CÉSAR PÉREZ GELLIDA. MEMENTO MORI; DIES IRAE; CONSUMMATUM EST
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde no os traigo un libro sino tres, una trilogía seguro que ya conocida por vosotros, pues desde que vio la luz su primera entrega, en el año 2013, ha obtenido un extraordinario éxito de difusión y ventas, por lo que casi no queda nadie -o al menos eso pienso yo en mi inocente optimismo lector- que no haya oído hablar de Versos, canciones y trocitos de carne, que así se titula la serie escrita por el vallisoletano César Pérez Gellida. Se trata, en efecto, de tres novelas, pertenecientes al género policíaco -en su versión más cruenta, casi gore, aunque habrá quien objete mi calificación, por excesiva-, presentadas con los títulos respectivos de Memento mori, Dies irae y Consummatum est por Suma de Letras, un sello editorial del Grupo Prisa.
Debo empezar mi comentario confesándoos la ambivalencia “moral” (si exagero un poco en el adjetivo) con la que encaro esta reseña; una ambivalencia que se corresponde con las sensaciones encontradas y los pensamientos contrapuestos con los que he vivido la lectura de los tres voluminosos tomos de la obra de Pérez Gellida. Si hubiera de decantarme por una de las dos opciones en las que me he visto envuelto mientras me adentraba en las muchas páginas de la serie, debería resumir resaltando mi insatisfacción final, pese a los muchos logros que se encierran en los adictivos libros. Pero ello, el relato de mis simultáneos atracción y rechazo, de mis impresiones enfrentadas, de mi balance final inclinado del lado de la crítica negativa, exige una explicación más extensa que, mucho me temo, ocupará todo el tiempo del que dispongo. Pero, en fin, vayamos ya al grano, pues sólo así, dando cuenta de mis dudas -pienso- podré transmitiros lo esencial -a mi juicio- de la propuesta narrativa del muy elogiado escritor.
Por de pronto, hay que adelantar que no me gusta el género en el que se inscribe la obra que ahora os comento. Los tres tomos de Versos, canciones y trocitos de carne desarrollan su trama argumental -que se extiende aproximadamente en un concentrado tiempo narrativo de un año, aunque hay numerosas vueltas atrás hacia el pasado- en torno a las peripecias de un asesino en serie que, a partir de una primera “actuación” con su impronta -una mujer hallada muerta en Valladolid, con los párpados arrancados-, va multiplicando su sangrienta cosecha hasta llegar al fin de la obra -y creo no desvelar ningún dato relevante que os “destripe” (nunca ha sido más acertado el verbo) el encanto de la lectura- al dudoso récord de treinta y dos víctimas asesinadas violentamente, a cual con mayores dosis de crueldad y perversión. Es cierto que, sobre todo en el ámbito cinematográfico -recuerdo ahora dos joyas indiscutibles, Seven y El silencio de los corderos-, las truculencias de algunos excéntricos psicópatas se han presentado de un modo digno, atractivo e incluso formal e intelectualmente interesante. Pero más allá de esas contadas excepciones -y aun en esos casos mi sensibilidad (que admito frágil) me obliga a alejar la vista de la pantalla en múltiples ocasiones-, lo cierto es que la descripción, detallada o no, de torturas, violaciones, despellejamientos, evisceraciones, mutilaciones, estrangulamientos, emasculaciones, y otras “refinadas” formas de dar sufriente muerte a pobres -o aunque sean malvadas- víctimas, nunca me ha llamado la atención ni suscitado la menor curiosidad -y aun menos atracción- pese a las habituales coartadas con las que suelen presentarse por sus autores o sus enfervorizados acólitos: indagación en los abismos insondables del alma humana, acercamiento al tema del mal, enésima constatación de la insólita trivialidad del crimen -el soso e inane vecino, honrado padre de familia, tras el que aflora, después de la investigación policial que lo “desvela”, un sádico asesino-, retrato sociológico de una franja -minoritaria pero relevante- de la compleja “colmena humana”, etc…
Pero si, pese a tal catálogo de desagradables y macabros episodios, pese a tal exhibición (horripilante y, lo que es casi peor, en sí misma aburridísima) de sanguinolenta “casquería”, he sido capaz de leer, absolutamente transportado, en un arrebato, durante sólo diez días (en los que además, obviamente, y como suponéis, he tenido que trabajar y continuar con mi vida normal), las 1.800 páginas, las 400.000 palabras (en cómputo del propio autor) de los tres libros referenciados, es porque algo tienen estos Versos, canciones y trocitos de carne que puede explicar su contagioso éxito general y su intenso efecto sobre mis hábitos lectores en particular. Vayamos, pues, con los logros, que ya habrá tiempo de resaltar las razones en las que fundamento mi rechazo.
