LEONARDO PADURA. HEREJES
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como todos los miércoles sale al aire en Radio Universidad de Salamanca ofreciéndoos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Hoy os traigo un escritor cubano, Leonardo Padura, con una ingente obra publicada en nuestro país y con numerosos premios para algunos de sus libros o por el conjunto de su obra -entre ellos, no hace aún una semana de la noticia, el Princesa de Asturias de las Letras correspondiente a este año-. Padura es un autor de novela negra, creador de una serie -que cuenta con ocho títulos ya, siempre presentados en España por la editorial Tusquets- protagonizada por Mario Conde, un muy particular detective cuya compleja personalidad es -a mi juicio- uno de los principales alicientes de las historias de las que es el personaje principal. Esta tarde -en el marco de esta miniserie policiaca a la que estamos dedicando el mes de junio en Todos los libros un libro- quiero hablaros de Herejes, el octavo de la serie, no sin antes recomendaros cualquiera de los anteriores -cuya lectura no es imprescindible, aunque sí aconsejable, para la cabal comprensión de la trama de este último-, singularmente los cuatro primeros, que constituyen una tetralogía cerrada en sí misma, Cuatro estaciones, centrada, obviamente, en las distintas temporadas del año: Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño; leyéndola conoceréis los rasgos más destacados del interesante expolicía e investigador privado y podréis familiarizaros con su particular universo. Leonardo Padura es autor también de otros innumerables libros, al margen de esta serie policiaca: novelas, cuentos, ensayos o libros de viaje o de entrevistas.
Mario Conde, un comemierda con dos doctorados, en expresiva definición del propio personaje, es, como digo, una creación literaria muy poderosa e interesante. Con evidentes concomitancias con otros detectives literarios, Conde es un tipo melancólico, desencantado, escéptico y algo triste que, muy sobrepasados ya -ahora, en esta su nueva aventura- los cincuenta años, pasea su ausencia total de expectativas vitales -al margen de las relacionadas con la vulgar supervivencia-, la irreversible derrota de sus sueños, su abandono de perro apaleado, por las calles de La Habana, una ciudad cuyo deterioro, cuya decadencia corren en paralelo a ls del desengañado personaje. En las más recientes entregas de la serie, incluyendo Herejes, nuestro protagonista, que hace más de veinte años había dejado la policía, moviéndose en el difuso y ambiguo (sobre todo en la Cuba estatalista de las últimas décadas) territorio de la investigación privada, recurre, como tabla de salvación ante la penuria reinante, a la muy delicada pero por entonces todavía jugosa actividad de la compra y venta de libros de segunda mano, Conde había practicado todas las modalidades en las que se podía ejecutar el negocio: desde el primitivo método del vociferante anuncio callejero de su propuesta comercial (que en una época tanto lacerara su orgullo), hasta la búsqueda específica de bibliotecas señaladas por algún informante o antiguo cliente, pasando por la de tocar a la puerta de las casas del Vedado y Miramar que, por cierto rasgo para otros imperceptible (un jardín descuidado, unas ventanas con un vidrio roto), pudieran sugerirle la posible existencia de libros y, sobre todo, de las necesidades de venderlos.
De su precariedad económica y su desamparo existencial lo salvan unos cuantos amigos entrañables, una amante acogedora e incondicional, algunas rutinas apacibles y la persistencia en un puñado de sueños casi todos inalcanzables.
Los amigos son, con una fidelidad que desafía el paso del tiempo, el Conejo, Andrés, Candito el Rojo y, sobre todo, el Flaco Carlos, atado a una silla de ruedas, del que cuida con mimo su novia Dulcita. Con ellos se reúne cada poco tiempo en unas comidas inenarrables preparadas -con un virtuosismo tanto más llamativo si se conoce la penuria en la que se desenvuelve la sociedad cubana- por Josefina, la amorosa madre del Flaco. En esos encuentros -en los que las muy propicias brumas del alcohol envuelven confidencias, recuerdos, lamentaciones y añoranzas- los amigos filosofan (hablan mierda, como se dice en la novela) sobre sus vidas y la de su país, sobre las expectativas perdidas, los sueños rotos, las existencias abocadas al fracaso. Los sucesivos perros Basura -en Herejes ya es Basura II el acompañante-, tan desangelados y solitarios y libres como su dueño, forman parte -indudablemente- de este elenco de amigos, así como los parroquianos del bar de los Desesperaos, en los que la cuadrilla se aprovisiona de bebedizos alcohólicos muchas veces intragables si no francamente nocivos para la salud.
