Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de junio de 2015

ROSA RIBAS. SABINE HOFMANN. DON DE LENGUAS. EL GRAN FRÍO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a nuestro espacio, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Antes de comenzar esta primera emisión de junio quiero comentaros brevemente cuál será el “plan” de mis propuestas de lectura para estos dos meses que restan para completar la temporada de Todos los libros un libro. Y es que, con el verano ya a las puertas, con los días que se desperezan y aumentan poco a poco su extensión, con el sol que abandona su timidez y empieza a calentar suavemente, con el campo exultante de coloridas flores, con el aire cada vez más limpio poblado de pajarillos que revolotean entre trinos enamorados (y frenaré aquí mi algo cursi recreación veraniega antes de que la peor inercia poética me lleve a hablar de fragantes aromas y canícula agosteña, de coloridas mariposas e industriosas abejas), he decidido -como tantas otras veces- acomodar mis consejos de lectura a las características más notables -que son también las más tópicas- de la cálida estación que asoma por doquier. Y así, todas las obras que voy a presentaros en junio y julio, giran en torno a dos “ejes” que a mi juicio constituyen sendos rasgos significativos del estío en general y del verano lector en particular: la simplicidad y la aventura.

La estival es una etapa que “naturalmente” parece más propicia para la lectura, con sus largos días de ocio, con su ausencia de afanes y preocupaciones, con su atmósfera -no sólo climatológica- amable y serena, con sus interminables jornadas de asueto en las que casi resulta obligado el plácido aposentarse ante el mar o bajo un árbol con un libro entre las manos. Y precisamente por esta menor “densidad” de los días veraniegos, por su ligereza, por su levedad, por la invitación que contienen al relajado descanso, a la vida sencilla, al lento y tibio y apenas consciente dormitar frente a los días que pasan demoradamente, es por lo que mis propuestas del mes de junio se centrarán en un género como el policíaco que, en la mayor parte de los casos, no impone exigencias lectoras tan rigurosas como otras obras de mayor “enjundia” o profundidad, y es por ello especialmente compatible con el lento transcurrir de un tiempo que se nos aparece como placenteramente interminable. A lo largo de este mes, pues, Todos los libros un libro va a ofreceros cuatro emisiones dedicadas monográficamente a la novela negra, con la peculiaridad adicional de que en todos los casos se tratará de obras escritas en castellano.

Os anticipo igualmente que, en consonancia con el otro aspecto destacado del período vacacional -su condición de espacio favorable para el viaje-, mis últimas sugerencias lectoras del curso, las que se corresponden con los cinco miércoles de julio, os llevarán -de la mano de la literatura- a territorios que podríamos llamar “exóticos” -Nigeria, Japón, Vietnam, Ghana y China-, con la doble intención de ofreceros recomendaciones de lectura literariamente sugerentes e inducir en vosotros la pasión viajera, invitándoos a visitar los países en los que se desarrollan los libros reseñados. Pero eso será a partir del próximo uno de julio, por lo que hoy, de acuerdo con el otro de los “ejes temáticos” marcados, me centraré ya en mi primera “proposición criminal”.

En realidad, se trata de dos novelas las que esta tarde os recomiende pues las peripecias de Ana Martí, la joven periodista barcelonesa que las protagoniza, han dado ya para dos entregas, Don de lenguas y El gran frío, ambas publicadas por la editorial Siruela en 2013 y 2014 respectivamente. Sus autoras son la también barcelonesa Rosa Ribas y la alemana Sabine Hofmann, unidas en una muy peculiar experiencia de escritura “a cuatro manos”, ciertamente insólita en nuestro panorama narrativo. Ambas son filólogas -condición que aflora de un modo notorio en las novelas- y se conocieron en Fráncfort, en donde vive la española y en cuya Universidad fue docente la germana. En algunas entrevistas que he podido leer con Rosa Ribas, la novelista catalana declara que el proceso previo a la escritura es conjunto, con horas de discusiones en torno a la elección del argumento, la estructura, los personajes, la documentación previa, aunque la fase posterior, la que implica la redacción, ya la hacían en paralelo, en castellano y alemán, pues cada una escribía en su propia lengua y se encargaba de traducir a la otra su parte correspondiente. Así, no es de extrañar que los libros vieran la luz simultáneamente en España y Alemania.