Es cierto que el núcleo principal de la obra se centra en las aventuras “depredadoras” de un complejo Augusto Ledesma, el muy frío asesino en serie que la protagoniza. Pero las peculiaridades del modus operandi de “nuestro” criminal rodean su cruel actividad de una muy particular parafernalia que lo dotan de una cierta singularidad y un curioso interés. Por de pronto, Augusto es un asesino ilustrado. Cada cadáver que deja a su paso aparece acompañado de unos versos -la mayor parte, a mi juicio, deleznables, pretenciosos, infatuados y, peor aun, ilegibles- que su autor ha perpetrado para burlar (en un provocador juego de aproximación y distanciamiento) a sus perseguidores, en particular a Ramiro Sancho, el obsesionado Inspector del Grupo de Homicidios de la Comisaría de Valladolid con el que el diabólico psicópata mantiene un duelo de proporciones “existenciales”. Por otro lado, el pensamiento y la expresión del asesino están salpicados de infinidad de referencias culturales, librescas, literarias, de menciones a poetas -como Neruda, entre otros-, escritores -como Goethe, uno entre muchos-, de sentencias y máximas del ámbito forense, de alusiones a mitos clásicos, así como de latinajos varios. Del mismo modo, entre las múltiples personalidades falsas que Ledesma asume para mantener su anonimato, desconcertar a la policía y preservar una impunidad que le permita nuevos crímenes, se encuentran las de, sucesivamente, Gregorio Samsa, Leopoldo Blume, Juan Pablo Castel, Javier Fumero, Conrad Kurtz, Rodión Románovich Raskólnikov, Athanasius Pernath o Widel-Jarlsberg, nombres todos de personajes -bien conocidos en su mayoría- de la obra de Franz Kafka, James Joyce, Ernesto Sábato, nuestro Carlos Ruíz Zafón, Joseph Conrad, Fiódor Dostoievski, Gustav Meyrink y Knut Hamsun. Además, los libros aparecen trufados de una ingente cantidad de refranes populares castellanos, de multitud de datos más o menos eruditos, de numerosas y bien fundamentadas descripciones de episodios históricos. Por último, y como otro de los rasgos significativos del “hacer” del patológico delincuente, que sostiene la tesis -repetida en diversas ocasiones de la narración- de una canción para cada momento y un momento para cada canción, cada crimen -y muchos otros episodios de la acción- se acompaña de la música de algún grupo o intérprete de rock “duro”, del death metal, de la música electrónica con connotaciones industriales, del punk incluso, de, en definitiva, estilos más o menos siniestros y oscuros que coquetean frecuentemente con la violencia, la letra de cuyas canciones -que se ofrece íntegra en el texto en numerosas ocasiones- constituye la inspiración para la delirante locura asesina del personaje. Héroes del Silencio, con su inefable líder Enrique Bunbury (uno de los personajes que más detesto -sino el que más, en dura competencia con Joaquín Sabina- de nuestra carpetovetónica troupe de faranduleros), o los alemanes Rammstein, son los principales exponentes de esta muy particular pasión del criminal y se constituyen en una relevante singularidad de la obra literaria, por la que circulan, aparte de los mencionados, cantantes y bandas como Vetusta Morla, Nacho Vegas, Depeche Mode, Muse, The Cure, Placebo, Smashing Pumpkins, Radiohead y muchos otros, con sus letras transcritas -como digo- íntegra y literalmente, en español, inglés y hasta alemán, conteniendo ocultas claves que explican los crímenes, sus causas, las motivaciones de su autor, las razones del “procedimiento” elegido en cada caso, y sirviendo de título a los diferentes capítulos de los libros, en un recurso, a mi parecer, tedioso e ineficaz, dada la ramplonería -de nuevo a mi juicio- e ininteligibilidad de la mayor parte de estos textos pretendidamente profundos o significativos o intensos. Debo confesar que a partir de un cierto momento -muy temprano en mi lectura de la obra- abandoné lisa y llanamente cualquier pretensión de adentrarme en aquellas crípticas -e insisto, también cercanas a la imbecilidad- letras, harto de su inanidad y cansado de buscar en ellas “pistas” ilustrativas de las intenciones del empalagoso psicópata.
Y pese a todo, parece encomiable este intento de distinguirse de la a menudo roma literatura del género, y hay que reconocer que la presencia de poesía y referencias literarias, de erudición -un poco superficial, todo sea dicho- y música, resultan logros en la propuesta de Gellida. (Versos y canciones, por cierto, que aparecen en el título de la trilogía y que se nos ofrecen, sistematizados, en un capítulo final en cada libro. Los trocitos de carne, por fortuna, se nos ahorran).