La maternal amante es Tamara, que en una de las primeras novelas de la serie era la mujer de un corrupto dirigente local que muere asesinado en uno de los casos investigados por Conde. Desde entonces la casa de Tamara es un refugio al que el expolicía acude para encontrar ternura y compañía y complicidad y comprensión y algo parecido a la estabilidad y sexo ya no encendido y pasional aunque sí demorado y recogido y dulce. La relación, en la que cada uno entregaba al otro lo mejor que tenía, sin ceder sus últimos espacios de individualidad, aporta a ambos sosiego, calidez y fuerza para resistir la dura soledad del día a día.
Las rutinas a las que el detective se ancla para sobrellevar la devastación del tiempo, son unos cuantos libros, por encima de todos los de Salinger, también Chandler o Hemingway -del que, sin embargo, acabará “alejándose”-; algunas películas, Chinatown, El halcón maltés, Cinema Paradiso, también, en Herejes, Blade Runner; ciertas músicas de hace cincuenta años, los Beatles, Credence Clearwater Revival, Blood, Sweet and Tears, y hasta el añejo y para muchos de vosotros desconocido y absolutamente kitsch grupo español de los sesenta ¡¡¡¡Cristina y los Stop!!!!
Y todo, amigos, amante y rutinas conforman una existencia en la que la constatación de la mediocre realidad -mediocre en lo individual y también en lo social; aunque de esta segunda vertiente, de la ruina económica, política, sociológica y hasta moral de Cuba os hablaré luego- sólo puede combatirse con los sueños, unos sueños que el paso del tiempo y la lucidez de los personajes acaban por convertir en quimeras inaccesibles. ¿Cuántos sueños de futuro acariciados por él y sus amigos, mientras bajaban por aquella misma calle, se habían hecho mierda en el choque brutal contra la realidad vivida? Demasiados…, piensa Conde en un momento del libro. O más adelante: ¿Le preocupaba que él y todos sus amigos se estuvieran poniendo viejos y siguieran sin nada en las manos, como siempre habían estado, o con menos de lo que antes habían estado, pues se les habían perdido incluso las ilusiones, la fe, muchas de las esperanzas prometidas por años y, por descontado, la juventud? Y de entre todos sus sueños, la literatura, escribir una novela parecida a las de Salinger, es el más recurrente y escurridizo (o no tanto, pues resulta evidente que Conde es “muy” Padura, el personaje se asemeja mucho -así me lo parece- a su creador, que sí ha podido escapar de la inhóspita monotonía circundante escribiendo sus propios libros).
Esta descripción somera del mundo de Conde aparece reflejada en este breve y significativo fragmento de Herejes: Todavía él poseía cuatro tesoros que, en su magnifica conjunción, podía considerar los mejores premios de la vida. Porque tenía buenos libros para leer; tenía un perro loco e hijo de puta del cual cuidar; tenía unos amigos a quienes joder, abrazar, con quienes se podía emborrachar y soltarse a recordar otros tiempos que, en la benéfica distancia, parecían mejores; y tenía una mujer a la que amaba y, si no se equivocaba demasiado, lo amaba a él. Gozaba de todo aquello en un país donde mucha gente apenas tenía nada o iba perdiendo lo poco que le quedaba: porque demasiadas personas con las que cada día se topaba en sus afanes callejeros y le vendían sus libros con la esperanza de salvar sus estómagos, ya habían perdido hasta los mismísimos sueños.
Y aquí aparece otro de los elementos muy destacados de las novelas del autor cubano: la triste y muy dura realidad del país caribeño que aflora en ocasiones de modo deliberado y que, en cualquier caso, se impone muy a menudo como telón de fondo inevitable, más allá o a pesar de la reflexión consciente del investigador.