Estamos en 1952. Ana Martí es una periodista principiante que en Don de lenguas se desempeña como cronista de sociedad -moda y eventos, efemérides sociales, recepciones y actos benéficos, bodas y natalicios, entrevistas a gentes del mundo del espectáculo y otros asuntos “ligeros”- en La Vanguardia, el principal diario -hoy nacionalista, entonces muy cercano a la dictadura de Franco, o tempora, o mores- de la ciudad condal. Por diversas circunstancias se ve obligada a cubrir para su periódico el asesinato de Mariona Sobrerroca, una viuda perteneciente a la clase alta barcelonesa. Tímida y un punto ingenua, aunque también inteligente, rigurosa, decidida y valiente, Ana se irá adentrando en las interioridades de un caso que la llevará desde los oscuros y siniestros ambientes policiales de la época -machistas, mezquinos, torturadores, violentos- y los reductos más sórdidos de aquella España mediocre y mísera -prostitutas desvalidas, estafadores de medio pelo, ladronzuelos de poca monta, proxenetas benévolos, porteras cotillas, derrotados varios- hasta las bienpensantes e hipócritas, a menudo corrompidas, muchas veces criminales y siempre impunes altas esferas del poder franquista, pobladas de abogados venales, jueces vendidos, fiscales conniventes con quienes mandan y ajenos a la búsqueda de la verdad, gobernadores civiles represores, falangistas viscosos, damas presuntamente respetables, personalidades taimadamente influyentes, serviles directores de periódico y altos cargos del régimen, a cual más miserable. Ana, hermana de un joven fusilado en la guerra, hija de un periodista represaliado por los “vencedores” de la contienda, deberá desenvolverse en un mundo hostil -por sus orígenes, por sus ideas, por su condición de mujer- para, con ayuda de su interesante prima Beatriz -una destacada filóloga (probable trasunto de las autoras), intelectualmente brillante, profesora reconocida en el extranjero aunque condenada también a la opacidad civil por la mediocridad reinante en el país-, intentar resolver el crimen al margen -y en contra- de la versión oficial.

En El gran frío la acción salta al invierno de 1956, y el escenario se traslada de la urbana Barcelona a un perdido pueblo del Maestrazgo aragonés, Las Torres. La chica, ya consolidada en su profesión, trabaja ahora para El Caso, el semanario especializado en sucesos, escándalos, crímenes y, en general, acontecimientos trágicos o, simplemente, insólitos, que fue tan popular y tanto éxito alcanzó (con tiradas de hasta cien mil ejemplares, una cifra considerable para la época) en la España de las décadas de los cincuenta a los ochenta. Obligada por las limitaciones ya reseñadas -mujer en un mundo rabiosamente (y el término es casi literal) masculino, hija y hermana de “rojos”, inteligente y capaz- a firmar con seudónimo -Sabino Rivas, Periquito Pérez- sus reportajes en el truculento periódico -no así en Mujer Actual, la revista en la que sus crónicas sociales sí admitían un nombre femenino-, Ana es enviada por su director a la remota aldea turolense para informarse y escribir sobre el extraño caso que el párroco del pueblo, Don Benito, ha comunicado al rotativo: los sorprendentes e inexplicables estigmas -milagrosos al decir del cura- que han brotado en pies y manos de Isabelita Castán, una niña de la localidad. Una vez más, su labor periodística la lleva -tras algunos asesinatos ocurridos durante su estancia en el pueblo, aislado por la nieve- a profundizar más allá de la mera y aparentemente simple superficie de los hechos para acabar desvelando los oscuros juegos de intereses del empalagoso cura, la egoísta madre de la niña, el no tan poderoso alcalde, los cerriles vecinos y el cultivado aunque algo siniestro cacique de la zona.

No son, no obstante, las tramas argumentales ni la resolución estrictamente detectivesca o policial de los casos los mayores logros de ambos libros. De hecho, pese a que las novelas están muy “trabajadas” para no dejar cabos sueltos y se leen con el interés y la intriga consustanciales al género, que nos hacen progresar en las páginas queriendo desentrañar los crímenes y dar con sus autores, el esquema -y ello ocurre en las dos novelas- es, a mi juicio, algo simple y hasta previsible, sin demasiada densidad, con una acción que llega a avanzar en ocasiones a partir de descubrimientos por parte de la “investigadora” aficionada que parecen ser frutos del azar, de inesperadas casualidades más que de una coherente y racional explicación de los hechos. Desde este punto de vista, pues, el relativo a los parámetros de exigencia que se le suponen a la novela policíaca, no hay nada deslumbrante ni novedoso ni reseñable ni innovador en la propuesta del tándem hispano-germano, que ofrece en cambio solvencia, buen hacer, profundidad en la creación de sus personajes principales, abundante y rigurosa documentación previa y, en definitiva, suficiente -aunque no subyugante- oficio.