Como es también muy valorable, sin duda, la labor de documentación, intuyo que desmesurada, que ha debido realizar el autor para construir sus novelas. La complejísima y llena de ramificaciones trama argumental desarrollada a lo largo de los tres libros, se desenvuelve inicialmente en Valladolid, escenario casi único del primero de ellos, Memento mori, pero salta, en los dos últimos, a Trieste, Praga, Belgrado, Grindavik, Caracas, Viena, Bratislava, Gdansk, Zagreb, Leipzig, Munich y otros lugares de Albania, Croacia, Serbia, Eslovenia o Islandia. Y en todos los casos, los escenarios se recrean con realismo y verosimilitud, se nos sitúa en parajes descritos con precisión fotográfica, se aportan nombres de calles, de restaurantes, de bares, de monumentos, de edificios oficiales, y hasta se nos ofrecen los planos de la capital castellana, de Budapest, Trieste y Praga.
Y cuando, dadas las vicisitudes de la acción, entramos en contacto con el mundo de los falsificadores de documentos, con el de los hackers, crackers y piratas informáticos de alto nivel, con el de la delincuencia organizada, con el del tráfico de armamento; cuando la narración nos lleva al interior de las comisarías o los juzgados, y asistimos a los protocolos policiales, a las rutinas administrativas, al día a día de los investigadores; cuando se describen con todo pormenor las armas utilizadas en los distintos delitos; cuando se nos da cuenta de los monstruosos daños infligidos por el “depredador” a sus víctimas; cuando se esbozan las fundamentaciones psicológicas que intentan explicar el funcionamiento de la mente criminal, el relato es meticuloso y plausible -más aun: es “verdadero”- y nos transmite la impresión de que César Pérez Gellida es experto en equipos informáticos y pesquisas policiales, en el funcionamiento de las armas de fuego y en la impresión de documentación falsa, en Farmacología, Anatomía, Psicopatología y Neuropsiquiatría. Pero no sólo eso, porque, sea cual sea el “tema” que aflore en la historia, el conocimiento del autor sobre él se nos muestra como inconmensurable. Así, ya se trate de asuntos “triviales” o menores: las variedades de cerveza irlandesa o checa o alemana, la correcta elaboración de un gin-tonic, las diferentes marcas de whisky, las herramientas de jardinería, las peculiaridades del juego del rugby, las delicias de las distintas gastronomías locales de cada escenario de la trama, las expresiones coloquiales -pero no solo ellas- con las que los personajes se desenvuelven en ruso o serbocroata, en italiano o alemán; o ya se trate de los grandes asuntos que pueblan el enrevesado argumento: la guerra civil española, el Ejército Rojo y los niños de la guerra, las referencias bíblicas y mitológicas, la desmembración de la antigua Yugoeslavia y el doloroso conflicto en los Balcanes, las tragedias de Srebenica y Sarajevo, el perfil de los asesinos Ratko Mladić y Radovan Karadžić, la historia de Rusia y el dictador Stalin, las interioridades del KGB y de la Stasi, las vicisitudes de la Guerra fría, la política de Israel, la creación y el desvelamiento de la Red Gladio, la primera guerra mundial y, por supuesto, toda la información -exhaustiva y completísima- relativa a los principales asesinos en serie que han dejado su siniestra huella en el mundo real, en todos esos casos el autor vallisoletano da muestra de su profunda compenetracióncon el respectivo tema de referencia (si bien el precio a pagar es, desde mi punto de vista, una relativa y distanciadora frialdad en la narración).
