotel de Londres, se pegó un tiro.
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Grabadas en la placa de una lápida en el pequeño cementerio que aloja a las víctimas de ese día del regimiento de Devonshire están las palabras que los supervivientes inscribieron en una señal de madera al enterrar a sus muertos:
Los de Devonshire resistieron en esta trinchera
Los de Devonshire siguen resistiendo en ella.
En algunas páginas del libro de visitas del cementerio, la tinta de los nombres y de los comentarios está corrida por gotas de lluvia… ¿o habrán sido lágrimas? “Nuestros respetos para 3 de nuestros ciudadanos”. “Para que no olvidemos”. “Gracias, amigos”. “Tío abuelo, gracias; descansa en paz”.
Solo un visitante deja una nota diferente: “Nunca más”.
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