Donde las dos obras de Rosa Ribas y Sabine Hofmann sí resultan sobresalientes -y hasta únicas, pioneras- es, en cambio, en la ambientación -sin duda fruto de una ingente labor de documentación-, en la descripción del mundo en el que se desarrolla la acción, esa España franquista, sórdida, mísera, clasista, tremendamente pobre, rezumando miedo y represión, violencia soterrada, prejuicios, odios latentes, mezquindades ancladas en un pasado, el de la guerra civil, que todavía en 1952 -en las ciudades- y hasta en 1956 -en el mundo rural- permanecía vivo no sólo en las memorias sino en el día a día de las gentes. El franquismo ya tiene novela negra contemporánea, ha escrito el experto Juan Carlos Galindo a propósito de los libros que ahora os comento. Y es que, en este sentido, las dos novelas contienen sendas magníficas "fotografías" -verosímiles, fidedignas, reveladoras, implacables- de la sociedad española de los años cincuenta. Ello ocurre sobre todo en Don de lenguas, en donde el tratamiento de este aspecto resulta magistral y permite al lector -así me ha ocurrido a mí mismo desde sus primeras páginas- trasladarse a la dura, cerrada, injusta, agobiante y muy triste vida de aquella época. Son abundantísimos los detalles que de un modo casi inapreciable nos permiten “vivir” la Barcelona de 1952; y ese es otro de los aciertos de las autoras, la ausencia de énfasis o subrayados innecesarios, la capacidad de transmitir el núcleo central de la realidad de aquellos días oprobiosos con un mero apunte, una simple frase, un gesto menor, una breve observación, una ligera apreciación al paso. Y así, se multiplican los elementos narrativos que “decoran” de un modo muy realista y convincente el relato de los hechos. El escenario de la acción aparece a través de menciones a los objetos de entonces, los muebles, los electrodomésticos (como la descripción de una moderna nevera a la que aspira -soñadora- Encarni, la asistenta de la prima Beatriz, para sustituir al armatoste -un cajón con hielo en su interior- que apenas refresca los alimentos de la casa), las vestimentas, los peinados, los anuncios de las calles, los tranvías que ven interrumpido súbitamente su trayecto por un corte eléctrico, habitual en aquellos años de penuria, las farolas con su luz escasa, las carteleras, los artistas de cine, los seriales y concursos radiofónicos, las canciones que se escuchan en los patios de vecindad, las revistas del momento, los premios que incluyen los botes de La Lechera, las tres pesetas de la entrada del cine, las novedades editoriales de esos días (Nada, El Jarama, la primera obra de un joven Juan Goytisolo, entre otras), las tétricas oficinas, el repiqueteo de las máquinas de escribir en las redacciones, las penumbrosas dependencias policiales, el torvo pelaje de los miembros de la Brigada de Investigación Criminal y de la Brigada de Investigación Social, dos muy cutres -pero trágicamente eficaces- puntales de la represión franquista, la sordidez del Barrio Chino -que aún no era El Raval-, el lujo algo casposo de las mansiones de la alta burguesía, los palcos del Liceo, el ambiente de los cócteles y la fiestas privadas. Incluso la reiteración en el texto de un algo anacrónico y desusado -aunque admisible para la Real Academia de la Lengua- “quilómetros” parece obedecer al propósito de las autoras de envolvernos en la atmósfera de aquel tiempo.

Y otro tanto ocurre -aunque aquí, a mi juicio, el resultado es menos logrado, cayendo más en el tópico- con la recreación del opresivo entorno rural de nuestro país en El gran frío. En el libro aflora una España primitiva, bárbara, casi medieval, salvaje, un entorno clausurado, animal, enfermizo, que reúne todas las manifestaciones de un atraso de siglos: las beatas bisbiseantes, el cura sinuoso, la religión potenciando la irracionalidad y la ignorancia, los terroríficos números de la Guardia Civil, los maquis fantasmales y huidizos, el babeante -y feliz- tonto del pueblo, el humilde maestro, el señor feudal dueño de vidas y haciendas.

Pero el interés del planteamiento de Ribas y Hoffman no reside sólo en una representación exacta y fiel pero en el fondo puramente “estética” de los aspectos externos, “ambientales”, de nuestra sociedad en los años cincuenta sino que son las interioridades más siniestras del poder franquista las que se desvelan en el curso de las investigaciones a las que se enfrenta la joven Ana. Y así, la valiente e insobornable voluntad de la periodista permite poner de manifiesto -en especial en la primera novela- las oscuras tramas de intereses delictivos que con una apariencia de legalidad favorecieron a los más desalmados de los “vencedores” y permitieron mantener un sistema basado en la iniquidad y la injusticia, la delación, las represalias, la represión y la muerte civil -y tantas veces el asesinato- de cualquier potencial “enemigo del régimen”, mientras los adictos a la causa del “Caudillo” medraban, obtenían prebendas y se lucraban a costa del esfuerzo y las vidas de sus sufrientes conciudadanos.