Si a ello le añadimos que la historia está muy bien construida, y manifiesta una notable eficacia “estructural”, con una urdimbre perfecta que permite encajar sin distorsiones tantas subtramas, múltiples peripecias, infinidad de protagonistas, la enorme variedad de escenarios, la ingente cantidad de imbricaciones entre episodios y personajes, numerosos datos, las frecuentes idas y venidas en el tiempo, los flashbacks aclaratorios, las sorprendentes vueltas de tuerca y sorpresas en la narración; si le sumamos además cierto talento literario con la alternancia de voces en primera o tercera persona; si resaltamos igualmente la presencia de un núcleo central de “tipos” de poderosa entidad literaria -de los que se nos dibuja con precisión y abundancia de pormenores su personalidad, los antecedentes familiares, su carrera profesional-, destacando entre ellos el sociópata narcisista, el inteligente e inhumano Augusto Ledesma, experto en asfixias, estrangulamientos, mutilaciones y en el uso despiadado del martillo y que pretende ser el asesino en serie más importante de la historia, envuelto en sus veleidosos delirios poético-musicales, o el comisario Sancho, concienzudo y sensible, riguroso y enamoradizo, volcado obsesivamente en la tarea vital de acabar con el psicópata, entregado a su némesis, o el misterioso y genial Armando Lopategui, Carapocha -un doble de Steve Buscemi-, experto mundial en “serial killers”, o su hija Érika, doctora en Psicología y gélida ejecutora de arriesgados “encargos”, (y que, aquejada por un trastorno bipolar, con su independencia y determinación, con su furibunda soledad, con su frialdad y eficacia “profesional” con un arma en la mano, con su inteligencia portentosa, con sus tatuajes -en particular, Las tres edades del hombre, el cuadro de Klimt-, nos recuerda permanentemente -en cada una de sus apariciones- a la ya “canonizada” Lisbeth Salander, la protagonista de otra trilogía, la de Stieg Larsson, con la que se ha comparado la obra de Gellida -aunque el escritor español niega ese paralelismo a mi juicio innegable en alguna entrevista que he podido leer-), o el entrañable y borrachín inspector Olafsson, investigador islandés, o la inspectora Gallo, la atractiva colega de Sancho en la comisaría de Trieste, o tantos más; si sumamos, como digo, todos esos aciertos, entonces no queda más remedio que valorar como más que estimable la monumental propuesta del joven escritor de Valladolid. Y sin embargo…
… Sin embargo, mientras se avanza aceleradamente por las páginas de los tres libros, llevados en volandas por la maestría del autor para sumergirnos en una trama que ya he calificado como adictiva, al lector le asalta del continuo la sensación de inutilidad, de superficialidad, de irrelevancia de todo lo leído. Bien, se dice uno a sí mismo, una historia que “engancha”, que me ha abstraído, enajenado durante varias decenas de horas… ¿y ahora qué?... ¿qué me queda de todo ello? ¿Es esa la misión de la literatura, ocupar unas horas, ser un mero “pasatiempo” (literalmente)? Excelente pasatiempo, pues, este Versos, canciones y trocitos de carne, ¿pero es algo más?, ¿hay que pedir algo más a un libro?
Obviamente no estamos ante alta literatura. No se trata de menospreciar a nadie, pero salvo la presencia laudatoria de Lorenzo Silva -un escritor “de verdad”, con calidad literaria- que prologa el tercer libro, son ¡¡Michael Robinson!! (excepcional en su “territorio” pero no precisamente una referencia literaria de altura) que abre el primero, o el periodista Jon Sistiaga, que introduce el segundo, los principales valedores de la obra. Y cuando la editorial selecciona para sus elogiosas recomendaciones de las contraportadas los testimonios de afamados lectores que apoyan los libros, los elegidos son Eugenia Rico, Olga Viza, ¡¡¡Sandra Barneda!!! y, claro está, el ubicuo Juan Cruz, factótum del grupo Prisa y por tanto sospechoso de parcialidad.
Y a esa sensación de ligereza, de trivialidad, contribuye la mención en el libro de personajes de la vida “real” -de la peor vida real- de nuestro país: Paquirrín, Belén Esteban, ¡¡el joven cómico vallisoletano Vaquero!!, en unas novelas repletas de personajes de la vida -de la noche- de la ciudad pucelana, entre los que se cuenta, en otro recurso ya tópico, intrascendente, absolutamente vacuo y banal, el propio César Pérez Gellida, que aparece con su pareja Olga en un par de secuencias de la trama.
Y es que hay, a mi juicio, una deficiencia de raíz en ese planteamiento conscientemente “realista” del autor, que parece querer persuadirnos de una tesis de fondo: Los psicópatas son excepciones, individuos singulares, pero se encuentran en la normalidad, entre gentes comunes, en ciudades anodinas, entre circunstancias triviales, y entran en los bares del día a día, y hablan con personas que dicen tacos y charlan de fútbol y ven la televisión y toman copas y son nuestros vecinos. Y por tanto -y ello sería el corolario de tal enfoque- hay que recrear la vida normal, las calles habituales, los barrios reales, los registros lingüísticos coloquiales, los latiguillos populares, los escenarios acostumbrados en los que se reconozca la mayor parte de la gente. Pero claro, no todo el mundo es Galdós ni sabe captar, con inteligencia y agudeza, con altura y calidad literarias, la “verdad de la calle”.