Padura vive en Cuba, aunque tenga la doble nacionalidad, cubana y española, y viaje con frecuencia a congresos y encuentros de escritores, y este hecho -su asentamiento en La Habana- revela, en consecuencia (aparte de su amor por la ciudad y su belleza y por sus gentes y su afabilidad), una cierta conformidad (sin duda matizable) con la dictadura castrista, con la que colaboró abiertamente en sus inicios profesionales en los que se desempeñó como periodista en distintas revistas y periódicos afines al régimen. Sin embargo, en sus libros, la cruda realidad habanera y por extensión cubana, no se nos hurta a los lectores, que podemos conocer así -insisto, no sólo con las reflexiones del expolicía sino con las meras descripciones del marco en que se desenvuelven las tramas de las novelas- la dimensión más verdadera de la vida en Cuba. La pobreza, las limitaciones económicas, los edificios en ruinas, los jardines convertidos en basureros, las mansiones devastadas, los automóviles destartalados, la ausencia de bienes de consumo básico, la carestía de la vida, la precaria sencillez de muebles, menaje y ropa, los vetustos electrodomésticos, lo reducido de la oferta cultural (sin publicaciones literarias recientes o con menos de cuarenta años, con un cine anclado en el pasado, un acervo discográfico congelado en la década de los sesenta; con algunas contadas excepciones en cada caso), la ya reseñada ausencia de expectativas vitales, dibujan un panorama social muy alejado de la imagen que desde las jerarquías políticas quiere transmitirse del “paraíso socialista”. Pero es que, además, Conde no se frena al mostrarnos -y criticar- la corrupción, la venalidad, la hipocresía y la inmoralidad reinantes en esas mismas jerarquías que imponen a su pueblo una somera y “revolucionaria” austeridad mientras se enriquecen, disfrutan de privilegios de toda clase, acceden a viviendas, restaurantes y objetos de lujo, viajan sin limitaciones, ajenos al sufrimiento de su pueblo. Incluso, prueba significativa de esta posición crítica del autor, una de sus novelas, Máscaras, se desenvuelve en un ambiente homosexual, un entorno, como se sabe, no especialmente querido por el régimen de los Castro, que condena a la clandestinidad, la represión y la cárcel cualquier “diferencia”, también la que suponen las opciones sexuales “no convencionales” (el poder “barbudo” las califica de “depravadas” y “decadentes”). Esta contradicción entre la quimera oficial y la muy cruda realidad se explicita en un fragmento de Herejes, en que puede leerse: había descubierto hacía tiempo, con una clarividencia siempre capaz de asombrar al Conde, que el país donde vivían quedaba muy lejos del paraíso dibujado por los periódicos y discursos oficiales.
Ante este panorama poco esperanzador, Mario Conde se sabe integrado en un sistema que no puede cambiar, pero no escatima críticas o, cuando menos, no se priva de “fotografiar” de modo lúcido y descarnado el mundo que ve: A sus 54 años cumplidos Conde se sabía un pragmático integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de la madriguera habían evolucionado, (involucionado, en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. Sin fuerzas ni edad para reciclarse como vendedores de arte o gerentes de corporaciones extranjeras, o al menos como plomeros o dulceros, apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes. Así, mientras unos subsistían con los dólares enviados por los hijos que se habían largado a cualquier parte del mundo, otros trataban de arreglárselas de algún modo para no caer en la inopia absoluta o en la cárcel: como profesores particulares, choferes que alquilaban sus desvencijados autos, veterinarios o masajistas por cuenta propia, lo que apareciera. Y, llevado sobre todo del amor a su tierra, Conde -que quizá así “explica” a su autor- opta por sobrevivir en una Cuba que, pese a todo, encierra muchos motivos -además de los personales de cada uno de sus ciudadanos- para la felicidad: aquella capacidad cubana de vivir cada situación como si se tratase de una fiesta le parecía, incluso desde la perspectiva de su ignorancia y desesperación, un modo mucho más amable de pasar por la tierra y obtener de ese tránsito efímero lo mejor que pudiera ofrecer. Allí todo el mundo reía, fumaba, bebía cerveza, incluso en los velatorios; las mujeres, casadas, solteras o viudas, blancas y negras, caminaban con una cadencia perversa y se detenían en plena calle a conversar con conocidos o desconocidos; los negros gesticulaban como si bailaran y los blancos se vestían como proxenetas. Las personas, hombres y mujeres, se miraban a los ojos. Y aun cuando la gente se moviera con frenesí, en realidad nadie parecía apurarse por nada. (...) Los cubanos afrontaban también sus propios dramas, sus miserias y sus dolores, aunque a la vez (...) lo hacían con una levedad y un pragmatismo que sorprenden al observador externo -uno de los personajes de Herejes- que pronuncia esas palabras.