Un par de breves apuntes más para cerrar este ya muy largo comentario. Quiero llamaros la atención sobre otros dos aspectos destacados de Don de lenguas y El gran frío. Por un lado, la abundante utilización, como recurso que acompaña y complementa la pesquisa periodística y policial, de referencias cultas, sobre todo literarias. En este sentido, el personaje de Beatriz, la intelectualmente brillante prima de Ana, permite trufar el texto de citas de libros, versos, sentencias de autores clásicos que constituyen una aportación novedosa e interesante al género, aunque en ocasiones pueda aparecer impostada o traída por los pelos. Por otro lado, destaca -y en la condición femenina de las autoras está sin duda la causa de tal opción narrativa- el muy relevante papel que las mujeres desempeñan en las dos historias, algo más sorprendente -más positivamente sorprendente- cuando la consideración social de la mujer en aquellos años la relegaba -con escasas excepciones- a las interioridades del hogar familiar (en una de las novelas, no recuerdo ahora en cuál, se menciona el hecho -insólito desde nuestra perspectiva actual- de que la legislación de la época permitía al marido negar la posibilidad de que su mujer desempeñara un trabajo). En efecto, son femeninos los personajes más “activos” de los libros, los que toman decisiones, los que asumen riesgos, también los más complejos, los que eligen y se responsabilizan de sus actos, aquellos sobre los que recae el peso de la acción. La propia Ana, sin duda Beatriz, incluso la difunta Mariona o la malograda Encarni, en Don de lenguas; la viuda Aurelia, la niña Eugenia, incluso la criada Cándida, en El gran frío, son personajes profundos, con peso, con enjundia, con -como digo- una muy atractiva complejidad.

En fin, leed estos dos interesantes libros que os proporcionarán estupendas horas de disfrute literario junto a la oportunidad de conocer mejor una etapa de nuestra historia muy triste y desgraciada pero en la que residen las raíces de gran parte de lo que somos actualmente. Os ofrezco como cierre musical a mi reseña un fragmento de una obra que desempeña un papel primordial en Don de lenguas. Se trata de la escena final de El caballero de la rosa, la ópera de Richard Strauss, que encierra alguna clave que ayudará a explicar el asesinato de Mariona.
 