En el caso de Gellida, esta “impregnación” de cotidianeidad en la trilogía tiene exponentes difícilmente justificables, como por ejemplo, entre otros muchos, el detalle al que da pie el hecho de que una de las víctimas del asesino trabaje en una tienda de Mediamarkt en Munich, provocando tal circunstancia el que tras suministrarnos esa sustancial información, el autor no pueda sustraerse a la “necesidad” de hacer decir a uno de sus personajes (con absoluta seriedad e integrada su afirmación en su discurso): “yo no soy tonto”. Un recurso infantil y simplemente deplorable.
Pero junto a esta voluntad de “realismo”, podríamos decir, Gellida parece pretender también, como hemos visto, dejar constancia de su capacidad para moverse con soltura en los elevados espacios de la alta cultura, y esa doble intención, la que lo inclina al naturalismo documental y la que aspira a una relativa sofisticación literaria, es percibida por el lector como artificial, como una impostura poco creíble que no va más allá del propio impulso de la trama argumental, que le hace avanzar por ella en busca de la solución a los diferentes enigmas que se van planteando y que finaliza cuando, por fin, se nos desvelan todos ellos y cerramos el tercer libro sin poso alguno en nuestras almas ni en nuestras mentes. Porque las enrevesadas tramas -bien resueltas, como he señalado- son excesivas, se abren a demasiados frentes, abarcan temas muy ambiciosos, muy exigentes, que aparecen, por lo tanto, por la imposibilidad de encararlos con profundidad, de un modo superficial (piénsese en la historia -apuntada de refilón en Dies irae- de Ana Mladić, la hija del criminal serbobosnio Ratko Mladić, objeto central de una novela formidable, de la que ya os he dado cuenta aquí, La hija del este, de Clara Usón, y metida a la ligera y con calzador por Gellida entre otras decenas de historias que tan sólo se apuntan de una manera fría, académica, en los discursos tediosos de sus personajes). Y es que cada vez que el autor quiere “colocarnos” alguna muestra de su conocimiento histórico, de los logros de su ingente labor de documentación previa, interrumpe la acción y deja que el personaje respectivo, sea Ledesma, Carapocha, la inspectora Gallo, Olafsson o cualquier otro, ponga los ojos en blanco, mire al vacío (imagino que ambos gestos, aunque metafóricos, pueden hacerse de modo simultáneo) y con un tono profesoral preñado de didactismo y formalmente idéntico -hable quien hable- nos “endilgue” una clase, aséptica, académica, narrada como se escribe un libro de texto -sin nada que ver, pues, con la pretensión naturalista explícita en otros momentos de la obra-, sobre las intrigas del KGB, las idas y venidas de políticos, militares o grupos organizados en el desastre de los Balcanes, las redes internacionales del tráfico de armas, el último pormenor de la investigación científica sobre el cerebro de los asesinos psicópatas o la detallada caracterización psicológica -sin ahorrarnos las sólitas “excursiones” por la obra de Freud- del alma de los más destacados exponentes de las distintas tipologías criminales. Y eso por no hablar de las notas a pie de página, en torno al centenar en cada una de las novelas que, en una historia de ficción con pretensiones de best-seller, nos atiborran de datos superfluos acerca del significado de oscuros platos de la comida islandesa, abstrusas siglas de grupos paramilitares de Kosovo, o traducciones previsibles de tópicas sentencias latinas. No sé cómo piensa mantener el autor todo ese bagaje “cultural” en la más que previsible traslación de las novelas a la pantalla, en manos ya de Michael Robinson los derechos cinematográficos de lo que se prevé un exitoso suceso comercial.
Y lo fallido -y a la postre desmotivador en la lectura- de este planteamiento no logrado, no bien resuelto, no debidamente integrado, entre verosimilitud realista y enjundia “científica”, histórica, académica, tiene su ejemplo paradigmático -menor pero relevante, anecdótico pero significativo- en un pasaje de uno de los libros cuando uno de los personajes -en un contexto, insisto, de criminales y drogadictos, de policías y delincuentes- “suelta” un “me hubiera defecado de la risa”, revelador de ese doble enfoque que parece guiar la obra: el urbano, cotidiano, vivido a pie de calle, y el culto, con pretensiones, homologable literariamente, al que, de modo ridículo, apunta ese inconcebible “defecado”.
En fin, os recomiendo, pese a todo, la trilogía Versos, canciones y trocitos de carne, compuesta por Memento mori, Dies irae y Consummatum est, escrita por César Pérez Gellida y presentada por Suma de Letras Ediciones.
Os dejo como cierre a mi ya muy larga reseña, una canción de las recogidas en la obra. Huyendo como de la peste del insoportable Bunbury y los cuasinazis Rammstein, que hubieran resultado más representativos, me quedo con Into the mystic de Van Morrison, que suena en el tercer libro de la serie.
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