Y delimitados ya algunos de los rasgos más significativos de la obra de Leonardo Padura, dejadme presentaros muy brevemente esta su por ahora última novela a la que también, obviamente, le son de aplicación las reflexiones precedentes.
Herejes, que se presenta dividido en tres “libros” -el de Daniel, el de Elías, y el de Judith- que constituyen los tres principales capítulos de la obra (hay un colofón, Génesis, que ocupa apenas quince de sus quinientas páginas), cuenta -en una síntesis demasiado reduccionista- la historia de un cuadro, una algo inusual imagen de Cristo que, pintada por Rembrandt en 1647, acaba llegando a la Cuba actual tras numerosas vicisitudes entre las que destacan los terribles acontecimientos de la Segunda Guerra mundial y sus repercusiones -algunas muy notables y dolorosas- en la isla caribeña.
La novela se desenvuelve así, en cada uno de sus tres capítulos (que, no obstante, entremezclan sus tramas, moviéndose con continuos saltos en el tiempo en una muy trabajada, aunque a veces algo confusa, estructura), en tres tiempos -el siglo XVII, 1939 y 2008- y dos lugares, La Habana y Ámsterdam, aunque por el medio aparecen otros focos relevantes de la “acción” como Cracovia o Miami, y otras épocas, el siglo XIX, o los muy primeros inicios del XX.
El libro primero, el de Daniel, tiene como protagonista a Daniel Kaminsky, enviado por su familia a Cuba, cuando aún era un niño, a principios de los años treinta del pasado siglo, para preservarlo de la amenaza nacionalsocialista, que sus padres, profesionales de vida desahogada, intuyen en el horizonte de esos días. En 1939, la familia debe volver a agruparse en La Habana, en donde reside el tío Joseph, que se ha hecho cargo del pequeño, y a donde viajan Isaías y Esther, los progenitores del niño, y su pequeña hermana Judith, embarcados en el S.S.Saint Louis, el trasatlántico que lleva a bordo 900 judíos que huyen del horror nazi, en esas fechas ya no sólo presentido en su Polonia de origen, sino tangible, constatable, desgraciadamente “real”. Sin embargo, en uno de los episodios más innobles de una época por otro lado repleta de ellos, los viajeros ven rechazada su petición de asilo por Cuba, Estados Unidos y Canadá, sucesivamente, por lo que el buque debe volver a Europa, a Amberes concretamente, desde donde sus pasajeros serán repatriados a sus respectivos lugares de origen y luego capturados, enviados a campos de concentración y, casi todos ellos -incluidos los padres y la hermana de Daniel-, finalmente exterminados. En su esperanzado y fallido viaje, los Kaminsky portaban consigo un misterioso cuadro, heredado de generación en generación por la familia, y del que en el trasiego de negociaciones y embajadas entre los viajeros del Saint Louis y las autoridades cubanas se pierde la pista. Ya en 2007, nuestro Mario Conde recibe la visita de Elías, hijo de Daniel Kaminsky que le encomienda el difícil encargo de investigar el paradero del lienzo que, sorprendentemente, ha reaparecido en el mercado internacional del arte. Del oscuro destino de la tela da cuenta este significativo fragmento del libro: Nadie sabía a ciencia cierta cómo aquella pintura, un lienzo más bien pequeño, había llegado a manos de unos remotos Kaminsky, según todo parecía indicar, por la mitad del siglo XVII, poco después de haber sido pintada. Aquella época precisa había sido la más terrible vivida por la comunidad judía de Polonia, aunque muy pronto sería superada en crueldad y cantidad de víctimas. A pesar del mucho tiempo transcurrido, para todos los judíos del mundo resultaba muy conocida la historia de la persecución, martirio y muerte de varios miles de hebreos por las hordas borrachas de sadismo y odio de los cosacos y los tártaros, una carnicería llevada hasta más allá de todos los extremos entre los años de 1648 y 1653.