 
¿Y si el jefe se había equivocado?
Se bajó del tranvía en la Plaza de España con la certeza de que, por primera vez en los tres años que llevaba trabajando para él, el señor Rubio se equivocaba. Echó un primer vistazo a los urinarios públicos en la esquina de la calle Cruz Cubierta, hacia los que se dirigía un hombre quitándose ya los guantes.
Un error. Era un error enviarla a ella al lugar de los hechos. Ninguno de los implicados le contaría nada. No solo porque fuera mujer; tampoco nadie estaría muy dispuesto a hablar del asunto con un hombre, ni las trabajadoras de la fábrica de bombillas ni los tipos con los que la detenida les organizaba encuentros.
En los asuntos con muertos de por medio era más fácil. La muerte hace locuaz a la gente, sobre todo a los que no llega a golpear de cerca, sino solo roza desde el parentesco lejano, la vecindad o la casualidad. Como el hambre voraz después de los entierros, la presencia de un muerto provocaba ansiosas verborreas, aunque la persona con quien hablara no hubiera visto más que la punta del zapato del cadáver.
Pero en un caso como el de la lotera alcahueta todos preferirían no saber nada. ¿Acaso creía su jefe que a ella se le sincerarían las chicas de la fábrica que ganaban un dinero extra con las citas amorosas que les concertaba la enana? ¿Cómo se imaginaba que se dirigiría a ellas?
–Hola. ¿Tú eres una de las que…? Ya me entiendes, ¿no?
Tampoco podía esperar que merodeara cerca de los urinarios públicos y abordara a los hombres, a los posibles clientes, cuando se aproximaran a la puerta con mal disimulada prisa, o peor, que encarara a los que salían con paso tranquilo, alguno todavía con los últimos movimientos de cerrarse la bragueta, y aprovechara esos segundos de alivio masculino para sorprenderlos con la pregunta:
–Disculpe, caballero, ¿no será usted cliente de Paulina Sánchez?
Lo más probable sería que el hombre saliera huyendo. Unos, incómodos al verse abordados justo en ese momento por una mujer joven que preguntaba por un nombre desconocido. Otros porque, si bien era conocida como «la lotera» o «la enana de los ciegos», sabían quién era Paulina Sánchez, sobre todo sus clientes, y la tomarían por una chivata de la policía.
A la mujer la habían detenido hacía tres días por una denuncia anónima de una de las trabajadoras de la fábrica de bombillas Z, en la cercana calle México. Se sentaba todas las mañanas con sus números de lotería de los ciegos, pegada a la pared de los urinarios públicos. La llamaban «la enana de los ciegos» porque medía poco más de un metro treinta. Tenía la espalda muy encorvada; el torso parecía casi del mismo tamaño que la enorme cabeza. Apenas le llegaban los pies al suelo desde el asiento de la silla de enea.
Ana la había reconocido en la foto policial que le había mostrado Rubio. La había visto muchas veces en ese lugar, con las tiras de cupones colgadas del pecho, siempre rodeada de hombres. Ahora sabía que no se trataba de compradores de números de lotería.
Paulina Sánchez llevaba tiempo ejerciendo de alcahueta y todo parecía funcionar bien: los hombres se dirigían a ella para que los pusiera en contacto con alguna mujer de la fábrica. La lotera tanteaba las preferencias de edad, complexión o color del pelo del mismo modo que los compradores de números de lotería los pedían acabados en ocho, o impares, o que no contuvieran cincos. Ella concertaba día y hora y les daba la dirección del meublé.
Un mecanismo que había funcionado sin contratiempos hasta que, por lo visto, alguna pieza había fallado y había dado al traste con el negocio. No podían haber sido las mujeres, a ninguna de ellas le interesaba que se hiciera público, y no acababa de creerse la versión oficial de que una de las trabajadoras nuevas en la fábrica la hubiera denunciado porque se sintió ofendida cuando la lotera le ofreció sus servicios.
Aunque no esperaba poder averiguar nada nuevo para su artículo, llevaba un rato yendo y viniendo desde la esquina en la que estaban los urinarios públicos hasta el bar La Pansa. De vez en cuando miraba su reloj de pulsera para fingir que estaba esperando a una cita que se retrasaba. Algo, no sabía qué, si era el instinto periodístico, la tozudez o la experiencia que había adquirido en cuatro años de profesión, le impedía marcharse a decirle al señor Rubio que en esa ocasión pisar la calle, «mancharse los pies de barro», no había servido para nada.
No se los había manchado, pero se le estaban quedando helados por el frío. Decían los periódicos que las temperaturas de ese invierno estaban siendo las más bajas que se registraban en años. Los más exagerados hablaban de «la nueva glaciación del 56». Tal vez fuera cierto. El viento húmedo y cortante de finales de enero ya había encontrado los resquicios por los que colarse en su abrigo. «Cinco minutos más y me marcho», se repitió varias veces mientras recorría la acera de un lado a otro con los brazos cruzados. «Cinco minutos. Los últimos», se dijo una vez más. Entonces, mientras decidía si buscar una cafetería en las calles cercanas para tratar de entrar en calor delante de un café con leche o volver a su casa, distinguió a un vendedor de cupones que se acercaba por la calle Cruz Cubierta. Apoyaba la mano derecha en el hombro de una niña que le hacía de lazarillo, cuyas trenzas negras eran más gruesas que sus brazos. Caminaban a buen paso, la gente con la que se cruzaban se apartaba al verlos y la niña esquivaba con presteza todos los obstáculos en el camino, ya fueran personas, perros u objetos.
El ciego aparentaba unos cuarenta años. Si no era el padre de la niña, por lo menos tenían que ser parientes, sus brazos y piernas eran también en extremo delgados. Con el viento, los pantalones de pana raída se le pegaban a unas pantorrillas que parecían carecer de carne. La tez del hombre, curtida por la intemperie, era tan oscura que los globos oculares resaltaban como si estuvieran iluminados por dentro.
Pasaron al lado de Ana. El hombre llevaba las tiras de cupones prendidas con pinzas a la solapa del abrigo. La niña lo guio hasta la pared en la que daba el sol, el mismo lugar en el que se sentaba la enana, comprobó que llevara todos los botones abrochados y se despidió de él. El ciego le dio unos cachetes en las mejillas.
La niña se alejó. Antes de subirse a un tranvía en dirección al Paralelo, se volvió un par de veces como si quisiera cerciorarse de que había dejado al hombre en el lugar correcto.
Tal vez fuera porque habían ganado experiencia a fuerza de pisar calle, o tal vez porque los tenía helados, pero sus pies tomaron la iniciativa. La cabeza empezó a urdir el plan cuando ya casi había llegado delante del ciego.


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