El segundo capítulo, El libro de Elías, nos retrotrae precisamente a esas fechas y a la Ámsterdam del siglo XVII para encontrarnos con el joven pintor judío Elías Ambrosius Montalvo de Ávila, un muchacho que, apasionado admirador de Rembrandt, consigue llegar a trabajar en el taller de su maestro y convertirse así en testigo involuntario de la creación de la obra que centra la trama. En esta segunda sección del libro, deslumbrante a mi juicio, lo mejor de la novela, Padura, basándose en lo que ha debido ser un esfuerzo documental muy exigente, recrea la bulliciosa ciudad de los Países Bajos en una época de efervescencia política, religiosa, militar y cultural, con un grado tal de meticulosidad y rigor en la ambientación que a lo largo de las ciento cuarenta páginas del capítulo el lector no sólo se adentra sino que casi “vive” en las calles y entre los canales de la ciudad neerlandesa, recreada con precisión histórica y con una muy convincente aportación del rico acervo artístico de la pintura flamenca de la época.
Por último, en el tercer capítulo, El libro de Judith, volvemos a la Cuba contemporánea, ahora la de 2008, en la que Mario Conde se ve envuelto en la investigación de la desaparición y aparente asesinato de Judith Torres, una chica, casi una niña, que pertenece a los “emos”, una de las muchas “tribus” juveniles que, desafiando la ortodoxia de un régimen sin imaginación y nada proclive a excesos “coloristas”, pulula por las calles -sobre todo nocturnas- de la capital habanera. Esta es, por cierto, otra de las muestras de la visión crítica de Padura, que no se recata en mostrar la diversidad que subyace a la apariencia uniforme impuesta por un poder socialista -de un socialismo “soviético”, planificado y vertical. Capas, grupos, clanes, dinastías -dice por boca de su personaje- que destrozaban la presunta homogeneidad concebida por decreto político. La pesquisa detectivesca que encara nuestro expolicía para averiguar el paradero de Judy acaba haciendo que los cabos sueltos de las tres historias, de los tres capítulos, se cierren de un modo que obviamente no voy a contar aquí.
En los tres relatos, los protagonistas respectivos -y ese es el fin último de la obra; si es que una novela se escribe con pretensiones de contener un “mensaje”- son herejes, disidentes, judíos que abandonan su fe para salvar su vida, librepensadores que se oponen a las lecturas únicas de los textos sagrados, artistas que desafían su religión para dejarse llevar por los impulsos más íntimos de sus almas, personas íntegras que arrostran los inconvenientes -muy dolorosos en ocasiones- de enfrentarse a sus colectividades, individuos desarraigados, como el propio Mario Conde, que se mueven en un territorio propio y libre, el de la libertad de pensar por sí mismos y contra el sistema, jóvenes que buscan en sus “tribus”, en sus “sectas”, un modo de escapar de la uniformidad reinante y que son capaces también de abandonarlas cuando esos mismos círculos acaban coartando esa libertad. La novela está repleta de muestras de estos seres que anteponen la libertad personal a cualquier otro principio de raza, origen, clase, grupo o religión. Ya no hay nada en qué creer, ni mesías que seguir, se dice en un significativo fragmento del libro. Solo vale la pena militar en la tribu que tu mismo has elegido libremente. Porque si cabe la posibilidad de que, de haber existido, incluso Dios haya muerto, y la certeza de que tantos mesías hayan terminado convirtiéndose en manipuladores, lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección. Y en el mismo sentido: me enseñaron que ser un hombre libre es más que vivir en un lugar donde se proclama la libertad. Me enseñaron que ser libre es una guerra donde se debe pelear todos los días, contra todos los poderes, contra todos los miedos.
Por todos estos diversos motivos, Herejes es una novela más que estimable, que merece ser leída, como muchas otras de las de su autor. Os dejo, como ambientación musical del libro, con Smell like teen spirit, la canción más emblemática del grupo Nirvana, cuyo líder, el malogrado Kurt Cobain, es una de las referencias de Judy, la joven desaparecida en el tercer capítulo del libro.
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